6. El pueblo de los bosques
6
El pueblo de los bosques
Nada más amanecer, tras un desayuno frugal, los caballeros ensillaron sus monturas y reemprendieron la ruta. El reino de Diamante, país tranquilo y de escasa población, estaba situado al norte de la montaña de Cristal. Su clima era algo más frío que el del reino de Esmeralda. La vegetación era también más densa y había gran abundancia de frutos silvestres. Al pie de los árboles crecían hermosas flores, y las enormes ramas de los sauces gigantes se proyectaban sobre el río Tikopia. A lo largo de la ribera había molinos de gran tamaño, existiendo así mismo numerosos puentes para cruzar de una orilla a otra. Los campesinos conducían reatas de mulos uncidos a pequeños carros, que iban cargados de cereales y otros productos agrícolas, en dirección al palacio real.
Wellan los adelantó y dirigió al grupo hacia el camino que atravesaba las tierras próximas al palacio de Diamante. Chloé no deseaba detenerse, pero ellos no podían privar a los habitantes del territorio del espectáculo que suponía la presencia de aquellos valientes guerreros revestidos de corazas que estaban adornadas con piedras preciosas. La Orden de los Caballeros de Esmeralda había sido creada para proteger todo el continente, no sólo el reino de Esmeralda.
Cuando alcanzaron las primeras tierras cultivadas y los campesinos interrumpieron sus labores para verlos pasar, los caballeros arquearon sus espaldas sobre sus monturas. Sólo eran siete, pero pronto serían legión. Wellan pensó que la gente, en cuanto les viera, se animaría a enviar a sus hijos al palacio de Esmeralda para que se prepararan para alcanzar su rango.
Atravesaron algunas aldeas y vieron el palacio a lo lejos. Era una fortaleza casi tan imponente como la de Esmeralda con sus cuatro torres y sus elevados muros. Hubiera sido interesante sin duda observar las reacciones de Chloé ante sus padres, pero no tenían tiempo de detenerse. ¿Lo podrían hacer al regreso? De momento, Wellan debía concentrarse en su misión y en la custodia del cilindro dorado que pendía de su cintura. Cuanto más se acercaban a Shola, más intensamente le latía el corazón en el pecho. Hasta entonces no había conocido el amor y, aunque era un sentimiento que le martirizaba de manera terrible, sabía que le daría cauce si la reina de Shola le abría sus brazos.
El reino de Diamante tenía más población de lo que Wellan había pensado. Encontraron centenares de habitantes en cada aldea y numerosos grupos de niños, que se acercaban entusiasmados a su paso y rodeaban con admiración sus cabalgaduras mientras algunas muchachas, de rostro dulce, les ofrecían flores. Wellan sondeó sutilmente el corazón de sus compañeros para comprobar que todos aquellos agasajos no les ensoberbecieran, ya que dejarse arrastrar por el orgullo sería la peor desgracia para un caballero.
A la caída de la tarde llegaron finalmente a la frontera del país de los Elfos, un bosque inmenso de árboles gigantescos. Nadie sabía dónde se hallaba el palacio del rey, ni las aldeas de sus súbditos. Los elfos, criaturas pacíficas y tímidas, se mimetizaban fácilmente en su entorno, como los camaleones. Vivían más tiempo que los restantes seres humanos y mantenían una intensa relación con los árboles y los arroyos, lo mismo que con los animales que habitaban en medio de la selva sin dificultades de ningún tipo, ya que los elfos no eran carnívoros. Casi nada se sabía de ellos, salvo que habían llegado a través del mar hacía miles de años y que habían rechazado cualquier alianza con sus vecinos de los reinos de Diamante y de Ópalo, prefiriendo establecer relaciones con las hadas, con las que tenían mayor parecido. El rey Hamil reconocía la autoridad de Esmeralda I e intercambiaba con él abundante correspondencia, pero nadie sabía la manera en que llegaban las misivas de uno a otro.
Wellan había leído en los pergaminos de la gran biblioteca que los señores del bosque preferían observar de lejos a los viajeros que atravesaban su territorio, en lugar de ir a su encuentro. Mientras cabalgaba, se preguntó si tendría oportunidad de verlos en el transcurso de su misión.
Los bosques del reino de los Elfos eran aún más densos que los del reino de Diamante. En algunos lugares se entrelazaban las ramas y formaban una bóveda espesa que incluso impedía el paso de la luz solar. Wellan decidió establecer el campamento a las orillas del río Tikopia, en un lugar bañado por los rayos de la luna que atravesaban la fronda y les permitían ver a su alrededor.
