23

—Despierta, Mona.

Mona escuchó el murmullo del pantano antes de alcanzar a verlo. Oyó el croar de las ranas y el revoloteo de las aves nocturnas, así como el rumor del agua que la rodeaba, turbia y estancada, pero que de vez en cuando se movía en el interior de una tubería oxidada, o al rozar el costado de un esquife. Se habían detenido. Aquél debía de ser el embarcadero al que se había referido Mary Jane.

Mona había tenido un sueño muy raro. Soñó que tenía que pasar un examen y que la persona que lo aprobara gobernaría el mundo. Mona había contestado todas las preguntas, las cuales cubrían distintos ámbitos: ciencias, matemáticas, historia, informática, que tanto le gustaba, la Bolsa, en la que era una experta, y el significado de la vida, la materia que le había resultado la más difícil puesto que se sentía tan llena de vida que se sentía incapaz de justificarlo. Uno simplemente sabe que es magnífico estar vivo. ¿Había respondido correctamente a todas las preguntas? ¿Llegaría a gobernar el mundo?

—Despierta, Mona —murmuró Mary Jane.

Mary Jane no se dio cuenta de que Mona tenía los ojos abiertos y contemplaba el paisaje a través de la ventanilla. Vio los raquíticos árboles, inclinados y cubiertos de musgo, las parras enrolladas como cuerdas alrededor de los inmensos y vetustos cipreses. A la luz de la luna, Mona advirtió el brillo de las aguas del pantano a través de la vegetación y los nudos de los cipreses, las peligrosas ramas que brotaban de los gruesos troncos de los árboles, así como unos pequeños insectos negros que se movían en la oscuridad quizá fueran cucarachas, aunque prefería no pensar en ello.

Le dolía la espalda. Cuando trató de inclinarse hacia delante, Mona se sintió abotargada y dolorida. Le apetecía otro vaso de leche. Se habían parado dos veces para que Mona bebiera leche, pero quería más. Llevaban varios cartones en la nevera portátil, pero era mejor esperar a que llegaran a casa. Allí se bebería un gran vaso de leche.

—Vamos, tesoro, baja del coche y espérame aquí. Dejaré el coche donde nadie pueda verlo.

—¿Cómo vas a ocultar este trasto tan descomunal?

Mary Jane abrió la portezuela y ayudó a Mona a apearse. Luego retrocedió unos pasos y la miró asustada, aunque trató de disimularlo. La luz del interior del coche iluminaba el rostro de Mary Jane.

—¡Dios mío, Mona! ¿Y si te mueres?

Mona sujetó la muñeca de Mary Jane y se levantó, plantando los pies firmemente en la tierra suave y compacta, sembrada de conchas blancas que relucían en la oscuridad. Frente a ella vio la silueta del espigón.

—Deja de pensar en eso, Mary Jane, esperemos que no suceda. Mona se agachó para recoger un saco de comestibles, pero no consiguió levantarlo del suelo.

Mary Jane encendió la linterna. Al volverse, la luz iluminó sus ojos, confiriéndole un aspecto fantasmagórico. Mona distinguió el destartalado cobertizo que se alzaba tras Mary Jane, el espigón desmoronado y los filamentos de musgo que colgaban de las desnudas ramas de los árboles.

El ambiente estaba infestado de bichitos que no cesaban de revolotear a su alrededor.

—Mona Mayfair, tu aspecto es lamentable. Tienes la piel tan delgada y transparente que a través de ella veo los huesos de tus pómulos e incluso tus dientes.

—No digas bobadas —contestó Mona—. Estás loca. Se debe a la luz. Tú también pareces un fantasma.

Lo cierto es que se sentía muy débil y tenía todo el cuerpo dolorido; le dolían hasta los pies.

—Tienes un color de piel horrible, parece que te hayas dado un baño de magnesia.

—Me encuentro bien, sólo que no puedo levantar este saco.

—Ya lo cogeré yo. Apóyate en ese árbol y descansa. Es el ciprés del que te hablé, el más antiguo de esta región. Ahí está la pequeña laguna donde la familia solía ir a remar. Toma, coge la linterna, el mango no está caliente.

