31

Y el sueño se repite. Rowan se levanta de la cama y baja la escalera corriendo.

—¡Emaleth! —exclama.

La pala está debajo del árbol. ¿Quién iba a molestarse en retirarla?

Rowan se pone a cavar y al fin encuentra a su hija, una joven con el cabello largo y liso y los ojos azules.

—¡Madre!

—Ven, cariño.

Están juntas en la fosa. Rowan abraza a su hija con fuerza.

—Perdóname por haberte matado.

—No te preocupes, mamá —respondió Emaleth.

Rowan se despertó pálida y sudorosa.

La habitación estaba en silencio. Sólo se oía el leve zumbido del circuito de calefacción que se hallaba instalada debajo del suelo. Michael estaba acostado junto a ella, los nudillos rozándole la cadera mientras ella, sentada en la cama, lo miraba aterrada, cubriéndose la boca con una mano.

«No, no lo despiertes. No le atormentes otra vez con ese tema». Pero ella lo sabía.

Después de haber hablado, una vez que hubieron terminado de cenar y fueron a dar un largo paseo por las calles nevadas, cuando se sentaron a charlar hasta el amanecer y luego desayunaron y charlaron un rato más y se juraron eterna amistad, ella lo comprendió. No debió haber matado a su hija. No había motivo para ello.

¿Como podría aquella criatura de mirada bondadosa, que la había consolado con su dulce voz —sus pechos rebosantes de leche, una leche deliciosa—, cómo podría aquella temblorosa criatura ser capaz de herir a alguien?

¿Qué lógica la había hecho empuñar la pistola y apretar el gatillo? Era el producto de una violación, una aberración, una pesadilla. No obstante…

Rowan se levantó de la cama, se calzó las zapatillas en la oscuridad y se puso una bata larga y blanca que había sobre la silla, otra de esas extrañas prendas que había metido en la maleta, impregnada del perfume de otra mujer.

Sí, había asesinado a esa dulce e ingenua muchacha, llena de recuerdos de remotas tierras, de valles y planicies y quién sabe qué otros misterios. Que la había tranquilizado en la oscuridad, cuando Rowan permanecía atada a los postes de la cama. «Mi querida Emaleth».

Al final del oscuro pasillo había una ventana, un enorme rectángulo que mostraba el paisaje nevado del cielo y proyectaba un charco de luz sobre el mármol del suelo.

Rowan se dirigió hacia esa luz con pasos apresurados y sigilosos, el vaporoso bajo de la bata flotando a su alrededor, la mano extendida para oprimir el botón del ascensor.

«Condúceme abajo, llévame al lugar donde se encuentran las muñecas. Sácame de aquí. Si me detengo frente a esa ventana, me arrojaré por ella. Abriré la ventana, contemplaré a mis pies las luces de la ciudad más grande del mundo, me encaramaré sobre el alféizar y me arrojaré al frío y oscuro vacío.

»Iré a reunirme con mi hija».

Por su mente atravesaron todas las imágenes de esa historia, el sonoro timbre de la voz de él, su amable mirada mientras hablaba. Su hija no era más que un montón de restos descompuestos enterrados a los pies de la encina, un ser que había sido eliminado del mundo sin que nadie estampara su firma en el certificado de defunción, sin que nadie cantara un himno.

Las puertas se cerraron. El viento silbaba a través de la caja del ascensor como si estuviera en lo alto de una montaña. A medida que el ascensor descendía el sonido se fue haciendo más intenso, hasta que Rowan tuvo la impresión de hallarse en una gigantesca chimenea. Deseaba desplomarse en el suelo y permanecer ahí tendida, inerte, sin fuerzas ni ganas para luchar; deseaba hundirse en la oscuridad.

No quedaban más palabras por pronunciar, ni más pensamientos. No quedaba nada por saber ni averiguar. «Debí tomarla de la mano —pensó Rowan—. Debí abrazarla. Hubiera sido muy fácil abrazarla con ternura, estrecharla contra mi pecho. Mi querida Emaleth.

»Todos aquellos sueños que te impulsaron a marcharte con él, unos sueños sobre un tipo de células que ningún ser humano había observado jamás, sobre unos secretos extraídos con manos expertas de los tejidos, unos brazos que se movían con destreza, unos labios apoyados sobre un cristal esterilizado, unas gotas de sangre ofrecidas sin apenas hacer ningún aspaviento, fluidos, mapas, esquemas y radiografías realizadas sin causar el menor daño, para relatar una historia nueva, un nuevo milagro, un nuevo comienzo… Todo eso, con ella, hubiera sido posible. Una joven dócil, femenina, incapaz de herir a nadie, fácil de controlar y de cuidar».

Las puertas del ascensor se abrieron. Las muñecas la estaban esperando. El resplandor de la ciudad penetraba a través de un centenar de grandes ventanas, quedando atrapado y suspendido en los cuadrados y rectángulos de cristal, mientras las muñecas aguardaban con los brazos alzados. Sus diminutas bocas entreabiertas, como si fueran a saludarla; sus pequeños y exquisitos dedos inmóviles en la oscuridad.

