Capítulo 5
John Evan no estaba satisfecho con el desarrollo de las investigaciones sobre el caso de Prudence Barrymore. Le dolía pensar que una joven tan llena de pasión y vida había sido asesinada, y en este caso en particular las demás circunstancias le fastidiaban. No le gustaba el hospital. El olor que desprendía se introducía en su interior sin que fuera consciente siquiera del sufrimiento y el miedo que debían de existir en el recinto. Había visto las ropas manchadas de sangre de los cirujanos mientras caminaban con paso presuroso por los pasillos y las pilas de vendajes sucios. De tanto en tanto, veía y olía los orinales que portaban las enfermeras.
Con todo, había algo que le inquietaba aún más, porque era de carácter personal, y Evan no sólo podía hacer algo al respecto, sino que estaba moralmente obligado a ello. Le desagradaba la manera en que se llevaba la investigación. Se había enfadado y sentido molesto cuando Monk se había visto obligado a dimitir a consecuencia del caso Moidore e, igualmente, le había irritado la postura que Runcorn había adoptado. Por fortuna ya se había acostumbrado a trabajar con Jeavis y, aunque no lo admiraba como a Monk, sabía que era un hombre competente y honrado.
Sin embargo, en este caso Jeavis no estaba a la altura de las circunstancias, o al menos eso consideraba Evan. El testimonio pericial del forense era clarísimo: alguien había atacado a Prudence Barrymore y la había estrangulado con las manos; no se había utilizado ligadura alguna. De lo contrario habrían quedado marcas, y las que la víctima presentaba en el cuello correspondían a los dedos de alguien fuerte y de estatura media. Podía haber sido cualquiera de las muchas personas que tenían fácil acceso al hospital. Había tantos médicos, enfermeras y ayudantes que entraban y salían que nadie se hubiera percatado de la presencia de un desconocido. Del mismo modo, una persona manchada de sangre tampoco hubiera levantado sospecha alguna.
En un principio Jeavis creyó que tal vez el culpable fuera alguna de las enfermeras. Evan presumía que el inspector había llegado a tal conclusión porque le resultaba más fácil que investigar a los médicos y a los cirujanos, que pertenecían a una clase social superior y cuya educación era sin duda más refinada, lo que le hacía sentirse nervioso e inseguro. Sin embargo, una vez que las enfermeras hubieron explicado dónde estaban desde el momento en que se había visto por última vez a Prudence Barrymore con vida hasta que la fregona la encontró en el conducto de la lavandería, Jeavis se vio obligado a ampliar el marco de las pesquisas. Observó al tesorero, un hombre presuntuoso que llevaba una camisa de cuello alto que parecía apretarle. No cesaba de mover y estirar el pescuezo. No obstante, no había estado en el centro a una hora tan temprana y podía demostrar que en ese momento se encontraba en su casa o en un coche de caballos camino de Gray’s Inn Road. Las facciones de Jeavis se endurecieron.
—Señor Evan, tendremos que investigar a los pacientes que estaban ingresados. Si el asesino no es uno de ellos, deberemos interrogar a los médicos. —Se relajó un poco—. Por supuesto, cabe la posibilidad de que entrara alguien, quizás algún conocido de la señorita Barrymore. Así pues, conviene que descubramos más aspectos sobre su personalidad.
—No era una criada —replicó Evan con acritud.
—Por supuesto que no. Dada la reputación de las enfermeras, me atrevería a decir que la mayoría de las damas que disponen de servicio jamás las contratarían. —Esbozó una sonrisa breve.
—¡Las enfermeras que acompañaron a la señorita Nightingale eran de buena familia! —exclamó Evan con exasperación, no sólo por Prudence Barrymore, sino también por Hester y por Florence Nightingale. Por un lado, se consideraba un hombre con mucha experiencia y no toleraba que se rindiera culto a ciertos héroes, pero por otro sentía una fuerte punzada de orgullo cuando pensaba en Florence Nightingale y en lo que ella significaba para los soldados moribundos que se encontraban lejos de casa, en un lugar terrorífico. Las palabras de Jeavis le causaron indignación. Se divirtió al imaginar lo que diría Monk, con su hermosa y sarcástica voz: «Un auténtico hijo de la vicaría, Evan. Se cree usted todo lo que le cuentan. ¡Debería haberse hecho cura como su padre!».
—¿Está soñando despierto? —Jeavis interrumpió sus divagaciones—. ¿Podría contarme por qué se ríe? ¿Acaso sabe algo que desconozco?
—¡No, señor! —Evan se puso serio—. ¿Y los miembros del consejo rector del hospital? Podríamos averiguar quiénes se encontraban aquí y si, de una manera u otra, la conocían.
El semblante de Jeavis se tornó severo.
—¿A qué se refiere con «de una manera u otra»? ¡Los miembros de los consejos rectores de los hospitales no mantienen relaciones con las enfermeras! —Sólo pensar en ello irritaba a Jeavis, y aún más el hecho de que Evan lo hubiera sugerido.
El sargento se disponía a aclarar que se refería a una relación social o profesional, pero cambió de idea y decidió utilizar el sentido literal.
—No cabe duda de que era hermosa, inteligente y apasionada —repuso—, y a la mayoría de los hombres le atrae esa clase de mujeres.
—¡Tonterías! —Jeavis, al igual que Runcorn, tenía una idea muy clara de lo que significaba ser un caballero. Habían trabado una especie de amistad que resultaba ventajosa para ambos. Era una de las pocas cosas que en verdad enfurecían a Evan y no podía pasar por alto.
—Si el señor Gladstone ayudó a las prostitutas de la calle —manifestó Evan con decisión mientras lo miraba de hito en hito—, estoy seguro de que algún miembro del consejo del hospital pudo albergar la esperanza de mantener relaciones con una mujer tan atractiva como Prudence Barrymore.
Jeavis se identificaba demasiado con el cuerpo de policía para permitir que sus ambiciones sociales se interpusieran en su camino.
—Tal vez —admitió a regañadientes, con expresión ceñuda—, tal vez. Prosiga con su labor y no pierda el tiempo. —Agitó la mano—. Quiero saber si alguien vio a algún desconocido en el centro aquella mañana. Interrogue a todos los trabajadores. Luego averigüe dónde se encontraban los médicos y los cirujanos… exactamente. Yo me ocuparé de los miembros del consejo.
—Sí, señor. ¿Y el capellán?
El rostro de Jeavis reflejó varias emociones: indignación ante la idea de que un cura hubiera perpetrado semejante acto, irritación por el hecho de que Evan lo hubiese sugerido, tristeza porque sabía que no era imposible y cierto regocijo mezclado con la sospecha de que el sargento, que era hijo de un clérigo, era consciente de cuan irónico resultaba que él mismo lo hubiese planteado.
—Encárguese usted de él —dijo Jeavis por fin—, pero céntrese en hechos concretos; nada de «él dijo», «ella dijo»… Quiero testigos oculares, ¿comprende? —Lo miró con fijeza.
—Sí, señor —repuso Evan—. Buscaré pruebas precisas, señor, capaces de convencer a un jurado.
No obstante, tres días después, Evan y Jeavis se encontraban ante el escritorio del despacho de Runcorn con muy pocas pruebas.