—Tiene un aspecto peligroso. En las películas del Oeste, los malos siempre arrojan una linterna como ésta en el pajar donde se encuentra atrapado el protagonista para quemarlo vivo. No me gusta.

—No te preocupes, nadie va a prender fuego al pajar —replicó Mary Jane mientras sacaba del coche los sacos de comida y los depositaba sobre las conchas que tapizaban el suelo—. Para empezar, no hay ningún pajar, y si lo hubiera la paja estaría húmeda.

Los faros del coche iluminaban el pantano, la interminable hilera de apretados troncos, gruesos y delgados, y los deteriorados palmitos y plátanos. Pese al hedor que despedía y la quietud de sus aguas, el pantano respiraba, suspiraba y se agitaba levemente.

—Qué lugar tan inhóspito —murmuró Mona, aunque en cierto modo le agradaba. Le encantaba el frescor del ambiente, suave y lánguido, que más parecía mecerse al ritmo del agua que por el impulso de la brisa.

Mary Jane dejó caer la pesada nevera.

—Mira, échate a un lado, y cuando me suba al coche y gire para hacer marcha atrás, podrás ver Fontevrault a la luz de los faros.

Mary Jane cerró la portezuela y puso el coche en marcha. Los neumáticos chirriaron sobre las piedrecitas.

El vehículo giró hacia la derecha y los potentes faros iluminaron aquellos raquíticos árboles fantasmagóricos. De pronto Mona vio la gigantesca mansión, que parecía escorarse hacia un lado, y sus ventanas abuhardilladas reluciendo a la luz de los faros, mientras el coche describía un círculo.

Luego se hizo de nuevo la oscuridad, pero la imagen que había contemplado Mona se le quedaría grabada en la mente para siempre: una inmensa mole negra que se recortaba contra el cielo, desmoronándose a pedazos.

Mona sintió ganas de gritar, aunque no sabía muy bien por qué. Era imposible que se alojaran en aquella casa, un edificio en ruinas, a punto de venirse abajo. Una cosa era una mansión edificada sobre un pantano, pero aquello era un desastre. Cuando el coche se alejó, exhalando una nubecilla de humo blanco, Mona distinguió unas luces en la casa. Las vio brillar en el piso superior, en el centro del porche, al fondo de la casa. Cuando el ruido del motor del coche se apagó, Mona creyó oír, durante un instante, el lejano sonido de una radio.

La luz de la linterna era bastante potente, pero reinaba una oscuridad impenetrable. La única fuente de iluminación era la linterna y la tenue luz que provenía de las entrañas de la desmoronada mansión.

Mona dedujo que Mary Jane no se había dado cuenta de que la casa se había inclinado durante su ausencia. «Tenemos que sacar a la abuela de allí —pensó Mona—, suponiendo que no se haya ahogado en las fétidas aguas del pantano». Jamás había percibido un hedor tan repugnante como aquél, pero cuando alzó los ojos vio que el cielo estaba teñido de un rosa típico de las noches de Louisiana, y que los árboles alargaban sus enclenques ramas en un inútil intento de enlazarse unas con otras, y que el musgo ofrecía un aspecto translúcido, como un velo. Oyó las voces de los pájaros y vio que las ramas superiores de los árboles eran muy delgadas y estaban cubiertas de unas telas plateadas, como telas de araña, ¿o serían tal vez gusanos de seda?

—Reconozco que este lugar posee cierto encanto —dijo Mona—. La lástima es que la casa esté a punto de derrumbarse.

Madre.

«Estoy aquí, Morrigan».

De pronto oyó un ruido detrás de ella, en la carretera. Al volverse vio a Mary Jane que corría hacia ella, sola en medio de la oscuridad. Mona levantó la linterna. El dolor que sentía en la espalda era casi insoportable, aunque no había hecho ningún esfuerzo ni había levantado ningún objeto pesado. Tan sólo sostenía la linterna.

