Capítulo 4

Monk no inició la investigación en el hospital —donde sabía que todos se mostrarían todavía sumamente suspicaces, de tal modo que su intervención podría incluso poner en peligro las oportunidades de Hester—, sino que tomó un tren de la línea del oeste con destino a Hanwell, donde residía la familia de Prudence Barrymore. Hacía un bonito día y soplaba una ligera brisa. Pasear desde la estación a través de los campos hasta el pueblo y a lo largo de Green Lañe en dirección al punto en que el río Brent desembocaba en el Grand Junction Canal le habría solazado de no haber sido porque se disponía a visitar a una familia cuya hija había muerto estrangulada.

La casa de los Barrymore era la última de la derecha, y el agua bordeaba el jardín. A primera vista, a la luz del sol, con la imagen de las rosas trepadoras reflejada en los cristales de las ventanas y el aire lleno de los cantos de los pájaros y el sonido del río, era fácil no reparar en las persianas bajadas y en el silencio anormal que rodeaba la vivienda. Cuando estuvo ante la puerta y vio el crespón negro en la aldaba, sintió la molesta presencia de la muerte.

—¿Qué desea, caballero? —preguntó con gravedad una criada que tenía los ojos enrojecidos.

Monk había dispuesto de varias horas para pensar qué diría, cómo se presentaría para no dar la impresión de que se entrometía en una tragedia que nada tenía que ver con él. En aquellos momentos carecía de autoridad oficial, lo que todavía le resultaba doloroso. Era una estupidez sentir celos de Jeavis, pero su aversión por Runcorn estaba bien arraigada en su pasado y, por mucho que sólo recordara fragmentos de él, no le cabía la menor duda del antagonismo que había existido entre ambos. Le desagradaba todo cuanto Runcorn decía o hacía; sus gestos, su porte, y para Monk esa animadversión era algo tan instintivo como parpadear cuando algo pasaba demasiado cerca de su cara.

—Buenos días —saludó con respeto al tiempo que ofrecía su tarjeta personal—. Me llamo William Monk. Lady Callandra Daviot, miembro del consejo rector del Royal Free Hospital y amiga de la señorita Barrymore, me ha pedido que visite a los señores Barrymore por si pudiera servirles de ayuda. ¿Tendría la amabilidad de preguntarles si podrían dedicarme unos minutos? Soy consciente de que no es un asunto agradable para nadie, pero hay ciertos temas que por desgracia no pueden esperar.

—Oh… bueno. —La criada vacilaba—. Lo preguntaré, caballero, pero no puedo asegurarle nada. Acabamos de sufrir una pérdida en la familia, como supongo que sabe.

—¿Sería tan amable de intentarlo? —Monk esbozó una sonrisa.

La sirvienta estaba un tanto desconcertada, pero accedió a su petición. Lo hizo pasar al vestíbulo y se alejó para informar a su señora de la presencia de Monk. Al parecer la casa no contaba con una salita de la mañana u otra sala de recepción desocupada donde hacer esperar a las visitas imprevistas.

Miró alrededor como tenía por costumbre. Se descubrían muchas cosas acerca de las personas observando su hogar; su situación económica, sus gustos, algún indicio de los estudios que habían cursado, si habían viajado o no y, a veces, incluso sus creencias y prejuicios y lo que deseaban que los demás pensaran de ellas. En el caso de las viviendas donde había morado más de una generación, también se deducía información sobre los padres y, por consiguiente, sobre la educación recibida.

El vestíbulo de los Barrymore no resultaba demasiado elocuente. La casa era bastante grande, de estilo rural, con ventanas y techos bajos y vigas de roble. Parecía pensada para albergar a una familia numerosa más que para recibir invitados o impresionar. El recibidor tenía un bonito suelo de madera y contaba con dos o tres sillas tapizadas en cretona apoyadas contra la pared, pero no había estanterías, ni retratos ni dechados que permitieran juzgar el gusto de sus ocupantes, y el único perchero que había no tenía nada especial y tampoco colgaba de él ningún bastón, tan sólo un paraguas muy gastado.

La criada regresó con semblante sombrío.

—Si es tan amable de acompañarme, caballero, el señor Barrymore lo recibirá en el estudio.

La siguió por un pasillo estrecho que conducía a la parte posterior de la vivienda, donde se encontraba una sala con vistas al jardín trasero que le sorprendió por su aspecto acogedor. Por la cristalera vislumbró el césped bien cortado y resguardado del sol en un extremo por unos sauces que se inclinaban sobre el agua. Había pocas flores; en su lugar crecían delicados arbustos con una hermosa variedad de follaje.

El señor Barrymore era alto y delgado, de rostro expresivo. Monk se dio cuenta enseguida de que el hombre que tenía delante no sólo había perdido a una hija, sino parte de sí mismo. Le remordió la conciencia por inmiscuirse en un drama personal. ¿Qué importaban las leyes, o incluso la justicia, frente a una pena tan grande? No había solución, ni procesos judiciales adecuados ni castigos que pudieran devolverle la vida o cambiar lo ocurrido. ¿Para qué servía la venganza?

—Buenos días, caballero —saludó Barrymore con aspecto serio. Su semblante delataba la consternación que lo embargaba y no se disculpó por ella ni intentó disimularla. Observó a Monk con aire indeciso—. La doncella ha explicado que el motivo de su visita guarda relación con la muerte de nuestra hija. No ha mencionado que fuera usted policía, pero supongo que lo es. Ha hablado de una tal lady Daviot, pero debe de haberse producido un malentendido, porque no conocemos a nadie que responda por ese nombre.

Monk deseó poseer alguna capacidad o don especiales para suavizar lo que debía comunicarle. Tal vez lo mejor fuera decir la verdad. Las evasivas no servirían más que para prolongar la agonía.

—No, señor Barrymore, antes trabajaba para la policía, pero dejé el cuerpo. En la actualidad me dedico a la investigación privada. —Detestaba decirlo; sonaba mal, como si su misión consistiera en perseguir a rateros y esposas infieles—. Lady Callandra Daviot —añadió; eso sonaba mejor— es miembro del consejo del hospital y tenía en gran estima a la señorita Barrymore. Le preocupa que la policía no averigüe todos los detalles de lo ocurrido o que, con el fin de no importunar a las autoridades o a personas eminentes, no investigue a fondo. Por consiguiente, me ha pedido, como favor personal, que me ocupe del caso.

Una lánguida sonrisa apareció en los labios de Barrymore pero se desvaneció al instante.

—¿A usted no le preocupa importunar a gente importante, señor Monk? Yo diría que es más fácil que usted caiga en desgracia que la policía. Se da por supuesto que cuentan con el respaldo de las autoridades.

—Eso depende en gran medida de quiénes sean las personas importantes —señaló Monk.

Barrymore frunció el entrecejo. Permanecían de pie en medio de la agradable estancia con vistas al jardín. La ocasión no parecía adecuada para sentarse.

—Supongo que no sospechará que alguien de esa posición está implicado en la muerte de Prudence… —Barrymore pronunció las últimas palabras como si todavía le costase asimilar el hecho y la aflicción que experimentó al enterarse de la noticia.

—No tengo la menor idea —respondió Monk—, pero en la investigación de un asesinato es muy normal descubrir ciertos acontecimientos y relaciones que las personas preferirían mantener en secreto. A veces se esfuerzan denodadamente para que no salgan a la luz, aunque ello implique ocultar algunos datos que contribuirían al esclarecimiento del crimen.

—¿Y usted presume que logrará averiguar algo que la policía no conseguirá descubrir? —preguntó Barrymore.

Seguía mostrándose cortés, pero su escepticismo era más que evidente.

—No lo sé, pero lo intentaré. En otras ocasiones he cosechado éxitos cuando ellos han fracasado.

—¿De veras? —Con su pregunta el señor Barrymore no pretendía poner en duda sus palabras, sino corroborar el hecho—. ¿Qué podemos decirle? No sé nada del hospital. —Miró por la vidriera hacia las hojas bañadas por los rayos del sol—. En realidad apenas conozco nada sobre la práctica de la medicina. Colecciono mariposas singulares, soy algo así como una autoridad en la materia. —Sonrió con tristeza y se volvió hacia Monk—. Ahora parece que nada merece la pena, ¿no cree?

—No —respondió Monk con voz queda—. El estudio de algo hermoso nunca es inútil, sobre todo si lo que persigue es comprenderlo y conservarlo.

—Gracias —dijo Barrymore con gratitud sincera. Era algo secundario, pero en momentos trágicos como ése la mente recuerda los detalles más banales y se aferra a ellos en medio de la confusión y la desesperación de los acontecimientos. Barrymore levantó la mirada hacia Monk y de repente cayó en la cuenta de que estaban de pie y no había dado muestra alguna de hospitalidad—. Por favor, señor Monk, siéntese —le rogó al tiempo que tomaba asiento—, y dígame qué puedo hacer para ayudar. La verdad es que no entiendo…

—Podría contarme algo sobre ella… Barrymore parpadeó.

—¿Y de qué le serviría? Seguro que fue obra de un loco. ¿Qué persona en su sano juicio haría algo así…? —Tuvo que esforzarse para no perder la serenidad.

—Podría ser —lo interrumpió Monk para evitarle el mal trago—, pero cabe la posibilidad de que lo hiciera una persona conocida. Incluso los locos deben de tener alguna razón, a menos que sean lunáticos, pero por el momento no hay razón para suponer que hubiera alguno suelto por el hospital. Es un lugar donde se tratan las enfermedades del cuerpo, no de la mente. Por supuesto, la policía llevará a cabo las investigaciones pertinentes para averiguar si se detectó la presencia de algún intruso; puede estar seguro de eso.

Barrymore seguía desconcertado. No comprendía qué quería Monk de él.

—¿Qué desea saber de Prudence? No se me ocurre ninguna razón por la que alguien que la conociera deseara hacerle daño.

—Según tengo entendido participó en la guerra de Crimea.

Barrymore enderezó la espalda de forma inconsciente.

