21

Marklin oyó el tañido de la campana.

No estaba realmente dormido, sino trazando planes. Cuando lo hacía en estado de duermevela, percibía unas imágenes muy vívidas, unas posibilidades que no acertaba a ver cuando se hallaba completamente despierto.

Irían a América. Se llevarían toda la valiosa información que habían logrado reunir. Al diablo con Stuart y Tessa. Stuart los había dejado en la estacada. No dejarían que volviera a traicionarlos. Llevarían siempre consigo el recuerdo de Stuart, sus creencias y principios, su pasión por lo misterioso, pero eso sería lo único que los ligaría a él.

Alquilarían un pequeño apartamento en Nueva Orleans e iniciarían una vigilancia sistemática de las brujas Mayfair. Puede que eso les llevara años, pero los dos disponían de dinero. Marklin poseía una cantidad de dinero normal, mientras que Tommy disponía de una suma anormal que se expresaba en billones. Tommy se había hecho cargo hasta ahora de todos los gastos, pero Marklin podía mantenerse a sí mismo sin problemas. A sus familias les dirían que habían decidido tomarse un año sabático. Quizá se inscribieran en unos cursos de una universidad cercana. En cualquier caso, no había ningún problema.

Cuando tuvieran a los Mayfair bajo su punto de mira, empezaría de nuevo la diversión.

La campana, Dios santo, esa campana…

Las brujas Mayfair. Marklin hubiera querido hallarse en esos momentos en Regent’s Park, entre los archivos. Contemplar aquellas fotografías, los últimos informes de Aaron, fotocopiados. Michael Curry; leer las abundantes notas de Aaron sobre Michael Curry, el hombre capaz de engendrar un monstruo, el hombre a quien Lasher había elegido en su infancia. Los informes de Aaron, apresurados, nerviosos y, en definitiva, llenos de preocupación, no contenían ninguna duda al respecto.

¿Es posible que un hombre vulgar y corriente llegase a aprender las artes hechiceras? No sólo se trataba de un pacto diabólico. ¿Es posible que una transfusión de sangre de una bruja pudiera transmitirle unas dotes telepáticas? Seguramente no, pero impresionaba pensar en el poder que tenía esa pareja, Rowan Mayfair, doctora y bruja, y Michael Curry, el progenitor de una hermosa bestia.

¿Quién dijo que era una hermosa bestia? ¿Stuart? ¿Dónde puñetas estaba Stuart? Maldito seas, Stuart. Huiste como una sabandija. Nos dejaste plantados, sin una llamada telefónica, sin unas palabras de despedida, sin un hasta la vista.

Pero saldrían adelante sin Stuart. Y, a propósito de Aaron, ¿cómo conseguirían que su nueva esposa americana les entregara sus documentos?

Todo dependía de una cosa. Tenían que marcharse de allí con una reputación intachable. Tenían que pedir permiso para ausentarse un tiempo, sin despertar sospechas.

Sobresaltado, Marklin abrió los ojos. Tenía que salir de allí. No quería pasar ni un minuto más en aquel lugar. Sin embargo, había el problema de la campana. Era la señal de que iba a comenzar el funeral. Su tañido fúnebre lo puso nervioso.

—Despierta, Tommy —dijo Marklin.

Tommy se había arrellanado en una butaca que había junto a la mesa y ahora roncaba, dejando que un hilillo de saliva le colgara de la comisura de los labios. Sus pesadas gafas con montura de concha se habían deslizado hasta la punta de su redonda nariz.

—Tommy, la campana.

Marklin se incorporó, se arregló la ropa y abandonó la cama.

Se acercó a Tommy y lo tocó en el hombro.

Durante unos instantes Tommy mostró la expresión desconcertada e irritada de quien acaba de ser despertado bruscamente, pero enseguida se impuso el sentido común.

—Sí, la campana —dijo con calma, pasándose las manos por su alborotado pelo rojo—. La dichosa campana.

Entraron uno detrás de otro en el baño para lavarse la cara. Marklin cogió un pañuelo de papel, lo untó con la pasta dentífrica de Tommy y se limpió los dientes con la mano. Tenía que afeitarse, pero no había tiempo. Habían decidido ir a Regent’s Park, recoger todas sus cosas y salir hacia América en el primer avión.

—Nada de solicitar permiso para ausentarnos —dijo Marklin—. Es mejor que nos larguemos cuanto antes, sin más preámbulos. ¡Al diablo con la ceremonia!

—No seas idiota —murmuró Tommy—. Diremos lo que tengamos que decir, y averiguaremos lo que podamos averiguar. Luego elegiremos el momento más apropiado para marcharnos con discreción.

¡Maldita sea!

Sonaron unos golpes en la puerta.

—¡Ya vamos! —exclamó Tommy irritado, frunciendo el ceño, al tiempo que se alisaba la chaqueta. Parecía sofocado.

