Capítulo 8

Sir Herbert fue arrestado y acusado de asesinato, y se contrató a Oliver Rathbone para que se encargase de su defensa. Rathbone era uno de los abogados más brillantes de Londres, que conocía a Hester Latterly y Monk desde el primer caso del que éste se ocupó tras su accidente. Decir que lo que existía entre ellos era amistad hubiera sido tanto una exageración como una frivolidad. Su relación con Monk era difícil y compleja. Se respetaban el uno al otro; de hecho, sentían una admiración mutua. Asimismo, confiaban en la competencia y la integridad profesional del otro. Sin embargo, desde el punto de vista personal, la relación no era tan buena. Monk creía que Rathbone era demasiado arrogante, autocomplaciente y afectado en extremo. Rathbone, por su lado, también consideraba a Monk arrogante, además de brusco, testarudo y sumamente despiadado.

En cambio con Hester el letrado mantenía otra clase de relación. Había llegado a apreciarla con el paso del tiempo, aunque no la juzgaba la compañera más idónea con quien compartir el resto de sus días. Era demasiado obstinada y se interesaba por temas que no eran propios de una dama… como los crímenes. Aun así, disfrutaba más de su compañía que de la de cualquier otra mujer y, para su propia sorpresa, deseaba conocer qué opinaba o sentía por él. Pensaba demasiado en ella, y no acertaba a encontrar un motivo que explicase de manera satisfactoria su inusitado interés. Resultaba desconcertante, aunque no del todo desagradable.

Por otro lado, Hester nunca le permitiría que supiera qué pensaba o sentía por él. En algunas ocasiones Rathbone la inquietaba… como cuando, hacía aproximadamente un año, la había besado de repente y con suma delicadeza. Habían disfrutado juntos durante su estancia en Primrose Hill, acompañados de su padre, Henry Rathbone, con quien Hester simpatizaba. Siempre recordaría la agradable sensación que la había embargado mientras caminaba por el jardín a última hora de la tarde, rodeada de los aromas que transportaba el viento estival, el césped recién cortado.

Sin embargo, siempre tenía presente a Monk. Su rostro aparecía en sus pensamientos una y otra vez; su voz, y sus palabras, sonaban en el silencio.

A Rathbone no le sorprendió en absoluto que los asesores legales de sir Herbert Stanhope acudieran a él. Un hombre de su reputación buscaría la mejor defensa posible y, sin lugar a dudas, muchas personas le recomendarían a Oliver Rathbone.

Leyó los documentos relacionados con el caso y analizó la información que contenían. Existían pruebas para culpar a sir Herbert, pero ninguna concluyente. Había dispuesto de la oportunidad para cometer el crimen, al igual que otra veintena de personas. Había contado con los medios adecuados, al igual que cualquier persona de complexión media, lo que convertía en sospechosas a la mayoría de las enfermeras. El único móvil posible era el que apuntaban las cartas que Prudence Barrymore había escrito a su hermana… las cuales contenían una acusación irrefutable.

Para lograr la absolución y evitar que sir Herbert muriera en la horca, bastaba con demostrar que existía alguna duda razonable respecto a su culpabilidad. Sin embargo, para conseguir que su honor y reputación no sufrieran menoscabo alguno, debía disipar cualquier duda. Así pues, la única forma de salvar a sir Herbert consistía en encontrar a otro sospechoso para que la opinión pública, que era el auténtico jurado, creyese en su inocencia.

No obstante, primero debía lograr la absolución ante el tribunal. Volvió a leer las cartas. Había que hallar una explicación, una interpretación distinta de lo que Prudence Barrymore sugería en ellas. Así pues, no le quedaba más remedio que hablar con sir Herbert.

Era un día caluroso y el cielo estaba encapotado. A Rathbone no le gustaba visitar a sus clientes en la cárcel, y el calor sofocante convertía la experiencia en más desagradable aún. El edificio olía a desagües estancados y a celdas cerradas, en las que los reclusos, ya sin fuerzas, comenzaban a desesperarse. Las puertas se cerraban tras Rathbone con un ruido pesado mientras el guardián lo conducía hasta la sala donde se reuniría con sir Herbert Stanhope.

Era una estancia de piedras grises en la que sólo había una mesa de madera en el centro con dos sillas. En la parte superior de la pared había una ventana, con barrotes y una reja de hierro, por la que apenas entraba luz. El guardián miró a Rathbone.

—Avíseme cuando quiera salir, señor. —Sin añadir nada más, se volvió y dejó a Rathbone con sir Herbert. A pesar de que ambos eran hombres de gran prestigio, no se conocían, por lo que se observaron con interés. Para el doctor era una cuestión de vida o muerte. Oliver Rathbone era el único que lo podía salvar de la horca. Sir Herbert entornó los párpados y escudriñó el rostro de Rathbone, de frente amplia, ojos oscuros, tez clara y nariz larga. Rathbone también observó con atención a su cliente, un hombre muy conocido en el campo de la medicina, el centro de un caso en el que estaba en juego la reputación de muchas personas… la suya incluida si no actuaba con maestría. Era una responsabilidad terrible saber que la vida de una persona dependía de él… no como le ocurría a sir Herbert, quien debía confiar en la destreza de sus dedos. Rathbone, en cambio, debía basar su actuación en su instinto, su conocimiento de las leyes y la rapidez para reaccionar. ¿Era sir Herbert inocente? ¿O acaso era culpable?

—Buenas tardes, señor Rathbone —saludó por fin sir Herbert con una inclinación de la cabeza, sin tenderle la mano. Llevaba su propio traje. Puesto que no lo habían juzgado, de acuerdo con la ley aún era inocente. Hasta los carceleros tenían que tratarlo con respeto.

—Encantado de conocerlo, sir Herbert —repuso Rathbone mientras se dirigía hacia una silla—. Le ruego que se siente. El tiempo es oro, por lo que creo que podemos ahorrarnos todas las formalidades.

Sir Herbert sonrió con tristeza y tomó asiento.

—Comprendo que no se trata de una visita de cortesía —admitió—. Supongo que ya conocerá los argumentos de la acusación.

—Naturalmente. —Rathbone se acomodó en la dura silla y se inclinó hacia la mesa—. Los argumentos son buenos, pero no impecables. No será difícil plantear una duda razonable. No obstante, desearía hacer algo más por usted, pues de lo contrario su reputación se verá dañada.

—Por supuesto. —Sir Herbert adoptó una expresión divertida.

A Rathbone le sorprendió que estuviese dispuesto a luchar en lugar de autocompadecerse, como hubiera hecho una persona menos valiente. Observó que no era un hombre atractivo ni encantador, pero saltaba a la vista que poseía una aguda inteligencia, además de la fuerza de voluntad y el valor necesarios para triunfar en una profesión tan exigente como la suya. Estaba acostumbrado a que la vida de los demás estuviera en su mano y a tomar decisiones en situaciones extremas. Rathbone lo respetaba, un sentimiento que no siempre le inspiraban sus clientes.

—Su asesor legal ya me ha informado de que usted ha negado haber asesinado a Prudence Barrymore —manifestó Rathbone—. ¿Debo dar por sentado que es así? Recuerde que he de defenderlo lo mejor que pueda con independencia de las circunstancias y, si me miente, cometería un grave error, puesto que no me permitiría ejercer mis funciones. Necesito conocer todos los hechos para estar en condiciones de rebatir los argumentos que esgrima la acusación. —Rathbone observó con detenimiento a su cliente y no percibió señal alguna de nerviosismo.

—No maté a la enfermera Barrymore —aseguró sir Herbert con voz firme—, e ignoro quién lo hizo, pero podría conjeturar por qué la asesinaron. Pregúnteme lo que desee.

—Ya nos ocuparemos más adelante de los posibles móviles. —Rathbone se retrepó en la silla, aunque la postura no le resultaba muy cómoda, ya que el respaldo era de madera—. Los medios y la oportunidad son irrelevantes, ya que un gran número de personas disponía de ambos. ¿Hay alguien que pueda demostrar dónde se encontraba usted a la hora en que se cometió el crimen? No, supongo que no, o ya se lo habría dicho a la policía y ahora no estaríamos aquí.

Sir Herbert esbozó una sonrisa.

—Así pues, sólo nos queda el móvil —prosiguió Rathbone—. Las cartas que la señorita Barrymore escribió a su hermana, que se encuentran en manos de la acusación, sugieren que usted mantuvo relaciones con ella y, cuando ella comprendió que sus sueños no se cumplirían, lo amenazó y usted, para evitar un escándalo, la asesinó. Doy por supuesto que no la mató, pero ¿mantuvo relaciones con ella?