—Sí, claro que sí —confirmó con orgullo—. Fue una de las primeras en ir allí. Recuerdo el día en que se marchó; parecía tan joven. —Quedó unos segundos absorto en sus pensamientos, con la mirada perdida—. Sólo los jóvenes poseen tanta confianza. No saben lo que el mundo les deparará. —Sonrió con una profunda tristeza—. Creen que los fracasos o la muerte jamás les afectarán, que eso les pasará a otros. Eso es la inmortalidad, ¿no cree? Esa convicción.

Monk permaneció en silencio.

—Se llevó consigo un baúl de metal —prosiguió Barrymore—. Sólo guardó en él unos pocos vestidos azules muy sencillos, ropa interior, un par de botas, su Biblia, su diario y los libros de medicina. Quería ser médico. Un sueño imposible, lo sé, pero eso no le impedía desearlo. Sabía mucho sobre el tema. —Por primera vez miró directamente a Monk—. Era muy inteligente, además de trabajadora. Tenía facilidad para los estudios, a diferencia de su hermana, Faith. Eran muy distintas, pero se querían mucho. Cuando Faith se casó y se trasladó al norte, se escribían por lo menos una vez a la semana. —Sus palabras rezumaban emoción—. Ella va a…

—¿En qué se diferenciaban? —interrumpió Monk.

—¿En qué? —El señor Barrymore miraba hacia el jardín mientras rememoraba sus días felices—. Oh, Faith siempre reía, le encantaba bailar. No es que fuera frívola pero sí muy coqueta, y muy hermosa, además. Le resultaba fácil congraciarse con la gente. —Sonrió—. Había una docena de hombres que deseaban cortejarla. Por fin escogió a Joseph Barker. Parecía un joven muy normal y un poco tímido. Incluso tartamudeaba cuando se ponía nervioso. —Meneó la cabeza como si todavía le sorprendiera esa actitud—. No sabía bailar, mientras que a Faith le encantaba bailar. El caso es que ella fue más sensata que su madre o yo, pues Joseph la ha hecho muy feliz.

—¿Y Prudence? —inquirió Monk.

A Barrymore se le ensombreció el semblante.

—¿Prudence? No quería casarse, sólo le interesaba la medicina y servir a los demás. Se propuso curar a la gente y cambiar tantas cosas… —Suspiró—. ¡Y siempre quería aprender más! Por supuesto, su madre deseaba que contrajera matrimonio, pero ella rechazó a todos sus pretendientes, y tuvo varios. Era una muchacha encantadora… —Se interrumpió unos instantes porque le costaba contener la emoción.

Monk esperó. Barrymore necesitaba tiempo para recobrar el control y dominar su dolor. Se oyó el ladrido de un perro al otro lado del jardín, seguido de unas risas infantiles.

—Lo siento —se disculpó Barrymore al cabo de unos minutos—. La quería mucho. Sé que no debe haber hijos favoritos, pero me entendía tan bien con Prudence… Compartíamos muchas cosas: ideas, sueños… —Hizo una pausa. Estaba a punto de echarse a llorar.

—Gracias por dedicarme su tiempo, señor. —Monk se puso en pie. La entrevista le resultaba dolorosa y no conseguía recabar más información—. Veré qué puedo descubrir en el hospital, pero si sabe de alguna amistad con quien ella hubiera hablado recientemente y pudiera conocer otros detalles…

Barrymore recobró la calma.

—No sé cómo podrían ayudar, pero si hay algo…

—Desearía hablar con la señora Barrymore, si es que se encuentra en condiciones de recibirme.

—¿Con la señora Barrymore? —El hombre quedó sorprendido.

—Quizá sepa algo de su hija, alguna confidencia que podría parecer trivial pero que tal vez nos proporcione algún dato importante.

—Oh, sí, supongo que sí. Le preguntaré si se encuentra con ánimos. —Meneó la cabeza—. Me asombra su fortaleza. Creo que está sobrellevando la situación mejor que yo. —Tras estas palabras se excusó y salió del estudio.

Regresó al cabo de unos minutos y condujo a Monk a otra sala confortable y bien decorada con sofás y sillas con tapizado floreado, dechados bordados en las paredes y muchos adornos pequeños. Había varios estantes llenos de libros, escogidos por su contenido, no por su aspecto, y una canastilla abierta con hilos de seda junto a un tapiz en un bastidor.

La señora Barrymore era mucho más menuda que su esposo, hermosa y de baja estatura. Lucía un vestido de faldas amplias y tenía pocas canas en su pelo rubio, que llevaba recogido en una cofia de encaje. Como cabía esperar, iba de luto y en su rostro hermoso y delicado se apreciaban signos de que había llorado recientemente. No obstante, en aquel momento estaba serena y saludó a Monk con cortesía. No se levantó, pero le tendió su delicada mano, enfundada en un mitón de encaje.

—¿Qué tal, señor Monk? Mi esposo me ha explicado que es usted amigo de lady Callandra Daviot, que era una conocida de la pobre Prudence. Es todo un detalle por su parte que se interese por nuestra tragedia.

Monk admiró la diplomacia de Barrymore. No se le había ocurrido una forma tan elegante de justificar su presencia:

—Muchas personas lamentan su muerte, señora —declaró después de rozarle los dedos con los labios. Si Barrymore había decidido presentarlo como un caballero, interpretaría su papel, lo que en realidad le procuraba una inmensa satisfacción, aun cuando comprendía que el hombre lo había hecho para evitar que la señora Barrymore tuviera la sensación de que un inferior, desde el punto de vista social, se entrometía en su vida.

—Es algo terrible —convino la mujer al tiempo que parpadeaba. Le señaló en silencio el asiento que debía ocupar, y Monk se sentó. El señor Barrymore permaneció de pie junto a la silla de su esposa, en actitud curiosamente distante y protectora a la vez—. Sin embargo tal vez no debería asombrarnos tanto. Eso sería pecar de ingenuos, ¿no cree? —Lo miró de hito en hito. Sus ojos eran de un azul sorprendente.

Monk se sentía desconcertado. Optó por no hacer ningún comentario, pues no quería adelantarse a ella y cometer un error.

—Una joven tan obstinada… —añadió la señora Barrymore con una mueca—. Encantadora y atractiva sí, pero muy firme en sus convicciones. —Dirigió la vista más allá de Monk, hacia la ventana—. ¿Tiene usted hijas, señor Monk?

—No, señora.

—Entonces mi consejo le servirá de poco, a menos que piense tenerlas algún día. —Se volvió hacia él con un atisbo de sonrisa en los labios—. Créame, una muchacha agraciada es en ocasiones motivo de preocupación; una belleza lo es todavía más, aunque ella sea consciente de su hermosura, lo que la protegerá de ciertos peligros pero originará otros. —Apretó los labios—. Con todo, una joven con inquietudes intelectuales es infinitamente peor. Una muchacha modesta, bonita pero no deslumbrante, y con la inteligencia suficiente para saber agradar pero sin ambiciones de aprender es lo mejor. —Lo observó con atención para ver si la había entendido—. Siempre se puede enseñar a una jovencita a que sea obediente, así como las labores propias del hogar y los buenos modales.

El señor Barrymore tosió porque se sentía incómodo.

—Oh, ya sé qué estás pensando, Robert —agregó la señora Barrymore como si su marido hubiera hablado—. Una muchacha no puede evitar ser inteligente. Lo único que digo es que habría sido mucho más feliz si se hubiera conformado con utilizar su inteligencia de la forma adecuada, es decir, leyendo libros, escribiendo poemas si así lo deseaba y conversando con sus amigos. —Seguía sentada en el borde de la silla, con los faldones abultados alrededor—. Si pretendía ayudar a los demás y estaba dotada para ello —prosiguió con seriedad—, podía haberse dedicado a un sinfín de obras caritativas. Dios sabe la de horas que he entregado a tareas de esa índole. He perdido la cuenta de la cantidad de comités en los que he participado. —Los contó con sus pequeños dedos—. Para alimentar a los pobres, para encontrar un alojamiento adecuado a jóvenes que han caído en la deshonra y a quienes no se acepta como sirvientas, y toda clase de buenas causas. —Alzó la voz con exasperación—. Sin embargo, a Prudence no le bastaba con eso. ¡Ella quería ser médico! ¡Leía libros con ilustraciones, con cosas que ninguna mujer decente debería saber! —Se le crispó el rostro por el enfado y la turbación—. Yo, por supuesto, intenté hacerla entrar en razón, pero se negaba a escucharme.

El señor Barrymore se inclinó con el entrecejo fruncido.

—Querida, no vale la pena tratar de cambiar a las personas. Dejar de estudiar no entraba en los planes de Prudence —lo dijo con dulzura, pero su voz transmitía un hastío que daba a entender que había repetido lo mismo en numerosas ocasiones y que, como entonces, su esposa había hecho oídos sordos a sus palabras.

Ella estiró el cuello y adoptó una expresión de determinación.

—Las personas deben aceptar el mundo tal como es. —No posó la mirada en su marido, sino en un cuadro de tema bucólico que colgaba de la pared—. Hay ciertas cosas que pueden conseguirse, y otras que no. —Apretó sus hermosos labios—. Me temo que Prudence nunca aprendió esa diferencia, lo que constituye una tragedia. —Meneó la cabeza—. Podía haber sido tan feliz… sólo tenía que haber abandonado esas ideas infantiles y haberse casado con alguien como el pobre de Geoffrey Taunton, un hombre formal, dispuesto a desposarla, pero ya es demasiado tarde. —De pronto se le llenaron los ojos de lágrimas—. Discúlpeme —añadió sorbiéndose la nariz como hacen las damas—. Sólo me cabe llorar su muerte.

—No hacerlo sería inhumano —repuso Monk—. Era una mujer excepcional en todos los sentidos y confortó a muchas personas que agonizaban de dolor. Debe sentirse muy orgullosa de ella.

El señor Barrymore sonrió, pero estaba demasiado emocionado para articular palabra. Su esposa miró a Monk con cierta sorpresa, como si sus elogios de Prudence la hubieran desconcertado.