Desensillaron los caballos, les dieron de beber y los agruparon al amparo de unas rocas para protegerlos de posibles depredadores. No obstante, Wellan había dispuesto, además, turnos de guardia. No es que tuvieran enemigos o temieran riesgos especiales en aquellos parajes, pero el jefe estimaba esta práctica muy útil para sus colegas. Sento fue el primer comisionado para la vigilancia. Se sentó cerca del fuego, con la espada sobre las rodillas, mientras sus compañeros se envolvían en sus mantas. La luna ponía brillos de plata en las ondas del río, y pudo ver varios ciervos que abrevaban en la orilla opuesta. La noche era fresca y sosegada. Pronto estarían caminando sobre la nieve que cubría las altiplanicies de Shola. Serían los primeros extranjeros en retornar a aquel pueblo que todos los países habían repudiado tras el ataque de Draka al reino de Esmeralda.
Sento contempló los rostros serenos de sus compañeros de armas pensando que nunca se había conocido en Enkidiev un grupo de guerreros más valientes que ellos. Sabía que podría contar con sus colegas en caso de peligro, incluso con Jasson, que era quien más se resistía a combatir. Pensó también en los jóvenes alumnos del palacio que a menudo les observaban desde la galería del vestíbulo principal. Uno de ellos se convertiría pronto en su escudero, pero casi no los conocía aún y… El crujido seco de una rama le sacó bruscamente de sus cavilaciones.
Se alzó lentamente, sujetando la empuñadura de su espada con la mano. No era cuestión de alertar a sus camaradas antes de asegurarse de que no se trataba de un lobo o de un zorro. Recurrió a su espíritu, según le había enseñado el mago de Esmeralda, y sondeó las profundidades del bosque. El corazón le dio un vuelco cuando sintió la presencia de algo que no era un animal, sino posiblemente un ser humano. ¿A aquellas horas tan tardías? Los caballos comenzaron a impacientarse, confirmando sus sospechas, y se dispuso a despertar a sus colegas.
Wellan fue el primero en ponerse en pie, con todos sus sentidos alerta. Había efectivamente un ser que se aproximaba a su campamento, pero sus sentidos internos le informaron de que se trataba de un elfo. Los caballeros permanecieron silenciosos e inmóviles como se les había enseñado, pero prestos a combatir. Si el enemigo caía sobre ellos amparándose en la oscuridad, se enfrentarían a él en silencio, porque habían aprendido a comunicarse entre sí a través del pensamiento.
Su sorpresa fue mayúscula cuando apareció entre los árboles un muchachito de unos diez años. Era ciertamente un elfo, según pudo constatar Wellan a la vista de sus largos cabellos pálidos entre los que sobresalían unas orejas puntiagudas. El niño, que había heredado de su raza el don de ver en la oscuridad, se acercó a los caballeros y se arrodilló a los pies de Wellan.
—Señor, mi soberano tiene necesidad de vosotros —dijo casi sin aliento.
—Dadle agua —pidió Wellan.
Bergeau cogió su cantimplora y se la tendió al muchacho. El elfo apuró de un trago todo su contenido intentando desesperadamente recuperar el aliento. Se parecía mucho a Hawke, pero su mirada verde reflejaba una situación angustiosa.
—Soy Djen —dijo devolviendo la cantimplora a Bergeau y agradeciéndole la atención con un signo de la cabeza.
—¿De qué forma podemos ayudar al rey Hamil? —preguntó Wellan agachándose a su lado.
—Mi pueblo es muy sensible a todo lo que ocurre alrededor —explicó el niño—. Hace dos noches, una bola de fuego atravesó el cielo en dirección a las montañas de Shola.
—También la hemos visto nosotros —aseguró el caballero, mientras notaba el intenso palpitar de su corazón.
—Mi rey hubiera querido enviar sus mejores guardianes para ayudar a esa pobre gente, pero…
Los ojos del muchacho se llenaron de lágrimas y su voz se estranguló. Wellan lo sujetó enérgicamente por las espaldas rogando a Theandras que no le hubiera ocurrido nada malo a la reina de Shola.
—¡Continúa! —le urgió el caballero.
—Tuvieron miedo… y…
—¿Qué ha ocurrido en Shola? —preguntó Chloé, que se hallaba de pie detrás de Wellan.