Rowan caminó en silencio por entre las vitrinas que custodiaban a las muñecas, observando sus ojos negros e inexpresivos, fijos en el espacio, o claros y refulgentes. Las muñecas son silenciosas, pacientes; las muñecas prestan atención.

Había regresado junto a la Bru, la reina de las muñecas, la majestuosa princesa de porcelana con ojos almendrados y mejillas redondas y sonrosadas, con las cejas levemente arqueadas en una expresión de constante perplejidad, como tratando de comprender… ¿qué? ¿El incesante desfile de criaturas dotadas de movimiento que se parecen a ella?

Rowan deseó que, siquiera durante unos segundos, las muñecas cobraran vida, para abrazarlas y sentir su calor. Para poseerlas.

«Ojalá pudiera salir de ese maldito hoyo cavado bajo el árbol y caminar de nuevo —pensó Rowan—, como si la muerte fuera una parte de la historia que ella pudiera eliminar, como si aquellos momentos fatales pudieran ser borrados para siempre. Sin tropezar, sin dar un paso en falso.

»Deseo estrecharte entre mis brazos».

Rowan colocó las manos sobre el frío cristal de la vitrina y apoyó la frente en él. La luz dibujaba dos medias lunas en los ojos de la muñeca. Su larga y tupida cabellera de mohair colgaba, tiesa y apelmazada, sobre su vestido de seda, como si estuviera impregnada de la humedad de la tierra, la humedad de una fosa.

¿Dónde estaba la llave? Rowan no recordaba si Ash la llevaba colgada alrededor del cuello. Ansiaba abrir la puerta de la vitrina, sostener a la muñeca en sus brazos, estrecharla durante unos instantes contra su pecho.

¿Qué pasa cuando el dolor conduce a la locura, cuando el dolor borra todo pensamiento racional, todo sentimiento, esperanza, sueño, anhelo?

Al final se produce el agotamiento. El cuerpo busca volver a dormir, acostarse y descansar, dejar de atormentarse. Nada ha cambiado. Las muñecas contemplan fijamente, como de costumbre, mientras que la tierra devora lo que está sepultado en ella, como de costumbre. Pero de pronto se apodera del alma un infinito cansancio y entonces uno se da cuenta de que hay tiempo para llorar, para sufrir, para morir y yacer junto a ellos, para acabar de una vez, porque sólo así desaparecen los remordimientos y el sentimiento de culpabilidad, cuando uno está tan muerto como ellos.

Él estaba allí, de pie, junto a la ventana. Su silueta era inconfundible. No existía nadie tan alto como él y, al margen de su estatura, Rowan conocía perfectamente cada rasgo de su cara, la línea de su perfil.

Ash la había oído en la oscuridad regresar sigilosamente por el pasillo hacia su habitación. Pero no se movió. Permaneció apoyado contra el marco de la ventana, observando el amanecer, observando cómo se fundían las estrellas y se disipaba la oscuridad, dando paso a una luz lechosa.

¿En qué estaría pensando? ¿Acaso en que ella había accedido a reunirse con él?

Rowan estaba hundida, destrozada, incapaz de decidir lo que debía hacer. Deseaba acercarse a él y contemplar la tenue luz que iluminaba los tejados y las torres, las luces que parpadeaban por las sombrías calles y el humo que brotaba, formando unas espirales, de un centenar de chimeneas.

Al fin se dirigió hacia él.

—Nos amamos —dijo él—, lo sabes, ¿no es cierto?

Su rostro expresaba tanta tristeza que ella sintió una punzada de dolor. Era un dolor distinto, que tocaba una fibra muy sensible, un dolor inmediato capaz de provocar un torrente de lágrimas en medio de aquel vacío y aquel horror.

—Sí —contestó ella—, nos amamos profundamente, con todo nuestro corazón.

—Siempre nos quedará eso —dijo él—. ¿Verdad?

—Sí, siempre. Somos amigos y siempre lo seremos, y nada, absolutamente nada podrá obligarnos a romper las promesas que nos hemos hecho.

—Y yo sabré que tú estás ahí.

—Y cuando no quieras estar solo, no tienes más que venir a vernos.

Ash se volvió despacio, como si se resistiera a mirarla. Empezaba a clarear y la luz invadía la habitación, haciendo que pareciera más amplia y resaltando cada detalle del rostro de Ash, más fatigado que de costumbre y levemente menos perfecto.

Un beso, un casto y silencioso beso, mientras sus manos se unieron durante unos fugaces segundos.

Luego, Rowan dio media vuelta y regresó a su habitación, somnolienta, dolida, alegrándose de que el amanecer derramase su luz sobre el mullido lecho. «Al fin podré dormir —pensó—, podré arrebujarme en el suave edredón, junto a Michael».