Sir Herbert apretó los labios.

—Desde luego que no —dijo—. Nada más lejos de la realidad. No, señor Rathbone, nunca pensé en mantener relaciones con la señorita Barrymore. —Se mostraba sorprendido—. Ni con ninguna otra mujer que no fuese mi esposa. Dada la moralidad de la mayoría de los hombres, tal vez lo encuentre extraño —añadió al tiempo que se encogía de hombros y hacía un gesto de desaprobación—, pero he volcado toda mi energía y pasión en mi vida profesional.

Sir Herbert miraba a Rathbone con fijeza, con gran concentración, como si su interlocutor fuera la persona más importante para él en esos momentos. Rathbone advirtió que poseía una fuerte personalidad y que su pasión no era tanto de carácter físico como mental. Su rostro no era el de una persona dada al desenfreno, no delataba ningún atisbo de debilidad o apetito incontrolado.

—Mi esposa me ama, señor Rathbone —agregó sir Herbert—, y tengo siete hijos. Mi vida familiar me satisface plenamente. El cuerpo humano me fascina, su anatomía, su fisiología, sus enfermedades y los remedios para curarlas. Las enfermeras no me inspiran deseo sexual alguno. —Una expresión divertida apareció en su rostro—. Francamente, si usted hubiera conocido a la enfermera Barrymore, jamás habría supuesto que yo podría haber mantenido relaciones con ella. Era bastante atractiva, pero demasiado inflexible, ambiciosa y muy poco femenina.

Rathbone apretó los labios. Tenía que presionarlo.

—¿Muy poco femenina? ¿A qué se refiere, sir Herbert? Por lo que he oído tenía varios admiradores; de hecho, uno de ellos la cortejó durante años, a pesar de que ella lo rechazaba una y otra vez.

Sir Herbert enarcó sus finas cejas.

—¿De veras? Me sorprende usted. Mire, la enfermera Barrymore era terca, demasiado franca y categórica en ciertos temas, no le interesaba formar una familia, y no se esforzaba en absoluto por ofrecer un aspecto más atractivo. —Se inclinó—. Le ruego que no me interprete mal, no la estoy criticando. —Sacudió la cabeza—. No deseo que las enfermeras coqueteen conmigo ni con nadie. Su trabajo consiste en ocuparse de los pacientes, cumplir las órdenes que reciben y comportarse de acuerdo con la moral establecida. Prudence Barrymore era una enfermera ejemplar en ese sentido. Carecía de vicios, no bebía, era puntual, diligente y, en ocasiones, demostraba un gran talento para la medicina. Me atrevería a decir que es la mejor enfermera que he conocido jamás, y le aseguro que he conocido a cientos.

—Una muchacha decente y un tanto severa —resumió Rathbone.

—Sin duda —convino sir Herbert, echándose hacia atrás en la silla—. No es la clase de mujer con que coquetearía, aunque le repito que esas aventuras no me interesan. —Sonrió con tristeza—. En todo caso le aseguro, señor Rathbone, que si me interesaran no elegiría un lugar público para llevarlas a cabo, y mucho menos el hospital en el que trabajo, puesto que mi profesión es lo que más me importa en la vida. Jamás la pondría en peligro para satisfacer algo tan trivial.

Rathbone le creyó. En su larga trayectoria profesional había aprendido a discernir cuándo alguien mentía o decía la verdad. Existían pequeños detalles que delataban a una persona de inmediato, y no había apreciado ninguno en sir Herbert.

—Entonces ¿cómo se explica el contenido de las cartas? —inquirió Rathbone en voz baja. Se trataba de una pregunta sencilla y esperaba una respuesta creíble.

Sir Herbert adoptó una expresión compungida.

—Me resulta un tanto embarazoso contestarle, señor Rathbone. No me gusta tener que decir esto, pues no es propio de un caballero. —Respiró hondo y luego suspiró—. Todos conocemos casos de muchachas que se… enamoran de… hombres prominentes. —Dirigió a Rathbone una mirada inquisitiva—. ¿Acaso no ha tenido usted alguna experiencia similar? Quizá le haya ocurrido con una joven a la que haya ayudado. ¿No podría su admiración y gratitud convertirse… en algo más romántico? Tal vez usted no se ha percatado de nada hasta que, de repente, una palabra casual o una mirada le ha hecho ver la realidad y darse cuenta de que ella alberga la esperanza de establecer una relación más estrecha.

Rathbone sabía muy bien a qué se refería sir Herbert. Recordaba que en cierta ocasión la agradable sensación de saberse admirado había dado paso a una situación embarazosa con una joven que había confundido su vanidad con una pasión oculta. Se sonrojó al recordarlo.

Sir Herbert sonrió.

—Veo que a usted le ha ocurrido lo mismo. Se trata de una situación sumamente desagradable. El caso es que estaba tan sumido en mi trabajo que no me percaté de nada ni tuve la oportunidad de disuadirla a tiempo; además interpretó de manera errónea mis silencios. —No apartó la vista de Rathbone—. Supongo que eso fue lo que sucedió. Le juro que no sospechaba nada en absoluto. Prudence Barrymore no era la clase de mujer con la que se suelen asociar sentimientos de ese tenor. —Suspiró—. ¡Sabe Dios lo que hice o dije y ella interpretó de modo diferente! Las mujeres tienden a conceder a las palabras, y a los silencios, un sentido distinto del que uno pretende.

—Me ayudaría sobremanera si me diera algún ejemplo concreto.

Sir Herbert frunció el entrecejo.

—Lo cierto es que me resulta difícil. Uno no sopesa sus palabras mientras trabaja. Charlamos en infinidad de ocasiones y le hablé de cosas que no hubiera contado a otras mujeres menos capacitadas. —Meneó la cabeza—. Nuestra relación era meramente profesional, señor Rathbone, no de amistad. Jamás se me ocurrió mirarla a la cara para comprobar si había comprendido mis comentarios. En las operaciones, solía estar de espaldas a ella. Le aseguro que mi interés por ella no era, de ningún modo, personal.

Rathbone no continuaba observándolo. Sir Herbert se encogió de hombros.

—Las jóvenes son propensas a fantasear —prosiguió—, sobre todo cuando llegan a cierta edad y permanecen solteras. —Esbozó una breve sonrisa de compasión—. No es normal que una mujer se entregue como ella a su trabajo; induce a sospechar que sus emociones más naturales se hallan un tanto perturbadas, sobre todo si se trata de una profesión tan agotadora y exigente como la de enfermera. —No apartaba la mirada de Rathbone—. Sus experiencias en la guerra debieron de marcarla de tal modo que quizá se sintiera emocionalmente vulnerable, y soñar despierto ayuda a soportar las circunstancias más adversas.

Rathbone sabía que sir Herbert estaba en lo cierto y, sin embargo, tuvo la sensación de que se mostraba condescendiente, actitud que se le antojó injusta. Creía que la persona menos proclive a disfrazar la realidad o a vivir en un ensueño romántico era Hester Latterly, cuyas vivencias eran equiparables a las de Prudence Barrymore. Si Hester hubiera encajado en la descripción que había hecho el doctor, tal vez a Rathbone le hubiese resultado más fácil coquetear con ella. Sin embargo, también la habría admirado menos y quizás incluso la habría encontrado menos atractiva.

—¿Recuerda alguna ocasión en la que ella interpretara mal una observación suya? —insistió Rathbone—. Nos sería de gran ayuda basar nuestros argumentos en algo concreto.

—Entiendo lo que pretende, pero me temo que no recuerdo ningún comentario o acción por mi parte que diera pie a pensar que mi interés por una mujer fuera más allá de lo estrictamente profesional. —Sir Herbert observó a Rathbone con expresión de desconcierto.

Rathbone se puso en pie.

—Es suficiente por hoy, sir Herbert. No se desanime. Aún nos queda tiempo para averiguar si Prudence tenía rivales y enemigos. Le ruego que se esfuerce por recordar cualquier detalle de su relación con ella que nos permita extraer alguna conclusión. Cuando acudamos a los tribunales, deberemos presentar pruebas, no una mera declaración de inocencia. —Sonrió—. De todos modos no se preocupe en exceso. Mis ayudantes son unos profesionales excelentes y estoy seguro de que descubriremos muchas cosas antes de que se celebre el juicio.

Sir Herbert también se levantó. Estaba pálido y, ahora que las preguntas habían llegado a su fin, se le notaba muy inquieto. La gravedad de la situación lo abrumaba y, a pesar de la aplastante lógica de los argumentos de Rathbone, si el veredicto resultaba en su contra, acabaría en la horca, posibilidad que le preocupaba más que cualquier otra cosa.