Marklin tenía la chaqueta muy arrugada y no encontraba la corbata. La camisa no quedaba mal con el jersey. Tendría que presentarse así. Seguramente se había quitado la corbata mientras conducía y se la habría dejado en el coche.

—Tres minutos —comunicó la voz a través de la puerta. Era uno de los ancianos. «Este lugar estará atestado de ancianos», pensó Marklin.

—Esta costumbre me parecía insoportable incluso cuando me consideraba un novicio consagrado a la Orden —observó Marklin—. Ahora me parece sencillamente inadmisible. Esto de que te despierten a las cuatro de la mañana… o a las cinco, para asistir a un funeral. Resulta tan estúpido como lo de esos modernos druidas, disfrazados con sábanas, que montan su espectáculo en Stonehenge en el solsticio de verano. Dejaré que hables tú. Te esperaré en el coche.

—Ni hablar —respondió Tommy, pasándose el peine por su seco cabello. Era inútil.

Salieron juntos de la habitación. Tommy se detuvo para cerrar la puerta. El pasillo estaba helado.

—Puedes hacer el equipaje si quieres —dijo Marklin—, pero yo no quiero volver a subir. Por mí, pueden quedarse con lo que haya en mi habitación.

—Eso sería una estupidez. Conviene que hagas el equipaje como si te marcharas por una razón normal. ¿Por qué no quieres hacerlo?

—No puedo permanecer aquí ni un instante más.

—Supón que te dejas algo importante en la habitación, alguna pista que haga que descubran el pastel.

—No me he dejado nada importante, estoy seguro.

Los pasillos y la escalera estaban desiertos. Posiblemente fuesen los últimos novicios que habían oído la campana.

En la planta baja se oían unos suaves murmullos. Al llegar abajo, Marklin comprobó que la cosa era peor de lo que había imaginado.

Había velas por doquier. Todos, absolutamente todos, vestían de negro. Habían apagado todas las luces eléctricas. Una asfixiante ráfaga de aire caliente envolvió a Marklin y a Tommy. Las dos chimeneas se hallaban encendidas. ¡Dios santo!, habían colocado crespones en todas las ventanas.

—Esto es increíble —murmuró Tommy—. ¿Por qué no nos advirtieron que debíamos ir vestidos de negro?

—Es repugnante —dijo Marklin—. Me largo dentro de cinco minutos.

—No seas idiota —contestó Tommy—. ¿Dónde están los otros novicios? Sólo veo ancianos.

Había aproximadamente un centenar de asistentes, reunidos en pequeños grupos, o bien en solitario, de pie, junto a los oscuros muros revestidos de roble. Por doquier se veían cabezas canas. ¿Dónde diablos se habían metido los jóvenes?

—Vamos —dijo Tommy, agarrando a Marklin del brazo y empujándolo hacia la sala de actos.

Sobre la mesa habían dispuesto un suntuoso bufé.

—¡Pero si han organizado un banquete! —exclamó Marklin. Sintió náuseas al contemplar las fuentes de cordero y buey asado, con humeantes patatas, las pilas de relucientes platos y la cubertería de plata—. ¡Fíjate cómo se cuidan! —murmuró.

Junto al bufé había un nutrido grupo de hombres y mujeres ancianos que llevaban sus platos lentamente y en silencio. Entre ellos se encontraba Joan Cross, en su silla de ruedas. Había estado llorando. También se hallaba presente el arrogante Timothy Hollingshed, como de costumbre luciendo sus innumerables títulos en su rostro, aunque no tuviese ni un centavo.

Elvera se abrió paso entre la multitud, con un frasco de vino tinto en sus manos. Las copas estaban sobre el aparador. «Necesito una copa de vino», pensó Marklin.

De pronto se imaginó a sí mismo muy lejos de allí, a bordo de un avión que se dirigía a América, relajado, liberado de sus zapatos, mientras la azafata le servía unas copas y una deliciosa cena. Era cuestión de horas.

La campana seguía repicando. ¿Cuánto tiempo iba a durar aquello? Marklin se fijó en unos individuos que estaban junto a él, todos ellos de corta estatura, que hablaban en italiano. Asimismo había varios ingleses, amigos de Aaron, que protestaban por todo, y también una mujer joven —o al menos así le pareció—, morena y con los ojos muy pintados. Sí, cuando uno los contemplaba detenidamente se daba cuenta de que eran miembros veteranos, pero no unos viejos decrépitos. Marklin vio también a Bryan Holloway, de Amsterdam, así como a unos mellizos de aspecto anémico y ojos saltones que trabajaban en Roma.

Nadie miraba a nadie, aunque los asistentes conversaban entre sí. El ambiente era solemne pero cordial. Marklin oyó a la gente de su alrededor murmurar que si Aaron esto, que si Aaron lo otro… siempre Aaron, el reverenciado Aaron. Parecían haberse olvidado de Marcus, que no se merecía menos, por haberlos vendido por un plato de lentejas.