«¿Acaso se supone que la teoría de la evolución explica la presencia de todas las especies que existen en estos momentos en el planeta? Quiero decir, ¿no existe una segunda teoría sobre una generación espontánea?»

Por más vueltas que le dio, Mona no halló la respuesta a esa pregunta. La verdad era que la evolución nunca le había parecido lógica. «La ciencia ha llegado a un punto en que una serie de creencias que antiguamente eran tachadas de metafísicas, hoy resultan totalmente posibles».

Mary Jane apareció inopinadamente en la oscuridad, corriendo como una niña, mientras sostenía en la mano derecha sus zapatos de tacón alto. Al alcanzar la posición de Mona se detuvo, con la respiración entrecortada, para recobrar el aliento.

—Caray, Mona Mayfair —dijo entre jadeos, su bonito rostro perlado de sudor—, tengo que llevarte hasta la casa cuanto antes.

—Tienes las medias destrozadas.

—Me alegro —respondió Mary Jane—. Las odio. —Luego cogió la nevera y echó a correr hacia el espigón—. Vamos, Mona, apresúrate, no sea que te caigas muerta aquí mismo.

—¿Quieres dejar de decir esas barbaridades? Te va a oír el bebé.

Mona oyó un ruido seco. Mary Jane había arrojado la nevera en el bote. Mona trató de correr sobre las precarias tablas del espigón, pero cada paso le suponía un gran esfuerzo. De pronto sintió un dolor lacerante, como si le hubieran propinado un latigazo en la espalda y la cintura, mejor dicho, lo que quedaba de su cintura. Se detuvo bruscamente, mordiéndose el labio para no gritar.

Mona vio a Mary Jane correr hacia el bote cargada con otro bulto.

—Me gustaría ayudarte —dijo Mona, sin apenas fuerzas para pronunciar la última palabra.

Echó a andar lentamente hacia el borde del espigón, pensando en que era una suerte que llevara zapatos planos, aunque no recordara habérselos puesto. Luego vio la piragua, en la que Mary Jane estaba colocando el último saco y un montón de almohadas y mantas.

—Dame la linterna y quédate ahí hasta que acerque más el bote al espigón.

—Te confieso que el agua me da un poco de miedo, Mary Jane. Quiero decir que me siento torpe, tengo miedo de caer al agua.

Mona sintió de nuevo un fuerte dolor. Te quiero, mamá, tengo miedo.

—¡Cállate! No tienes por qué tener miedo —dijo Mona.

—¿A qué viene esto? —preguntó Mary Jane.

Mary Jane saltó a la amplia piragua de metal, agarró el remo que estaba amarrado a un costado de la embarcación e hizo varias maniobras hasta situarla de popa. La linterna yacía frente a ella, sobre un pequeño banco. Detrás de Mary Jane se encontraban los sacos de comida y demás objetos que habían llevado.

—Vamos, cariño, sube rápidamente, eso, mete los dos pies.

—¡Dios, vamos a ahogarnos!

—No digas tonterías, el agua no tiene aquí ni dos metros de profundidad. Nos pondremos perdidas, eso sí, pero no nos ahogaremos.

—Yo soy capaz de ahogarme en dos metros de agua —replicó Mona—. ¿Te has fijado en la casa, Mary Jane?

—Sí, ¿qué?

Por fortuna, el mundo dejó de oscilar. Mona seguía asiendo con fuerza la mano de Mary Jane. Al fin la soltó y ésta empuñó el remo con ambas manos, y empezaron a alejarse del espigón.

—Mira, Mary Jane —dijo Mona.

—Sí, ésa es nuestra casa. No te muevas, tesoro, llegaremos enseguida. Esta piragua es muy sólida y resistente, no volcaremos. Si quieres puedes arrodillarte, o sentarte, pero te recomiendo que no lo intentes en estos momentos.

—¡Fíjate en la casa! ¡Se inclina hacia un lado!

—Cariño, hace cincuenta años que está así.

—Sabía que dirías eso. ¿Y si se hunde el bote? ¡Dios, no soporto mirar esa horrible mole, parece como si fuese a derrumbarse…!