Abrió la boca para hablar, pero no encontró las palabras apropiadas.

Rathbone había estado en celdas como ésa en incontables ocasiones para interrogar a hombres y mujeres que vivían sumidos en el miedo. Algunos manifestaban sin reparos su terror, mientras que otros lo ocultaban tras una máscara de orgullo e ira. Sir Herbert parecía tranquilo, pero Rathbone sabía que en realidad estaba asustado, y no podía hacer nada para confortarlo. Una vez que él se hubiera marchado, sir Herbert permanecería solo largas horas, y la esperanza se convertiría en desesperación y el valor, en pánico. Sólo le cabía esperar mientras otro luchaba por él.

—Contaré con la colaboración de mis mejores ayudantes —prosiguió Rathbone mientras estrechaba la mano de su cliente—. Mientras tanto, intente recordar las conversaciones que sostuvo con la señorita Barrymore. Hemos de rebatir la interpretación que la acusación ha hecho sobre su relación con ella.

—De acuerdo —convino sir Herbert con calma—. Por supuesto. Que tenga un buen día, señor Rathbone. Espero su próxima visita…

—Volveré dentro de dos o tres días —anunció Rathbone antes de volverse para llamar al carcelero.

Rathbone estaba dispuesto a hacer todo lo posible para encontrar a otro sospechoso. Si sir Herbert era inocente, tenía que existir un culpable, y la persona más cualificada en Londres para sacar a la luz la verdad era Monk. Le envió una carta a su domicilio, en Fitzroy Street, con el fin de pedirle que lo visitara esa misma tarde para tratar de unos asuntos. No se le ocurrió que Monk pudiera estar ocupado.

Por fortuna no lo estaba. Fueran cuales fuesen sus preferencias personales, necesitaba todos y cada uno de los trabajos que le ofrecían, así como mantener una buena relación con Rathbone. La mayoría de los casos más gratificantes, tanto desde el punto de vista profesional como económico, que le habían encomendado, los había obtenido a través del abogado.

Rathbone lo saludó y lo invitó a tomar asiento en una cómoda silla antes de sentarse al otro lado del escritorio y observarlo con expresión inquisitiva. No había incluido en su mensaje ningún detalle relativo al asunto que deseaba tratar con él.

Rathbone apretó los labios.

—Me ocupo de un caso cuya defensa va a resultarme sumamente difícil —explicó mientras miraba fijamente a Monk—. Doy por supuesto que mi cliente es inocente. Las pruebas circunstanciales no son consistentes, pero existen razones de peso para presumir que tenía motivos para querer matar a la víctima; además, no se ha encontrado a ningún otro sospechoso.

—¿Existe alguno? —inquirió Monk.

—Oh, sí, varios.

—¿Con un móvil?

Rathbone se retrepó en la silla.

—Sí, aunque ninguno parece lo bastante poderoso para inducir a un asesinato; son meras conjeturas, no hechos probados.

—Una buena distinción. —Monk sonrió—. Supongo que el móvil de su cliente resulta más creíble.

—Me temo que sí, si bien no es el único sospechoso, aunque sí el más plausible.

Monk se quedó pensativo.

—Su cliente niega haber cometido el asesinato. ¿Niega también que tuviera un móvil?

—Sí. Asegura que todo se basa en una interpretación errónea de sus palabras… en una percepción distorsionada de sus sentimientos. —Rathbone observó que Monk entornaba los ojos. Sonrió—. He leído sus pensamientos. Está usted en lo cierto. Mi cliente es sir Herbert Stanhope. Me consta que fue usted quien entregó las cartas que Prudence Barrymore había escrito a su hermana.

Monk arqueó las cejas.

—Aun así, ¿me pide que lo ayude a refutar su contenido?

—No quiero que refute el contenido de las cartas, sino que demuestre que el hecho de que la señorita Barrymore se encaprichara de sir Herbert no implica que él la asesinara. Existen otras posibilidades bastante verosímiles, y una podría ser la verdadera.

—¿Se conforma usted con la posibilidad —inquirió Monk—, o también desea que proporcione pruebas?

—En primer lugar, la posibilidad —respondió Rathbone secamente—; luego convendría recabar pruebas para demostrar que estamos en lo cierto. No resulta demasiado satisfactorio limitarse a plantear dudas. Además, no se puede confiar en que el jurado lo absuelva por el mero hecho de que haya otros sospechosos, y no cabe duda de que sería imposible mantener intacta su reputación. Si no se condena a otra persona, sir Herbert verá arruinado su futuro.

—¿Cree usted que es inocente? —Monk miró a Rathbone con curiosidad—. ¿O prefiere no decírmelo?

—Sí —respondió Rathbone con franqueza—; no puedo probarlo, pero creo en su inocencia. ¿Sospecha usted que es culpable?

—No —contestó Monk tras vacilar por un instante—, no lo creo, a pesar del contenido de las cartas. —Su semblante se ensombreció—. Al parecer, Prudence se encaprichó de él, y tal vez sir Herbert se sintiera tan halagado que cometió el error de no rechazarla. Tras haber reflexionado al respecto, he llegado a la conclusión de que asesinarla habría sido una reacción exagerada y disparatada; tal vez fuera una situación un tanto molesta, pero jamás representaría ningún peligro para sir Herbert. Aunque Prudence estuviera profundamente enamorada —añadió Monk, que pronunció las palabras como si le resultaran desagradables—, no podía causar ningún daño a sir Herbert. Creo que un hombre tan importante como él, acostumbrado a trabajar con mujeres, debe de haber vivido situaciones similares con anterioridad. No estoy tan seguro como usted de su inocencia, pero creo que aún no hemos descubierto la verdad. Acepto su oferta. Investigar este caso me atrae.

—¿Qué le indujo a participar en él? —inquirió Rathbone.

—Lady Callandra me lo pidió. Pertenece al consejo del hospital y apreciaba mucho a Prudence Barrymore.

—¿Y esta solución le satisface? —Rathbone no ocultó su sorpresa—. ¡Creía que, como miembro del consejo rector, defendería a sir Herbert! Sin duda es su cirujano de mayor renombre y, por lo tanto, del único que no pueden prescindir.

La incertidumbre veló la mirada de Monk.

—Sí, lady Callandra parece satisfecha con esa solución. Me ha dado las gracias y me ha pagado, de modo que considera resuelto el caso.

Rathbone no habló; los pensamientos y las conjeturas lo sumían en un estado de preocupación.

—Hester no está de acuerdo con ella —añadió Monk al cabo de unos segundos.

Rathbone salió de su ensimismamiento al oír el nombre de Hester.

—¿Hester? ¿Qué tiene que ver ella con el caso?

Monk sonrió y miró a Rathbone con expresión divertida. Éste tuvo la incómoda sensación de que el detective había adivinado lo que sentía por Hester. ¿Acaso ella le había confiado algún secreto? Rechazó la hipótesis de plano; le resultaba desagradable e insultante.

—Hester conoció a Prudence durante la guerra de Crimea —respondió Monk.

Al abogado le sorprendió que aludiese a la enfermera Barrymore por su nombre de pila. Siempre había pensado en ella como en la víctima y había volcado su atención en sir Herbert. Todo cuanto Prudence representaba se le apareció de repente de forma dolorosa. Hester la había conocido y tal vez la había apreciado. Con una claridad deslumbrante, Rathbone pensó en lo mucho que Prudence debía de haberse parecido a Hester y sintió un frío penetrante en su interior.

Monk se percató de la conmoción que se había apoderado de Rathbone. En lugar de la expresión irónica que esperaba, el abogado percibió en el rostro de su compañero un gesto de pesar.

—¿La conoció usted? —preguntó sin meditar sus palabras. No cabía duda de que no la había conocido.

—No —contestó Monk con evidente dolor—, pero he averiguado muchas cosas sobre ella. —Se le endureció la mirada—, y me propongo encontrar al hombre que la asesinó. —Esbozó una sonrisa amarga—. No sólo se trata de evitar un error judicial… sino de que absuelvan a sir Herbert y otro ocupe su lugar. No permitiré que este caso se quede sin resolver.

Rathbone observó la vehemencia que refulgía en el rostro de Monk.

—¿Qué ha averiguado sobre ella que le conmueve tanto?

—Su valor —respondió Monk—, su inteligencia, su afán por aprender y su voluntad para luchar por lo que creía y deseaba. Se preocupaba por los demás y jamás se comportó de forma hipócrita.

