2. La criatura malva
2
La criatura malva
Los sirvientes se habían reunido alrededor de aquella extraña criatura vestida con una túnica mucho más grande que ella. La sentaron sobre la mesa de madera que ocupaba el centro de la cocina y examinaban sus orejas puntiagudas y sus cabellos violáceos delicados como la seda. La niña no parecía asustada, pero seguramente se extrañaba de haberse convertido en el centro de atención.
—En realidad, esta pequeña es una princesa —dijo Armene, la más anciana de las sirvientas—. Su madre es la reina Fan de Shola y su padre el príncipe mago Shill del reino de Plata, que fue proclamado soberano a la muerte del rey de Shola.
Al oír el nombre de los reinos malditos, todas las mujeres retrocedieron varios pasos y Armene les reprochó su ignorancia. Había sido recogida por Esmeralda I cuando era una niña huérfana y se había enterado de muchas cosas.
Armene estaba al servicio del rey desde siempre. Su protector iba entrando en años y cada vez necesitaba más cuidados. Ella preparaba sus alimentos preferidos y le hacía tomar las infusiones de plantas medicinales. Era una mujer robusta, con las espaldas cuadradas y el pecho opulento, y sabía hacerse obedecer. Peinaba sus largos cabellos castaños a ambos lados de la cabeza y los tenía recogidos a la espalda para que no estorbaran su trabajo. Sus grandes ojos oscuros brillaban de bondad y compasión, porque tenía un corazón de oro.
—¿Creéis que esta niña seguirá los pasos de su abuelo? Yo digo que si la tratamos bien, se convertirá en una criatura de Esmeralda como todos los que estudian en este palacio. Pero comencemos por alimentarla convenientemente. No tiene más que huesos.
Una de las mujeres trajo un tazón de sémola caliente y una cucharilla de oro. Kira miró el contenido del tazón y el utensilio con mucho interés, pero no se acercó.
—¿No tiene hambre? —se extrañó la cocinera.
—Pienso que no sabe lo que es —dijo Armene cogiendo la cuchara.
La sumergió en el tazón y se la llevó a la boca emitiendo pequeños sonidos de satisfacción. Kira levantó bruscamente la cabeza y todas las mujeres, a excepción de Armene, contuvieron el aliento al observar sus ojos violetas divididos por pupilas verticales tan oscuras como la noche.
—¿Es un animal o un niño? —gritó una de las sirvientas horrorizada.
Kira no se preocupó de ella, pero lanzó su mirada extraña sobre los labios de Armene. Finalmente apareció una sonrisa en su rostro puntiagudo y estiró la mano para coger la cuchara. Esta vez el pánico se apoderó de la cocina entera, pues la mano de la niña sólo tenía cuatro dedos terminados en unas agudas uñas violetas, lo mismo que sus pies. Mientras las criadas corrían hacia el pasillo gritando de espanto, Armene permaneció de pie junto a la extraña princesa. Le entregó el utensilio dorado y la observó mientras comía con apetito. Cuando Kira le devolvió el tazón, Armene comprendió que aún tenía más hambre. Le sirvió una segunda ración de sémola, una gruesa rebanada de pan cubierta de miel y un vaso de agua que bebió de un trago.
Creyendo que la niña no tenía suficiente fuerza para abandonar la mesa, Armene fue a dejar la vajilla en la gran fregadera sin vigilarla, pero cuando volvió, Kira ya no estaba allí. La buscó por todos los rincones y todas las esquinas de la habitación. Fue en vano. La criatura era tan pequeña que podía haberse escurrido por cualquier sitio. En aquel momento la criada oyó el canto de un pájaro y levantó la vista hacia las ventanas abiertas en los muros de piedra, a varios metros del suelo. Allí estaba Kira, con un pájaro multicolor posado en uno de sus dedos.
—¿Cómo has trepado hasta allí? —gritó extrañada la mujer poniéndose en jarras.