—¿Eso es todo cuanto han averiguado? —Runcorn se recostó en la silla con semblante sombrío—. ¡Por Dios, Jeavis! Han estrangulado a una enfermera en un hospital. La joven debía de tener amigos, enemigos, personas con las que había reñido. —Runcorn tabaleaba sobre la mesa con el dedo—. ¿Quiénes son? ¿Dónde estaban cuando la asesinaron? ¿Quién fue el último que la vio antes de que la encontraran muerta? ¿Qué se sabe del doctor Beck? ¿Ha dicho que era extranjero? ¿Cómo es?
Jeavis permanecía de pie, con las manos a los lados.
—Es un tipo muy tranquilo —respondió con expresión respetuosa—, seguro de sí mismo, con un leve acento extranjero, aunque habla bien en inglés, de hecho demasiado bien, no sé si me entiende, señor. Desempeña bien su trabajo, pero a sir Herbert Stanhope, el cirujano jefe, no parece gustarle mucho. —Parpadeó—. Al menos ésa es la impresión que tengo, aunque no se expresó con esas palabras.
—No se preocupe por sir Herbert. —Runcorn hizo un movimiento con la mano que daba a entender que eso carecía de importancia—. ¿Qué sabemos de la mujer asesinada? ¿Se llevaba bien con el doctor Beck? —Tamborileó de nuevo sobre el escritorio con el dedo—. ¿Es posible que hubieran mantenido relaciones? ¿Era atractiva? ¿Era una mujer de moral relajada? He oído decir que las enfermeras son mujeres fáciles.
Evan se disponía a replicar, y Jeavis le propinó un enérgico puntapié en la pierna de manera tal que Runcorn no se percatara.
El sargento reprimió un grito. Runcorn se volvió hacia él con los ojos entornados.
—¿Sí? Venga, hable. ¡No se quede ahí como un pasmarote!
—No, señor. Nadie ha hablado mal de la señorita Barrymore en ese sentido, al contrario; todos afirman que no parecía interesada por esas cuestiones.
—Un poco extraño, ¿no creen? —Una expresión de aversión afloró en el rostro de Runcorn—. De hecho no me sorprende. ¿Por qué querría una mujer normal desplazarse hasta un campo de batalla extranjero y tener semejante ocupación?
Evan pensó que si Prudence Barrymore se hubiera mostrado interesada por los hombres, Runcorn la habría tachado de inmoral. Monk le habría replicado y preguntado qué consideraba correcto. El sargento observó primero a Jeavis, y luego la cara de Runcorn, de cejas caídas y nariz aguileña, que había adoptado una expresión reflexiva.
—¿Qué debemos entender por «normal», señor? —Evan formuló la pregunta en contra de lo que le dictaba el sentido común, casi como si fuera otra persona la que la planteaba.
Runcorn levantó la cabeza.
—¿Cómo?
Evan no se amilanó y lo miró con severidad.
—Estaba pensando, señor, que como la señorita Barrymore no se mostraba interesada por los hombres, no era normal, pero si lo hubiera hecho, habría sido una mujer de moral relajada. En su opinión, señor, ¿qué es lo correcto?
—Lo correcto, Evan —masculló Runcorn con el rostro encendido—, es que una joven se comporte como una dama: ha de preocuparse por su apariencia, ser modesta y educada, no debe perseguir a un hombre, sino darle a entender de manera sutil y delicada que lo admira y le complacería recibir sus atenciones. Eso es lo normal, señor Evan, y lo correcto. Usted mismo es hijo de un párroco. Me extraña que sea yo quien tenga que explicárselo.
—Tal vez, si le hubiera gustado recibir las atenciones de alguien, habría informado a la persona en cuestión —sugirió Evan, que había hecho caso omiso del último comentario de Runcorn y lo observaba con los ojos bien abiertos y una expresión de inocencia.
Runcorn estaba asombrado. Nunca había sabido qué pensar de Evan. La larga nariz y los ojos, de un pardo verdoso, le otorgaban un aspecto apacible e inofensivo, pero siempre parecía divertirse, y Runcorn se sentía incómodo porque no acertaba a entender qué le hacía gracia.
—¿Acaso sabe algo que no nos ha contado? —inquirió con acritud.
—¡No, señor! —contestó Evan, que se enderezó aún más.
—La muchacha recibió una visita aquella mañana, señor, un tal señor Taunton —intervino Jeavis.
—¿De veras? —Runcorn enarcó las cejas y se inclinó—. ¿Qué sabemos de él? ¿Por qué no me lo ha dicho antes, Jeavis?
—Porque es un caballero muy respetable —respondió Jeavis, intentando no perder los estribos—. Permaneció en el hospital unos diez minutos, y al menos una enfermera cree haber visto a la señorita Barrymore con vida después de que el señor Taunton se marchase.
—Oh… —Runcorn quedó decepcionado—. Asegúrese de que eso es cierto. Quizá volviera a entrar. Los hospitales son muy grandes. Cualquier persona puede entrar y salir de ellos con excesiva facilidad. —Sus facciones se endurecieron—. ¿No ha averiguado nada, Jeavis? ¿Qué han hecho durante todo este tiempo? ¡Tienen que haber descubierto algo!
Jeavis estaba disgustado.
—Hemos descubierto algo, señor —le replicó con frialdad—. Barrymore era una persona muy ambiciosa y autoritaria, siempre estaba dando órdenes, pero realizaba muy bien su tarea; hasta los que la apreciaban menos lo admiten. Por lo visto al principio solía asistir al doctor Beck, el médico extranjero, pero luego comenzó a trabajar más asiduamente con sir Herbert Stanhope. Es el jefe del departamento, un profesional excelente, de reputación intachable, tanto profesional como personal.
Runcorn parpadeó.
—Por supuesto que tiene una reputación intachable. He oído hablar de él. ¿Qué sabe del tal Beck? Ha dicho que Barrymore trabajaba con él, ¿no es así?
—Sí, señor —contestó Jeavis con satisfacción—, aunque el caso del doctor Beck es muy diferente. La señora Flaherty, la enfermera jefe, oyó por casualidad a Beck y Barrymore discutir hace unos días.
—¿De veras? —Runcorn se mostró más complacido—. ¿No puede ser más preciso, Jeavis? ¿A qué se refiere con «hace unos días»?
—La señora Flaherty no estaba segura —contestó Jeavis con cierta amargura—. Tal vez dos o tres días antes del asesinato. Al parecer en un hospital los días y las noches acaban por confundirse.
—¿De qué discutían?
Evan se sentía cada vez más incómodo, pero no se le ocurría ninguna objeción razonable.
—No lo sabía con certeza —explicó Jeavis—, pero afirmó que reñían de forma acalorada. —Al advertir que Runcorn se impacientaba, se apresuró a añadir—: Beck dijo: «Eso no te servirá de nada», o algo por el estilo, y ella replicó que, si no le quedaba otra opción, recurriría a las autoridades. Beck le dijo: «¡No lo haga, por favor! Estoy seguro de que no la beneficiará en absoluto; es más, creo que la perjudicará». —Hizo caso omiso de la sonrisa que Evan esbozó al oír «él dijo», «ella replicó», aunque se sonrojó levemente—. La señorita Barrymore repitió que estaba dispuesta a hacerlo y que nada se lo impediría. Beck le rogó de nuevo que no lo hiciese y luego, más enojado, le dijo que era una mujer estúpida y destructiva y que arruinaría una excelente trayectoria profesional por culpa de su rebeldía. Ella exclamó algo y salió de la habitación furiosa y dando un portazo. —En cuanto hubo terminado de relatar los hechos, Jeavis miró a Runcorn para ver cómo reaccionaba ante su revelación. No dirigió la vista hacia Evan, que permanecía muy serio.