—Ha hablado del señor Taunton en pasado, señora Barrymore —agregó Monk—. ¿Está muerto?

La mujer no disimuló su asombro.

—Oh, no. No, señor Monk. El pobre Geoffrey está bien vivo, pero es demasiado tarde para Prudence, pobre criatura. Ahora no hay duda de que Geoffrey se casará con esa tal Nanette Cuthbertson. Ya hace tiempo que lo persigue. —Por unos instantes su expresión delató resentimiento—. Sin embargo, en vida de Prudence, Geoffrey no se dignaba ni mirarla. Nos visitó el fin de semana pasado para interesarse por Prudence; nos preguntó cómo le iba por Londres y cuándo vendría.

—Nunca la comprendió —intervino el señor Barrymore con tono pesaroso—. Siempre pensó que era cuestión de esperar, que Prudence sentaría la cabeza, que renunciaría a la enfermería, regresaría a casa y llevaría una vida normal.

—Y así habría sido —se apresuró a conjeturar la señora Barrymore—, pero esperó demasiado. El tiempo en que una mujer resulta atractiva a un hombre que desea casarse con ella y formar una familia es limitado. —A continuación alzó la voz con exasperación—. A Prudence parecía no importarle, aunque sabe Dios la de veces que se lo advertí. «Los años no pasan en balde», le decía. «Algún día te darás cuenta.» —Los ojos se le empañaron de nuevo de lágrimas y volvió la cabeza.

El señor Barrymore se mostraba turbado. Ya había replicado a su mujer sobre ese tema delante de Monk y parecía no tener nada más que añadir.

—¿Dónde podría encontrar al señor Taunton? —inquirió Monk—. Si veía a la señorita Barrymore con frecuencia, tal vez sepa de alguien que estuviera importunándola.

La señora Barrymore lo miró y por un instante el desconcierto que le provocó el comentario sustituyó a la pena.

—¿Geoffrey? ¡Es imposible que Geoffrey conozca a alguien capaz de… cometer un asesinato, señor Monk! Es un joven excelente, de lo más respetable. Su padre era profesor de matemáticas. —Hizo especial hincapié en la última palabra—. El señor Barrymore lo conocía, antes de su muerte, ocurrida hace unos cuatro años. Dejó a Geoffrey en una situación económica desahogada. —Asintió—. Me sorprende que todavía no se haya casado. Normalmente las estrecheces económicas son las que impiden a los hombres jóvenes contraer matrimonio. Prudence no sabía lo afortunada que era al tener a un hombre como él esperando a que cambiara de parecer.

Monk no podía opinar al respecto.

—¿Dónde vive, señora? —preguntó.

—¿Geoffrey? —Ella enarcó las cejas—. En Little Ealing. Baje por Boston Lane y gire a la derecha, luego siga la carretera unos dos kilómetros y a la izquierda encontrará el Ride. Geoffrey vive cerca. Pregunte allí, pues así le será más fácil localizar la casa que si se la intento describir, aunque es preciosa, como todos los edificios de la zona.

—Gracias, señora Barrymore. ¿Y qué me dice de la señorita Cuthbertson, que al parecer era la rival de la señorita Barrymore? ¿Dónde podría encontrarla?

—¿Nanette Cuthbertson? —Adoptó de nuevo una expresión de desagrado—. Oh, vive en Wyke Farm, justo al otro lado de la línea ferroviaria, cerca de Osterley Park. —Sonrió otra vez, pero sólo moviendo los labios—. Ciertamente, es un lugar muy agradable, sobre todo para una amante de los caballos, como ella. Le costará llegar allí. Está bastante lejos, más allá de Boston Lane. A menos que alquile algún vehículo, tendrá que caminar por los campos. —Agitó la mano enfundada en el mitón con gran gracilidad—. Una vez en Boston Farm, camine hacia el oeste, y sin duda encontrará el lugar. Claro que yo siempre voy en coche de caballos.

—Gracias, señora Barrymore. —Monk se puso en pie e inclinó la cabeza—. Disculpen mi intromisión. Les estoy muy agradecido por su ayuda.

—Si descubre algo, ¿la ética de su profesión le permitiría informarnos? —preguntó el señor Barrymore.

—Yo daré parte a lady Callandra, pero no me cabe la menor duda de que ella les mantendrá al corriente —respondió Monk. No tendría reparo alguno en contar a aquel hombre tranquilo y apesadumbrado cualquier cosa que pudiera ayudarle, pero consideró que a Barrymore le sería más fácil escucharlo por boca de Callandra. Además, sería una forma de evitar explicarle ciertas cosas que, aun siendo ciertas, resultarían dolorosas y de nula trascendencia para perseguir o condenar al asesino de Prudence Barrymore. Les dio las gracias de nuevo y les presentó sus condolencias una vez más. El señor Barrymore lo acompañó hasta la puerta y Monk se marchó.

Hacía un día muy agradable y disfrutó de la media hora de paseo desde Green Lane hasta Little Ealing, donde residía Geoffrey Taunton. Ese intervalo de tiempo le brindó la oportunidad de planear qué le diría. No esperaba que la entrevista fuese fácil. Incluso cabía la posibilidad de que Geoffrey Taunton se negara a recibirlo. Las personas reaccionaban de forma distinta ante las tragedias. En algunos casos, lo primero que se manifiesta es la ira, mucho antes que la aceptación del dolor. Además, podría darse el caso de que fuera Geoffrey Taunton quien la hubiera matado. Tal vez no estaba tan dispuesto a esperar como en el pasado y su frustración le había hecho perder el control. O quizá se había desatado una pasión de otra clase, luego se había arrepentido y deseaba casarse con esa tal Nanette Cuthbertson. Tendría que preguntar a Evan qué constaba en el informe del médico forense. Por ejemplo, ¿estaba embarazada Prudence Barrymore? Por lo que había dicho su padre, lo juzgaba poco probable, pero a menudo los progenitores desconocen esos aspectos de la vida de sus hijas, bien porque no los quieren ver, bien porque éstas se los ocultan.

Lo cierto es que hacía un día espléndido. La campiña se extendía a los lados del camino, la brisa mecía el trigo, que comenzaba a dorarse. En un par de meses los cosechadores saldrían al campo, encorvarían la espalda bajo el sol y respirarían el polvo del grano; el olor a paja caliente lo invadiría todo y un carrito iría detrás de ellos con sidra y hogazas de pan. Escuchó en su mente el silbido rítmico de la guadaña, notó el sudor en su piel desnuda, la brisa, y luego el alivio que proporcionaba el carrito, la sed y la sidra dulce y fresca que todavía olía a manzana.

¿Cuándo se había dedicado él a la labranza? Buscó en su memoria pero no encontró nada. ¿Fue allí, en el sur, o en Northumberland, su lugar de origen, antes de trasladarse a Londres para estudiar comercio, ganar dinero y convertirse en una especie de caballero?

No tenía la menor idea. Había desaparecido de su mente, como tantas otras cosas. Tal vez fuera lo mejor. Quizá guardara relación con algún recuerdo personal, como el de Hermione, que todavía le causaba dolor, no por haberla perdido, lo que no le importaba en absoluto, sino por su propia humillación, su error, la estupidez de haber amado tanto a una mujer que carecía de la capacidad de corresponderlo. Es más, había sido lo bastante honrada para reconocer que tampoco deseaba corresponderlo; el amor era peligroso, podía herir. Hermione había admitido que no quería que nadie se interpusiera en su camino hacia la prosperidad.

No, a partir de ese momento todo cuanto intentara recordar se limitaría a su pasado profesional. Por lo menos en ese campo no corría riesgos. Era brillante en su trabajo. Ni siquiera su enemigo más acérrimo, Runcorn, había negado su talento, su inteligencia ni su intuición, y tampoco la entrega que lo había convertido en el mejor inspector del cuerpo. Caminaba con buen paso. Sólo se oían sus pisadas y el viento, suave y cálido, que mecía los campos. A primera hora de la mañana era probable que hubiera habido alondras, pero ahora era demasiado tarde.

Asimismo, había otra razón, aparte de su orgullo, por la que debía esforzarse por evocar detalles relativos a su profesión. Se ganaba la vida como detective y, sin los recuerdos de sus contactos en los bajos fondos, las minucias de su arte, los nombres y las caras de quienes estaban en deuda con él o le temían, de quienes poseían conocimientos que podrían resultarle útiles o de quienes tenían secretos que guardar, estaba en desventaja, era como un principiante. Necesitaba saber con exactitud quiénes eran sus amigos y sus enemigos. Ciego por el olvido, se encontraba a su merced.

El dulce aroma de la madreselva impregnaba el ambiente. Aquí y allá los rosales silvestres, con los capullos en flor, formaban estelas rosadas o blancas.

Giró a la derecha en el Ride y después de unos cien metros se encontró con un viejo carretero que avanzaba con su caballo por el sendero. Le preguntó por Geoffrey Taunton, y tras vacilar con recelo durante unos minutos el hombre le indicó el camino.

El edificio poseía una fachada elegante, y el enlucido parecía haber sido embellecido recientemente con una profusión de nuevos adornos. El entramado de madera era impecable. Todo apuntaba a que Geoffrey Taunton había realizado todas esas mejoras tras heredar la fortuna de su padre.

Monk enfiló el bien marcado sendero de gravilla, que no tenía maleza alguna y habían rastrillado hacía poco, y llamó a la puerta principal. Era a primera hora de la tarde y podía considerarse afortunado si encontraba al señor de la casa; si no estaba, trataría de concertar una cita para otro día.

La doncella que lo atendió era joven y tenía unos ojos vivarachos, incapaces de contener su curiosidad al ver en el umbral a un desconocido vestido con elegancia.

—¿Qué desea, caballero? —preguntó con amabilidad mientras lo observaba.

—Buenas tardes. No tengo cita, pero desearía ver al señor Taunton, si es que se encuentra en casa. Si es demasiado pronto, le agradecería que me indicara una hora más conveniente.