Mona sintió otra punzada en el vientre, breve pero profunda.

—¡Pues no la mires! —contestó Mary Jane—. No vas a creerlo, pero yo solita, con un compás y un trozo de cristal, he calculado el ángulo de inclinación y he comprobado que es menos de cinco grados. Es la línea vertical de las columnas lo que produce la impresión de que la casa está muy inclinada y puede desmoronarse de un momento a otro.

Mary Jane levantó el remo, y la piragua se deslizó rápidamente hacia delante, impulsada por su propia inercia. La oscuridad de la noche suave y lánguida las envolvía; las ramas pendían de un árbol tan inclinado que parecía estar también a punto de precipitarse contra el suelo.

Mary Jane hundió de nuevo el remo en el fondo del agua, propulsando la piragua hacia delante, volando hacia la inmensa sombra que se erguía ante ellas.

—¿Esa desvencijada puerta es la entrada principal? —preguntó Mona, aterrada.

—Sí, se ha soltado de las bisagras, pero no te preocupes, cariño. Te llevaré hasta la misma escalinata que hay en el vestíbulo. Dejaré la piragua amarrada allí, como de costumbre.

Al alcanzar el porche, Mona se tapó la boca con ambas manos. Sintió deseos de taparse también los ojos, pero temió caer de la piragua. Sobre sus cabezas pendían unas tupidas parras. Todo estaba lleno de espinas. Quizá antiguamente crecieron allí unos rosales. Frente a ella, entre las sombras, resplandecían unas glicinas. A Mona le entusiasmaban las glicinas.

Mona jamás había contemplado unas columnas tan gigantescas. Le extrañaba que no se hubieran derrumbado ya. Nunca había imaginado, al mirar los cuadros en los que aparecía Fontevrault, que se tratase de una imponente mansión de estilo neoclásico. Claro que nunca había conocido a nadie que hubiera vivido aquí, al menos nadie que ella recordara.

Las molduras del techo del porche estaban podridas. En el centro del mismo había un agujero capaz de albergar a una pitón o un nido de cucarachas. Las ranas croaban alegremente, produciendo un sonido muy hermoso, fuerte y potente comparado con el suave murmullo de las cigarras que cantaban en el jardín.

—Supongo que no habrá cucarachas —dijo Mona.

—¿Cucarachas? —repitió Mary Jane—. Cariño, aquí tenemos de todo: víboras de agua, serpientes y hasta cocodrilos. Mis gatos se comen las cucarachas.

Se deslizaron a través de la puerta principal y de pronto se encontraron en el espacioso vestíbulo, invadido por el olor del yeso húmedo y la cola del papel que cubría las paredes y que se caía a pedazos, así como de la madera. Mona se sintió mareada debido al olor a podredumbre y al hedor procedente del pantano, a la cantidad de bichos que pululaban a su alrededor y a los destellos del agua sobre los muros y el techo, los cuales formaban unas ondas de luz.

De pronto imaginó a Ofelia flotando en el río, con unas flores en el pelo.

A través de la puerta del vestíbulo Mona divisó un destartalado salón. La luz que se reflejaba en las paredes ponía de relieve las manchas oscuras que la humedad había causado en la tapicería, hasta el punto de que resultaba imposible adivinar su color originario. Del techo colgaban unas tiras de papel.

La piragua chocó bruscamente con la escalera. Mona extendió la mano y se agarró a la balaustrada, temiendo que ésta se desmoronara, pero no fue así. De pronto sintió otra punzada que le recorrió el vientre y la espalda, que le cortó la respiración.

—Más vale que nos apresuremos, Mary Jane.

—No hace falta que me lo digas, Mona Mayfair. Estoy muerta de miedo.

—Tienes que ser valiente. Morrigan te necesita.

La luz de la linterna iluminó durante unos instantes el techo del segundo piso. El papel que revestía las paredes estaba salpicado de ramitos de flores, tan desteñidos que sólo quedaba la silueta del dibujo. El yeso estaba lleno de agujeros, pero Mona no vio nada a través de éstos.