El inspector debió de sentirse satisfecho al observar que Runcorn se erguía en su asiento, con el rostro iluminado.
—Ya tiene algo, Jeavis —afirmó con entusiasmo—. ¡Siga adelante! Interrogue al doctor Beck, sonsáquelo. Espero que, en cuestión de días, tengamos las pruebas suficientes para arrestarlo. No lo estropee todo actuando de forma precipitada.
Una expresión de incertidumbre apareció en el semblante de Jeavis.
—No, señor. Sería precipitado, señor —dijo. Evan sintió lástima de él; estaba convencido de que desconocía el significado de la palabra—. No sabemos por qué discutían…
—Chantaje —aventuró Runcorn—, es más que evidente. Barrymore sabía algo del doctor Beck que podía arruinar su carrera profesional. Si éste no le daba dinero, ella lo denunciaría a las autoridades. Es un trabajo desagradable, lo reconozco. Lo cierto es que no puedo decir que sienta pena cuando matan a un chantajista. De todos modos, no puedo permitir que un asesino quede impune, al menos no aquí, en Londres. Tienen que averiguar por qué lo chantajeaba. —Volvió a tamborilear con suavidad sobre el escritorio—. Investiguen el pasado del doctor, sus pacientes, sus títulos, todo lo que puedan. Tal vez deba dinero o lo gaste con mujeres. —Arrugó la nariz—. O con muchachos… o con quien sea. Quiero saber sobre él más de lo que él sabe sobre sí mismo, ¿me he explicado con claridad?
—Sí, señor —contestó Evan con determinación.
—Sí, señor —respondió Jeavis.
—Entonces, ya pueden comenzar. —Runcorn se recostó en la silla—. ¡A trabajar!
—Doctor Beck —dijo Jeavis, que cambiaba el peso de su cuerpo de un pie a otro y tenía las manos hundidas en los bolsillos—, me gustaría hacerle algunas preguntas.
Beck lo miró con expresión inquisitiva. Tenía los ojos muy oscuros y bonitos, y facciones delicadas y sensuales, pero algo en sus rasgos delataba su origen extranjero.
—¿Sí, inspector? —preguntó con educación.
Jeavis se sentía muy seguro, tal vez porque recordaba la satisfacción de Runcorn.
—¿Trabajó usted con la difunta enfermera Barrymore? —Se trataba más de una afirmación que de una pregunta. Ya conocía la respuesta y por eso actuaba con seguridad.
—Supongo que trabajó con todos los médicos del hospital —respondió Beck—, aunque últimamente solía ayudar a sir Herbert. Era mucho más competente que las demás enfermeras. —Esbozó una sonrisa teñida de ira y buen humor.
—¿Se refiere a que la difunta era diferente de todas las otras enfermeras, señor? —se apresuró a preguntar Jeavis.
—Por supuesto que lo era. —A Beck le asombraba la estupidez del policía—. ¡Había colaborado con la señorita Nightingale durante la guerra de Crimea! Las demás son simples empleadas que realizan tareas de limpieza aquí como podrían hacerlas en casas de particulares. Eso sucede porque en éstas les exigirían referencias sobre su personalidad, moral, seriedad y honestidad, y muchas de ellas no pueden aportarlas. La señorita Barrymore era una dama, que eligió la enfermería para servir a su país. Probablemente, no necesitaba ganarse el sustento.
—No lo dudo —repuso Jeavis con cierta desconfianza—. El caso es que una testigo ha declarado que por casualidad le oyó discutir con Barrymore pocos días antes de que la asesinaran. ¿Le importaría explicarme qué sucedió, doctor?
Beck se sobresaltó y se puso muy serio.
—Me temo que su testigo se equivoca, inspector. No discutí con la señorita Barrymore. La respetaba enormemente, desde el punto de vista tanto personal como profesional.
—Suponía que lo negaría, dadas las circunstancias del asesinato.
—Entonces ¿por qué me lo ha preguntado, inspector? —Una vez más, un atisbo de diversión apareció en el rostro de Beck, que enseguida recuperó la seriedad—. O bien su testigo es malicioso, o teme por su vida o sólo oyó parte de la conversación y la interpretó de manera errónea.
Jeavis se pellizcó el labio inferior con expresión de recelo.
—Es posible. En todo caso, esa persona merece mi confianza, por lo que desearía que se explicara con la mayor claridad, señor, ya que, por lo que el testigo escuchó, da la impresión de que la señorita Barrymore lo chantajeaba y amenazaba con denunciarlo a las autoridades del hospital, y usted le pidió que no lo hiciera. ¿Podría explicarme eso, señor?
Beck palideció.
—No puedo —admitió—. Es un disparate.
Jeavis gruñó.
—No lo creo, señor —dijo—; pero por el momento dejaremos el tema. —Miró a Beck fijamente mientras añadía—: Le aconsejo que no se le ocurra regresar a Francia o al país del que proceda, ¡o tendré que perseguirlo!
—No deseo ir a Francia, inspector —repuso Beck secamente—. Le aseguro que permaneceré aquí. Y ahora le ruego que, si no desea hacerme más preguntas, me permita atender a mis pacientes. —Sin esperar a que Jeavis diera su conformidad, se volvió y salió de la habitación.
—Sospechoso —dijo Jeavis con tono lúgubre—. Recuerde mis palabras, Evan; ése es el hombre al que buscamos.
—Tal vez sí. —Evan no estaba de acuerdo, no porque supiese algo o sospechase de otra persona, sino por un mero afán de llevar la contraria—. Tal vez no.
Callandra se había percatado de la continua presencia de Jeavis en el hospital y de que sospechaba de Kristian Beck. Ella no creía que fuese culpable, pero ya había presenciado demasiados errores judiciales, por lo que sabía que la inocencia no siempre basta para evitar la horca y, mucho menos, el daño que comporta ser sospechoso: el desdoro para la reputación, el miedo y la pérdida de amigos y fortuna.
Mientras caminaba por el amplio pasillo del hospital, notó que le faltaba el aire y temió marearse. Al doblar la esquina, estuvo a punto de tropezar con Berenice Ross Gilbert.
—¡Oh! Buenas tardes —saludó Callandra casi sin aliento al tiempo que recuperaba el equilibrio de forma poco grácil.
—Buenas tardes, Callandra —repuso Berenice mientras arqueaba las cejas—. La veo un poco nerviosa, querida. ¿Ha ocurrido algo?
—Por supuesto que ha ocurrido algo —respondió Callandra con irritación—. Han asesinado a la enfermera Barrymore. ¿No es terrible?
—Sí, es espantoso —reconoció Berenice a la vez que se ajustaba el pañuelo—, pero a juzgar por su expresión temía que hubiera sucedido otra desgracia. Me alivia saber que no es así. —Llevaba un vestido marrón con encajes dorados—. En este hospital reina un desorden absoluto. La señora Flaherty no consigue hacer entrar en razón a las enfermeras. Las muy tontas creen que hay un lunático suelto y que corren peligro —explicó con evidente desdén mientras miraba fijamente a Callandra—, lo que resulta ridículo. Sin lugar a dudas, se trata de un crimen pasional… Quizá fuera un amante al que Barrymore rechazó.