Rathbone imaginó una mujer no muy diferente de la que Monk se representaba: extraña y compleja en algunos aspectos, de una extrema sencillez en otros. No le sorprendía que su muerte hubiera afectado tanto a Monk e incluso compartía sus sentimientos.

—Da la impresión de que era una mujer que amaba con todo su corazón —conjeturó Rathbone— y no aceptaba un rechazo sin antes luchar.

Monk apretó los labios con una expresión de duda e ira en la mirada.

—Tampoco hubiera recurrido a los ruegos o al chantaje —dijo. Su voz reflejaba más dolor que convicción.

Rathbone se puso en pie.

—Debe reanudar las pesquisas e intentar descubrir otros posibles móviles. Alguien la asesinó.

—Lo haré —prometió Monk con seriedad, no a Rathbone, sino a sí mismo. Sonrió con amargura—. Supongo que es sir Herbert quien corre con los gastos.

—Así es —contestó Rathbone—. ¡Ojalá encontráramos a alguien que lo hubiera hecho guiado por un motivo creíble! Tiene que existir un móvil, Monk. —Hizo una pausa—. ¿Dónde trabaja Hester?

Monk sonrió; encontraba divertida la pregunta.

—En el Royal Free Hospital.

—¿Cómo? —Rathbone no salía de su asombro—. ¿En un hospital? Creía que ella… —Se interrumpió de nuevo. A Monk no le concernía que hubiesen despedido a Hester con anterioridad, aunque era evidente que ya lo sabía.

Rathbone escudriñó su rostro y vio sus pensamientos, la ira y el instinto para defenderse reflejados en sus ojos. En ocasiones se sentía más unido a Monk que nunca, y lo apreciaba y le tenía antipatía a la vez.

—Entiendo —añadió—. Supongo que podría sernos de utilidad. Le ruego que me mantenga informado.

—Naturalmente —repuso Monk en tono solemne—. Que pase un buen día.

Rathbone sabía que el detective también iría a ver a Hester. Reflexionó sobre los pros y los contras de la decisión mientras se dirigía a pie hacia el hospital. No le resultaría fácil encontrarla, puesto que con toda seguridad estaría trabajando. Aun así, pensaba que Hester no podría ayudarlo a resolver el caso. Sin embargo había conocido a Prudence Barrymore y tal vez conociera también a sir Herbert. No podía permitirse el lujo de prescindir de su opinión. De hecho, no podía permitirse el lujo de pasar nada por alto.

No le gustó el hospital. El olor le molestaba tanto como el dolor y la angustia que se respiraban en su interior. Desde el arresto de sir Herbert, todo estaba mucho más desordenado. Los empleados se sentían desconcertados y se mostraban sumamente parciales a la hora de decidir si sir Herbert era inocente o culpable.

Rathbone explicó quién era y el motivo de su visita. Lo condujeron hasta una pequeña y limpia sala y le pidieron que esperara.

Pasaron más de veinte minutos, durante los cuales su impaciencia y mal humor se acentuaron, antes de que se abriera la puerta y entrara Hester.

Habían transcurrido tres meses desde que la vio por última vez y, aunque creía que sus recuerdos eran más que nítidos, su presencia todavía lo sorprendía. Daba muestras de cansancio, estaba un tanto pálida y había una pequeña mancha de sangre en su sencillo vestido gris. A Rathbone, la repentina sensación de familiaridad le resultó agradable y molesta a la vez.

—Buenas tardes, Oliver —le saludó Hester—. Me han dicho que se encarga de la defensa de sir Herbert y que desea hablar conmigo al respecto. Dudo que pueda ayudarlo. No trabajaba en el hospital cuando se cometió el asesinato, pero naturalmente le contaré todo cuanto sepa. —Hester le miró a los ojos sin el decoro propio de las mujeres.

Rathbone adivinó que Hester había conocido y apreciado a Prudence Barrymore y que sus emociones guiarían cada uno de sus actos. Era algo que le gustaba y le desagradaba a la vez. Desde el punto de vista profesional, constituía un inconveniente, pues necesitaba opiniones imparciales. Por otro lado consideraba que la indiferencia hacia la muerte era una tragedia mayor que la muerte misma y, en ocasiones, un pecado mucho más repugnante que las mentiras, evasivas y traiciones que solían tener lugar durante el transcurso de un juicio.

—Monk me ha comentado que usted conoció a Prudence Barrymore —dijo Rathbone sin rodeos.

—Así es —repuso Hester, muy seria.

—¿Conoce el contenido de las cartas que escribió a su hermana?

—Sí. Monk me lo ha contado. —Su expresión reflejaba cautela y descontento. Rathbone se preguntó si era porque se había violado la intimidad de la difunta o por lo que las misivas explicaban.

—¿La sorprendió? —inquirió Rathbone.

Hester permanecía de pie. No había sillas en la sala, que al parecer se utilizaba para almacenar todo tipo de materiales y que le habían ofrecido para que pudiera realizar el interrogatorio con tranquilidad.

—Sí —contestó sin vacilar—. He de suponer que las escribió ella, pero no concuerdan con la personalidad de la mujer que conocí.

Rathbone no deseaba ofenderla, aunque tampoco podía abstenerse de averiguar la verdad.

—¿La trató en algún otro lugar que no fuera Crimea?

Era una pregunta perspicaz, y Hester se percató de inmediato de lo que pretendía Rathbone.

—No; no la conocí en Inglaterra. Regresé de Crimea antes que ella porque mis padres habían fallecido, y no volví a verla. De todos modos, el contenido de las cartas no parece propio de la mujer con la que trabajé. —Frunció el entrecejo mientras se esforzaba por encontrar las palabras más adecuadas para expresar sus pensamientos—. Ella era… autosuficiente… —Miró a Rathbone para comprobar si la entendía—. Jamás hubiera permitido que su felicidad dependiera de otras personas. Tenía madera de líder, no de gregaria. ¿Comprende lo que quiero decir? —Lo miró con inquietud, consciente de su incapacidad para expresarse con claridad.

—No —contestó él con franqueza al tiempo que esbozaba una sonrisa—. ¿Se refiere usted a que era incapaz de enamorarse?

Hester vaciló y Rathbone pensó que se negaría a responder. Deseó no haber abordado el tema, pero ya era demasiado tarde.

—¿Hester?

—No lo sé —dijo ella por fin—. Creo que sí habría podido amar, pero no estoy segura de que fuera capaz de enamorarse. Por otro lado, sir Herbert no parece… —Se interrumpió.

—¿No parece…? —repitió Rathbone. Hester hizo una mueca.

—No parece la clase de hombre capaz de inspirar una pasión incontenible.

—Entonces ¿a qué se refería en las cartas? —inquirió Rathbone.

Hester meneó la cabeza.

—No se me ocurre otra explicación —dijo—, pero me resulta difícil de creer. Supongo que debió de cambiar mucho. —Su semblante se endureció—. Debió de existir algo entre ellos que aún no hemos logrado averiguar, tal vez cierta dulzura, algo que compartieron y que Prudence valoraba sobremanera y no estaba dispuesta a perder, aunque para ello tuviera que valerse de algo tan humillante como las amenazas. —Hester volvió a sacudir la cabeza con impaciencia, como si quisiera apartar a un insecto molesto—. Era muy directa y franca. ¿Qué demonios querría de él para actuar de esa manera? ¡No tiene sentido!

—El amor casi nunca tiene sentido, querida —susurró Rathbone—. Cuando amas a alguien con tanta pasión, te cuesta creer que, con el paso del tiempo, no acabe por corresponderte. Si tienes la oportunidad de estar con esa persona, eres capaz de hacer cualquier cosa por conseguirlo. —Se interrumpió de repente. Lo que decía era cierto y guardaba relación con el caso, pero había llegado más lejos de lo que pretendía. No obstante, continuó hablando—. ¿Acaso nunca ha apreciado usted a alguien de esa manera?

Rathbone no sólo formulaba la pregunta con relación a Prudence Barrymore, sino porque también quería saber si Hester había sentido alguna vez esa profunda pasión que eclipsa todo lo demás y hace que las otras necesidades y deseos pierdan importancia.

No bien hubo terminado de formular esa pregunta, se arrepintió. Si Hester respondía que no, la consideraría una mujer fría e incapaz de albergar esa clase de sentimientos, en tanto que si su respuesta era afirmativa, se sentiría celoso, por ridículo que pareciera, del hombre que los hubiera podido provocar. Mientras esperaba a que ella contestase, no podía evitar sentirse un perfecto idiota.

Si Hester se percató de lo turbado que se sentía Rathbone, no dio muestras de ello.