—Unas criaturas maléficas han llegado hasta allí al mismo tiempo que el fuego celeste —murmuró el niño temblando de horror.
Los caballeros intercambiaron una mirada de consternación. ¿Cómo era posible aquello? El joven elfo podía haber sufrido una pesadilla. Pero la expresión de su jefe, cuyo rostro iluminaban las llamas del fuego encendido en el campamento, les hizo comprender que también él sabía de qué estaba hablando el niño.
—¿Y nadie ha corrido en su auxilio? —exclamó Wellan conteniendo a duras penas su furia.
—No lo sé… Todo el mundo se ha escondido…
Wellan se levantó bruscamente, sobresaltando al muchacho. ¿Cómo todo un pueblo podía quedarse paralizado cuando sus vecinos más próximos se encontraban en tan gran peligro? ¿Acaso no habían sufrido ya bastante los habitantes de Shola?
—Llévame hasta tu rey —dijo Wellan en tono exigente.
—¿Ahora mismo? —intervino Falcon con la mirada extraviada, escrutando la oscuridad—. ¿No es mejor esperar a que amanezca?
—¿Y arriesgarnos a que los sholienos sean aniquilados? —tronó Wellan en un tono que hizo comprender a todos la gravedad de la situación.
El silencio de sus colegas le hizo comprender que estaban de acuerdo, de forma que les ordenó ensillar sus caballos. Dempsey apagó el fuego y se puso a la cola del grupo, detrás de Chloé y de Jasson. No les gustaba a los animales caminar de noche, lo mismo que a Falcon, pero cuando Wellan tomaba una decisión nadie era capaz de contrariarle.
El caballero principal había hecho montar al joven elfo en su silla, delante de él, y seguía sus indicaciones. Más que nunca, le obsesionaba el dulce rostro de Fan de Shola. Lo más normal era que cada pueblo protegiera a su propia familia real. Si un enemigo había atacado Shola, los habitantes del reino habrían velado por la seguridad de la reina protegiéndola en su palacio de hielo. Su espíritu se resistía a pensar que hubiera sufrido algún daño.
Al cabo de algunas horas, los caballeros llegaron a un gran claro ocupado por pequeñas chozas. Djen saltó a tierra y corrió hacia la más grande. Una débil claridad alumbraba su interior, pero Wellan no fue capaz de distinguir nada. Ordenó a sus colegas que echaran pie a tierra. Todos estaban inquietos, pero su jefe no podía tranquilizarles hasta que no se hubiera hecho cargo de la situación. Les pidió que se quedaran junto a los caballos y se dirigió hacia la choza donde había entrado el muchacho.
Encontró a un hombre sentado en solitario en una silla de piedra, delante de un gran fuego, con los codos apoyados sobre sus rodillas y el rostro oculto entre sus manos. Djen, que se hallaba de pie a su lado, le decía algo al oído. «¿Será el rey de los elfos?», se preguntó Wellan. Dio unos pasos hacia el desconocido, manteniendo el fuego entre ellos. El elfo adulto levantó lentamente la cabeza y lanzó una mirada infinitamente triste al caballero. Su rostro estaba bañado en lágrimas y sus largas mechas rubias aparecían apelmazadas sobre sus mejillas.
—Soy el caballero Wellan de Esmeralda —se presentó con voz firme.
—Y yo el rey Hamil del país de los Elfos —contestó el anfitrión con un tono tenue—. Estoy desolado por no poderos recibir con los honores que os corresponden, caballero, pero sobre nuestro continente se ha abatido una gran desgracia y mi pueblo ha huido al bosque.
—Contadme lo que ha pasado, majestad —pidió Wellan.
Hamil le explicó que los elfos no eran como los humanos, que nacían dotados de estrechos lazos con la tierra y con todos los seres vivos, y que cuando los veían sufrir lo sentían hasta en los más íntimos recovecos de su ser.
—Me habláis de desgracias, majestad, y Djen ha hecho referencia a unas criaturas maléficas. Decidme más cosas —insistió Wellan que veía transcurrir un tiempo precioso sin poder actuar.
—Hace mucho tiempo, cuando los primeros caballeros de Esmeralda protegían Enkidiev, unos monstruos atravesaron el océano para atacar los reinos costeros.