—Un pretendiente, tal vez —corrigió Callandra—, no un amante. Prudence no era de esa clase de mujeres.
—Oh, querida… —Berenice se rió sin disimulo—. Quizá fuese una persona cohibida, pero no cabe duda de que sí era de esa clase de mujer. ¿Acaso cree que pasó tanto tiempo en la guerra de Crimea, rodeada de soldados, porque tenía la vocación religiosa de ayudar a los enfermos?
—No, creo que lo hizo porque aquí se sentía frustrada —replicó con rudeza Callandra—. Deseaba viajar, conocer a otras personas y otros lugares, hacer algo útil y, sobre todo, aprender tanto como pudiera sobre la medicina, que había sido su pasión desde la infancia.
Berenice continuaba riendo.
—¡Es usted una ingenua, querida! De todos modos, es libre de pensar lo que quiera. —Se acercó a Callandra, como si deseara revelarle un secreto, y ésta aspiró su perfume de almizcle—. ¿Ha visto a ese horrendo policía? Parece un escarabajo. ¿Se ha fijado en que apenas tiene cejas? Y esos ojos, negros como la pez. —Se estremeció—. Le juro que se parecen a los huesos de ciruelas que solía contar para adivinar el futuro. Estoy segura de que sospecha del doctor Beck.
Callandra tragó saliva antes de hablar.
—¿El doctor Beck? —En realidad, no debería sorprenderse. Sus palabras eran resultado del miedo que sentía—. ¿Por qué? ¿Por qué demonios querría… asesinarla?
Berenice se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Es posible que la persiguiera y ella lo rechazase; que el doctor montara en cólera, perdiera los estribos y la estrangulara.
—¿La persiguiera? —Callandra la miró con desconcierto al tiempo que notaba cómo su cuerpo se estremecía de horror.
—¡Por el amor de Dios, Callandra! ¡Deje de repetir como una tonta todo lo que digo! —exclamó Berenice con aspereza—. ¿Por qué no? Beck está en la flor de la vida y está casado con una mujer que, siendo generosos, le es indiferente y, siendo un poco más críticos, se niega a cumplir con sus obligaciones conyugales…
Callandra se sintió avergonzada. Se le antojaba insultante que Berenice hablase de Kristian y de su vida privada en esos términos. Le dolía más de lo que hubiera imaginado.
Berenice prosiguió, en apariencia ignorante de la repulsa de Callandra.
—Y Prudence Barrymore era, a su manera, una mujer muy hermosa, eso es indudable. Sus rasgos no eran bellos según los cánones tradicionales, pero supongo que algunos hombres los encontrarían atractivos, y tal vez el doctor Beck estuviese en una situación un tanto desesperada. Trabajar junto a alguien en ocasiones crea fuertes vínculos. —Se encogió de hombros—. Sin embargo, no se sabe nada con seguridad y tengo demasiadas cosas que hacer para perder el tiempo con conjeturas. Debo hablar con el capellán y luego tomaré el té con lady Washbourne. ¿La conoce?
—No —contestó Callandra con brusquedad—, pero conozco a alguien sin duda más interesante a quien debo ver. Que pase un buen día. —Callandra se alejó con rapidez antes de que Berenice se moviera.
La persona a quien Callandra se refería era Monk, pero antes vio a Kristian Beck. Este salía de una de las salas del hospital en el preciso instante en que Callandra pasaba por delante. El doctor, que estaba preocupado y nervioso, sonrió al verla, y la franqueza de su expresión provocó en ella una sensación de calidez que agudizó el miedo que le atenazaba. Hubo de reconocer para sus adentros que apreciaba a aquel hombre más que a nadie. Había amado a su esposo, pero se trataba más bien de una amistad producto de la familiaridad y de los ideales compartidos. Junto a Beck se sentía muy vulnerable, eufórica, entusiasmada e invadida por la dulzura, a pesar del dolor.
Beck sonreía, y Callandra no había escuchado lo que acababa de decirle. Se sonrojó por su torpeza.
—Lo siento, ¿qué ha dicho? —balbució.
Beck se sorprendió.
—He dicho «buenos días». ¿Se encuentra bien? —La observó con atención—. ¿Acaso le ha molestado ese maldito policía?
—No. —Callandra sonrió con alivio. La idea era ridícula. Era capaz de tratar con Jeavis sin perder la calma. Cielos, ella sabía muy bien que estaba a la altura de Monk, por no hablar del joven subalterno que Runcorn había designado como su sustituto—. No —repitió—. En absoluto; pero me preocupa su eficiencia. Me temo que no reúne las cualidades que este caso requiere.
Kristian sonrió.
—Es, sin duda, bastante concienzudo. Ya me ha interrogado en tres ocasiones y, a juzgar por su expresión, no le merezco demasiada credibilidad. —Esbozó una sonrisa triste—. Creo que sospecha de mí.
Callandra se percató de que Beck estaba un tanto asustado, pero decidió fingir que no se había percatado. Luego cambió de parecer y lo miró a los ojos. Deseaba tocarlo, pero ignoraba lo que él sentía o sabía. Además, no era el momento más adecuado.
—Desea tanto demostrar su talento que se ha empeñado en resolver el caso lo antes posible y de manera satisfactoria —manifestó Callandra tratando de no alterarse—. Por otro lado, su superior tiene pretensiones sociales y un profundo sentido de lo que políticamente resulta más sensato. —Callandra advirtió que Beck torcía el gesto al comprender con exactitud sus palabras; corría peligro, ya que era extranjero y carecía de contactos en Inglaterra—. Por fortuna tengo un amigo que es detective privado —prosiguió con la intención de tranquilizarlo—. Le he pedido que investigue el caso. Es muy bueno. Descubrirá la verdad.
—Lo dice con plena convicción —murmuró él con una mezcla de buen humor y desesperación.
—Lo conozco desde hace tiempo y le he visto resolver casos que la policía no conseguía solucionar. —Callandra observó que Beck trataba de disimular su inquietud con una sonrisa—. Es implacable y, en algunas ocasiones, arrogante —añadió—, pero también muy perspicaz e íntegro. Si alguien puede desentrañar la verdad, ése es Monk. —Callandra recordó algunos casos de los que Monk se había ocupado y se sintió esperanzada.
—Si confía tanto en él, yo también confiaré en él —repuso el médico.
Callandra deseaba añadir algo, pero no se le ocurrió nada que no pareciera forzado. Para evitar comportarse como una tonta, se excusó y se alejó con la intención de buscar a la señora Flaherty, con quien deseaba hablar sobre las obras de caridad.
A Hester la irritaba volver a trabajar en un hospital tras haber ejercido de enfermera particular. Desde que la despidieran, hacía apenas un año, se había acostumbrado a no recibir órdenes de nadie. Las restricciones del sistema médico inglés le resultaban intolerables después de su experiencia en la guerra de Crimea, donde, dada la escasez de cirujanos militares, muchas enfermeras como ella habían tenido que resolver los problemas tomando decisiones por sí mismas, y casi no había habido quejas. A su regreso a Inglaterra, se había encontrado con que era preciso cumplir todas y cada una de las normativas, aunque se hacía más para mantener la dignidad que para aliviar el dolor o salvar la vida; la reputación se valoraba más que cualquier descubrimiento o avance.
Había conocido a Prudence Barrymore, y su muerte le produjo una intensa sensación de ira y pérdida. Estaba dispuesta a ayudar a Monk y a hacer todo lo posible para averiguar quién la había asesinado. Por tanto, debía refrenar su cólera, por mucho que le costara. También debía reprimir la tentación de expresar sus opiniones y abstenerse de demostrar sus conocimientos médicos.