—No te preocupes, todos los muros son de piedra, como en la casa de la calle Primera —dijo Mary Jane mientras amarraba la embarcación. Al fin habían llegado. Mona se sujetó a la balaustrada, temerosa de bajar de la piragua pero incapaz de permanecer en ella ni un minuto más.

—Sube, yo voy enseguida —dijo Mary Jane—. La abuela está en una habitación que hay al fondo de la planta. Ve a saludarla. No te preocupes por los zapatos, te daré unos secos. Yo subiré las cosas.

Con cautela, entre leves quejidos, Mona se agarró con ambas manos a la balaustrada, bajó de la piragua y se detuvo al pie de la escalera.

Contempló la amplia escalinata. De no haber estado inclinada, ofrecería un aspecto totalmente seguro. Con una mano sobre la barandilla y la otra apoyada en el húmedo yeso de la pared, Mona alzó la cabeza y de pronto sintió como si la poderosa presencia de la casa la envolviera, su podredumbre, su fuerza, su resistencia a hundirse en las turbias aguas del pantano.

Era un edificio recio y descomunal, que había cedido lentamente unos centímetros. Tal vez no llegara a derrumbarse. Pero teniendo en cuenta que sus cimientos se asentaban en el lodo, a Mona le parecía un milagro que no se la hubieran tragado ya las aguas del pantano, como a los malos en las películas del desierto.

—Anda, sube —insistió Mary Jane, dejando caer uno de los sacos sobre el escalón, junto a Mona. La chica estaba trabajando duro.

Mona echó a andar. Sí, la escalera era firme y resistente y, a medida que subía, notó que la balaustrada y el yeso de la pared tenían un tacto más seco, como si el cálido sol primaveral hubiera penetrado por el techo y lo hubiera secado todo.

Cuando Mona llegó por fin al segundo piso, calculó que el ángulo de inclinación debía de ser inferior a cinco grados, lo cual ya bastaba para ponerla a una nerviosa. Se detuvo y entornó los ojos. En el extremo opuesto del pasillo avistó otra puerta con abanico, unas luces laterales y unas bombillas que colgaban de unos alambres suspendidos del techo. También le pareció ver una inmensa mosquitera, a través de la cual brillaba la suave luz de las bombillas.

Mona avanzó unos pasos, agarrándose a la pared, de tacto duro y seco. De pronto escuchó unas risitas que provenían del otro extremo del pasillo, y cuando subió Mary Jane con la linterna y la depositó sobre un saco en la cima de la escalera, Mona vio a un chiquillo de pie en la puerta de una habitación que había al fondo del pasillo.

Era un niño delgaducho, con la tez muy oscura, los ojos grandes, el pelo suave y negro y una carita parecida a la de un pequeño santón hindú.

—Hola, Benjy, ayúdame a transportar estas cosas. ¡Tienes que ayudarme! —gritó Mary Jane.

El chico se adelantó y Mona comprobó que de cerca no resultaba tan pequeño. Era casi tan alto como ella, lo cual no significaba gran cosa dado que Mona medía tan sólo un metro y cincuenta y ocho centímetros, y seguramente ya no crecería más.

Era un chico guapísimo, con una misteriosa mezcla de sangre: africana, hindú, española, francesa y, probablemente, Mayfair. Mona deseaba tocarlo, acariciarle la mejilla y comprobar si su piel, tostada y lustrosa como el cuero fino, era tan suave como parecía. De golpe recordó algo que le había dicho Mary Jane, algo acerca de que el chico vendía sus favores en la ciudad, y, en un estallido de misteriosa luz, Mona vio unas habitaciones empapeladas de color morado, pantallas con flecos, caballeros decadentes como el tío Julien, ataviados de blanco, y a ella misma acostada en una cama de metal con ese adorable jovenzuelo.

Era una locura. En aquel momento Mona sintió otra punzada en el vientre, pero en lugar de detenerse siguió avanzando, arrastrando un pie tras otro. De pronto aparecieron unos gatos, grandes, con la cola larga, peludos y de mirada demoníaca, como los gatos de las brujas. Había una media docena de gatos que se deslizaban a lo largo de las paredes.