—Servíos un poco de vino —le dijo Elvera a Marklin y a Tommy, indicando las finas copas que se hallaban sobre el aparador. Habían dispuesto la mejor vajilla, cristalería y cubertería para la ocasión. Marklin se fijó en los tenedores de plata antigua con delicadas incrustaciones; y en los hermosos platos de porcelana, que probablemente habían sacado de una cámara de seguridad para llenarlos con dulces de chocolate y pastelitos helados.

—No, gracias —declinó Tommy secamente—. No puedo comer mientras sostengo un plato y una copa en las manos.

Alguien lanzó una sonora carcajada en medio de los murmullos y susurros. Otra voz se elevó sobre las demás. Joan Cross estaba sola, sentada en su silla de ruedas, con la frente apoyada contra la mano.

—¿A quién se supone que hemos venido a llorar? —preguntó Marklin en voz baja—. ¿A Marcus o a Aaron?

Tenía que decir algo. Las velas producían un irritante resplandor en medio de la densa oscuridad que le rodeaba. Marklin parpadeó. Siempre le había gustado el olor de la cera, pero aquello era excesivo, absurdo.

Blake y Almage charlaban en tono acalorado en un rincón. Al cabo de unos minutos, Hollingshed se unió a ellos. Marklin supuso que debían de tener cerca de sesenta años. ¿Dónde estaban los otros novicios? No había más novicios que ellos dos. Ni siquiera se hallaban presentes los serviles y antipáticos Ansling y Perry. El instinto de Marklin le decía que algo raro sucedía.

Marklin se acercó a Elvera, la agarró del codo y le preguntó:

—¿Estábamos invitados Tommy y yo?

—Naturalmente —respondió Elvera.

—No vamos de luto.

—No importa. Toma —dijo Elvera, entregándole a Marklin una copa de vino.

Marklin dejó el plato en el borde de la mesa. Seguramente era de mala educación, pensó, pues nadie lo había hecho. Miró la inmensa cabeza de jabalí que tenía ante sí, con una manzana en la boca, y el humeante cochinillo rodeado de frutas sobre una fuente de plata. Pese a todo, debió reconocer que los aromas de los distintos platos eran deliciosos. De pronto notó que estaba hambriento. ¡Qué absurdo!

Al volverse, Marklin comprobó que Elvera había desaparecido, pero Nathan Harberson estaba junto a él, otro viejo fósil de nariz aguileña, y lo observaba con desprecio.

—¿Es costumbre de la Orden? —preguntó Marklin—. Me refiero a organizar un banquete cuando muere un miembro.

—Tenemos nuestros ritos —contestó Nathan Harberson con tono melancólico—. Somos una orden muy antigua. Nos tomamos muy en serio nuestros votos.

—Sí, muy en serio —repitió uno de los mellizos de ojos saltones que trabajaba en Roma. Se trataba de Enzo, ¿o quizá era Rodolfo? Marklin no estaba seguro. Sus ojos le recordaban a los de un pez, exageradamente saltones e inexpresivos, quizá debido a una enfermedad que afectaba a los dos hermanos. Cuando los mellizos sonreían, como sucedía en esos momentos, mostraban un aspecto grotesco. Tenían el rostro arrugado y enjuto. Sin embargo, existía una importante diferencia entre ellos. ¿Cuál era? Marklin no la recordaba.

—Existen ciertos principios básicos —afirmó Nathan Harberson, alzando su aterciopelada voz de barítono como si se sintiera muy seguro de sí mismo.

—Y ciertas cosas —apostilló Enzo, uno de los mellizos—, no son cuestionables.

Timothy Hollingshed se acercó al grupo y miró con desdén a Marklin, como de costumbre. Tenía la nariz aguileña y el cabello blanco y espeso, como el de Aaron. A Marklin no le gustaba su aspecto. Era una versión cruel de Aaron, más alto, más ostentosamente elegante. Llevaba los dedos cargados de anillos, cada uno de los cuales encerraba presuntamente una historia de batallas, traiciones y venganzas. ¡Qué vulgaridad! ¿Cuándo podrían largarse de allí? ¿Cuándo acabaría aquello?

—Algunas cosas son sagradas para nosotros —decía Timothy—, como si constituyéramos una pequeña nación.

En aquel momento apareció de nuevo Elvera.

—Sí, no se trata simplemente de una cuestión de tradiciones —dijo.

—En efecto —apostilló un hombre alto y moreno, con los ojos negros y el rostro tostado por el sol—. Se trata de un profundo compromiso moral, de lealtad, en definitiva.

—Y de respeto —respondió Enzo—. No olvides el respeto.

—Un consenso —dijo Elvera, mirando a Marklin fijamente, como los demás—, respecto a lo que tiene valor y cómo debemos protegerlo a toda costa.