—Oh, no, señor, es una hora perfecta. —La muchacha calló de repente y vaciló al darse cuenta de que había incumplido la convención social de fingir que el señor se había ausentado hasta determinar si accedería a recibir al visitante—. Oh, quiero decir que…

Monk no pudo reprimir una sonrisa.

—Entiendo. Será mejor que vaya a ver si puede recibirme. —Le entregó su tarjeta de visita, en la que figuraban su nombre y dirección, pero no su ocupación—. Dígale que vengo en nombre de una miembro del consejo rector del Royal Free Hospital de Gary’s Inn, de lady Callandra Daviot. —Sus palabras impresionaban, no eran demasiado comprometidas y, en parte, eran ciertas.

—Sí, señor —repuso ella con evidente interés—. Si me permite, iré a preguntar. —Con un pequeño revuelo de faldas, dio media vuelta y se marchó tras dejar a Monk en la salita, bañada por el sol.

Geoffrey Taunton no tardó ni cinco minutos en presentarse. Era un hombre de aspecto agradable, de poco más de treinta años, alto y fornido, que vestía de luto por las circunstancias. Tenía la tez ni muy clara ni muy oscura y unos rasgos armoniosos y bien proporcionados. Su expresión era afable, aunque en aquel momento quedaba empañada por una pena profunda.

—¿Señor Monk? Buenas tardes. ¿Qué puedo hacer por usted y el consejo del hospital? —preguntó al tiempo que le tendía la mano.

Monk se la estrechó con una punzada de remordimiento por su pequeña mentira, pero el sentimiento se desvaneció enseguida. Había otras prioridades.

—Gracias por dedicarme su tiempo, caballero, y discúlpeme por no haber concertado una cita, pero el señor Barrymore me ha hablado de usted esta misma mañana. Como ya habrá supuesto, han requerido mis servicios en relación con la muerte de la señorita Prudence Barrymore.

—¿Sus servicios? —Taunton frunció el entrecejo—. Entonces ¿no es un asunto policial? —Adoptó una expresión de desagrado—. Si al consejo rector le preocupan los escándalos, no puedo hacer nada para ayudarles. Si contratan a mujeres jóvenes como enfermeras, es normal que se produzcan incidentes desafortunados, tal como le expliqué a la señorita Barrymore, aunque fue en vano.

»Los hospitales son lugares poco saludables —añadió con acritud—, tanto física como moralmente. Ya resulta bastante penoso tener que pisarlos para someterse a una operación que no puede practicarse en el domicilio, pero una mujer que busca empleo en un sitio como ése corre riesgos innombrables, sobre todo si es de buena familia y no tiene necesidad de ganarse el sustento.

Se le ensombreció el semblante en señal de dolor al reconocer la inutilidad de sus palabras y hundió las manos en los bolsillos. Su aspecto era el de una persona testaruda, desconcertada y sumamente vulnerable.

Evan se hubiera compadecido de él, mientras que Runcorn habría compartido su opinión. A Monk sólo le molestaba su ceguera. Seguían de pie en la salita de la mañana, uno frente al otro, sobre la alfombra verde.

—Supongo que se dedicó a esa labor por compasión hacia los enfermos más que por la compensación económica —observó Monk con aspereza—. Por lo que me han contado de ella, era una mujer con un talento excepcional y con una gran capacidad de entrega. El hecho de que no trabajara por necesidad sólo demuestra su calidad humana.

—Le costó la vida —repuso Taunton con amargura y cierta rabia—. Eso es una tragedia y un crimen. Sé que nada le devolverá la vida, pero quiero ver a su asesino en la horca.

—Si lo descubrimos, sospecho que tendrá ese privilegio, caballero —replicó Monk—, aunque en mi opinión, presenciar una ejecución es harto desagradable. Sólo he asistido a dos, y ambas fueron experiencias que preferiría olvidar.

Taunton quedó sorprendido y luego hizo una mueca de disgusto.

—No tome mis palabras al pie de la letra, señor Monk. Como bien ha dicho, es un acto desagradable. Tan sólo quería decir que me gustaría que ocurriese.

—Oh, entiendo. Sí, eso es distinto y es un sentimiento bastante común. —Su voz transmitió todo el desprecio que le inspiraban aquellos que recurren a otros para que realicen el trabajo sucio con el fin de no sufrir la angustia de su realidad y dormir tranquilos, sin pesadillas y sin sentirse acechados por el horror de la culpa, la duda y la compasión. Acto seguido, hizo un esfuerzo por recordar el motivo de su visita. Se obligó a mirar a Taunton a los ojos con cierta cortesía—. Le aseguro que haré lo que esté en mi mano para que ello ocurra lo antes posible.

Taunton se calmó. Apartó de sí la indignación y volvió a concentrarse en Prudence y su muerte.

—¿Cuál es el motivo de su visita, señor Monk? ¿En qué puedo ayudarlo? No sé nada que contribuya a esclarecer lo sucedido, excepto la naturaleza propia de los hospitales y las personas que los ocupan, la clase de mujeres que en ellos trabajan, de lo cual usted también debe de estar al corriente, ¿no es cierto?

Monk evitó con disimulo dar una respuesta.

—¿Se le ocurre alguna razón por la que otra enfermera deseara causar algún daño a la señorita Barrymore? —inquirió.

Taunton reflexionó al respecto.

—Se me ocurren muchos motivos. ¿Le importaría pasar a mi estudio? Estaremos más cómodos.

—Gracias. —Monk lo siguió por el vestíbulo hasta un precioso salón mucho más grande de lo que esperaba, con vistas a un jardín de rosas con un extenso campo detrás. A unos doscientos metros crecía un hermoso olmedo—. ¡Qué panorama tan espléndido! —exclamó en un impulso.

—Gracias. —Taunton esbozó una sonrisa tensa, señaló una de las sillas más grandes para que Monk tomara asiento y, acto seguido, se sentó frente a él—. Me ha preguntado por las enfermeras. Dado que lo ha contratado el consejo rector, doy por supuesto que conoce usted la clase de mujeres que ejercen tal oficio. Tienen muy pocos estudios, o ninguno, y la moralidad que cabe esperar de personas de ese jaez. —Observó a Monk con semblante serio—. No sería de extrañar que sintieran rencor hacia una mujer como la señorita Barrymore, que poseía lo que a ellas debía de parecerles riqueza y que no trabajaba por necesidad sino por vocación. Saltaba a la vista que tenía estudios, era de buena familia y gozaba de todos los privilegios que hubieran querido para sí. —Miró al detective para asegurarse de que captaba los matices de lo que estaba diciendo.

—¿Una pelea? —aventuró Monk, sorprendido—. Tendría que haber sido una mujer muy depravada, y con una fuerza física considerable, para atacar a la señorita Barrymore y estrangularla sin llamar la atención de los demás. Los pasillos suelen estar vacíos en muchos momentos del día, pero las salas no están lejos. Si se hubiera oído un grito, alguien habría acudido para ver qué sucedía.

Taunton frunció el entrecejo.

—No entiendo adonde quiere ir a parar, señor Monk. ¿Insinúa que no asesinaron a la señorita Barrymore en el hospital? —inquirió con expresión de desprecio—. ¿Acaso el consejo rector pretende negar su responsabilidad y afirmar que el centro no tiene nada que ver?

—Por supuesto que no. —Si Monk no hubiera estado tan enfadado, la conclusión del señor Taunton le habría incluso divertido. Detestaba la pomposidad. Además, unida a la estupidez, como era habitual, le resultaba insoportable—. Sencillamente considero poco probable que una pelea entre dos mujeres acabe con el estrangulamiento de una de ellas —replicó con impaciencia—; algo se habría oído. De hecho, fue por una riña entre dos mujeres por lo que el doctor Beck y lady Callandra salieron al pasillo y encontraron a la señorita Barrymore.

—Oh. —Taunton palideció. De repente ambos recordaron que estaban hablando de la muerte de Prudence y no inmersos en una especie de dialéctica académica—. Sí, ya lo entiendo. Deduzco de sus palabras que debió de ser un acto premeditado, perpetrado a sangre fría. —Desvió la mirada, emocionado—. ¡Dios mío, qué horror! Pobre Prudence. —Tragó saliva con cierta dificultad—. ¿Es… es posible que ella no sospechara nada, señor Monk?

Monk no tenía la menor idea.

—Supongo que no —mintió—. Puede que todo fuera muy rápido, sobre todo si el atacante era fuerte.

Taunton parpadeó.

—Un hombre. Sí, eso parece mucho más probable. —Su conclusión pareció complacerlo.

—¿La señorita Barrymore le mencionó a algún hombre que la inquietara y con quien mantuviese alguna relación poco satisfactoria? —inquirió Monk.

Taunton frunció el entrecejo y lo observó con aire indeciso.

—No entiendo muy bien a qué se refiere.

—No sé expresarlo de otro modo. Me refiero tanto en el ámbito personal como en el profesional; un médico, un capellán, un tesorero, un miembro del consejo rector, el familiar de un paciente o alguien con quien tuviera que relacionarse en el desempeño de sus obligaciones —aclaró Monk.

Taunton pareció comprender.

—Oh, ya entiendo.

—Así pues, ¿le habló de alguien?

Taunton reflexionó unos minutos con la vista clavada en los olmos del jardín, cuyas grandes ramas verdes brillaban bajo el sol.

—Me temo que no solíamos hablar de su trabajo. —Apretó los labios, pero era imposible discernir si se trataba de una mueca de ira o de dolor—. No me parecía bien que trabajara. Recuerdo que mencionó el gran aprecio que sentía por el cirujano jefe, sir Herbert Stanhope, un hombre más próximo a su clase social, por supuesto. Admiraba su valía profesional, pero no me pareció que sus sentimientos fueran personales. —Miró a Monk con el entrecejo fruncido—. Espero que no sea esto lo que sugiere…

—No sugiero nada —replicó Monk con impaciencia, elevando el tono de voz—. Intento descubrir algo sobre ella y sobre quién podría haberle deseado algún daño por la razón que fuere: celos, temor, ambición, venganza, avaricia, cualquier motivo. ¿Tenía algún admirador? Creo que era una mujer atractiva.