El hermoso niño de cabello negro echó a andar por el pasillo cargado con dos sacos de víveres. Mona comprobó que el pasillo estaba limpio, como si el chico lo hubiera barrido y fregado.

Mona tenía los zapatos empapados; apenas podía levantar los pies.

—¿Eres tú, Mary Jane? ¿Ha llegado mi nieta, Benjy? ¡Mary Jane!

—Ya voy, abuela. ¿Qué haces?

Mary Jane pasó apresuradamente junto a Mona, sosteniendo torpemente la nevera portátil, con los codos apuntando hacia fuera y agitando su largo y rubio cabello.

—Hola, abuela —dijo Mary Jane, desapareciendo por el recodo del pasillo—. ¿Qué estás haciendo?

—Me estoy comiendo unas galletas con queso. ¿Quieres una?

—No, ahora no, dame un beso. ¿Se ha estropeado la tele?

—No, tesoro, me he cansado de mirarla. Me he entretenido cantando unas canciones mientras Benjy escribía la letra.

—Escucha, abuela, tengo que irme. He venido con Mona Mayfair. Voy a llevarla a la buhardilla, para que esté cómoda y calentita.

—Sí, sí, por favor —murmuró Mona.

Se apoyó en la pared, cuya inclinación era tan acusada que casi hubiera podido acostarse en ella. Tenía los pies hinchados y sentía unos persistentes dolores en el vientre y la espalda.

Ya voy, mamá.

«Espera unos minutos, cariño, aún falta un tramo de escalera».

—Trae a Mona Mayfair, tráela aquí.

—No, abuela, ahora no —contestó Mary Jane.

Dicho esto, salió de la habitación, con tanta prisa que su falda blanca chocó contra el marco de la puerta, y extendió los brazos hacia Mona.

—Ánimo, tesoro, ya sólo quedan unos pocos escalones —dijo Mary Jane.

En el preciso momento en que Mary Jane tomaba a su prima por los hombros para ayudarla a subir el siguiente tramo de escalera, Mona vio salir de la habitación del fondo a una diminuta anciana de cabello cano, peinada con dos trenzas sujetas con unas cintas. Su rostro parecía un trapo arrugado, con unos expresivos ojos negros surcados de arrugas que reflejaban un acusado sentido del humor.

—Tengo que apresurarme —dijo Mona, agarrada a la barandilla y moviéndose tan rápidamente como le era posible—. Esta inclinación me marea.

—Lo que te marea es el bebé —replicó Mary Jane.

—Corre a encender las luces, Benjy —ordenó la anciana, sujetando a Mona del brazo con una mano asombrosamente firme—. ¿Por qué no me dijiste que esta niña estaba embarazada? ¿No es ésta la hija de Alicia? ¡La pobrecita casi se muere cuando le amputaron el sexto dedo!

—¿Quién, yo? —preguntó Mona, volviéndose hacia la anciana.

Ésta apretó los labios y asintió con un movimiento de cabeza.

—¿Se refiere a que nací con un sexto dedo? —inquirió Mona.

—Sí, tesoro, y por poco te vas al cielo cuando te anestesiaron. ¿No te han contado nunca que la enfermera te puso dos inyecciones de anestesia que casi te paralizaron el corazón, y que Evelyn te salvó la vida?

En aquel momento apareció Benjy, subiendo los escalones de dos en dos, sus pisadas resonando sobre las desnudas tablas del suelo.

—No, nadie me dijo nada —respondió Mona—. ¡Ese maldito, sexto dedo!

—No te quejes, eso te ayudará —dijo Mary Jane.

A Mona le pareció que aún quedaba un centenar de escalones para llegar hasta donde se encontraba Benjy, quien, después de encender las luces, inició de forma lenta y lánguida el descenso aun cuando Mary Jane no cesara de darle órdenes a gritos.