No había nada bajo la ventana que hubiera podido ayudarla a trepar tan rápidamente. Pero antes de que pudiera acercarse y pedir a la niña que bajara, entró el rey en la cocina con su gran capa verde ondeando tras él.
—¡Explícame por qué mis sirvientas están tan alteradas, Armene! —gruñó frunciendo el ceño.
—Es por culpa de la pequeña, señor —respondió ella—. No es una niña como las demás.
El rey giró varias veces la cabeza sin encontrar a la minúscula criatura en ningún sitio y Armene señaló la ventana con un suspiro. Inquieto y preocupado por la seguridad de la niña, Esmeralda I exigió que la sirvienta la hiciese bajar inmediatamente de allí. Ambos utilizaron todas las lenguas habladas en Enkidiev para hacer comprender a Kira que al otro lado de la ventana estaban los fosos que protegían la fortaleza. Pero la pequeña les miraba sin entenderles.
Armene tuvo entonces una idea. Alcanzó un viejo biberón de plata que había en uno de los numerosos armarios, lo limpió y lo llenó de leche caliente. Aquel olor familiar atrajo la atención de la niñita malva. Dejó volar al pájaro y posó sus ojos violetas sobre los extraños seres que la reclamaban.
—Vamos, venga, Kira —dijo el rey abriendo los brazos.
Kira saltó sin la menor duda y cayó sobre el pecho de Esmeralda I, sujetándose con sus pequeñas uñas puntiagudas a la vestimenta de terciopelo. Armene le acercó el biberón y la niña se agarró a él como si su vida dependiera de aquel utensilio. Protegida por los brazos del rey, comenzó a succionar cerrando los ojos con un gesto complacido.
—Es sólo un bebé —dijo sorprendido el monarca.
Envolvió a Kira en una tierna mirada que Armene no conocía. Esmeralda I había tenido dos esposas desde que comenzó a reinar y las dos habían muerto sin dejar descendencia. Pero viéndole sostener a la niña, era evidente que su instinto paternal no había desaparecido. Salió de la cocina con Kira entre sus brazos y fue a depositarla en una lujosa cuna que había en su alcoba.
Acunó a la niña y miró cómo succionaba ávidamente la leche abriendo y cerrando rítmicamente sus ocho dedos malvas sobre el biberón de metal. Aunque no le conocía, parecía confiar en él instintivamente.
—Es una criatura muy extraña.
Kira abrió los ojos y los fijó en él. En la penumbra, sus pupilas verticales parecían alargarse y durante un instante tuvo la impresión de que tenía un pequeño gato violeta en sus brazos. Había viajado mucho en su juventud, pero nunca había encontrado nada parecido a aquella niña. Los hijos del difunto y belicoso rey Draka eran también blancos, aunque su madre perteneciera al mundo de las hadas. Y la reina Fan, a pesar de la sangre de elfos y hadas que corría por sus venas, no tenía en modo alguno la piel malva. ¿Qué habría podido suceder para que esta princesa naciera así?
Kira terminó la leche y entregó el biberón vacío al rey Éste lo depositó sobre un estante de mármol que tenía al lado. Apenas tuvo tiempo de levantarse antes de que la niña se agarrara a su vestimenta como un pequeño ratoncillo que buscara el calor y la seguridad del regazo materno. Esmeralda I sabía que se estaba empezando a establecer un poderoso lazo afectivo entre la niña y él y, curiosamente, no trató de oponer resistencia alguna. La reina de Shola había tenido razón al afirmar que su hija era especial. A pesar de todas sus particularidades físicas, era imposible no amarla.
La acunó durante mucho tiempo, olvidando que corrían las horas y que debía atender otras obligaciones. Kira se había dormido en sus brazos, con sus pequeñas orejas puntiagudas inclinadas hacia atrás. El rey las acarició dulcemente y, ante su gran sorpresa, la niña comenzó a ronronear.