—Si me hubiera ocurrido, preferiría no hablar de ello —afirmó con cierto recato. A continuación sonrió—. Me temo que no le estoy siendo de gran ayuda, ¿no es cierto? Lo lamento. Usted debe ocuparse de la defensa de sir Herbert, y todo esto no le servirá de nada. Supongo que lo mejor sería averiguar qué pensaba hacer Prudence para presionar a sir Herbert. —Frunció el entrecejo—. No es una perspectiva muy buena, ¿verdad?

—Me temo que no —reconoció Rathbone con una sonrisa.

—¿Qué puedo hacer para ayudarlo? —preguntó Hester.

—Encontrar pruebas que demuestren que lo hizo otra persona.

Rathbone percibió una expresión de incertidumbre en su rostro, o tal vez de inquietud o descontento.

—¿Qué ocurre? —inquirió el abogado—. ¿Sabe algo?

—No —respondió ella—. No sé nada que permita implicar a otra persona. Creo que la policía ya ha investigado a todos los sospechosos. Sé que Monk pensaba que el asesino podía ser Geoffrey Taunton o quizá Nanette Cuthbertson. Supongo que lo tendrá en cuenta.

—Por supuesto. ¿Qué sabe de las demás enfermeras? ¿Tiene idea de lo que opinaban de Prudence Barrymore?

—No sé si mis impresiones tienen valor; algunas la admiraban y otras le tenían antipatía, aunque dudo que desearan causarle ningún mal. —El rostro de Hester reflejó una mezcla de sarcasmo y pena—. Están muy enojadas con sir Herbert. Creen que la asesinó y no están dispuestas a perdonarlo. Considero que cometería una gran imprudencia si llamara a testificar a alguna de ellas.

—¿Por qué? ¿Acaso suponen que ella estaba enamorada de sir Herbert y que él la engañó?

—No sé qué piensan. —Hester negó con la cabeza—. En todo caso están convencidas de que sir Herbert es el culpable. No se trata de un asunto sobre el que hayan reflexionado mucho, sino de la diferencia que existe entre un médico y una enfermera. Él tenía poder, en tanto que ella no. No es más que el viejo resentimiento del pobre hacia el rico, del débil hacia el fuerte, del ignorante hacia el culto. Tendrá usted que proceder con suma sutileza si desea sacar algo en claro de sus declaraciones.

—Le agradezco su advertencia —afirmó Rathbone con determinación. Las perspectivas no eran muy halagüeñas. Hester no le había revelado nada, aunque sí le había infundido esperanzas—. ¿Qué opina de sir Herbert? Usted ha trabajado con él, ¿no es cierto?

—Sí. —Ella frunció el entrecejo—. Lo cierto es que me cuesta creer que él la utilizara, como sugieren las cartas. Espero que no me tache de vanidosa si le digo que nunca le he visto demostrar el más mínimo interés por mí. —Observó al abogado para juzgar su reacción—. He trabajado con él en muchas ocasiones —prosiguió—, a veces hasta bien entrada la noche, y en operaciones complicadas en las que el temor al fracaso o el entusiasmo por el éxito estaban a flor de piel. Creo que se entrega por completo a su trabajo y se comporta con suma corrección.

—¿Estaría dispuesta a declarar eso en un juicio?

—Por supuesto, pero creo que no servirá de nada. Me atrevería a decir que cualquier otra enfermera que haya colaborado con él afirmaría lo mismo.

—No puedo citarlas sin estar seguro de que dirán lo mismo que usted —señaló Rathbone—. Me pregunto si podría…

—Ya lo he hecho —lo interrumpió Hester—. He hablado con compañeras que han trabajado con él en alguna ocasión, sobre todo con las más atractivas y jóvenes, y todas me han asegurado que sir Herbert las ha tratado siempre con absoluta corrección.

Rathbone se sentía un poco más optimista. Al menos ya tenía algo.

—Esa información me resulta útil —admitió—. ¿Sabe usted si la enfermera Barrymore confiaba en alguien? Supongo que tendría alguna buena amiga.

—Que yo sepa, no. —Hester sacudió con la cabeza e hizo una mueca—. Intentaré averiguar algo al respecto. Durante la guerra de Crimea no trabó amistades duraderas. El trabajo era su principal preocupación; no había tiempo ni fuerzas para compartir algo más que una especie de comprensión silenciosa. Inglaterra y todo cuanto nos unía a ella habían quedado atrás. Había muchas cosas de Prudence que yo desconocía.

—Necesito recabar tanta información como sea posible —afirmó Rathbone—. La situación cambiaría si supiésemos lo que de veras pensaba.

—Desde luego. —Hester lo miró por unos instantes y luego se irguió—. Lo mantendré al corriente de todo cuanto considere útil para la defensa. ¿Necesita que se lo escriba o le basta con que se lo diga?

Rathbone reprimió una carcajada.

—Oh, creo que será mejor que me lo diga —contestó con solemnidad—. Le agradezco mucho su ayuda. Estoy seguro de que la justicia prevalecerá.

—Pensaba que su propósito era defender a sir Herbert —replicó Hester con cierta sorna. Acto seguido, se despidió y se marchó para reincorporarse a su trabajo.

Rathbone permaneció en la pequeña sala unos instantes más. Se sentía un tanto eufórico. Había olvidado cuan estimulante le resultaba la compañía de Hester, así como su inteligencia y su franqueza. Cuando estaba a su lado experimentaba una agradable y cómoda sensación de familiaridad, y también, por paradójico que resultara, cierta inquietud. Se trataba de algo que no lograba apartar de su pensamiento.

Monk no estaba seguro de si debía trabajar para Oliver Rathbone en la defensa de sir Herbert Stanhope. Al leer las cartas había tenido la certeza de que demostraban que sir Herbert había mantenido una relación con Prudence Barrymore muy diferente de la que había admitido. Que se hiciera pública sería vergonzoso desde el punto de vista tanto personal como profesional, y si Prudence lo había amenazado con revelar lo que había entre ambos, existía un móvil… un móvil que cualquier jurado tomaría por verdadero.

Por otro lado, la teoría de Rathbone según la cual todo era fruto de la febril imaginación de Prudence habría resultado verosímil en el caso de otra mujer. ¿Acaso era Monk culpable de haber descrito a Prudence como una mujer íntegra, entregada a su trabajo, y de haber omitido sus defectos? ¿Había vuelto a crear en su imaginación a una mujer muy distinta, e inferior a la real?

La hipótesis le resultaba dolorosa, pero no podía dejar de pensar en ella. Había atribuido a Hermione cualidades de las que carecía, y tal vez hubiera hecho lo mismo con Imogen Latterly. ¿A cuántas mujeres había idealizado?

Por lo que a las mujeres se refería, Monk se sentía incapaz de aprender de sus propios errores.

Por fortuna estaba más que capacitado para el desempeño de su profesión, y era incluso brillante. Los casos en que había trabajado así lo demostraban; habían sido una sucesión de victorias. Aunque apenas recordaba los detalles, el respeto que le profesaban los demás así lo indicaba. Nadie hablaba mal de él o le llevaba la contraria por puro placer. Los hombres que trabajaban con él siempre daban lo mejor de sí. En ocasiones le obedecían movidos por el temor que les inspiraba, pero cuando el caso se resolvía se sentían eufóricos y orgullosos de formar parte de su equipo. Trabajar a las órdenes de Monk era un honor, una señal de triunfo en la trayectoria del agente, un trampolín hacia un futuro mejor.

De pronto recordó las desagradables palabras que Runcorn le había dirigido después de que hubiera humillado a un joven policía que había colaborado con él en un caso que, a pesar del mucho tiempo transcurrido, aún mantenía vivo en la memoria. Rememoró el rostro del joven mientras lo reprendía con desprecio por haber actuado con tanta timidez y haberse mostrado indulgente con los testigos que ocultaban la verdad para así eludir lo que más les dolía, a pesar de las consecuencias que ello implicaba. Se arrepentía de haber tratado con tanta severidad al agente, que no había sido lento ni cobarde, sino que había optado por no herir los sentimientos de los demás y había intentado encontrar otra forma de resolver el caso. Tal vez su método no resultara tan eficiente como el de Monk, pero no por ello era peor; ahora lo comprendía, con la sabiduría que otorga el paso del tiempo y un mayor conocimiento de sí mismo, pero en aquel entonces sólo sentía desprecio y no hacía el menor esfuerzo por ocultarlo.