—Sí, en efecto, y también encantadora, a pesar de su terquedad. —Apartó la vista de Monk por unos instantes e intentó disimular su angustia.

Monk pensó en pedirle disculpas, pero consideró que sólo servirían para incomodarlo aún más. Nunca había aprendido a decir las palabras adecuadas. Probablemente no existieran.

—No —dijo Taunton al cabo de unos minutos—. Nunca me habló de nadie, aunque es posible que, de haber habido alguien, no me lo hubiera dicho, pues sabía lo que sentía por ella. Sin embargo, era muy sincera, por lo que creo que, si hubiera habido otra persona, su propia franqueza la habría obligado a decírmelo. —Su rostro adoptó una expresión de incomprensión absoluta—. Daba la impresión de que su único amor era la medicina y no tenía tiempo para las ocupaciones e intereses propios de las mujeres. Además, en los últimos tiempos esa actitud se acentuó. —Miró a Monk con seriedad—. Usted no la conocía antes de que fuera a la guerra de Crimea, señor Monk. Entonces era distinta, muy distinta. No tenía la… —Se interrumpió en un esfuerzo por encontrar la palabra adecuada—. Era… más tierna, sí, eso es, tierna, mucho más femenina.

Monk se abstuvo de contradecirle, aunque estuvo a punto de hacerlo. ¿Las mujeres eran realmente tiernas? Las mejores que había conocido, las que recordaba en aquel momento, eran todo lo contrario. Las convenciones sociales dictaban que se mostraran complacientes, pero en el fondo tenían un corazón de acero capaz de dejar en ridículo a muchos hombres, así como una fuerza de voluntad y una entereza sin parangón. Hester Latterly había tenido la valentía de luchar para defenderlo cuando él mismo se había dado por vencido. Lo había acosado, engatusado e insultado para que recobrase la esperanza y bregase a su lado, sin dar importancia a su propio bienestar.

Asimismo, habría jurado que Callandra actuaría del mismo modo si la situación lo requiriese, y conocía a otras. Tal vez Prudence Barrymore había sido como ellas: apasionada, valiente y comprometida con sus ideales. Era difícil que un hombre como Geoffrey Taunton lo aceptara, y mucho menos lo entendiese. De hecho, tratar con mujeres como ésas no era tarea fácil. Sólo Dios sabía cuan arisca, desagradable, obstinada, impertinente y mordaz podía ser Hester, amén de porfiada.

De hecho, la irritación que Taunton le provocaba disminuyó a medida que lo pensaba. Si había estado enamorado de Prudence Barrymore, probablemente habría tenido que soportar muchas cosas.

—Sí, sí, ya le entiendo —afirmó con una sonrisa—. Debió de resultarle muy duro. ¿Cuándo vio a la señorita Barrymore por última vez?

—La vi la mañana en que murió… en que la asesinaron —respondió Taunton al tiempo que palidecía—. Con toda probabilidad muy poco antes.

Monk se sorprendió.

—¿Cómo es posible? El crimen se cometió muy temprano —observó—, entre las seis y las siete y media…

Taunton se sonrojó.

—Sí, era pronto. De hecho creo que no eran más de las siete. Pasé la noche en la ciudad y fui al hospital para verla antes de coger el tren de regreso a casa.

—Debió de tener un motivo importante para ir a verla a esas horas…

—Sí —se limitó a decir Taunton. La expresión de su rostro era inescrutable.

—Si prefiere no decírmelo, tendré que hacer cabalas —advirtió Monk con una sonrisa severa—. Supondré que se pelearon porque a usted no le agradaba su trabajo.

—Suponga lo que quiera —espetó Taunton—. Fue una conversación privada que jamás habría mencionado de no haber ocurrido algo tan terrible. Ahora que la pobre Prudence está muerta, me niego a hablar de ello. —Le lanzó una mirada desafiante—. Charlamos de un tema que no le resultó agradable; es lo único que necesita saber. La pobre estaba de muy mal humor cuando nos despedimos, de lo más irreverente, pero gozaba de una salud excelente.

Monk no hizo ningún comentario al respecto. Todo apuntaba a que Taunton ni siquiera había imaginado que podía ser uno de los sospechosos.

—¿En ningún momento le indicó que tuviera miedo de alguien? —inquirió Monk—. ¿O que alguien se hubiera mostrado desagradable o amenazador con ella?

—Por supuesto que no, de lo contrario ya se lo habría dicho. No haría falta que me lo preguntara.

—Entiendo. Gracias por su colaboración. Estoy seguro de que lady Callandra le estará muy agradecida. —Monk sabía que debía darle el pésame, pero las palabras se negaban a salir por su boca. Había controlado su mal genio, lo que ya le parecía suficiente. Se puso en pie—. Bueno, ya no le robaré más tiempo.

—No parece que haya avanzado usted mucho en la investigación. —Taunton también se levantó, se alisó la ropa en un gesto inconsciente y observó a Monk con expresión crítica—. No sé cómo pretende encontrar al asesino con estos métodos.

—Yo tampoco sería capaz de hacer su trabajo, caballero —repuso Monk con una sonrisa de desaprobación—. Tal vez esté bien así. Gracias de nuevo. Que pase usted un buen día, señor Taunton.

A pesar del calor, Monk disfrutó enormemente mientras caminaba por los campos en dirección a Wyke Farm, pasando junto al Ride y por Boston Lane. Era una delicia notar la tierra bajo sus pies en lugar del asfalto, aspirar el viento que recorría la campiña, impregnado de madreselva, y no oír más que el susurro del trigo que se mecía y el ladrido de algún perro a lo lejos. Tenía la impresión de que Londres y sus problemas pertenecían a otro mundo, que la ciudad no se hallaba a apenas unos kilómetros de allí. Durante un rato olvidó a Prudence Barrymore y sosegó su espíritu con diversos recuerdos: las extensas colinas de Northumberland, la agradable brisa marina, las gaviotas revoloteando en el cielo. Era todo cuanto evocaba de su niñez: impresiones, un sonido, un olor que despertaba reminiscencias, la visión de una cara que desaparecía antes de que lograra reconocerla.

Esa sensación placentera se desvaneció de forma brusca, y regresó al presente al ver a una mujer a lomos de un caballo a pocos metros de distancia. Debía de haberse acercado por la pradera, pero estaba tan absorto en sus pensamientos que no reparó en ella hasta que la tuvo delante. Cabalgaba con la naturalidad propia de alguien para quien montar a caballo es tan habitual como andar. Era muy grácil y femenina, iba con la espalda recta, la cabeza alta y cogía las riendas con delicadeza.

—Buenas tardes, señora —saludó con cierta sorpresa—. Perdone por no haberla visto antes.

Ella sonrió. Tenía la boca generosa y unos ojos oscuros de mirada dulce, tal vez demasiado hundidos. Llevaba el cabello castaño recogido bajo el gorro de montar, y los rizos que escapaban suavizaban su expresión. Era hermosa, una verdadera belleza.

—¿Se ha perdido? —preguntó con regocijo al tiempo que echaba un vistazo a su elegante traje y sus botas oscuras—. Por este camino no encontrará nada, excepto Wyke Farm. —Mantenía la montura bien controlada, a un metro de él, con manos fuertes, diestras y firmes.

—Entonces no me he perdido —repuso mirándola a los ojos—. Busco a la señorita Nanette Cuthbertson.

—Pues no hace falta que busque más. Soy yo. ¿En qué puedo servirle, caballero?

—Encantado de conocerla, señorita Cuthbertson —dijo él, gratamente sorprendido—. Me llamo William Monk. Colaboro con lady Callandra Daviot, quien forma parte del consejo rector del Royal Free Hospital. Desea aclarar la muerte de la señorita Barrymore. Usted la conocía, ¿no es así?

La sonrisa desapareció del rostro de la joven, que no expresó curiosidad, sino sólo que conocía la tragedia. Mostrarse alegre hubiera sido una falta de tacto por su parte.

—Sí, por supuesto que sí, pero no sé en qué puedo ayudarle. —Se apeó con gracilidad sin solicitar su ayuda y antes de que él pudiera ofrecérsela. Sostuvo las riendas para evitar que el caballo se alejara—. No sé nada aparte de lo que me ha contado el señor Taunton, quien se limitó a decirme que la pobre Prudence había muerto de forma repentina y espantosa. —Lo miró con expresión inocente.

—Fue asesinada —informó Monk; aunque sus palabras eran duras, su voz sonó dulce.

—Oh. —Nanette palideció, y Monk no acertó a distinguir si se debía a la noticia o a su forma de comunicársela—. ¡Qué horror! Lo siento. No sabía que… —Frunció el entrecejo—. El señor Taunton comentó que los hospitales no eran un buen sitio, nada más. Ignoraba que fuesen tan peligrosos. Entiendo que puedan contraerse enfermedades, es lógico, pero no que se cometan asesinatos.

—El lugar donde se produjo tal vez fuera meramente casual, señorita Cuthbertson. A algunas personas las matan en su casa, y no por eso consideramos que las casas sean sitios peligrosos.

Una mariposa de color naranja y negro voló entre ellos y luego desapareció.

—No lo entiendo… —Su expresión confirmaba sus palabras.

—¿Conocía bien a la señorita Barrymore? La joven echó a andar muy despacio hacia las casas de labranza. Monk caminó a su lado, y el caballo los siguió con la cabeza gacha.

—Antes sí —le contestó con actitud reflexiva—, cuando éramos mucho más jóvenes, en la adolescencia. Cuando regresó de la guerra de Crimea creo que nadie podía decir que la conocía. Cambió, ¿sabe? —Volvió la cabeza hacia él para cerciorarse de que la comprendía.

—Supongo que una experiencia semejante cambiaría a cualquiera —declaró Monk—. ¿Acaso es posible ver tanta devastación y sufrimiento sin que ello te afecte?