En aquel momento entraron más personas en la sala, más miembros veteranos de la Orden, lo cual auguraba un aumento en el número de banalidades pronunciadas por los presentes. Alguien lanzó otra carcajada. ¿A qué venían esas risas en un acto para honrar a un difunto?

A Marklin le inquietaba que Tommy y él fueran los únicos novicios presentes. A propósito, ¿dónde se había metido Tommy? De pronto Marklin se dio cuenta, con sobresalto, de que había perdido a Tommy de vista. No, ahí estaba, engullendo un racimo de uvas como una especie de plutócrata romano. ¡Qué falta de respeto!

Tras disculparse ante sus contertulios con un leve gesto de cabeza, Marklin se abrió paso entre la multitud que atestaba la sala, tropezando con el pie de alguien, hasta llegar a alcanzar la posición de Tommy.

—¿Qué diablos te pasa? —preguntó Tommy, mirando disimuladamente al techo—. Serénate, hombre. Dentro de unas horas estaremos rumbo a América. Luego…

—No digas una palabra —le interrumpió Marklin, consciente de que su voz no sonaba normal, que ya no la controlaba. No recordaba haberse sentido jamás tan inquieto como en aquellos instantes.

En aquel instante se fijó en los crespones negros que colgaban de las paredes; también los dos relojes y los espejos que había en la sala ostentaban unos crespones negros. Marklin se puso nervioso. Jamás había visto una sala decorada con crespones negros, a la antigua usanza. Cuando moría alguien en su familia, los restos eran trasladados al depósito y luego llamaban para informarles de que éstos habían sido incinerados. Eso fue lo que sucedió cuando fallecieron sus padres. Marklin había vuelto de la escuela y estaba tumbado en su cama leyendo una obra de Ian Fleming, cuando llamaron para comunicarle la triste noticia. Marklin se limitó a asentir con un movimiento de cabeza y siguió leyendo tranquilamente. ¡Lo había heredado todo, absolutamente todo!

De pronto Marklin se sintió asqueado de las velas. Toda la sala estaba llena de valiosos candelabros de plata maciza, algunos de ellos con incrustaciones de piedras preciosas. ¿Cuánto dinero ocultaba la Orden en los sótanos y en la cámara blindada? Sí, era como una pequeña nación. Pero la culpa la tenían los imbéciles como Stuart, el cual tiempo atrás había legado toda su fortuna a la Orden y actualmente, en vista de lo sucedido, con toda seguridad habría modificado su testamento.

En vista de lo sucedido. Tessa. El plan. ¿Dónde estaba ahora Stuart? ¿Con Tessa?

Las voces se iban animando, mezclándose con el tintineo de las copas. Elvera se acercó de nuevo a él y le sirvió más vino.

—Anda, bebe, Mark —dijo Elvera.

—Pórtate bien, Mark —murmuró Tommy, echándole el aliento en la cara.

Marklin se volvió. Ésa no era su religión. No tenía por costumbre celebrar la muerte de un compañero comiendo y bebiendo al amanecer, vestido de negro.

—Yo me largo —declaró de repente. Era como si su voz hubiera explotado de su boca y su eco se propagase a través de los muros de la habitación.

Todos los presentes enmudecieron.

Durante unos segundos, en medio del insólito silencio, Marklin tuvo deseos de gritar. Era un deseo tintado de angustia o de pánico, más puro que el que sentía a veces de niño.

Tommy le pellizcó el brazo y señaló hacia la puerta.

La puerta de doble hoja que daba acceso al comedor estaba abierta. Así que ése era el motivo del repentino silencio. ¿Acaso habían trasladado los restos de Aaron a la casa matriz?

El comedor también se encontraba adornado con velas y crespones. Marklin estaba decidido a no entrar en aquella siniestra caverna; sin embargo, antes de que pudiera darse cuenta la multitud empezó a empujarlos, a Tommy y a él, lenta y solemnemente hacia el comedor, transportándolos casi en volandas.

«Ya he visto suficiente, quiero marcharme de aquí…»

Al llegar al comedor, la multitud se dispersó y Marklin dio un suspiro de alivio. De pronto observó que todos se acercaban a la mesa. Parecía como si hubiera un cadáver dispuesto sobre la misma. ¡Dios mío! ¿Sería Aaron?

«Saben que soy incapaz de mirarlo —pensó Marklin—, esperan que me dé un ataque de pánico y salga corriendo, y que las heridas de Aaron comiencen a sangrar».

Era horrible, absurdo. Marklin sujetó a Tommy por el brazo.

—¡Estate quieto! —le amonestó éste.

Al fin llegaron a un extremo de la enorme y antigua mesa de madera. Sobre ella yacía un hombre vestido con una chaqueta de lana cubierta de polvo y unos zapatos manchados de barro. ¡Barro! ¡Qué manera de disponer un cadáver para que sus compañeros le presentaran sus respetos!

—Esto es increíble —murmuró Tommy.

—¿Qué clase de funeral es éste? —preguntó Marklin.