No se acordaba de qué había sido del joven policía, si había permanecido en el cuerpo, desanimado y descontento, o si lo había abandonado. Deseaba no haberle arruinado el futuro. El hecho de no recordar nada del muchacho indicaba que no le había importado lo más mínimo lo que le había ocurrido… y sólo de pensarlo se sentía molesto.

Trabajo. Tenía que ayudar a Rathbone y esforzarse al máximo para demostrar que Stanhope era inocente. Tal vez necesitase algo más que eso, incluso para su propia satisfacción. Las cartas constituían una prueba, aunque no concluyente. Para salvar a sir Herbert, tendrían que demostrar que era imposible que hubiera cometido el asesinato, y puesto que disponía tanto de los medios como de la ocasión para hacerlo, e incluso del móvil, había que encauzar la investigación en otra dirección. La única solución posible consistía en descubrir al verdadero asesino. Sólo así lograrían su absolución y su reputación se mantendría intacta. Si planteaban alguna duda razonable, no lo condenarían a la horca, pero sufriría las consecuencias del desprestigio.

¿Era inocente?

A Monk le repugnaba más que condenaran y ajusticiaran a un inocente que dejar en libertad a un culpable. Ya había vivido una experiencia similar y haría cuanto estuviera en su mano para evitar que la situación se repitiera. Todavía tenía pesadillas en las que un rostro ceniciento y desesperanzado le clavaba la mirada en mitad de la noche. Saber que había luchado para impedirlo no lo confortaba en absoluto.

Tal vez no existieran pruebas que demostraran la culpabilidad de otra persona… ninguna huella, trozo de ropa, testigos que hubieran visto u oído algo, ninguna mentira que sirviera para atrapar a alguien.

Si no había sido sir Herbert, ¿quién había asesinado a Prudence Barrymore?

No sabía por dónde comenzar. Tenía dos opciones: encontrar a otro culpable, tarea tal vez imposible, o refutar la culpabilidad de sir Herbert con argumentos sólidos de tal forma que el jurado lo absolviera. En cuanto a la primera, ya había hecho todo lo que se le había ocurrido, de modo que debía confiar en obtener mejores resultados con la segunda. Hablaría con los compañeros de sir Herbert con la intención de averiguar qué pensaban de él. Quizás accedieran a testificar para confirmar la intachable reputación de ésta.

Durante los siguientes días se dedicó a interrogar a varias personas con el propósito de sacarles, con la mayor educación posible, algo más interesante que alabanzas sobre la profesionalidad de sir Herbert o comentarios sobre su indudable inocencia; la mayoría se mostró dispuesta a testificar a su favor… si realmente era necesario hacerlo. A los miembros del consejo del hospital les inquietaba participar en algo que tal vez acabara peor de lo que temían. Sus rostros delataban que no sabían con certeza qué postura adoptar si sir Herbert era culpable.

La señora Flaherty no quiso contarle nada y aseguró que no testificaría. Tenía miedo y como muchos otros que se sentían indefensos, estaba un tanto aterrorizada. Monk se sorprendió al comprobar que la escuchaba con más paciencia de la que esperaba. Mientras observaba, en el pasillo del hospital, su cara demacrada y sus mejillas sonrosadas, percibió su desconcierto y vulnerabilidad.

La actitud de Berenice Ross Gilbert fue muy diferente. Lo recibió en la sala donde se reunían los miembros del consejo, una estancia con una larga mesa de caoba rodeada de sillas, grabados colgados de las paredes y cortinas de brocado. Berenice vestía un traje gris oscuro con adornos de color turquesa. Era un conjunto caro, que le favorecía sobremanera. Movía los amplios faldones con gran elegancia.

Observó con atención las facciones de Monk, su nariz prominente, los pómulos marcados y la mirada impasible. Él no pasó por alto su expresión de curiosidad ni su sonrisa, que le complació porque sabía bien qué significaba.

—Pobre sir Herbert. —Berenice enarcó las cejas—. ¡Qué terrible situación la suya! Ojalá supiese cómo ayudarlo. —Se encogió de hombros—. Lo cierto es que desconozco sus debilidades. Siempre que he tratado con él, se ha comportado con cortesía y educación. Sin embargo —añadió con una sonrisa—, si deseaba mantener un romance ilícito, estoy segura de que no me habría elegido a mí.

Monk sabía que lo que había dicho era verdadero y falso a la vez. Berenice esperaba que él descifrara sus palabras. Ella no constituía un pasatiempo banal y era además una mujer elegante, sofisticada y, a su manera, hermosa, tal vez más que hermosa… de una personalidad arrebatadora. Creía que Prudence era mucho más remilgada, ingenua e inferior a ella y que carecía de su encanto y atractivo.

Si bien no recordaba nada en concreto, Monk intuyó que ya había vivido una situación similar con anterioridad en la que una mujer adinerada y culta se mostraba interesada por él, lo cual le satisfacía mucho.

Monk sonrió e intentó no delatar su interés por la mujer.

—Estoy seguro de que, como miembro del consejo rector, saber cuáles son las virtudes y los defectos del personal forma parte de sus obligaciones, y sospecho que posee usted una buena intuición para detectarlos. —Monk advirtió que le brillaban los ojos—. ¿Qué reputación tenía sir Herbert? Le ruego que me responda con franqueza… los eufemismos no ayudarán a nadie.

—Rara vez me sirvo de eufemismos, señor Monk —repuso Berenice sin dejar de sonreír. Se apoyó con elegancia en una silla—. Me gustaría contarle algo interesante, pero nunca he oído nada malo sobre sir Herbert. —Hizo una mueca—. Todo lo contrario, es un cirujano excelente, pero también aburrido, pomposo, dogmático y ortodoxo desde el punto de vista social, político y religioso. —No apartaba la vista de Monk—. Dudo que jamás haya destacado en algo, excepto en medicina. Es como si ya no le quedase energía creativa y lo único que supiese hacer es aburrir a los demás. —Berenice no ocultaba lo mucho que disfrutaba ni su creciente interés. Estaba convencida de que Monk era muy distinto del hombre al que había descrito.

—¿Lo conoce personalmente, lady Ross Gilbert?

Ella se encogió de hombros.

—Sólo trato con él asuntos laborales. He hablado con lady Stanhope en varias ocasiones. —Su voz se tiñó de un desprecio apenas perceptible—. Es una persona muy retraída. Prefiere quedarse en casa con sus hijos… creo que tiene siete. No obstante, es una mujer agradable, correcta y femenina, en absoluto impertinente o molesta. —Entornó un tanto los ojos—. Me atrevería a decir que es una esposa modelo. No tengo motivo alguno para pensar de otro modo.

—¿Qué sabe de la enfermera Barrymore? —inquirió Monk mientras la miraba con fijeza, aunque no percibió nada que delatara sus pensamientos.

—Apenas si la traté, y sólo sé lo que me han contado los demás. He de admitir que jamás he oído a nadie criticarla. —Observó a Monk—. Si le soy sincera, creo que era tan aburrida como sir Herbert. Formaban una buena pareja.

—Curiosa elección de palabras.

Berenice se echó a reír.

—No lo he hecho a propósito, señor Monk.

—¿Cree usted que la enfermera Barrymore albergaba fantasías con respecto a sir Herbert? —inquirió Monk.

Berenice miró hacia el techo.

—¡Quién sabe! Me habría inclinado a pensar que le atraerían personas más interesantes… como el doctor Beck. Es un hombre sensible y con un gran sentido del humor, un poco vanidoso y sospecho que más dado a los apetitos naturales. —Se rió de nuevo—. Sin embargo, tal vez no fuera eso lo que ella deseaba. —Miró a Monk—. Francamente, considero que la señorita Barrymore admiraba a sir Herbert, como todos los demás, pero me extrañaría que acariciara sueños románticos… aunque, por supuesto, la vida está llena de sorpresas, ¿no le parece? —Monk advirtió que una chispa insinuante aparecía en sus ojos, aunque no estaba seguro de si lo invitaba a mostrarse más atrevido.

Fue todo cuanto logró averiguar. Informó a Rathbone, si bien sabía que no le resultaría de gran utilidad.

Tampoco obtuvo información relevante de parte de Kristian Beck, aunque el encuentro fue por completo diferente. Monk lo visitó en su casa. La señora Beck se encontraba ausente, pero su frialdad y meticulosidad quedaban de manifiesto en la escasa originalidad de la decoración, la estricta y precisa disposición del mobiliario, en los asépticos estantes, los libros de contenido ortodoxo. Hasta las flores de los jarrones se habían colocado con excesiva rigidez. La vivienda daba una impresión de limpieza, orden y severidad. A Monk no le costaba imaginar a la señora Beck: llevaría el cabello recogido, tendría las cejas poco perfiladas, los pómulos apenas marcados y unos labios carentes de sensualidad.