—Supongo que no —convino al tiempo que echaba una mirada atrás para comprobar que el caballo los seguía—. El caso es que cuando regresó era otra. Siempre fue… si digo obstinada no piense, por favor, que pretendo criticarla; sencillamente es que tenía unos deseos y unas metas muy claros. —Hizo una pausa para poner en orden sus pensamientos—. Sus sueños eran distintos de los del resto de la gente. Cuando volvió de Scutari, se había… —añadió, y frunció el entrecejo mientras trataba de encontrar la palabra adecuada— endurecido… endurecido por dentro. —Levantó la mirada hacia Monk con una sonrisa radiante—. Lo lamento. ¿Le parezco muy cruel? No es ésa mi intención.

Monk observó sus dulces ojos pardos y la delicadeza de sus mejillas y pensó que ésa era exactamente su intención, aunque fuera lo último que deseaba que los demás pensaran de ella. Notó que una parte de él se sentía atraído por Nanette y se despreció por su candidez. Le recordaba a Hermione y sólo Dios sabía a cuántas otras mujeres de su pasado, cuya feminidad le había seducido y luego decepcionado. ¿Por qué había sido tan idiota? Detestaba a los idiotas.

Sin embargo, otra parte de él le hacía ser escéptico, incluso cínico. Si la señora Barrymore estaba en lo cierto, esa dama encantadora de mirada cálida y expresión risueña hacía tiempo que deseaba conquistar a Geoffrey Taunton, por lo que debía de haberle molestado sobremanera el amor que éste profesaba a Prudence. ¿Cuántos años tenía Prudence? Callandra calculaba que apenas treinta. Sin duda Geoffrey superaba esa edad. ¿Tenía Nanette Cuthbertson la misma edad o tal vez era un poco más joven? En todo caso, ya era mayor para casarse, el tiempo se le escapaba de las manos. Pronto la considerarían una solterona, si no la consideraban ya, y decididamente vieja para tener su primer hijo. ¿Había sentido algo más que celos? ¿Desesperación, quizá, pánico a medida que transcurrían los años y veía cómo Geoffrey Taunton esperaba a Prudence y ésta lo rechazaba para entregarse a su profesión?

—Descuide —dijo sin comprometerse—. Supongo que es la verdad, y yo deseo conocerla, sea cual sea. De nada sirven las mentiras piadosas; de hecho no harían más que oscurecer hechos que necesitamos esclarecer.

Monk había hablado con una frialdad que ella consideró estaba justificada. Siguió sujetando las riendas con fuerza para que el caballo no se alejara.

—Gracias, señor Monk, me quedo más tranquila. Resulta desagradable hablar mal de la gente.

—A mucha gente le encanta —repuso él con una sonrisa—. De hecho constituye uno de sus mayores placeres, sobre todo porque de ese modo se sienten superiores.

Nanette quedó desconcertada. No era la clase de defectos que la gente solía reconocer.

—Eh… ¿usted cree?

Monk comprendió que había estado a punto de estropearlo todo.

—Bien, les ocurre a algunas personas —contestó al tiempo que pisaba un largo tallo de trigo que había crecido en el camino—. Lamento tener que pedirle que me cuente algo más de Prudence Barrymore, aunque le resulte desagradable, porque no sé a quién más preguntar que esté dispuesto a ser sincero. Los elogios no me sirven de nada.

La mujer no apartó la vista del sendero. Estaban ya muy cerca de la verja de la finca, y Monk la abrió, aguardó a que entraran Nanette y el caballo y la cerró tras de sí con cuidado. Un hombre mayor que vestía una bata descolorida y unos pantalones ceñidos en los tobillos con una cinta esbozó una sonrisa tímida antes de ocuparse del animal. Nanette le dio las gracias y Monk la siguió por el patio en dirección al huerto. Él abrió la puerta de la casa. No daba a la cocina, como había imaginado, sino que era una entrada lateral, que conducía a un amplio vestíbulo.

—¿Le apetece un refrigerio, señor Monk? —preguntó con una sonrisa. Era alta, de estatura superior a la media, esbelta, con una cintura muy estrecha y poco pecho. Manejaba los faldones del traje de amazona con habilidad, de tal manera que parecían formar parte de ella, no un estorbo, como para algunas mujeres.

—Gracias —aceptó. Ignoraba si lograría averiguar algo conversando con ella, pero quizás ésa fuera su única oportunidad. Por tanto, debía aprovecharla.

Nanette dejó el sombrero y la fusta sobre la mesa del vestíbulo, llamó a una criada, pidió té y lo condujo a una bonita sala de estar decorada con cretona floreada. Hablaron de asuntos triviales hasta que les sirvieron el té, cuando se quedaron solos y ya no corrían el peligro de que los interrumpieran.

—Desea información sobre la pobre Prudence —dijo ella mientras le tendía una taza.

—Si es usted tan amable…

Nanette lo miró a los ojos.

—Quiero que sepa que le hablaré con franqueza sólo porque soy consciente de que la delicadeza no servirá de nada para descubrir al asesino de Prudence, que en paz descanse.

—Le he pedido que sea sincera, señorita Cuthbertson —la alentó.

La mujer se recostó en la silla y empezó a hablar casi sin parpadear.

—Conocía a Prudence desde que éramos pequeñas. Siempre tuvo una gran curiosidad y la determinación de aprender lo máximo posible. Su madre, que es una persona maravillosa y muy sensata, intentó disuadirla, pero fue en vano. ¿Conoce a su hermana Faith?

—No.

—Una mujer magnífica —aseguró—. Se casó y se trasladó a York. No obstante, Prudence siempre fue la preferida de su padre, y lamento decir que opino que se mostró demasiado permisivo con ella cuando hubiera sido más conveniente imponerle un poco más de disciplina. —Se encogió de hombros mientras miraba a Monk con una sonrisa en los labios—. La consecuencia de todo ello fue que, cuando empezaron a llegar a Inglaterra noticias de la gravedad de la guerra de Crimea, Prudence decidió marcharse para atender a los soldados, y nada hubiera conseguido hacerla cambiar de opinión.

A Monk le costó no interrumpirla. Deseaba contar a aquella hermosa mujer, tan resuelta como pagada de sí misma, que con discreción coqueteaba con él, algo del horror de los campos de batalla y los hospitales que Hester le había explicado. Se obligó a guardar silencio y a mirarla para alentarla a continuar.

Nanette, no obstante, no necesitaba que la animaran a hablar.

—Por supuesto, todos dimos por sentado que, a su regreso, ya se habría cansado de los enfermos —añadió—: Había servido a su país y todos nos enorgullecíamos de ella. Sin embargo, nos equivocábamos. Se empeñó en seguir trabajando de enfermera y encontró un empleo en un hospital de Londres. —Miró a Monk con fijeza al tiempo que se mordía el labio inferior como si no supiera muy bien qué decir, aunque, a juzgar por la fuerza que transmitía su voz, él sospechaba que lo tenía muy claro—. Se convirtió en una persona muy… muy enérgica. Expresaba sus opiniones de forma categórica y se mostraba sumamente crítica con las autoridades médicas. Me temo que abrigaba ambiciones imposibles de conseguir y, en todo caso, poco adecuadas, pero se negaba a aceptarlo. —Miró a Monk a los ojos como si tratara de leer sus pensamientos—. Supongo que su experiencia en la guerra de Crimea fue tan espantosa que afectó, al menos en parte, su sentido común. En verdad ha sido una tragedia —agregó con expresión grave.

—Una gran, tragedia —convino Monk—. También es trágico que alguien la matara. ¿Le mencionó en alguna ocasión a alguna persona que la amenazara o le desease algún mal? —Se trataba de una pregunta ingenua, pero siempre existía la remota posibilidad de que le diera una respuesta sorprendente.

Nanette se encogió de hombros de forma muy delicada y femenina.

—Bueno, era muy directa y en ocasiones extremadamente crítica —explicó de mala gana—. Dado su carácter, no descartaría la posibilidad de que ofendiera a alguien lo suficiente para provocar una reacción violenta, por terrible que resulte pensarlo. A algunos hombres les cuesta contener la ira. Tal vez sus insultos fueran graves y amenazaran la reputación profesional del hombre en cuestión. No dejaba títere con cabeza… no sé si me entiende.

—¿Mencionó a alguien en concreto, señorita Cuthbertson?

—Oh, a mí no. De todos modos, tampoco habría prestado demasiada atención a los nombres de personas desconocidas.

—Entiendo. ¿Y admiradores? ¿Sabe si había algún hombre que se sintiera despechado o celoso?

Nanette se ruborizó de forma casi imperceptible y sonrió como si, en su opinión, la pregunta careciera de importancia.

—Prudence no me hacía esa clase de confidencias. En todo caso daba la impresión de que no tenía tiempo para esas emociones. —Esbozó una sonrisa que daba a entender cuan ridícula le parecía tal actitud—. Quizá sería mejor que preguntara a alguien que tuviera un trato diario con ella.

—Lo haré. Gracias por su sinceridad, señorita Cuthbertson. Si todos son tan francos conmigo, me consideraré afortunado.

La mujer se inclinó en la pequeña silla.

—¿Descubrirá quién la mató, señor Monk?

—Sí —respondió con rotundidad, no porque estuviera convencido de ello, sino porque jamás contemplaba la posibilidad de la derrota.

—No sabe cuánto me alegro. Me alivia saber que hay personas dispuestas a que se haga justicia. —Volvió a sonreírle, y Monk se preguntó por qué demonios Geoffrey Taunton no había cortejado a Nanette Cuthbertson, que parecía encarnar todas las cualidades que él buscaba en una esposa, en lugar de malgastar el tiempo y los sentimientos con Prudence Barrymore. Ésta nunca habría logrado ser ni hacerle feliz en el matrimonio, que para él habría estado cargado de tensión e incertidumbre, y a ella le habría resultado insulso y asfixiante.

Sin embargo, él mismo se había creído locamente enamorado de Hermione Ward, quien le habría herido y decepcionado a cada momento y le habría dejado en la más amarga de las soledades. Quizás al final hubiera acabado odiándola.