A continuación se inclinó lentamente para observar el rostro del cadáver, el cual estaba vuelto hacia el otro lado. Era Stuart. Stuart Gordon yacía muerto sobre aquella mesa. Marklin contempló su enjuto rostro de nariz afilada, como el pico de un ave, y sus ojos azules e inexpresivos. ¡Dios mío, ni siquiera le habían cerrado los ojos! ¿Acaso se habían vuelto todos locos?

Marklin retrocedió de forma apresurada y torpe y chocó con Tommy, al que propinó un pisotón. Se sentía tan confundido que era incapaz de razonar. Un profundo temor se apoderó de él. «Stuart está muerto —se dijo—, está muerto».

Marklin notó que Tommy contemplaba fijamente el cadáver. ¿Se había dado cuenta ya de que se trataba de Stuart?

—¿Qué significa esto? —preguntó Tommy, en voz baja y llena de ira—. ¿Qué le ha ocurrido a Stuart…? —Pero sus palabras estaban desprovistas de emoción. El tono de su voz, por lo general frío y monótono, resultó aún más inexpresivo que de costumbre debido a la conmoción que había sufrido al descubrir el cadáver de su mentor.

Los otros se acercaron a Marklin y a Tommy, agolpándose a su alrededor. La mano izquierda de Stuart, pálida e inerme, yacía junto a ellos.

—Por el amor de Dios —dijo Tommy indignado—, que alguien le cierre los ojos.

Los miembros de la Orden se habían situado alrededor de la mesa, un ejército de compañeros de Stuart que habían acudido, debidamente enlutados, a llorarlo. ¿O no era así? Hasta Joan Cross se encontraba allí, a la cabeza de la mesa, con los brazos apoyados sobre los brazos de su silla de ruedas y observando la escena con ojos enrojecidos.

Nadie dijo una palabra. Nadie se movió. La primera fase del silencio había sido la ausencia de palabras. La segunda, la ausencia de movimiento. Todos estaban tan inmóviles que Marklin ni siquiera les oía respirar.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Tommy.

Nadie respondió. Marklin no conseguía apartar la vista del pequeño cráneo de Stuart, cubierto por unas pocas canas. «¿Te has suicidado, loco? ¿Es eso lo que has hecho? ¿Quitarte la vida por temor a ser descubierto?»

De pronto, Marklin se dio cuenta de que los otros no miraban a Stuart, sino a Tommy y a él.

Sintió un dolor en el pecho, como si alguien le oprimiera con fuerza la clavícula.

Marklin se volvió, desesperado, escrutando los rostros que lo rodeaban: Enzo, Harberson, Elvera y los demás, todos ellos observándolo con expresión perversa. Elvera le miró directamente a los ojos; a su lado, Timothy Hollingshed lo observaba con una implacable frialdad.

El único que no tenía su vista fija en él era Tommy. Cuando Marklin se volvió para ver lo que atraía su atención de forma tan poderosa hasta el punto de mostrarse indiferente al grotesco espectáculo que se ofrecía ante sus ojos, vio a Yuri Stefano, ataviado con ropas fúnebres, a pocos pasos de ellos.

¡Yuri! Marklin no advirtió hasta entonces la presencia de Yuri. ¿Habría sido él el autor de la muerte de Stuart? ¿Por qué no había sido Stuart más listo, por qué no había hecho algo para frustrar las intenciones de Yuri? El plan de interceptar las comunicaciones, la falsa excomunión, habían tenido por objeto impedir que Yuri regresara a la casa matriz. Y ese idiota, Lanzing, había permitido que Yuri escapara del valle.

—No —dijo Elvera—, la bala alcanzó el blanco. Pero no fue mortal. Y ha regresado.

—Vosotros erais los cómplices de Gordon —dijo Hollingshed con desprecio—. Tú y Tommy. Y ahora sois los únicos que quedáis con vida.

—Sí, sus cómplices —repitió Yuri desde el otro lado de la mesa—. Sus inteligentes pupilos, sus genios.

—¡No! —protestó Marklin—. ¡No es cierto! ¿Quién lo dice?

—El mismo Stuart —respondió Harberson—. Todo apunta hacia vosotros: los papeles que se hallaban en la torre, su diario, sus versos, Tessa…

¡Tessa!

—¿Con qué derecho habéis entrado en su casa? —inquirió Tommy, rojo de ira, dirigiendo su mirada hacia los otros.

—¡No tenéis a Tessa! ¡No os creo! —gritó Marklin—. ¿Dónde está? ¡Todo lo hicimos por ella!

De pronto, al darse cuenta de que había cometido un grave error, comprendió lo que venía sospechando desde el principio.

¡Por qué no había hecho caso de su intuición! Su intuición le había advertido que se marchara, y ahora le decía, claramente, que era demasiado tarde.

—Soy un ciudadano británico —dijo Tommy en voz baja—. No permitiré que me detengáis aquí para someterme a juicio.