Hasta el momento lo había logrado, aunque la señora Flaherty la ponía a prueba continuamente. Era una persona de ideas muy claras. Desoía a quienes la pedían que abriera las ventanas, incluso en los días más cálidos. En dos ocasiones había indicado a las enfermeras que cubrieran con un trapo los orinales; éstas no tardaron en olvidarlo, y la señora Flaherty no las había reprendido por ello. Hester, como discípula de Florence Nightingale, estaba convencida de que el aire fresco era necesario para limpiar el ambiente y alejar las emanaciones nocivas así como los olores desagradables. La enfermera jefe, en cambio, temía sobremanera los resfriados y prefería confiar en la fumigación. A Hester se le hacía muy difícil no expresar su opinión y aconsejar a la señora Flaherty.
Simpatizaba con Kristian Beck de manera instintiva. En su rostro vislumbraba compasión y creatividad. Le gustaban su modestia y su sentido del humor, tan irónico, y lo creía muy capacitado para desempeñar su trabajo. Sir Herbert Stanhope no le agradaba tanto, aunque admitía que era un excelente cirujano. Realizaba intervenciones quirúrgicas que pocos médicos se hubieran atrevido a practicar, y el hecho de que no valorara por encima de todo su reputación le permitía introducir innovaciones. Hester lo admiraba y pensaba que debía apreciarlo más. Sin embargo, tenía la impresión de que no le gustaban las enfermeras que habían estado en la guerra de Crimea. Quizás era el legado que Prudence Barrymore, con su carácter brusco y ambicioso, había dejado.
La primera muerte que tuvo lugar tras su incorporación fue la de una mujer delgada y menuda, de alrededor de cincuenta años, que tenía un tumor en el pecho. A pesar de los esfuerzos de sir Herbert, falleció en la mesa de operaciones.
Era casi de noche. Llevaban todo el día trabajando y habían hecho lo posible por salvarla. Sin embargo sus esfuerzos habían sido vanos; había muerto durante la operación. Sir Herbert permaneció con las manos ensangrentadas en alto. Detrás de él estaban las desnudas paredes de la sala, a la izquierda, la mesa de operaciones con los instrumentos, el algodón y las vendas, y a la derecha, las bombonas de los gases anestésicos. Una enfermera sostenía una fregona en una mano y se apartaba el pelo de la cara con la otra.
No había nadie más en el quirófano, sólo dos estudiantes que ayudaban al cirujano.
Sir Herbert alzó la mirada; estaba pálido.
—Se ha ido —murmuró con voz monocorde—. Pobre criatura. Ya no le quedaban fuerzas.
—¿Hacía mucho tiempo que estaba enferma? —preguntó un estudiante.
—¿Mucho? —Sir Herbert se echó a reír—. Depende de lo que entienda por «mucho». Había tenido catorce hijos y sabe Dios cuántos abortos espontáneos. Su cuerpo estaba exhausto.
—Debe de haber pasado mucho tiempo desde su último embarazo —conjeturó el alumno más joven mientras observaba con los ojos entrecerrados el delgado cuerpo de la mujer, que ya estaba muy blanca, como si hubiera muerto horas antes—. Debía de tener más de cincuenta años.
—Treinta y siete —corrigió sir Herbert con expresión huraña, como si estuviera enfadado y culpase al muchacho de lo ocurrido por su ignorancia.
El joven se disponía a hablar, pero al observar el aspecto cansado de sir Herbert optó por guardar silencio.
—Señorita Latterly —dijo sir Herbert—, informe al depósito de cadáveres y encárguese de que la lleven allí. Yo comunicaré la noticia a su esposo.
—Se lo diré yo, si no le importa, señor —repuso Hester sin reflexionar.
—Es usted muy amable, pero forma parte de mi trabajo. Estoy acostumbrado. Sabe Dios a cuántas mujeres he visto morir mientras daban a luz o tras haber parido tantas veces que ya no resistían más y enfermaban con facilidad.
—¿Por qué lo hacen? —preguntó el estudiante joven con perplejidad—. Supongo que saben lo que les ocurrirá. Ocho o diez niños deberían ser más que suficientes.
—¡Porque no saben hacerlo de otra manera! —le espetó sir Herbert—. La mitad de las mujeres desconoce cómo o por qué se produce la concepción y, mucho menos, cómo evitarla. —Tomó un trapo para limpiarse las manos—. La mayoría de las mujeres se casan sin tener la más remota idea de lo que ello supone, y muchas nunca descubren la conexión que existe entre las relaciones conyugales y los embarazos. —Tendió el paño manchado de sangre a Hester, que lo cogió y le entregó otro limpio—. Les inculcan que ésa es su obligación y el deseo de Dios —prosiguió—. Creen en un Dios que no es misericordioso ni tiene sentido común. —La expresión de su rostro era cada vez más sombría y sus ojos reflejaban ira.
—¿Les informa usted? —preguntó el alumno.
—¿Informarles de qué? —masculló el cirujano—. ¿Acaso pretende que les diga que nieguen a sus maridos uno de los pocos placeres de que disfrutan? Y luego, ¿qué? ¿Quiere que abandonen el hogar y busquen a otro hombre?
—No, por supuesto que no —contestó el joven estudiante con irritación—. Podría explicarles que… —Se interrumpió al comprender cuan fútiles eran sus argumentos. La mayoría de las mujeres a las que se había referido no sabía leer ni escribir. La iglesia no autorizaba ningún método que sirviese para controlar la natalidad. Era la voluntad de Dios que dieran a luz mientras su cuerpo resistiera. El dolor, el miedo y la muerte formaban parte del castigo a Eva y debían soportarlos con entereza.
—¡No se quede ahí parada! —exclamó sir Herbert de repente al tiempo que se volvía hacia Hester—. Ocúpese de que trasladen a la pobre criatura al depósito de cadáveres.
Dos días después Hester acudió al despacho de sir Herbert para entregarle varios documentos que le había dado la señora Flaherty.
Alguien llamó a la puerta y sir Herbert le dio permiso para entrar. Hester estaba al fondo de la sala y pensó que sir Herbert se había olvidado de ella. Luego, cuando aparecieron dos mujeres, se percató de que tal vez el doctor deseara que se quedase.
La primera de las mujeres tendría unos treinta años, pelo claro, tez blanca, pómulos marcados y unos hermosos ojos de un castaño verdoso. La segunda era mucho más joven, apenas contaría unos dieciocho. Aunque se parecía a su compañera, tenía la piel más oscura, las cejas bien delineadas sobre los ojos azules y el pelo recogido. También tenía los pómulos marcados. Era muy atractiva, a pesar de su aspecto cansado y su extrema palidez.
—Buenas tardes, sir Herbert —saludó con cierto nerviosismo la mujer mayor, que mantenía la cabeza bien alta y la mirada clavada en el médico.
Él se puso en pie.
—Buenas tardes, señora.
—Señora Penrose —dijo ella como si respondiera una pregunta que no había sido formulada—. Julia Penrose. Ésta es mi hermana, la señorita Marianne Gillespie. —Señaló a la muchacha, que se hallaba detrás de ella.
—Señorita Gillespie. —Sir Herbert le dedicó una leve inclinación de la cabeza—. ¿En qué puedo ayudarla, señora Penrose? ¿O es su hermana la que necesita ayuda?