Un espasmo de terror recorrió la espalda de Wellan. Había leído esa historia centenares de veces y había confiado en que aquel enemigo hubiera sido derrotado definitivamente. La víspera, sin ir más lejos, había hablado de ello a sus colegas. Aquellas criaturas parecidas a insectos habían diezmado la población de Enkidiev y la habían reducido a la mitad antes de ser arrojados al mar por los primeros caballeros. Ellos sólo eran siete. Y no podían contar con los elfos.
—¿Estáis seguro de que se trata de las mismas criaturas? —preguntó Wellan, temiendo la respuesta.
—El terror que hemos sentido no es el nuestro, sino el de los humanos enfrentándose a un adversario repugnante y sin piedad —murmuró el rey cerrando los ojos—. He visto en mi espíritu cuerpos oscuros que refulgían como la superficie del agua, con unos dedos que terminaban en garras.
La desgracia se había cernido sobre Shola. Wellan sugirió al rey Hamil reunir a su pueblo, porque si aquellos monstruos habían atacado a sus vecinos, no dudarían en descender de las altiplanicies para actuar contra ellos. Los elfos debían organizarse cuanto antes y activar sus mecanismos de defensa para proteger su territorio. Se inclinó respetuosamente y abandonó la choza del rey. Los caballeros le esperaban en el claro del bosque.
—¿Qué has averiguado? —le preguntó Bergeau.
—El reino de Shola ha sido atacado por monstruos venidos del océano y el rey Hamil lamenta no poder ayudarnos —dijo Wellan resumiendo la conversación con el monarca y montando en su caballo.
—¿Y adónde vamos ahora? —preguntó Falcon con inquietud.
—A Shola, evidentemente.
—¡Tal vez pienses que somos un ejército poderoso que puede atacar a todo un reino —exclamó Jasson con incredulidad—, pero sólo somos siete, Wellan!
—No os obligo a venir conmigo. En realidad, preferiría que regresarais al palacio e informarais a Esmeralda I y a Elund sobre la situación.
—¿Y qué harás mientras tanto?
—Intentaré evaluar los daños producidos y encontrar supervivientes.
—Estoy desolado, hermano mío —replicó Bergeau frunciendo el ceño—, pero si voy a algún sitio será contigo.
—Yo también —añadió Dempsey.
—Es una misión muy peligrosa —les recordó Wellan.
—¡No nos hemos convertido en caballeros para hacer florituras, por todos los dioses! —vociferó Bergeau—. ¡Cuando aprendimos a manejar la espada, sabíamos que algún día nos enfrentaríamos a algo distinto que muñecos de madera!
—Yo también voy —aseguró Chloé.
Falcon y Sento unieron sus voces a las de los demás, añadiendo que los caballeros eran hermanos de armas y que no debían combatir por separado. Pero era necesario que al menos uno de ellos llevara urgentemente el mensaje al rey de Esmeralda.
—Yo mismo —se ofreció Jasson—. ¡Aún no estoy lo suficientemente loco como para enfrentarme a los monstruos!
Wellan le dirigió una mirada cargada de reproches. Los caballeros eran hombres valientes que no debían arredrarse ante el peligro. Tal vez Jasson no era lo suficientemente valeroso como para pertenecer a la Orden. Pero no era el momento de tratar la cuestión. Debían ponerse en marcha lo más rápidamente posible.
—¿Sabrás volver sobre tus pasos en la oscuridad? —le preguntó el jefe de los caballeros con aspereza.
—Al igual que haces tú, puedo captar la energía que hemos dejado en el suelo —replicó Jasson, ofendido—. ¡Está claro que soy capaz de volver a nuestra tierra!
—Entonces, vete.
Jasson montó rápidamente a caballo y tomó hacia el sur. Wellan lo vio desaparecer entre los árboles y trató de pensar en otra cosa.
—Todavía podéis cambiar de idea —les dijo a los demás.
Montaron todos a caballo y aguardaron sus órdenes en silencio. Wellan consultó rápidamente las estrellas y se dirigió hacia el norte. Djen salió entonces de la choza y corrió hacia los caballos.
—¡Seguid el curso del río Mardall! —gritó—. ¡Es el camino más corto!
Wellan le agradeció el aviso y le pidió que velara por el rey Hamil. El grupo atravesó la floresta y alcanzó el curso de agua unos minutos después. Cabalgaron en silencio, uno detrás de otro, con el oído atento a los ruidos de la noche. Era posible que el enemigo hubiera comenzado a descender desde la altiplanicie…