Inmediatamente la multitud se precipitó sobre ellos, obligándolos a retroceder hacia el otro extremo de la mesa. Marklin notó que unas manos lo asían por los brazos. Eran la del impresentable Hollingshed, que le sujetaban con fuerza. Marklin oyó a Tommy protestar de nuevo.

—¡Soltadme! —gritó éste.

Resultaba imposible huir. La multitud los empujó a través del pasillo, mientras el eco de las pisadas sobre el pulido suelo de madera resonaba bajo el techo abovedado. Estaban atrapados por la multitud, una multitud de la que no podían escapar.

Las puertas del viejo ascensor se abrieron con un violento sonido metálico y la multitud los obligó a empellones a entrar en él. Marklin se volvió, angustiado por la sensación de claustrofobia que lo invadió, y sintió de nuevo ganas de gritar.

Las puertas del ascensor se cerraron bruscamente. Marklin y Tommy estaban rodeados por Harberson, Enzo, Elvera, el hombre alto y moreno, Hollingshed y otros individuos, todos ellos muy fuertes.

El vetusto ascensor descendió, entre chirridos y balanceo precario, hacia los sótanos.

—¿Qué vais a hacer con nosotros? —preguntó Marklin.

—Insisto en que me devolváis a la planta principal —dijo Tommy con desdén—. Insisto en que me soltéis de inmediato.

—Existen ciertos delitos que nos parecen deleznables —respondió Elvera en voz baja, mirando esta vez a Tommy—. Ciertas cosas que, como miembros de la Orden, no podemos perdonar ni olvidar.

—¿A qué te refieres? —inquirió Tommy.

El destartalado ascensor se detuvo bruscamente y todos salieron al pasillo. Marklin sintió que unas manos como garras lo sujetaban por los brazos.

Acto seguido los condujeron hacia los sótanos por una ruta desconocida, a lo largo de un pasadizo sostenido por unos toscos maderos, semejante a la galería de una mina. El aire olía a tierra. Los miembros de la Orden formaban un grupo compacto en torno a Tommy y a Marklin. Al cabo de unos instantes avistaron dos puertas al final del pasadizo, unas grandes puertas de madera enmarcadas por un arco y cerradas con llave.

—No podéis retenerme aquí contra mi voluntad —protestó Tommy—. Soy un ciudadano británico.

—Habéis matado a Aaron Lightner —contestó Harberson.

—Habéis matado a otros en nuestro nombre —añadió Enzo. Su hermano, que estaba junto a él, repitió sus palabras como si de un siniestro eco se tratara.

—Habéis manchado el nombre de la Orden —dijo Hollingshed—. Habéis cometido unos actos gravísimos en nuestro nombre.

—No confesaré nada —replicó Tommy.

—No es necesario que lo hagas —dijo Elvera.

—No es necesario que hagáis nada —apostilló Enzo.

—Aaron murió creyendo en vuestras mentiras —dijo Hollingshed.

—¡No consiento que me tratéis de esta forma! —gritó Tommy.

Marklin, sin embargo, no tenía fuerzas para mostrarse furioso e indignado por el hecho de que lo hubieran apresado y lo condujeran hacia la misteriosa puerta.

—Esperad un momento, os lo ruego —balbuceó, desesperado—. ¿Acaso sabéis si Stuart se suicidó? ¿Qué fue lo que le sucedió? Si él estuviera aquí, nos eximiría de los delitos que nos imputáis; no pensaréis que un hombre de la edad de Stuart…

—Guárdate esas mentiras para Dios —respondió Elvera con suavidad—. Hemos examinado las pruebas minuciosamente durante toda la noche. Hemos hablado con vuestra diosa de cabello blanco. Podéis aliviar vuestra conciencia explicándonos la verdad, pero no tratéis de engañarnos.

Los miembros de la Orden cerraron filas en torno a Tommy y a Marklin, mientras los obligaban a avanzar hacia la puerta que daba acceso a una habitación secreta, o a una mazmorra.

—¡Deteneos! —gritó Marklin de pronto—. ¡Por el amor de Dios! ¡Deteneos! Hay ciertas cosas sobre Tessa que desconocéis, cosas que no podéis comprender.

—No les sigas el juego, idiota —dijo Tommy—. ¿Crees que si desaparezco mi padre no hará algunas preguntas? No soy un maldito huérfano. Tengo una gran familia. ¿Acaso crees…?

En aquellos momentos Marklin notó que un brazo lo sujetaba con fuerza por la cintura, mientras otro lo asía por el cuello. Las puertas de la misteriosa habitación se abrieron hacia dentro. Por el rabillo del ojo vio cómo Tommy intentaba liberarse a patadas del individuo que lo tenía sujeto por detrás.

Una ráfaga de aire frío surgió de la puerta abierta. Marklin observó que la habitación estaba completamente a oscuras. «No puedo permanecer encerrado en la oscuridad, es superior a mí».