¿Por qué había elegido Beck a una mujer así? Él era todo lo contrario: su rostro reflejaba buen humor y sensibilidad, y tenía la boca más sensual que Monk hubiese visto jamás; aun así, no parecía tosco ni dado a los excesos. ¿Qué infortunio había provocado que sus vidas se uniesen? Monk estaba convencido de que nunca lo sabría. Pensó con amargura que tal vez Beck se equivocaba tanto como él al juzgar a las mujeres. Quizás hubiera visto en su rostro desprovisto de pasión un indicio de pureza y refinamiento, y confundido su falta de sentido del humor con inteligencia e incluso piedad.

Kristian lo condujo hasta su estudio, una habitación muy distinta en la que la personalidad del doctor quedaba patente. En las estanterías se apilaban libros de toda clase: novelas, autobiografías, de poesía, historia, filosofía y medicina. Abundaban los colores, las cortinas eran de terciopelo, la chimenea estaba revestida de cobre y la repisa se veía cubierta de adornos. La frialdad de la señora Beck no encajaba en un lugar así. De hecho, la estancia le recordó más bien el estilo de Callandra por su desorden meticuloso y su variedad. Monk la imaginaba allí, con su infalible conocimiento de lo que realmente era importante.

—¿En qué puedo ayudarlo, señor Monk? —Kristian lo miraba con asombro—. Le aseguro que ignoro lo que ocurrió y no acierto a comprender por qué la policía sospecha de sir Herbert. De hecho, sólo sé lo que han publicado los periódicos.

—Prudence Barrymore escribió una serie de cartas a su hermana —dijo Monk— en las que se da a entender que estaba profundamente enamorada de sir Herbert; según ella, éste le hizo creer que compartía sus sentimientos y que estaría dispuesto a contraer matrimonio con ella.

—¡Eso es absurdo! —exclamó Kristian mientras indicaba a Monk que se sentase—. ¿Cómo iba a hacer algo así? Está casado y tiene varios hijos… creo que siete. Podría haberlos abandonado, pero eso hubiera supuesto su ruina, hecho del que sin duda era consciente.

Monk aceptó la invitación y tomó asiento. La silla era muy cómoda.

—Aunque lo hubiera hecho —señaló Monk—, no podría haberse casado con la señorita Barrymore. En cualquier caso, me gustaría conocer su opinión sobre sir Herbert y la señorita Barrymore. Dice usted que no comprende la versión oficial de los hechos…

Kristian se sentó frente a él y reflexionó por unos instantes antes de responder.

—Así es. Sir Herbert es un hombre muy prudente, ambicioso y celoso de su posición social y su reputación en el mundo de la medicina, tanto en Gran Bretaña como en el extranjero. —Juntó las yemas de los dedos. Tenía unas manos bonitas, fuertes y grandes, aunque no tanto como las de sir Herbert—. Mantener relaciones con una enfermera, por muy interesante o atractiva que ésta fuese constituiría una estupidez. Sir Herbert no es un hombre impulsivo ni entregado a los apetitos de la carne.

Beck hablaba con un tono inexpresivo, sin delatar aprobación o desprecio por semejante actitud. Monk lo miró a la cara y supo que Beck era completamente distinto de sir Herbert.

—Ha calificado a la enfermera Barrymore de interesante y atractiva —observó Monk—. ¿De veras lo cree? Según lady Ross Gilbert, era un tanto recatada e ingenua en lo que se refiere al amor y no se trataba de la clase de mujer que un hombre encontraría atractiva.

Kristian se rió.

—Sí… Conozco la opinión de Berenice. Es difícil imaginar a dos mujeres más distintas. Dudo mucho que se entendieran.

—No ha respondido a mi pregunta, doctor Beck.

—Tiene usted razón. —Kristian no se mostró ofendido—. Sí, en mi opinión la enfermera Barrymore era muy atractiva, como persona y como mujer. Sin embargo, he de confesar que mis gustos no son los más corrientes. Aprecio el valor y el sentido del humor, así como la inteligencia. —Cruzó las piernas y se arrellanó mientras miraba a Monk con una sonrisa—. Me aburren las mujeres que sólo hablan de banalidades. No me gustan las personas de risa fácil ni las que coquetean sin cesar y creo que la sumisión es síntoma de soledad. ¿Es posible trabar una verdadera amistad con una mujer que siempre te da la razón? Es como tener una hermosa fotografía de ella, ya que todo cuanto dice es reflejo de tus propias ideas.

Monk pensó en Hermione… encantadora, dócil, acomodaticia… y en Hester, obstinada, arisca, porfiada defensora de sus principios, valiente y bastante impertinente (de hecho en ocasiones su compañía le resultaba más molesta que la de cualquier otra persona), pero era de carne y hueso.

—Sí, comprendo su punto de vista. ¿Cree que sir Herbert también la consideraba atractiva?

—¿A Prudence Barrymore? —Kristian se mordió el labio inferior con expresión reflexiva—. Lo dudo. Me consta que la respetaba como profesional, al igual que todos nosotros, pero de vez en cuando ella cuestionaba las observaciones de sir Herbert, lo cual lo enfurecía sobremanera. No aceptaba que sus compañeros lo criticasen, y mucho menos que lo hiciese una mujer, y enfermera por añadidura.

—¿Podría haberse enfadado tanto como para asesinarla? —preguntó Monk con ceño.

—Me parece poco probable —respondió Kristian entre risas—. Sir Herbert es el cirujano jefe del hospital. Podría haberse deshecho de Prudence, que sólo era una enfermera, sin tener que recurrir a un acto tan extremo.

—¿Aun si él estaba equivocado y ella tenía razón? —insistió Monk—. Los demás se habrían enterado.

De repente Kristian se puso serio.

—En ese caso, todo cambiaría. Sir Herbert no se lo tomaría tan bien. En realidad, ningún hombre lo haría.

—¿Acaso los conocimientos médicos de la señorita Barrymore eran suficientes para que ocurriese eso? —inquirió Monk.

Kristian meneó la cabeza.

—No lo sé. Imagino que es posible. No cabe duda de que estaba muy bien preparada, mucho más que cualquier otra enfermera que yo haya conocido, aunque debo reconocer que la que la ha sustituido también es muy buena.

Monk experimentó una gran satisfacción, que no dejó de desconcertarlo.

—¿Era ésa razón suficiente? —preguntó con un tono más brusco del que había esperado.

—Tal vez —admitió Kristian—, pero ¿tiene algún indicio que apunte en ese sentido? Creía que lo habían arrestado por el contenido de las cartas. —Volvió a sacudir la cabeza—. Una mujer enamorada no hace públicos los errores del hombre a quien ama. Todo lo contrarío. Las que he conocido han defendido al hombre que querían como si la vida les fuera en ello, aunque no tuvieran motivos para hacerlo. No, señor Monk, esa teoría no es verosímil. De todos modos, si no he entendido mal, el abogado de sir Herbert lo ha contratado para que encuentre pruebas que demuestren que no lo hizo él y obtener así la absolución, ¿estoy en lo cierto?

Era una forma educada de preguntarle si había mentido.

—Sí, doctor Beck, lo ha entendido usted bien —contestó Monk, consciente de que Kristian comprendería el significado de sus palabras—. Mi tarea consiste en descubrir la solidez de los argumentos que esgrimirá la acusación para hallar el modo de refutarlos.

—¿Cómo puedo ayudarlo? —preguntó Kristian con seriedad—. He pensado infinidad de veces en lo ocurrido, como todos los que trabajamos en el hospital, supongo. Sin embargo, no sé cómo puedo ayudarlo. Por supuesto, si me lo piden, declararé a su favor.

—Lo tendremos en cuenta —prometió Monk—. Le haré una pregunta personal, doctor Beck: ¿cree usted que sir Herbert es culpable?

Kristian se mostró un tanto sorprendido.

—Le responderé con franqueza, señor; me parece muy poco probable. Nada de lo que he visto u oído sobre él indica que pudiese comportarse de forma tan violenta e impulsiva.

—¿Cuánto hace que lo conoce?

—Llevo trabajando con él unos once años.

—¿Estaría dispuesto a repetir lo que ha dicho ante un tribunal?

—Sí.

Monk tenía que plantearse las preguntas astutas y elaboradas que la acusación formularía para obtener información. Debía realizar las pesquisas necesarias ahora, no cuando el doctor Beck estuviese en el estrado. Expresó todas las posibilidades que se le ocurrieron, y Kristian le ofreció respuestas comedidas. Se levantó al cabo de media hora, agradeció al médico su sinceridad y el que le hubiera dedicado su tiempo, y se despidió.