La dama quedó perpleja, sorprendida por la perspicacia de sir Herbert. Ninguna podía ver a Hester, que permanecía inmóvil y había tendido la mano para depositar un libro en su lugar correspondiente en la estantería. Los nombres se sucedían en su mente como una descarga eléctrica.
Julia habló.
—Sí —dijo Julia—; mi hermana es la que necesita ayuda.
Sir Herbert observó a Marianne con gesto inquisitivo y reparó en la palidez de su tez, su complexión, el nerviosismo con que movía los dedos y su expresión asustada.
—Les ruego que se sienten, señoras —las invitó mientras les señalaba las sillas que se encontraban al otro lado del escritorio—. Supongo que desea quedarse durante la consulta, ¿no es así, señora Penrose?
Julia levantó el mentón ante la posibilidad de que le sugiriera que se retirase.
—Sí. Puedo confirmar todo lo que mi hermana diga.
Sir Herbert enarcó las cejas.
—¿Acaso debo dudar de ella, señora?
Julia se mordió el labio inferior.
—No lo sé, pero se trata de una eventualidad que prefiero evitar. La situación en sí ya es bastante desagradable. Me niego a que empeore. —Cambió de postura, como si quisiera colocarse bien los faldones. Saltaba a la vista que se sentía incómoda. De repente procedió a relatar los hechos—. Mi hermana está embarazada…
Sir Herbert se puso tenso. Julia le había presentado a Marianne como a una mujer soltera.
—Lo lamento —dijo con gesto de desaprobación.
Marianne se sonrojó, mientras que a Julia le destellaron los ojos de furia.
—La violaron. —Julia empleó el término a propósito, consciente de lo violento y grosero que resultaba—. Como consecuencia de ello, está embarazada. —Se interrumpió incapaz de contener la emoción.
—Entiendo —declaró sir Herbert sin que su rostro trasluciera escepticismo o pena. Era imposible discernir si la creía.
Julia interpretó su actitud como una señal de incredulidad.
—Si necesita pruebas, sir Herbert —prosiguió Julia Penrose con frialdad—, llamaré al detective privado que se hizo cargo de la investigación; él corroborará mis palabras.
—¿No denunció usted el hecho a la policía? —Sir Herbert enarcó las cejas de nuevo—. Se trata de uno de los delitos más atroces que existen, señora Penrose.
Julia palideció.
—Lo sé, pero también es un crimen en el que la víctima corre el riesgo de recibir un castigo tan severo como el delincuente. Por un lado, tendría que soportar los comentarios de la gente y, por otro, revivir la agresión en la sala de los tribunales. ¡Todos la mirarían y formularían conjeturas sobre su futuro por el precio de un periódico! —Respiró hondo. Le temblaban las manos—. ¿Sometería usted a su esposa o a su hija a tan terrible experiencia, señor? Y no me diga que nunca se encontrarían en una posición como la que le he descrito. Mi hermana estaba sola en el jardín, pintando en el cenador, cuando alguien en quien confiaba abusó de ella.
—Peor aún, mi querida señora —repuso con gravedad sir Herbert—. Abusar de la confianza es más despreciable que comportarse de manera violenta con una persona desconocida.
Julia estaba blanca como el papel. Hester temía que se desmayara e hizo ademán de acercarse para ofrecerle un vaso de agua o ayudarla, pero sir Herbert la observó y le indicó con una seña que permaneciera donde estaba.
—Soy consciente de que es terrible, sir Herbert —murmuró Julia. Él se inclinó para oírla mejor—. Fue mi esposo quien cometió el delito. Estoy segura de que comprenderá por qué no deseo que la policía intervenga. Mi hermana comparte mi opinión, por lo que le estoy profundamente agradecida. Además sabe que no serviría de nada. Como es natural, mi esposo lo negaría todo, y aun en el caso de que se demostrara su culpabilidad, hecho bastante improbable, ambas acabaríamos en la miseria, puesto que dependemos de él.
—Comprendo su situación, señora —manifestó el doctor con más amabilidad—. Es realmente trágica, pero no acierto a entender en qué puedo ayudarla. Estar embarazada no es una enfermedad. Su médico de cabecera la ayudará en todo lo necesario y durante el parto la atenderá una comadrona.
Marianne habló por primera vez, con voz clara.
—No deseo que el niño nazca, sir Herbert. Fue concebido en unas circunstancias que intentaré olvidar durante el resto de mi vida. Si naciera, sería mi perdición.
—Comprendo su desesperación, señorita Gillespie. —Él se retrepó en la silla y la observó con expresión grave—. Sin embargo, me temo que no tiene elección. Una vez que se ha concebido a un hijo, lo único que se puede hacer es esperar a que nazca. —Esbozó una sonrisa—. De veras que entiendo la situación en que se encuentra, pero creo que debería pedir consejo a su sacerdote y buscar consuelo en sus palabras.
Marianne parpadeó, se sonrojó y bajó la mirada.
—Existe otra opción —se apresuró a decir Julia—. Puede abortar.
—Mi querida señora —dijo el médico—, su hermana parece una muchacha muy sana. Su vida no correrá peligro, y no cabe duda de que puede tener un hermoso niño. —Entrelazó los dedos—. No permitiré que aborte. Supongo que sabe que constituye un delito.
—¡La violación sí que es un delito! —protestó Julia, presa de la desesperación al tiempo que se inclinaba para apoyar las manos en el borde del escritorio.
—Ya me ha explicado por qué ha preferido no denunciar los hechos —dijo sir Herbert con paciencia—, pero le repito que no estoy dispuesto a permitir que aborte. —Negó con la cabeza—. Lo siento, pero no puedo. Me pide que cometa un crimen. Si lo desea, le recomendaré a un médico excelente. Vive en Bath, de manera que la señorita podría pasar los siguientes meses lejos de Londres y de sus conocidos. Si usted quiere que alguien adopte al niño, y supongo que así será, mi colega le encontrará una buena familia, a menos que… —Se volvió hacia Julia—. ¿Lo aceptaría usted en su hogar, señora Penrose? ¿O las circunstancias de su concepción le provocarían una angustia permanente?
Julia tragó saliva y abrió la boca, pero Marianne habló sin darle tiempo a contestar.
—No deseo tener el niño —afirmó—. Me trae sin cuidado que ese médico sea muy discreto y consiga encontrar un lugar adecuado para la criatura. ¿Acaso no lo comprende? ¡Aquello fue una auténtica pesadilla! ¡Quiero olvidarlo! ¡No deseo tener que recordarlo cada día durante el resto de mi vida!
—Me gustaría ofrecerle una solución —repuso sir Herbert con pesar—, pero no puedo. ¿Cuándo ocurrió?
—Hace tres semanas y cinco días —respondió Marianne de inmediato.
—¿Tres semanas? —repitió él con incredulidad—. ¡Entonces usted no puede saber que está embarazada! El feto comenzará a moverse, como muy pronto, dentro de tres o cuatro meses. Debería regresar a casa y no preocuparse más.
—¡Estoy embarazada! —exclamó Marianne, que a duras penas lograba contener la cólera—. Me lo ha dicho la comadrona, y nunca se equivoca. Le basta con mirar a la cara de una mujer para saberlo. —Su rostro delataba ira y dolor, y observó a sir Herbert de modo insolente.
El doctor suspiró.