Al fin, sin poder contenerse, soltó un grito; un angustioso grito que comenzó antes de que lo empujaran hacia delante, antes de que tropezara en el umbral de la puerta y cayera rodando en la oscuridad, hacia la nada, arrastrando consigo a Tommy, quien no dejaba de blasfemar y maldecirlo. Marklin no comprendió sus palabras, pues quedaron ahogadas por el eco de su propio grito.

Al cabo de unos instantes Marklin aterrizó en el suelo. La oscuridad lo volvía, y también la sentía en su interior. Luego experimentó un intenso dolor en las piernas. Permaneció tendido en el suelo, entre unos objetos afilados y cortantes. Al tratar de incorporarse, apoyó la mano sobre unos objetos que se desintegraron al instante y que despedían un olor a ceniza.

Marklin alzó la vista y percibió un haz de luz que se filtraba por encima de las cabezas de las figuras cuyas siluetas se dibujaban en la puerta.

—¡No podéis hacerlo! —gritó horrorizado, arrastrándose en la oscuridad, y luego, sin necesidad de ningún punto de apoyo, se puso en pie.

Marklin no alcanzaba a ver los rostros de las figuras que se hallaban en la puerta; ni siquiera podía distinguir la forma de sus cabezas. Había caído a una profundidad de varios metros, quizá diez. No lo sabía.

—¡No podéis retenernos aquí, no podéis encerrarnos en este lugar! —gritó, alzando las manos como si implorara. Pero las figuras retrocedieron y Marklin, horrorizado, oyó el chirrido que produjeron los goznes de la puerta al cerrarse. La luz se extinguió de golpe.

—¿Dónde estás, Tommy? —preguntó angustiado. El eco de sus palabras le inquietaba; lo envolvía y no podía huir de él. Marklin palpó el suelo y tocó los suaves y extraños objetos que se habían desintegrado entre sus dedos. De pronto percibió algo húmedo y cálido.

—¡Tommy! —exclamó Marklin aliviado, sintiendo los labios, la nariz y los ojos de aquél—. ¡Tommy!

Luego, en una fracción de segundo que se le antojó una eternidad, comprendió la situación. Tommy estaba muerto. Se habría matado al caer. A los otros, eso no les importaba. Jamás regresarían para sacar a Marklin de allí. De haber podido ampararse en los recursos y sanciones, de que dispone la ley no los habrían arrojado desde semejante altura. Tommy yacía muerto y Marklin estaba solo, encerrado en esa mazmorra, en la oscuridad, junto al cadáver de su amigo y los objetos que lo rodeaban, que según pudo comprobar con su tacto eran huesos.

—¡No podéis hacerlo! ¡No podéis justificar semejante cosa! —gritó Marklin—. ¡Sacadme de aquí! —De nuevo oyó el eco de sus gritos, como si éstos fueran unos gallardetes que se alzaran bajo el efecto del viento y luego volvieran a caer sobre él—. ¡Sacadme de aquí!

Sus gritos se tornaron más tenues y desesperados. Aquel terrible sonido le proporcionaba un extraño consuelo. Marklin comprendió que era el último y único consuelo que le quedaba en la vida.

Al cabo de un rato dejó de gritar y se quedó tumbado en el suelo, junto a Tommy, sujetándole un brazo. Quizá Tommy no estuviera muerto. Quizá se despertaría, y ambos explorarían ese lugar en busca de una salida. Quizá existiera una salida y los otros deseaban que la hallaran, que atravesaran el valle de la muerte hasta dar con ella; no pretendían matarlos pues, a fin de cuentas, eran sus hermanos y hermanas de la Orden. Resultaba imposible que Elvera, la amable Elvera, Harberson, Enzo y su viejo profesor, Clermont, quisieran matarlos. Eran incapaces de cometer semejante atrocidad.

Al fin Marklin se incorporó de rodillas, pero cuando trató de ponerse en pie el tobillo izquierdo cedió, produciéndole un intenso dolor.

—¡Puedo arrastrarme, maldita sea! —murmuró Marklin—. ¡Puedo arrastrarme! —repitió, gritando.

Comenzó a avanzar por el suelo de la mazmorra, apartando de su camino los huesos, los fragmentos de piedras o huesos, o lo que fuera aquello. «No pienses en ello —se dijo—: No pienses en las ratas. No pienses en nada».

De pronto su cabeza chocó contra un muro.

Al cabo de pocos segundos ya había recorrido toda la extensión de aquel muro, de otro, otro y otro más. La habitación no era sino un pequeño cuchitril.

«No me preocuparé sobre cómo salir de aquí hasta que me encuentre mejor y pueda sostenerme en pie para buscar una puerta, una ventana u otra salida —se dijo Marklin—. Afortunadamente, entra un poco de aire fresco.