Apuró el té y se excusó. Volvió a agradecer a Nanette su amabilidad y se marchó.

En el viaje de regreso a Londres, con el tren atestado de viajeros, pasó calor. De repente se sintió muy cansado y cerró los ojos al tiempo que se recostaba en el asiento. El traqueteo y el balanceo del vagón se le antojaron de lo más relajante.

Despertó con un sobresalto y vio a un niño que lo miraba con enorme curiosidad. Una mujer rubia tiró de la chaqueta del pequeño y le ordenó que se portara bien y no fuese maleducado con el caballero. Acto seguido el chiquillo sonrió tímidamente a Monk y le pidió disculpas.

—No se preocupe, señora —repuso él con voz queda, y de pronto un recuerdo afloró a su mente. Se trataba de una sensación que experimentaba a menudo desde el accidente, en los últimos meses con más frecuencia todavía, y siempre iba acompañada de un escalofrío de temor. Gran parte de los retazos que recuperaba mostraba sólo sus acciones, no las razones que lo habían movido, y el hombre que descubría no siempre era de su agrado.

Este recuerdo era claro e intenso, aunque distante. No se trataba del hombre del presente, sino del pasado. La imagen estaba llena de sol y, a pesar de tanta claridad, transmitía una sensación de lejanía. Era joven, mucho más joven, nuevo en su puesto de trabajo, con el entusiasmo y las ganas de aprender que caracterizan a los principiantes. Su jefe inmediato era Samuel Runcorn, no cabía duda. Lo sabía con la certidumbre propia de los sueños: no hay pruebas visibles, pero la certeza es incuestionable. Runcorn aparecía en su mente con la misma nitidez con que veía a la mujer joven sentada delante de él en el ruidoso tren, que avanzaba a toda velocidad junto a las casas próximas al centro de la ciudad. Su rostro enjuto, los ojos hundidos. Entonces Monk era un hombre apuesto: nariz fina, frente ancha y boca generosa. De hecho aún lo era, aunque su expresión, la mezcla de furia y disculpa en la mirada, mermaba su atractivo. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué parte de culpa había tenido Monk? Aquel pensamiento no dejaba de acosarlo, por más que fuese una estupidez. Él no era el culpable. El carácter de Runcorn era cosa de éste, su decisión.

¿Por qué había recordado aquel momento? No era más que un fragmento, un viaje en tren en compañía de Runcorn. Éste era a la sazón inspector y Monk, un agente de policía que trabajaba en un caso a sus órdenes.

El ferrocarril entraba en las afueras de Bayswater, cerca de Euston Road y de su casa. Tenía ganas de salir de ese espacio ruidoso, movido y reducido y caminar al aire libre, a pesar de que Fitzroy Street no era como Boston Lañe, donde el viento mecía los trigales.

Evocaba una sensación de frustración intensa y profunda, de preguntas y respuestas que no conducían a ningún sitio, de saber que alguien mentía pero no quién lo hacía. Aunque llevaban días investigando el caso, no habían descubierto nada que tuviera sentido, ninguna prueba que sirviese como primera pieza de aquel rompecabezas.

La diferencia con su situación actual radicaba en que era el primer día de la investigación. Aquellas emociones procedían de su pasado, de lo que él y Runcorn habían hecho no sabía cuántos años atrás, ¿diez, quince? Runcorn era distinto. Se mostraba más seguro de sí mismo, menos necesitado de ejercer su autoridad y demostrar que tenía la razón, era menos arrogante. Durante esos años debía de haberle ocurrido algo que había destruido un elemento de su confianza en sí mismo, que había herido una parte de su ser, que ahora estaba mutilada.

¿Sabía Monk de qué se trataba? ¿Lo había sabido antes del accidente? ¿El odio que Runcorn sentía por él era fruto de aquello; de su vulnerabilidad y del hecho de que Monk se aprovechara de ella?

En aquel momento el tren pasó por Paddington. Le faltaba poco para llegar a casa. Anhelaba levantarse.

Cerró los ojos de nuevo. El calor del vagón, el balanceo rítmico, y el traqueteo cuando las ruedas pasaban sobre las junturas de los raíles le resultaban hipnóticos.

En el caso había trabajado otro agente, un joven de complexión menuda y cabello oscuro con el flequillo levantado en la frente. Guardaba un recuerdo claro de él, sumamente desagradable, aunque ignoraba por qué. Se devanó los sesos, pero fue en vano. ¿Acaso había muerto? ¿Por qué se sentía tan desdichado cuando lo recordaba?

Runcorn era distinto, pues su imagen le producía enojo, y de inmediato le invadía un enorme desprecio hacia él, no porque fuera estúpido, que no lo era. Las preguntas que planteaba eran inteligentes, bien formuladas, bien calculadas y, obviamente, sopesaba las respuestas. No era crédulo. Entonces ¿por qué no podía evitar torcer el gesto al pensar en él?

¿En qué había consistido el caso? ¡Tampoco era capaz de recordarlo! Sin embargo, tenía la certeza de que había sido importante, algo serio. El comisario se interesaba cada día por el desarrollo de la investigación. La prensa exigía que detuvieran y condenaran a alguien a la horca, pero ¿por qué crimen?

¿Habían resuelto el caso?

Se puso en pie de un salto. El tren había llegado a Euston Road y debía apearse. A toda prisa, pidiendo disculpas cada vez que pisaba los pies de otros viajeros, salió de su compartimiento y se abrió camino para bajar al andén.

Debía dejar de pensar en el pasado y plantearse cómo debía actuar con respecto al asesinato de Prudence Barrymore. No había nada que comunicar a Callandra, pero tal vez ella tuviera algo que decirle, aunque era un poco pronto. Quizá debería esperar un par de días; tal vez entonces podría informarle de alguna novedad.

Caminó con paso presuroso entre la multitud, chocó contra un mozo de estación y estuvo a punto de tropezar y caer sobre una paca de papel.

¿Qué tal había sido Prudence Barrymore como enfermera? Tendría que empezar por el principio. Había conocido a sus padres, a su pretendiente, aunque no correspondido, y a su rival. En su momento preguntaría a sus superiores, que eran, o podían ser, sospechosos. El mejor juez de la siguiente etapa de su vida sería alguien que la hubiera conocido durante la guerra de Crimea, aparte de Hester. Esquivó a dos hombres y a una mujer que transportaba una sombrerera con dificultad.

¿Por qué no Florence Nightingale? Era muy probable que conociese a todas las enfermeras, pero ¿estaría dispuesta a recibir a Monk? En aquellos momentos era agasajada y admirada en toda la ciudad, el gran público sólo había demostrado un afecto semejante por la Reina.

Valía la pena probar suerte.

Sí, lo intentaría al día siguiente. Aquella mujer era infinitamente más famosa e importante que Hester, pero era imposible que se mostrara más porfiada y más mordaz que ella.

Aceleró el paso de forma inconsciente. Era una buena decisión. Sonrió a una anciana dama que se volvió para mirarlo.

Florence Nightingale era más baja de lo que había imaginado, de complexión menuda, cabello castaño y rasgos poco llamativos a primera vista. Lo que le sorprendió fue la intensidad de su mirada y el hecho de que pareciera escrutar la mente de su interlocutor, no porque le interesara lo que pensaba, sino porque exigía que éste fuera tan sincero como ella. Monk supuso que nadie osaba hacerle perder el tiempo.

Lo recibió en una especie de despacho con pocos muebles y decoración funcional. No le había resultado fácil concertar la cita y había tenido que detallar el motivo de su visita. Todo apuntaba a que estaba dedicada de lleno a alguna causa y la había dejado de lado para la entrevista.

—Buenas tardes, señor Monk —saludó con voz fuerte y clara—. Tengo entendido que su visita guarda relación con la muerte de una de mis enfermeras. Lamento muchísimo lo ocurrido. ¿En qué puedo ayudarlo?

Monk no se hubiera atrevido a recurrir a evasivas aunque ésa hubiese sido su intención.

—La asesinaron, señora, mientras trabajaba en el Royal Free Hospital. Se llamaba Prudence Barrymore. —Advirtió que una sombra de dolor aparecía en el semblante sereno de Florence Nightingale y la admiró aún más por ello—. Estoy investigando el asesinato, aunque no formo parte de la policía, por expreso deseo de una de sus amigas.

—No sabe cuánto lo lamento. Por favor, tome asiento, señor Monk. —Señaló una silla de respaldo recto y se sentó frente a él, posó las manos en su regazo y lo observó con atención.

Monk aceptó su invitación y preguntó:

—¿Podría decirme algo del carácter y las aptitudes de la señorita Barrymore, señora? Ya estoy al corriente de que amaba la medicina por encima de todo, de que rechazó a un hombre que la admiró durante años y de que se mantenía firme en sus opiniones.

El rostro de Florence Nightingale reflejó un atisbo de diversión.

—Y no se abstenía de expresarlas —afirmó—. Sí, era una gran mujer, con un intenso deseo de aprender. Nada la disuadía de la búsqueda y conocimiento de la verdad.

—¿Y transmitía esa actitud a los demás?

—Por supuesto. Si conoces la verdad, hay que ser una mujer más discreta y astuta que Prudence Barrymore para no proclamarla. No practicaba el arte de la diplomacia, y me temo que yo tampoco. Los enfermos no pueden estar pendientes de los halagos y las coacciones.

Monk no la aduló diciéndole que compartía su opinión. No era una mujer que diera valor a las obviedades.

—¿Es posible que la señorita Barrymore tuviera enemigos lo bastante acérrimos para querer matarla? —inquirió—. Me refiero a si su afán reformista o sus conocimientos de medicina podían despertar tanta animadversión.

Florence Nightingale permaneció en silencio varios minutos. Monk intuyó que había entendido la pregunta a la perfección y meditaba su respuesta.