La abuela se había detenido al pie de la escalera que conducía a la buhardilla. Llevaba puesto un camisón blanco que rozaba el suelo. Sus ojos negros y perspicaces observaban detenidamente a Mona, como si la estuviera estudiando. «No cabe duda de que es una Mayfair», pensó Mona.

—Ve en busca de unas mantas y unas almohadas —dijo Mary Jane a Benjy—. Apresúrate. Y trae leche. No te olvides de la leche.

—¡Un momento! —gritó la abuela—. Por el aspecto que tiene, no creo que a esta chica le convenga pasar la noche en una buhardilla. Deberías llevarla de inmediato al hospital. ¿Dónde está la furgoneta? ¿La has dejado en el embarcadero?

—Olvídate de la furgoneta, tendrá al niño aquí —contestó Mary Jane.

—¡Mary Jane! —gritó la abuela—. ¡Maldita sea! No puedo subir esos escalones debido a mi cadera.

—Vuelve a la cama, abuela. Dile a Benjy que se apresure. ¡Como no traigas enseguida las cosas que te he pedido, no te pagaré, Benjy!

Mona y Mary Jane continuaron trepando por la escalera hacia la buhardilla. A medida que subían, el aire se tornaba más cálido.

El espacio era inmenso.

Mona vio unas bombillas suspendidas de unos cables que recorrían el techo, al igual que en la habitación del piso inferior, así como unos gigantescos baúles y armarios roperos que ocupaban todos los gabletes, excepto uno, el cual acogía el lecho y, junto a éste, una lámpara de queroseno.

El lecho era enorme aunque sencillo, de madera oscura, como los que se suelen utilizar en el campo, desprovisto de dosel y cubierto con una tupida mosquitera que ocultaba la entrada al gablete. Mary Jane la levantó justo a tiempo de que Mona cayera de bruces sobre el mullido colchón.

El seco y cómodo lecho estaba cubierto con un suave edredón de plumas y un montón de cojines. La luz de la lámpara, aunque peligrosamente próxima a él, lo convertía en una especie de acogedora tienda de campaña.

—¡Benjy, trae inmediatamente la nevera!

—Chère, acabo de llevar la nevera al porche trasero —contestó éste, o algo parecido, con un acento claramente cajun.

El chico no se expresaba como la anciana, la cual hablaba como una típica Mayfair, según Mona.

—Da lo mismo, ve a por ella —le ordenó Mary Jane.

La mosquitera atrapaba la luz dorada de la lámpara y aislaba el espléndido lecho del resto de la habitación. «Es un buen lugar para morir —pensó Mona—, incluso quizá mejor que hacerlo en un río rodeada de flores».

Sintió de nuevo un intenso dolor, pero esta vez Mona estaba mucho más cómoda. ¿Qué se suponía que debía hacer? Lo había leído en alguna parte. ¿Contener la respiración o algo por el estilo? No lograba recordarlo. No era un tema que hubiera estudiado a fondo. ¡Dios, estaba a punto de dar a luz!

Mona agarró la mano de Mary Jane. Ésta se acostó junto a ella, mirándola con preocupación y enjugándole la frente con algo blanco y suave, más suave que un pañuelo.

—No temas, tesoro, estoy aquí. Cada vez se hace más grande, Mona, no es un bebé…

—Nacerá —respondió Mona—. Es mío. Nacerá, pero si muero, tú y Morrigan tendréis que construirlo entre las dos.

—¿El qué?

—Un catafalco de flores…

—¿Un qué?

—Calla, esto es muy importante.

—¡Mary Jane! —gritó la abuela desde el pie de la escalera—. Baja y ayuda a Benjy a subirme en brazos a la buhardilla.

—Una balsa llena de flores —dijo Mona—; con glicinas, rosas y flores silvestres, como los lirios que crecen en los pantanos…

—Sí, sí, de acuerdo, ¿y qué más?

—Quiero que sea muy frágil, para que mientras me deslice flotando sobre ella, la balsa se vaya deshaciendo lentamente y al final yo me hunda en el fondo del río… como Ofelia.