—Puede ser, pero eso no cambia nada —dijo—. La ley es muy clara al respecto. Hace algún tiempo establecía una distinción entre los abortos practicados antes o después de que el feto se hubiera movido, pero ese artículo se abolió. —Parecía cansado, como si ya hubiera explicado lo mismo en otras ocasiones—. Antes era un delito que se condenaba con la horca; ahora se cumple una pena menor. En todo caso, sea cual fuere el castigo, señorita Gillespie, es un delito que, por muy trágicas que sean las circunstancias, no estoy dispuesto a cometer. Lo lamento de veras.
—Le pagaríamos… generosamente —intervino ahora Julia.
Sir Herbert adoptó una expresión severa.
—Ya me figuraba que no esperaban que lo hiciese de manera desinteresada, pero la cuestión económica es irrelevante. He intentado explicarle por qué no puedo hacerlo. —Sir Herbert observó a las dos mujeres—. Les ruego que me crean, mi decisión es definitiva. No es que no lamente su situación, ni mucho menos. De veras que me apena, pero no puedo ayudarlas.
Marianne se puso en pie y apoyó la mano sobre el hombro de Julia.
—Vámonos. Aquí no conseguiremos nada. Tendremos que buscar ayuda en otro lugar. —Se volvió hacia sir Herbert—. Gracias por dedicarnos su tiempo. Que tenga usted un buen día.
Julia se levantó con lentitud, como si todavía albergase alguna esperanza.
—¿En algún otro lugar? —preguntó sir Herbert con el entrecejo fruncido—. Le aseguro, señorita Gillespie, que ningún cirujano de prestigio le practicará semejante operación. —Respiró hondo y de pronto palideció ligeramente—. Le suplico que no acuda a quienes realizan abortos clandestinos en ciertas callejuelas de Londres —añadió—. No cabe duda de que la ayudarán, pero es muy posible que la desgracien de por vida. Lo harán tan mal que contraerá usted alguna infección y se desangrará hasta morir o agonizará por culpa de una septicemia.
Las dos mujeres lo observaron con los ojos bien abiertos.
—Créame, señorita Gillespie —prosiguió sir Herbert—, no pretendo provocarle una angustia innecesaria. Sé de lo que estoy hablando. ¡Mi propia hija fue víctima de la incompetencia de un desaprensivo! Al igual que usted, abusaron de ella. Sólo tenía dieciséis años… —Se interrumpió y tuvo que hacer un esfuerzo para continuar. La ira superaba al dolor que lo embargaba—. Nunca supimos quién fue; mi hija se negó a decírnoslo. Estaba asustada, demasiado conmocionada y avergonzada. Acudió a un torpe abortista clandestino. Ahora ya no puede quedar embarazada. —Sir Herbert entornó los ojos—. De hecho, nunca podrá mantener relaciones normales con un hombre. No podrá casarse y toda su vida estará marcada por el sufrimiento. ¡Por el amor de Dios, no acuda a un abortista cualquiera! —Se le quebró la voz—. Tenga el niño, señorita Gillespie. No le aconsejo que busque a alguien que le preste la ayuda que yo le he denegado.
—Yo… —Marianne tragó saliva—. No había pensado en nada tan… Quiero decir que… no había…
—Nuestra intención no era la de acudir a una persona como la que usted ha mencionado —intervino Julia—. Tampoco sabríamos cómo dar con ella. Había pensado en algún cirujano prestigioso. No… no sabía que fuese ilegal; creía que estaba permitido si la mujer había sido… violada.
—Me temo que la ley no hace distinciones. La vida del niño es la misma.
—La vida del niño no me importa —susurró Julia—. Me preocupa Marianne.
—Es una joven muy sana. No creo que tenga ningún problema. Con el tiempo lo superará. No puedo hacer nada. Lo siento.
—Entiendo. Lamento haberle robado su tiempo. Buenas tardes, sir Herbert.
—Buenas tardes, señora Penrose… señorita Gillespie.
Una vez que se hubieron marchado, sir Herbert cerró la puerta y regresó al escritorio. Se sentó y permaneció unos minutos inmóvil. Luego pareció olvidarse del asunto y tendió la mano para tomar unas hojas.
Hester echó a andar, vaciló y siguió adelante.
Sir Herbert alzó la vista y abrió los ojos con sorpresa.
—Oh… señorita Latterly. —Entonces recordó el motivo de su presencia—. Sí… el cadáver ha sido trasladado. Gracias. Es todo por el momento. Gracias.
Era una forma cortés de pedirle que se retirara.
—No hay de qué, sir Herbert.
El encuentro con el doctor Herbert afectó sobremanera a Hester. No lograba olvidarlo y, en cuanto pudo, se lo contó con todo lujo de detalles a Callandra. Comenzaba a anochecer y estaban sentadas en el jardín de la casa de ella. El aroma de las rosas era intenso y los últimos rayos del sol doraban las hojas del álamo. El único movimiento que había era el del follaje que el viento del atardecer mecía. El muro amortiguaba el ruido de los cascos de los caballos y el de las ruedas de los carruajes.
—Era como una pesadilla —explicó Hester con la vista clavada en los árboles—. Sabía qué ocurriría antes de que pasara, y, por supuesto, sabía que ella decía la verdad; sin embargo, no podía hacer nada para ayudarla. —Se volvió hacia Callandra—. Supongo que sir Herbert tiene razón, que abortar es un delito, aun cuando el niño sea el resultado de una violación. Nunca había pensado en ello. He atendido a soldados y a personas con lesiones o que padecían fiebres. No tengo experiencia como comadrona. Jamás he cuidado de un niño y mucho menos de una madre y su bebé. Es tan terrible. —Dio una palmada al reposabrazos de la silla de mimbre—. Nunca me había planteado hasta qué punto sufren las mujeres. Supongo que nunca me había detenido a pensar en ello. ¿Sabe cuántas mujeres han acudido al hospital en los pocos días que llevo en él porque sus cuerpos estaban debilitados a consecuencia de los numerosos partos que habían tenido? —Se inclinó en su asiento—. ¿Cuántas más habrá en esa situación? ¿Cuántas mujeres vivirán aterrorizadas por la posibilidad de quedar embarazadas de nuevo? —Volvió a golpear el reposabrazos de la silla—. Hay tanta ignorancia. Tanta ignorancia ciega y trágica.
—No estoy muy segura de que el hecho de que estuviesen bien informadas les sirviera de mucha ayuda —repuso Callandra mientras observaba la rosaleda y a una mariposa que iba de flor en flor—. Desde los tiempos de los romanos existen métodos para prevenir los embarazos, pero no están al alcance de la mayoría de las personas. —Hizo una mueca—. Suelen ser artilugios muy extraños que los hombres normales se negarían a utilizar. Las mujeres están obligadas a aceptar los deseos de sus esposos pero, aun cuando existiese alguna ley que las eximiera de tal deber, el sentido común y la necesidad de sobrevivir prevalecerían.