Entró entonces en tromba el mago en los aposentos reales, rompiendo aquellos instantes mágicos. Aunque ya era bastante grueso, su afición a la buena cocina y al vino añadía cada año algunos centímetros a su perímetro corporal, dando de este modo la impresión de que su estatura disminuía. Sus largos cabellos grises estaban entreverados de mechones más claros y sus ojos negros eran muy penetrantes. Su nariz aguileña le asemejaba a un viejo búho, sobre todo cuando se alteraba. Elund era un hombre honesto, pero a veces tenía una expresión dramática que desbordaba las expectativas del rey.
El mago se acercó dando grandes zancadas, mientras su vestimenta superpuesta formaba largos arabescos a su alrededor acentuando su parecido con el búho.
—Majestad, vos debierais…
Al observar que la niña estaba en los brazos del monarca, lanzó un grito de desesperación. Se puso de rodillas y apretó contra su frente el colgante de plata que llevaba al cuello. Esmeralda I sólo le había visto hacer aquel gesto en una ocasión desde que llegó al castillo, cuando un monstruo alado sobrevoló la fortaleza unos años atrás.
—¿Qué ocurre, Elund? —dijo el rey con inquietud—. ¿De qué desgracias estás protegiéndote?
—¿Dónde habéis encontrado este demonio? —exclamó el mago, que difícilmente contenía sus emociones.
Su voz despertó a la niña, que dirigió hacia él sus ojos violetas. Entonces el mago se colocó todos sus amuletos sobre la frente pronunciando palabras ininteligibles, que seguramente eran encantamientos. El rey, muy serio, le pidió que explicara aquella actitud tan desconcertante. Elund retrocedió algunos pasos andando de rodillas y bajando la cabeza.
—Existe un reino maldito al norte del continente, majestad.
—No tengo ninguna necesidad de que me expliques la geografía de este territorio —respondió el rey, molesto.
—Os ruego que me escuchéis —suplicó el mago, que transpiraba miedo por todos los poros de su piel.
El rey le invitó a proseguir con un gesto impaciente de su mano. Elund sacó un pañuelo de su bolsillo y se enjugó rápidamente el rostro.
—¡Ese reino está poblado por unos terribles demonios que se devoran entre ellos! —declaró al fin, reuniendo coraje.
—¿Y? —insistió Esmeralda I, cada vez más impaciente.
—Tienen la piel violeta, las orejas puntiagudas, y las uñas y los dientes afilados como el corte de nuestras mejores espadas.
Utilizando dos dedos, el rey abrió la boca de la pequeña para constatar que en efecto tenía los dientes afilados.
—Pues se trata de la hija de la reina Fan de Shola —dijo el rey a pesar de su constatación.
—¡Que sin ninguna duda la ha tenido con un demonio!
—Es una grave acusación la que haces, mago —replicó el monarca frunciendo el entrecejo.
—Tengo documentos que lo prueban, majestad.
El rey guardó silencio durante un momento preguntándose por qué la reina de Shola le había confiado a un demonio como señal de amistad entre ambos reinos. La niña malva observaba al mago con curiosidad, lo que inquietaba al pobre hombre de manera terrible. De repente, con la velocidad de un gato, saltó al suelo y avanzó hacia él.
—¡Que los dioses me protejan! —gritó Elund, que veía llegada su última hora.
La niña se detuvo ante él y tocó con interés sus brillantes amuletos con un extremo de sus dedos. Sobre su rostro triangular, muy serio hasta entonces, apareció una amplia sonrisa.
—Shola —murmuró con voz aflautada.
El mago bajó temblando los ojos, miró sus alhajas y tuvo que reconocer, muy a pesar suyo, que el poderoso pentáculo del que nunca se separaba procedía de allí.
—La niña habla —se maravilló el rey.
—¡Eso no impide que sea una criatura maléfica! —barbotó el mago intentando apartar a la niña de sus rodillas.
—Shola di jama —dijo Kira levantando la mano.