El encuentro había sido insatisfactorio en cierto sentido, aunque debería sentirse contento. Kristian Beck había corroborado que sir Herbert era un hombre de conducta intachable y estaba más que dispuesto a testificar a su favor. ¿Por qué no se sentía satisfecho entonces?

Si sir Herbert no era el asesino, las sospechas recaían sobre Geoffrey Taunton y el propio Beck. ¿Era éste el encantador e inteligente extranjero que parecía? ¿O acaso había algo más, algo inquietante, detrás de una apariencia que Monk consideraba agradable?

Lo ignoraba, y en esos momentos se sentía incapaz de hacer cábalas al respecto.

Monk se entrevistó con la mayoría de los amigos y compañeras de trabajo de Prudence, que contestaron a sus preguntas de mala gana y con resentimiento. Las enfermeras más jóvenes respondían con monosílabos cuando les preguntaba si Prudence era romántica.

—No —contestó una.

—¿Habló alguna vez de matrimonio?

—No. Nunca la oí hablar de ese tema.

—¿Y de abandonar el oficio de enfermera para formar una familia?

—Oh, no… nunca. Jamás. Le encantaba su trabajo.

—¿La vio en alguna ocasión nerviosa, entusiasmada, sumamente feliz o triste por algún motivo que usted desconociera?

—No. Siempre estaba tranquila. —La respuesta iba acompañada de una desafiante mirada de resentimiento.

—¿Era proclive a la exageración? —preguntó con desesperanza—. ¿Magnificaba la importancia de sus logros o su participación en la guerra de Crimea?

Por fin consiguió que la enfermera reaccionase, aunque no del modo que había deseado.

—No, nunca —exclamó la joven con visible enojo—. ¡Es usted injusto al decir eso! Jamás mentía y no solía mencionar la guerra de Crimea, excepto cuando quería contarnos algo sobre la señorita Nightingale. Nunca hablaba de sí misma. ¡No pienso permitir que usted diga lo contrario, y mucho menos para defender al hombre que la asesinó!

Lo que la enfermera había contado servía de bien poco, y aun así Monk se sentía satisfecho. Había investigado sin éxito durante más de una semana y había descubierto detalles tan poco interesantes como previsibles. No obstante, nadie había roto la imagen que se había formado de Prudence. No había encontrado nada que concordase con la mujer pasional y vengativa que había escrito aquellas cartas.

¿Cómo era Prudence Barrymore en verdad?

La última persona a quien visitó fue lady Stanhope. Como cabía esperar, fue un encuentro en el que los sentimientos estaban a flor de piel. La detención de sir Herbert la había destrozado. La mujer reunió todo su valor para mantener la calma, pero las señales de la conmoción, la falta de sueño y las lágrimas vertidas eran más que visibles en su rostro. Cuando Monk entró, Arthur, el hijo mayor, estaba junto a ella, con la cara pálida y la cabeza alta, en actitud desafiante.

—Buenas tardes, señor Monk —susurró lady Stanhope. No parecía comprender muy bien quién era aquel hombre ni el motivo de su visita. Parpadeó. Estaba sentada en una silla tallada, delante de Arthur, que no se levantó cuando el detective entró en la estancia.

—Buenas tardes, lady Stanhope —la saludó Monk. Tenía, por todos los medios, que mostrarse cortés con ella. La impaciencia no le serviría de nada; era un defecto que debía reprimir—. Buenas tardes, señor Stanhope —añadió.

Arthur asintió con la cabeza.

—Le ruego que se siente, señor Monk —lo invitó para rectificar el descuido de su madre—. ¿En qué podemos ayudarlo, caballero? Como podrá suponer, mi madre sólo recibe visitas en caso de que sea absolutamente necesario. Atravesamos momentos muy difíciles.

—Entiendo. —Monk tomó asiento—. Como explicaba en la nota que les he enviado, ayudo al señor Rathbone en la defensa de sir Herbert.

—Mi padre es inocente —señaló Arthur—. La pobre mujer se engañaba. Creo que es algo que suele ocurrirles a las damas solteras de cierta edad. Se entregan a fantasías sobre gente importante, hombres de gran reputación y dignidad. Es triste, vergonzoso y, en esta ocasión, trágico.

Monk se abstuvo de hacer el comentario que le pasó por la cabeza. ¿Acaso ese presuntuoso jovencito creía que la acusación contra su padre era más importante que el asesinato de Prudence Barrymore?

—Hay algo que es innegable —dijo—. La enfermera Barrymore está muerta, y su padre se encuentra en la cárcel acusado de asesinato.

Lady Stanhope contuvo el aliento, y el último vestigio de color desapareció de sus mejillas. Agarró con fuerza la mano que su hijo apoyaba en su hombro.

—¡Es increíble, señor! —exclamó Arthur, furioso—. ¡No debería haber dicho eso! Creo que tendría que ser más delicado con mi madre. Si desea hablar con nosotros, le ruego que sea conciso y prudente; y luego, por el amor de Dios, déjenos en paz.

Monk se contuvo a duras penas. Recordaba haber vivido situaciones similares, en las que se encontraba sentado frente a personas conmocionadas y asustadas que no sabían qué decir ni cómo reaccionar. Recordaba a una mujer callada, abatida por una pérdida irreparable, las manos crispadas sobre el regazo. Ella tampoco había podido hablar con él. Monk aún recordaba la ira que lo había embargado; no obstante, no se había enfadado con ella; el único sentimiento que experimentaba era una pena profunda. ¿Por qué? ¿Por qué ahora, al cabo de tantos años, recordaba a esa mujer en concreto?

Nada acudió a su mente, aparte de una emoción que hizo que se pusiese tenso.

—¿Qué podemos hacer? —inquirió lady Stanhope—. ¿Qué podemos hacer para ayudar a sir Herbert? Lentamente, y con una paciencia poco habitual en él, Monk logró que describieran a sir Herbert: un hombre tranquilo y correcto, con una vida familiar normal, y predecible en todos y cada uno de sus gustos. Su única flaqueza al parecer era beber una copa de excelente whisky cada tarde, así como el rosbif. Cumplía con sus obligaciones de esposo y era un padre cariñoso.

La conversación transcurría de forma morosa y en medio de un gran nerviosismo. Monk intentaba encontrar algo que le resultara útil a Rathbone y fuera más interesante que la predecible fidelidad de sir Herbert hacia su esposa, que Monk creía era verdadera pero que tal vez no bastara para influir en la decisión del jurado. ¿Qué más podría revelar una esposa? Además, no era una testigo demasiado buena, pues temía no ser coherente o convincente. Monk sentía lástima de ella.

Se disponía a marcharse cuando alguien llamó a la puerta. Sin esperar respuesta, una muchacha la abrió y entró. Era esbelta, tal vez demasiado delgada, y su rostro estaba tan marcado por la enfermedad y la desilusión que resultaba difícil discernir su edad, aunque Monk calculó que no tendría más de veinte años.

—Les ruego que perdonen mi interrupción —se disculpó.

Antes de que la joven hablara, Monk recordó algo con tanta fuerza y claridad que el presente se volvió invisible, y lady Stanhope y Arthur se convirtieron en meros borrones. Ya sabía de qué caso se trataba. Habían forzado y asesinado a una muchacha. Monk recordaba su flaco cuerpo destrozado y la ira, la confusión y la dolorosa impotencia que lo habían invadido. Ése era el motivo por el que había tratado con tanta dureza a sus subordinados e importunado a los testigos, y también la razón por la que había descargado todo su desprecio contra Runcorn.

Monk experimentaba aquellas emociones con la misma intensidad que entonces. Aunque eso no justificaba el trato que había dispensado a los demás ni cambiaba nada, al menos sí servía de explicación. Había tenido un motivo para conducirse así, lo había guiado una pasión que no tenía que ver con él. No era sólo una persona cruel, arrogante y ambiciosa, sino que también le afectaba el dolor ajeno.

Sonrió con alivio a pesar de las náuseas que sentía.

—¿Señor Monk? —preguntó lady Stanhope con inquietud.

—Sí, señora. ¿Qué me estaba diciendo?

—¿Piensa que podrá ayudar a mi esposo, señor Monk?

—Sí —contestó él con determinación—; le prometo que haré todo lo que esté en mi mano.

—Gracias. Yo… nosotros… le estamos muy agradecidos. —Apretó aún más la mano de Arthur—. Todos le agradecemos su esfuerzo para demostrar la inocencia de mi esposo.