»Descansaré un rato —pensó, acurrucándose junto a Tommy y oprimiendo la frente contra la manga de su amigo— mientras reflexiono sobre lo que debo hacer. Soy demasiado joven para morir de este modo, en esta mazmorra a la que me han arrojado unos perversos sacerdotes y monjas, es imposible… Sí, descansa, no trates de resolver ahora mismo el problema. Descansa…»

Al cabo de unos minutos empezó a sentir sueño. Tommy había sido un estúpido al pelearse con su madrastra, al decirle que no quería tener más trato con ella. Pasarían seis meses, quizá un año… No, el banco intentaría averiguar su paradero, el banco de Tommy y el suyo, al ver que no acudían a cobrar sus cheques trimestrales. No, era imposible que sus compañeros hubieran decidido enterrarlos vivos en ese espantoso lugar.

De pronto Marklin oyó un extraño ruido que lo sobresaltó.

Al cabo de unos instantes volvió a oírlo, varias veces más. Marklin sabía lo que era, pero no conseguía identificarlo. Maldita sea, en la oscuridad ni siquiera podía identificar de dónde provenía. Se puso a escuchar atentamente. Percibió una serie de sonidos, que al fin logró descifrar.

Estaban colocando unos ladrillos y cubriéndolos con mortero. Ladrillos y mortero, y el sonido provenía de arriba.

—Pero esto es absurdo, inconcebible. Es una práctica medieval. ¡Despierta, Tommy! —dijo Marklin.

Sintió de nuevo deseos de gritar, pero no quería humillarse y que esos cabrones lo oyeran dar alaridos mientras tapiaban la puerta.

Marklin comenzó a sollozar suavemente, con el rostro apoyado en la manga de Tommy. No, era una medida provisional, un truco para hacerlos sufrir y conseguir que se arrepintieran antes de entregarlos a las autoridades. No pretendían dejarlos encerrados allí por siempre, para que se pudrieran en esa mazmorra. Se trataba de una especie de castigo ritual, destinado tan sólo a atemorizarlos. Pero lo peor era que Tommy había muerto. Por fortuna, había sido un accidente. Cuando aparecieran los otros Marklin se mostraría dócil, cooperaría con ellos. Lo importante era salir de allí. Eso era lo único que le preocupaba, salir de aquel lugar.

«No puedo morir así, es impensable que muera de esta forma, es imposible que me arrebaten la vida en plena juventud, los sueños, la grandeza que vislumbré con Stuart y Tessa…»

En el fondo Marklin sabía que su lógica adolecía de graves errores, unos errores fatales, pero continuó construyendo el futuro. Imaginó que sus compañeros acudían a rescatarlo y le decían que sólo habían pretendido darle un susto y que la muerte de Tommy había sido un accidente, que no sabían que podría matarse al caer… los muy embusteros, traidores y estúpidos. Lo importante era estar preparado, serenarse, dormir un rato, mientras persistía en sus oídos el ruido producido por los ladrillos y el mortero. No, esos sonidos habían cesado. Quizá ya hubiesen tapiado la puerta, pero no importaba. Ya encontraría otra forma de salir de esa mazmorra. En poco rato, empezaría a explorarla a la búsqueda de una salida.

De momento, lo mejor era permanecer tendido junto a Tommy, a la espera de que se disipara el ataque inicial de pánico y pudiera pensar de una forma racional.

¡Qué estúpido había sido al olvidarse del mechero de Tommy! Tommy no fumaba, al igual que él, pero siempre llevaba un mechero para encender los cigarrillos de las chicas guapas.

Marklin registró los bolsillos del pantalón y la chaqueta de su amigo, y al fin halló el pequeño encendedor de oro. Confiaba en que tuviera gasolina o un cartucho de butano o lo que fuera para poderlo encender.

Marklin se incorporó lentamente, lastimándose la palma de la mano izquierda con un objeto afilado, y encendió el mechero. La pequeña llama chisporroteó unos segundos y luego se hizo más larga e iluminó el pequeño cuchitril subterráneo.

A la luz del mechero, Marklin observó que el suelo estaba sembrado de fragmentos de huesos, de huesos humanos. Junto a Marklin había una calavera que lo miraba con las cuencas de los ojos vacías e inexpresivas, y más allá había otra. ¡Dios mío! Eran unos huesos tan viejos que algunos se habían convertido en cenizas. Y el rostro de Tommy, muerto, con un hilillo de sangre seca en la comisura de los labios y en el cuello; a su alrededor, diseminados por todo el suelo, fragmentos de huesos humanos.

Marklin soltó el mechero y se llevó las manos a la cabeza. Luego cerró los ojos, abrió la boca y lanzó un grito terrible y ensordecedor. Lo único que percibía era la oscuridad y el eco de su propio grito, un grito que lo había liberado, transportando su terror y su angustia hacia el cielo. Marklin comprendió que todo iría bien si él no dejaba de gritar; siempre y cuando sus gritos brotaran de sus labios, cada vez con mayor fuerza, sin cesar jamás.