El talismán metálico se colocó en un extremo de la cadena y comenzó a describir círculos alrededor del cuello del anciano mago, que estuvo a punto de sufrir un ataque de pánico.
—¡Tiene poderes mágicos! —exclamó sorprendido el rey.
—¡Piedad! —suplicó Elund a punto de llorar.
—Kira, ven aquí —ordenó Esmeralda I.
La niña se volvió hacia él, con los ojos llenos de inquietud. Seguramente no comprendía su lengua, pero había captado muy bien su tono.
—Elund es nuestro amigo y un precioso colaborador del reino —le explicó—. No hay que darle miedo.
—Miedo… —repitió la niña inclinando dulcemente la cabeza hacia un lado.
Saltó de improviso sobre las rodillas del monarca, pero mantuvo su mirada fija sobre el mago, que sudaba de los pies a la cabeza.
—No dar miedo —repitió Kira en el mismo tono de autoridad que su protector.
Éste estalló en risas y la niña comprendió que todas aquellas palabras eran sólo un juego. Una sonrisa descubrió de nuevo sus pequeños dientes puntiagudos. El mago trató en vano de persuadir al rey de que, a pesar de su escasa edad, aquella pequeña representaba un peligro para el reino y debía ser devuelta a su madre en el menor plazo posible. Propuso que se confiara esta tarea a los caballeros. Esmeralda I se quedó pensativo y luego decidió que era preferible pedir antes explicaciones a la reina sobre los orígenes concretos de su hija. Un mensajero llevaría hasta el reino de Shola una carta al día siguiente.
—Pero, majestad… —protestó el mago.
—Lo he decidido, Elund.
El hombre se puso en pie sobre sus piernas temblorosas quedando en una postura inclinada que le obligaba a mantener un precario equilibrio. Retrocedió lentamente en dirección a la puerta. La niña malva se volvió a erguir vivamente desde las rodillas del rey.
—¡Shola! —gritó con voz aguda.
El talismán brillante se desprendió de golpe de su cadena y voló hasta la mano curvada de la niña, que lo apretó contra su corazón, dejando petrificados a los dos hombres. Kira no era más que un bebé y ya manifestaba poderes aun mayores que los de los caballeros de Esmeralda.
—Majestad, ese talismán me pertenece —se lamentó el mago.
—Te lo devolveré cuando se duerma.
Elund dejó caer sus brazos a ambos lados del cuerpo. Iba a retirarse cuando Esmeralda I lo detuvo con un gesto de la mano.
—Si conseguimos enseñarle a dominar sus poderes, podrá convertirse ciertamente en una temible caballera —indicó el rey, lleno de esperanza.
—Ni lo penséis, majestad.
—Tenemos que asegurarnos de que utiliza ese poder para servir al bien.
—¡Pero si es un demonio!
—Su madre nos demostrará que estás equivocado, mago.
Sin insistir más, Elund abandonó los aposentos reales. Hacía más de veinte años que estaba al servicio del rey de Esmeralda y jamás le había demostrado éste tanto empecinamiento, nunca había contrariado tan claramente sus consejos. Aquella brujería era indudablemente la última venganza de Draka, a quien había humillado profundamente su exilio en las tierras cubiertas de nieve.
El mago volvió a la gran torre donde vivía con sus gatos y sus pociones mágicas. El cielo estaba despejado. Dentro de unas horas podría descifrar los mensajes de las estrellas y asegurarse de la suerte del reino. El cielo le diría si aquel horrible demonio malva había sido enviado al palacio para destruir al rey y a su corte. Se situó junto a la amplia ventana abierta en el muro de piedra, desde donde se divisaban las últimas luces de la puesta del sol, y esperó a que llegara la noche.