—Una mínima información les evitaría algunas conmociones —arguyó Hester con vehemencia—. Hace poco atendimos a una muchacha que, al descubrir los deberes del matrimonio, quedó tan espantada que sufrió un ataque de nervios e intentó suicidarse. —Alzó la voz con indignación para añadir—: Nadie le había explicado nada al respecto, y se veía incapaz de soportarlo. La habían educado en la más absoluta pureza y se sentía abrumada. Sus padres la habían obligado a casarse con un hombre treinta años mayor que ella que carecía de paciencia y tacto. Acudió al hospital con las piernas, las costillas y los brazos rotos tras haberse arrojado por una ventana. —Respiró hondo para intentar serenarse—. Para colmo, a menos que el doctor Beck convenza a la policía y a la Iglesia de que fue un accidente, la acusarán de intento de suicidio y la encarcelarán o la condenarán a la horca. Y el idiota de Jeavis se ha empecinado en demostrar que el doctor Beck asesinó a Prudence Barrymore. —No se percató de que Callandra había palidecido y se había puesto tensa—. Es la postura más fácil, pues así se ahorra tener que interrogar a los otros cirujanos y a los miembros del consejo.
Callandra comenzó a hablar y enseguida se interrumpió.
—¿Qué podemos hacer para ayudar a Marianne Gillespie? —inquirió Hester mientras apretaba los puños y se inclinaba en el asiento. Clavó la vista en las rosas—. ¿Hay alguien a quien podamos recurrir? No le he comentado que sir Herbert explicó que su propia hija había sido violada y, como consecuencia, había quedado embarazada. —Se volvió hacia Callandra—. La muchacha acudió a un abortista clandestino, que la dejó imposibilitada de casarse ni tener hijos. Su vida está marcada por el dolor. ¡Por el amor de Dios, tenemos que hacer algo!
—Si se me hubiese ocurrido alguna solución, no estaría aquí sentada —repuso Callandra con una sonrisa de pesar—. Ya la habría compartido con usted y habríamos empezado a actuar. Tenga cuidado, por favor, o acabará por romper el reposabrazos de la mejor silla del jardín.
—¡Oh! Lo siento. ¡Estoy tan enfadada!
Callandra sonrió, pero no dijo nada.
Los dos días siguientes fueron muy calurosos. Los nervios estaban a flor de piel. Jeavis parecía pasarse el día en el hospital, planteando preguntas que la mayoría de la gente encontraba irritantes e inútiles. El tesorero llegó a insultarlo. Un caballero del consejo del hospital se quejó incluso a un miembro del Parlamento. La señora Flaherty le soltó un sermón sobre la abstinencia, el decoro y la probidad; era más de lo que Jeavis podía soportar, de modo que no volvió a molestarla.
Poco a poco todo volvía a la normalidad, e incluso en la lavandería se hablaba menos del asesinato y más de las preocupaciones cotidianas: los esposos, el dinero, las comedias que se estrenaban en el teatro y los chismorreos de siempre.
Monk intentaba recabar datos sobre el pasado y las circunstancias actuales de todos los médicos, especialmente de aquellos que estaban en prácticas. También investigaba detalles relacionados con el tesorero, el capellán y varios miembros del consejo rector.
Comenzaba a anochecer y aún hacía mucho calor cuando Callandra se dispuso a visitar a Kristian Beck. No tenía ningún motivo para hacerlo, por lo que debía inventárselo. Deseaba conocer su estado de ánimo ante los interrogatorios a que lo sometía Jeavis y la nada sutil insinuación de que tenía un secreto vergonzoso que había rogado a Prudence Barrymore que no revelara a las autoridades.
Se dirigió a su consultorio sin saber todavía qué le diría. Se sentía nerviosa. Tras un día caluroso, el aire estaba viciado. Casi podía distinguir el empalagoso olor de la sangre de las vendas del hedor acre de los desechos. Dos moscas revoloteaban y se golpeaban contra el cristal de una ventana.
Podía preguntarle si Monk había hablado ya con él y asegurarle una vez más que se trataba de un investigador excelente, que había cosechado numerosos éxitos. No era una razón muy convincente para justificar una visita, pero no soportaba la inacción. Tenía que verlo y tratar de ayudarlo a sentirse mejor. Hacía cabalas sobre lo que el doctor Beck habría pensado tras las insinuaciones que le había hecho Jeavis. Resultaba imposible defenderse de los prejuicios o de la sospecha irracional que despierta algo o alguien que es diferente.
Se detuvo ante la puerta y llamó. Oyó un sonido, una voz, pero no entendió lo que decía. Hizo girar el pomo y abrió.
Lo que vio a continuación la dejó conmocionada. La gran mesa que Beck utilizaba como escritorio estaba en el centro del consultorio, y había una mujer tendida sobre ella; una sábana blanca cubría parte de su cuerpo, pero el abdomen y los muslos estaban al descubierto. Había una toalla y trozos de algodón manchados de sangre y, en el suelo, un cubo tapado con un trapo, por lo que no podía ver lo que contenía. Callandra ya había presenciado bastantes operaciones, de manera que reconoció los depósitos de éter y otros instrumentos que se utilizaban para anestesiar a los pacientes.
Kristian estaba de espaldas a ella. Callandra lo reconoció por la forma de sus hombros y la manera en que el pelo le caía sobre el cuello. También adivinó quién era la mujer. Llevaba la negra cabellera recogida. Las cejas eran oscuras, bien perfiladas y tenía un pequeño lunar en el pómulo. ¡Marianne Gillespie! La conclusión era evidente: sir Herbert le había negado su ayuda… pero no Kristian. Estaba practicando un aborto ilegal.
Por unos segundos Callandra permaneció inmóvil, con la boca seca. Ni siquiera reparó en la enfermera. Kristian estaba absorto en la operación; movía las manos con rapidez y delicadeza y observaba una y otra vez a Marianne para asegurarse de que respiraba con normalidad. No había advertido la presencia de nadie más en la habitación.
Callandra retrocedió y salió con sumo sigilo. Temblaba y le costaba respirar. Por un instante pensó que se asfixiaría.
Una enfermera, visiblemente cansada, pasó por su lado, y Callandra se sintió mareada y a punto de perder el equilibrio. Las palabras de Hester resonaban en su mente como golpes de martillo. La hija de sir Herbert había acudido a un abortista poco profesional, que la había desgraciado de por vida, por lo que nunca volvería a ser una mujer normal ni se libraría del dolor.
¿Había hecho Kristian lo mismo? ¿Era él quien la había operado, como a Marianne? El amable y juicioso Kristian, con quien había compartido tantos momentos de comprensión, a quien no necesitaba explicar el motivo de su pena o de su alegría… Kristian, a quien veía cada vez que cerraba los ojos y deseaba tocar, aunque sabía que no debía caer en la tentación. Acabaría con la delicada e implícita barrera que existía entre un amor que era aceptable y otro que no lo era. La idea de romper la imagen que de él se había formado le resultaba intolerable.
¡Deshonra! ¿Acaso el hombre al que ella conocía era el mismo que haría lo que había visto? ¿Y quizás algo peor… mucho peor? La posibilidad le parecía escalofriante, pero no podía borrarla de su mente. Cada vez que cerraba los ojos, se le representaba la escena que había presenciado.
De pronto le asaltó un pensamiento aún más espantoso. ¿Lo sabía Prudence Barrymore? ¿Era eso lo que Beck le había rogado que no denunciase a la policía? ¿Acaso la había asesinado para que no revelase la verdad?
Callandra se apoyó contra la pared. La angustia la abrumaba, y su cerebro se negaba a buscar una solución. No se atrevía a acudir a nadie en busca de ayuda, ni siquiera a Monk. Se trataba de una carga que debía llevar en silencio, y sola. Sin pensar en las posibles consecuencias, decidió compartir con Beck su culpabilidad.