—Me parece improbable, señor Monk —contestó por fin—. A Prudence le interesaba más la medicina como tal que las ideas reformistas, al igual que yo. Por encima de todo deseo que se introduzcan pequeños cambios que salvarían numerosas vidas y cuestan tan poco, como que las salas de los hospitales dispongan de la ventilación adecuada. —Los ojos le brillaban por la intensidad de sus sentimientos. Cambió el timbre de voz, que dotó de cierta vehemencia—. ¿Tiene idea, señor Monk, del ambiente que se respira en la mayor parte de las salas, de lo viciado y lleno de vapores y gases nocivos que está? El aire limpio los curaría tanto como la mitad de las medicinas que se les administran. —Se inclinó ligeramente—. Por supuesto que nuestros centros son mucho mejores que los de Scutari, pero ¡aún hay sitios en los que fallecen tantas personas víctimas de las infecciones que contraen como de las enfermedades que originaron su ingreso! ¡Hay tantas cosas por hacer, tanto sufrimiento y tantas muertes que podrían evitarse! —Aunque hablaba con voz queda, Monk quedó impresionado. La pasión que transmitía su mirada procedía de su fuerza interior. No era una persona normal y corriente. Poseía una intensidad, un fuego interno, y a la vez una vulnerabilidad que la hacían especial. En esos momentos Monk entrevió lo que había hecho que tanta gente la amara y toda una nación se rindiera a sus pies; sin embargo, había un núcleo de soledad en su ser.

—Tengo una amiga —dijo Monk, que empleó la palabra sin pensar— que trabajó de enfermera con usted en Crimea; me refiero a la señorita Hester Latterly…

El semblante de la señorita Nightingale reveló alegría.

—¿Conoce a Hester? ¿Qué tal está? Tuvo que regresar a casa antes de tiempo debido a la muerte de sus padres. ¿La ha visto últimamente? ¿Está bien?

—La vi hace dos días —respondió él—. Goza de una salud excelente. Le complacerá saber que ha preguntado usted por ella. —Monk se sintió un tanto amo y señor de algo que no le pertenecía—. Actualmente se dedica a cuidar enfermos en sus domicilios. Me temo que su franqueza le costó el primer puesto de trabajo que encontró en un hospital. —Se percató de que estaba sonriendo, aunque en su momento se había sentido enfadado y crítico al respecto—. Conocía más remedios para bajar la fiebre que el médico y actuó en consecuencia, lo que él nunca le perdonó.

Florence sonrió con cierto regocijo y, en opinión de Monk, con cierto orgullo.

—No me sorprende —reconoció ella—. Hester no soportaba a los energúmenos, sobre todo si eran militares, y lo cierto es que abundan. Le irritaba el despilfarro, les decía lo estúpidos que eran y qué deberían haber hecho. —Meneó la cabeza—. Creo que, de haber sido un hombre, habría sido un buen soldado. Poseía afán de lucha y un buen instinto para la estrategia, al menos desde el punto de vista material.

—¿Qué quiere decir? —Monk no lo entendía. No se había percatado de que Hester destacara en la planificación; de hecho, era más bien al contrario.

Florence percibió su desconcierto.

—Oh, no me refiero a algo que pudiera serle de utilidad —explicó—, no como mujer, en cualquier caso. No sabía aguardar el momento propicio y manipular a la gente. No tenía paciencia, pero sabía cómo funcionaba un campo de batalla. Y era valiente.

Monk sonrió a su pesar. Aquélla era la Hester que él conocía.

Florence permaneció unos minutos absorta en sus recuerdos, en un pasado muy reciente.

—Cuánto siento lo de Prudence —dijo, más para sí que para Monk. De repente su rostro dejó translucir una tristeza y una soledad insoportables—. Le apasionaba tanto la medicina… Más de una vez acompañó a los cirujanos de campo. No era especialmente fuerte y le aterrorizaban los bichos, pero no le importaba dormir al aire libre con tal de estar preparada en cuanto los cirujanos la necesitaran. Quedaba horrorizada por la gravedad de algunas heridas, pero sólo después de intentar curarlas. En aquella época nunca se daba por vencida. ¡Cuán trabajadora era! Nada le parecía demasiado. Uno de los cirujanos me contó que Prudence sabía de amputaciones tanto como él, y no le asustaba practicarlas si no había otra persona capacitada para ello.

Monk no la interrumpió. La tranquila sala iluminada por el sol de Londres desapareció de su vista; sólo percibía a aquella mujer menuda, con su vestido sencillo y a su vez apasionada.

—Fue Rebecca Box quien me lo contó —prosiguió la señorita Nightingale—. Era una mujer muy robusta, esposa de un militar; medía casi un metro ochenta y era más fuerte que un roble. —No pudo evitar sonreír al recordar—. Solía ir al campo de batalla para recoger a los soldados heridos que yacían en zonas donde otros no se atrevían a ir, justo delante del enemigo. Luego se los cargaba a la espalda y los llevaba al campamento. —Se volvió hacia Monk—. Nunca sabrá de qué son capaces las mujeres hasta que haya visto a una como Rebecca. Ella me relató cómo Prudence amputó el brazo de un hombre. La hoja de un sable le había penetrado hasta el hueso, no paraba de sangrar y no había posibilidad de salvárselo ni tiempo para buscar a un cirujano. Prudence estaba tan pálida como el herido pero cortó con mano firme y con gran templanza. Se lo amputó como habría hecho un hombre. El soldado sobrevivió. Así era Prudence. Cuánto lamento su muerte. —Seguía con la vista fija en Monk, como si quisiera cerciorarse de que compartía sus sentimientos—. Escribiré a su familia para expresarle mis condolencias.

Monk intentó imaginar a Prudence bajo la luz de una lámpara de aceite, arrodillada junto a un hombre que se desangraba, sosteniendo la sierra con mano firme, concentrada para poner en práctica lo que había visto hacer a otros. Deseó haberla conocido. Resultaba doloroso pensar que donde antes había estado aquella mujer valiente y obstinada quedaba ahora un vacío, la oscuridad. Una voz vehemente había sido silenciada, y la pérdida era injusta y misteriosa.

Sin embargo, la cosa no quedaría así. Descubriría quién la había matado y por qué. Vengaría su muerte.

—Muchísimas gracias por darme su tiempo, señorita Nightingale —dijo con mayor frialdad de la que habría querido—. Me ha revelado aspectos de su personalidad que sólo usted conocía.

—No ha sido nada —repuso ella, restando importancia al asunto—. Ojalá tuviera alguna idea de quién podría haber deseado su muerte. Cuando hay en el mundo tanto dolor y tantas tragedias que no podemos evitar, resulta incomprensible que existan seres humanos que los provoquen de forma deliberada. A veces la humanidad me desespera. ¿Le parece eso una blasfemia, señor Monk?

—No, señora, me parece una opinión sincera.

Ella sonrió con expresión sombría.

—¿Volverá a ver a Hester Latterly?

—Sí. —Estaba tan interesado por ella que, sin pensarlo, preguntó—: ¿La conocía usted bien?

—Por supuesto. —La señorita Nightingale esbozó una sonrisa—. Trabajamos juntas muchas horas. Es extraño lo mucho que se llega a saber de una persona que lucha a tu lado por una causa común, aunque no mencione nada de su vida anterior, su familia o juventud, sus amores o sueños; sin embargo, se acaba conociendo su carácter. Tal vez sea ésa la esencia de la pasión, ¿no le parece?

Monk asintió en silencio porque no deseaba interrumpirla.

—Yo estoy convencida de ello —continuó la señorita Nightingale—. No sé nada del pasado de Hester, pero aprendí a confiar en su integridad viéndola trabajar noche tras noche para ayudar a los soldados y a sus esposas, para conseguirles comida y mantas, para convencer a las autoridades de que nos dieran más espacio con el fin de que las camas no estuvieran tan juntas. —Dejó escapar una carcajada—. Recuerdo cómo se enfadaba. Siempre estuve segura de que, si tenía que librar alguna batalla, Hester estaría a mi lado. Nunca se daba por vencida, jamás fingía ni adulaba, y yo conocía su valentía. —Hizo un gesto de repugnancia—. Hester odiaba las ratas. Estaban por todas partes. Subían por las paredes y caían como ciruelas maduras de un árbol. Nunca olvidaré el sonido de sus cuerpos al desplomarse. Fui testigo de su pena, que era sincera, provocada por el sufrimiento ajeno, que ella hacía todo lo posible por mitigar. Siento algo muy especial por una persona con quien he compartido momentos como ésos, señor Monk. Sí, por favor, déle recuerdos de mi parte.

—Descuide —prometió Monk. Se puso en pie y, de repente, cayó en la cuenta de que la señorita Nightingale le había dedicado mucho tiempo. Sabía que lo había atendido en un hueco entre las reuniones que mantenía con rectores de hospital, arquitectos, facultades de medicina y organizaciones similares. Desde su vuelta de Crimea, no había dejado de trabajar por la mejora del diseño y la administración de los centros sanitarios, reformas en las que creía con tanto fervor.

—¿Con quién se entrevistará a continuación? —La señorita Nightingale se adelantó a su despedida. No tenía necesidad de explicar a qué asunto se refería, y era una mujer parca en palabras.

—Con la policía —respondió él—. Conservo algunas amistades en el cuerpo que quizá me comuniquen el resultado del informe del forense y me pongan al corriente de las declaraciones de los testigos. Luego hablaré con los colegas de la señorita Barrymore. Si les convenzo de que hablen con sinceridad de ella y de sí mismos, quizás obtenga información importante.

—Entiendo. Que Dios le ilumine, señor Monk. Su misión va más allá de la justicia. Si mujeres como Prudence Barrymore son asesinadas cuando están trabajando, es que todos somos más pobres de espíritu, no sólo ahora, sino también en el futuro.

—No me daré por vencido, señora —aseguró con gravedad, no sólo para estar a la altura de la determinación de ella, sino porque así lo sentía y deseaba, cada vez más, encontrar a quien había destruido la vida de aquella mujer—. Maldecirá el día en que lo hizo, se lo prometo. Buenas tardes, señora.

—Buenas tardes, señor Monk.