—Sí, sí, lo que quieras. Tengo miedo, Mona. Estoy muy asustada.

—Entonces, compórtate como una bruja, porque ya no podemos cambiar nada.

De pronto Mona sintió que algo se rompía en su interior, como si la hubieran atravesado con un objeto punzante. Por unos instantes temió que el bebé estuviera muerto.

No, mamá, ya vengo. Prepárate para cogerme de la mano. Te necesito.

Mary Jane estaba arrodillada en el lecho, las manos sobre las mejillas.

—¡Dios santo! —exclamó.

—¡Ayúdala! ¡Ayúdala, Mary Jane! —gritó Mona.

Mary Jane cerró los ojos y apoyó las manos sobre el descomunal vientre de su prima. Aquel dolor lacerante cegaba a Mona. Trató de ver la luz atrapada en la mosquitera, los ojos cerrados de Mary Jane, sentir sus manos, oír las palabras que murmuraba, pero no pudo. Notó que caía rodando entre los árboles del pantano mientras agitaba las manos en un intento desesperado por asirse a las ramas…

—¡Ven a ayudarme, abuela! —gritó Mary Jane.

Al cabo de unos instantes oyó los apresurados pasos de la anciana.

—¡Sal de aquí, Benjy! —ordenó la anciana—. Baja inmediatamente, ¿me has oído?

Mona sintió que seguía precipitándose a través de la marisma, mientras el dolor se hacía cada vez más intenso. No resultaba extraño que las mujeres odiaran pasar por ese trance. No se trataba de ninguna broma. Era horrible. «¡Dios mío, ayúdame!»

—¡Jesús, María y José! —exclamó la abuela—. ¡Es un bebé que camina!

—Ayúdame, abuela, cógele la mano —dijo Mary Jane—. ¿Sabes lo que es eso, abuela?

—Un bebé que camina, hija. He oído hablar de ellos toda mi vida, pero jamás había visto uno. Cuando Ida Bell Mayfair parió un bebé que caminaba, en el pantano, siendo yo niña, la gente decía que el niño era más alto que su madre y que al nacer ya caminaba. Grandpère Tobias bajó y lo despedazó con un hacha mientras la madre yacía postrada en el hospital, chillando como una loca. ¿No has oído hablar nunca de los bebés que caminan, niña? En Santo Domingo los quemaban vivos.

—¡A este bebé no! —gritó Mona.

Seguía sumida en la oscuridad, tratando de abrir los ojos. ¡Dios, qué dolor tan atroz! De pronto una mano pequeña y resbaladiza cogió la suya: «No te mueras, mamá».

—Dios te salve María, llena eres de Gracia —dijo la abuela, y Mary Jane se unió a la oración—. Bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito sea el…

—¡Mírame, mamá! —susurró la criatura al oído de Mona—. ¡Mírame! Te necesito, necesito que me ayudes a desarrollarme y a hacerme grande, grande, grande.

—¡Grande y fuerte! —gritaron las mujeres, pero sus voces sonaban muy lejanas—. ¡Grande y fuerte! Dios te salve María, llena eres de Gracia, ayúdala a hacerse grande y fuerte.

Mona se echó a reír. «Eso es, Madre de Dios, ayuda a mi bebé que camina».

Pero seguía rodando a través de los árboles del pantano, cuando de pronto alguien le cogió ambas manos, Mona alzó la mirada y a través de la rutilante luz verde observó su propio rostro inclinado sobre ella. Su propio rostro, pálido, pecoso, con sus mismos ojos verdes y su cabello rojo. ¿Acaso era ella misma, quien había acudido a salvarla? ¡Era su misma sonrisa!

—No, mamá, soy yo —dijo la voz, aferrando con sus manos las de Mona—. Mírame. Soy Morrigan.

Mona abrió los ojos lentamente. Sentía una gran opresión en el pecho que le impedía respirar, pero trató de levantar la cabeza, de acariciar aquella espléndida cabellera roja, de incorporarse lo suficiente para… para cogerle la cara entre las manos y… besarla.