En el extremo opuesto del palacio, en un pabellón separado, cenaban los caballeros de Esmeralda. El salón se hallaba situado en el centro del edificio y estaba rodeado por la cocina, sus habitaciones personales y un acceso directo a las cuadras, en la primera planta; en la segunda se hallaban las habitaciones de los jóvenes aprendices. Al fondo del salón había un enorme hogar de piedra donde ardía el fuego de continuo en la estación fría. Durante los meses de verano, los sirvientes retiraban los enormes tapices que obstruían las ventanas y dejaban paso a una brisa fresca que recorría todo el recinto.
En medio de la habitación se extendía una amplia mesa de madera a la que se sentaban a comer los siete caballeros comentando su encomienda de protectores de Enkidiev. Una galería rodeaba el gran salón, a la altura del segundo piso, y desde allí espiaban a menudos los aprendices a los caballeros durante sus conversaciones para elegir al que deseaban como maestro.
Aquella tarde declaró Dempsey a sus compañeros que el rey debía temer algo cuando creó su Orden, incluso aunque los demás soberanos acataran sin reservas su autoridad.
—Salvo el rey Cull del reino de Plata y su hermano, el rey mago Shill de Shola —le recordó Falcon—. No perdonan a Esmeralda I el exilio de su padre en un país inhóspito.
—Pero ninguno de los hijos de Draka ha mostrado jamás hostilidad hacia el reino de Esmeralda —señaló Chloé.
—Dempsey tiene razón —añadió Falcon con inquietud—. Nunca hubiera fundado el rey la Orden si no existiera alguna amenaza sobre el continente.
—Yo creo que solamente ha querido dar tranquilidad a sus súbditos al restaurar la Orden de los Caballeros de Esmeralda que antiguamente aseguraban la paz y la justicia en el territorio —intervino Sento, cuyos grandes ojos negros brillaban con vivacidad.
—¿Y por qué desaparecieron? —preguntó Bergeau dando un gran mordisco a la fruta que tenía en la mano.
Se volvieron todos hacia Wellan, al que consideraban el mejor informado. Él era quien mejor podía conocer la respuesta. Pero el caballero principal parecía andar perdido en medio de sus pensamientos. En el extremo de su mano aparecía intacto un trozo de pan. Jasson, que estaba sentado junto a él, constató que no había comido nada.
—¡Tiene razón Falcon! ¡Está embrujado! —tronó Bergeau golpeando fuertemente la mesa con el puño.
El estruendo sacó a Wellan de sus cavilaciones. Paseó su mirada helada sobre cada uno de sus compañeros de armas preguntándose si serían capaces de entender el sufrimiento de su corazón o si sólo estaban inquietos porque no participaba en las conversaciones de la tarde.
—Se diría que el amor te ha quitado el apetito —bromeó Jasson.
—Es por esa mujer de Shola, ¿no? —añadió Falcon en tono acusador.
Pero Wellan no admitía que se discutieran sus órdenes, y menos aún sus sentimientos. Por ello se había convertido rápidamente en jefe del grupo.
—Supongo que entendéis que no quiera hablar de eso —dijo irritado.
—Por supuesto —intervino Chloé intentando bajar la tensión—. Cuéntanos cómo desaparecieron los primeros caballeros de Esmeralda.
De los siete guerreros, ella era la que prefería la negociación en lugar del enfrentamiento. Tenía tanta fuerza en los brazos como el resto de sus compañeros, y a veces los vencía en los ejercicios castrenses, pero su arma predilecta era la dulzura.
—Desaparecieron porque dudaron de los sentimientos de su jefe —dijo Wellan, desairado, lanzando un trozo de pan al fuego.
Se colocó el puño en la cintura y abandonó la mesa sin probar bocado. Sus seis compañeros lo vieron salir en silencio. Wellan tenía muchas cualidades, pero también grandes defectos, como aquella propensión a la cólera.
—¿Hay algún voluntario que se atreva a ir a tranquilizarlo? —preguntó Dempsey.
—No, no conviene —respondió Chloé—. Tendrá que tranquilizarse él solo. Será mejor para todos.
Wellan atravesó el pasillo interior que rodeaba el salón y entró en su habitación contrariado. Cerró la puerta y lanzó un suspiro. Creía que su duro entrenamiento como caballero le había preparado para afrontar todas las situaciones, pero ni el mago ni los maestros de esgrima le habían hablado nunca de los peligros del corazón. Se desprendió de las armas y las colgó de la pared, cerca de la puerta, donde las podría recuperar fácilmente en caso de urgencia; luego se quitó la túnica. Los sirvientes habían dejado vestimentas limpias en la única cómoda de la estancia y cambiado el agua de la jofaina.
¿Y si ella le hubiera realmente hechizado, como pretendían sus compañeros? Nunca había sido víctima de un encantamiento a lo largo de su vida. ¿Cómo se sentirían quienes habían sucumbido a los encantos mágicos de una hechicera? Elund podría aclararle las cosas al respecto. Oyó que llamaban tímidamente a su puerta y supo, gracias a sus facultades sobrenaturales, que se trataba de un niño.
—Adelante —respondió suspirando, porque no tenía deseo de ver a nadie.
Un paje empujó la pesada puerta y se inclinó ante él. El color de su túnica indicó a Wellan que procedía del entorno inmediato del rey.
—Señor, traigo un mensaje de su majestad —anunció el muchacho, que seguía inclinado.
—Álzate y habla.
El paje obedeció a pesar de que estaba muy impresionado en presencia de un caballero a quien no se atrevía a mirar a la cara. Le comunicó tembloroso que el rey deseaba verle a primera hora del día siguiente para confiarle una misión muy importante. Wellan pareció sorprendido, alargó el brazo, hurgó en su bolsa y arrojó una moneda de oro al niño.
—No puedo aceptarla, señor —dijo el muchacho atrapándola al vuelo y abriendo con extrañeza sus grandes ojos.
—¿Acaso rechazas las órdenes de un caballero?
—Oh, no, señor, de ninguna manera.
—Entonces, cógela y vete.
Sin esperar más, el muchacho se retiró cerrando la puerta tras él. Una sonrisa compasiva se dibujó en los labios de Wellan. Elund le había dicho a menudo que sería un maestro severo cuando llegara el momento de tomar un aprendiz. «Los harás huir a todos si no cambias de actitud, Wellan», le había prevenido el mago. ¿Era necesario en realidad educar a un escudero como quería el rey? Él no había tenido maestros y, sin embargo, se había desarrollado perfectamente. ¿Por qué complicarse la vida con la incómoda presencia de un niño en situaciones que exigían la inteligencia y la rapidez de un adulto? No comprendía el razonamiento de Esmeralda I. Pero los acontecimientos por llegar iban a hacerle cambiar de parecer.
Se levantó y se acercó a la ventana. El sol se había ocultado por el horizonte que lindaba con el reino de Plata y las primeras estrellas comenzaban a brillar en el firmamento. ¿Podría estar la reina Fan mirando al cielo al mismo tiempo que él? ¿Verían las mismas estrellas? ¿Sería feliz en su gran palacio de hielo en el otro extremo del continente? ¿Le procurarían los brazos de su esposo todo el calor que necesitaba? ¿Se sentiría amada?
Una enorme estrella roja cruzó vertiginosamente la línea del horizonte dirigiéndose hacia el norte. Como todos los caballeros, Wellan había sido entrenado para leer los signos celestes y creyó que aquella lanza de fuego no presagiaba nada bueno. Cuando su espíritu adivinó que anunciaba una gran desgracia en el reino de Shola, lanzó un grito de desesperación.
El mago Elund había observado el mismo fenómeno desde lo alto de su gran torre. Espantado, se dejó caer sobre su sitial de madera. Lo que el rey y él mismo temían desde hacía tiempo, acababa de ocurrir. La amenaza que habían entrevisto en el gran espejo del destino, cuando no eran más que unos jóvenes cachorros, acababa de concretarse.