10
Habían decidido pedirle al camarero sonriente algo de beber.
—¿Crees que Dirk Schäfer nos ha ocultado su faceta de escritor deliberadamente?
Erdmann aguardó la respuesta con cierta impaciencia.
—No sé qué decirte. O tal vez sea más bien Nina quien nos lo haya ocultado. Cuando le pregunté si conocía a alguien que estuviera escribiendo una novela policíaca recuerdo que le dirigió a su novio una mirada un tanto extraña.
—Sí, yo también lo advertí. ¿Crees que lo recordó, pero no nos lo quiso comentar?
—Tal vez. Según hemos podido comprobar, el criminal se dedica a copiar lo que sucede en la novela de Jahn, no en la suya propia. Es decir, lo más probable es que no se trate de ningún escritor que ha visto frustrada su carrera, sino de un admirador de Jahn, como la última vez.
—Pero Nina Hartmann no sabía nada del caso de Colonia. ¿Crees que tal vez sospeche que su novio tiene algo que ver con todo este asunto?
Matthiessen se encogió de hombros.
—Quién sabe. Tendremos que volver a hablar con ambos mañana por la mañana a ver. Aunque, la verdad, personalmente dudo que estos relatos de Schäfer sean relevantes para nuestro caso.
—Espero que mañana no contemos también con la presencia del amigo. Creo que me alteraría demasiado que ese pájaro nos interrumpiera continuamente.
Ella sonrió.
—Sí, ese Zander es un individuo un tanto extraño.
Guardaron silencio unos instantes.
—Me interesaría saber —dijo Erdmann— quién puede haber sido esa informadora anónima. ¿Mencionaste que se oía música de fondo?
—Es lo que me indicó el compañero.
—¿Como de una fiesta?
—Lo ignoro. ¿Estás pensando en la fiesta de cumpleaños de Schäfer? ¿Crees que Nina Hartmann decidió llamarnos de forma anónima para inculpar a su novio ya que no se atrevió a decirnos nada directamente cuando hablamos con ella?
Erdmann depositó los cubiertos en su plato y se pasó la servilleta de papel por los labios.
—Bueno, si está convencida de que alguien que se dedica a escribir pudiera ser el criminal que buscamos… ¿Qué otra mujer sabe, en estos momentos, que andamos detrás de un escritor? ¿Quién más puede saber que Schäfer cuelga sus historias en la red?
—Sí, pero aún así dudo que haya sido ella, no tiene sentido. En fin, ya lo averiguaremos.
—¿Qué tal si ya lo dejamos por hoy? —propuso Erdmann—. Es tarde y mañana nos espera un día largo.
Matthiessen reflexionó brevemente y asintió.
—De acuerdo, pero llévame a la Jefatura un momento. Quisiera recoger el informe del caso de Colonia para revisarlo esta noche en casa.
—A mí también me interesa ese informe. Imitaré a mi jefa entonces y me llevaré una copia a casa. Quizá logre que la inspectora jefe me dedique algún elogio.
Matthiessen alzó una ceja.
—Creo detectar que el hecho de que sea mujer te supone un problema.
—No, no el hecho de que seas mujer. El hecho de que te hayan ofrecido el puesto de segunda al mando a ti y no a mí.
Advirtió que ella evaluaba si le hablaba o no en serio, y sólo cuando le vio sonreír distendió a su vez los labios en una amplia sonrisa, mientras sacudía la cabeza.
—De acuerdo, no perdamos más tiempo. Si te llevas tú el informe de Colonia, yo leeré El manuscrito.
Casi una hora más tarde pararon ante la casa de Matthiessen, y Erdmann se preguntó si ella lo invitaría a entrar para tomar una copa. Antes de que pudiera profundizar en aquel pensamiento, ella lo desengañó.
—¿A las ocho? —le preguntó—. ¿Me recoges?
Parece que no.
—Claro, no hay problema. Me suelo aburrir muchísimo los domingos por la mañana solo en casa y me gusta madrugar.
—De acuerdo. Espero que avancemos algo mañana. Buenas noches.
—Y a ti… ¿Andrea?
Ella se detuvo a medio camino de su casa y le miró inquisitiva.
—Eres una mujer complicada, pero… estás equivocada.
—¿Qué? ¿A qué te refieres?
—Te has equivocado al pensar que me resultas antipática.
Una fugaz sonrisa cruzó su rostro y Erdmann creyó incluso detectar un atisbo de rubor en su mejilla.
—Gracias. Hasta mañana.
Se alejó.
—Al menos, no por completo —añadió él sonriente, y se encaminó hacia su coche.
Media hora más tarde abría la puerta de su piso de dos dormitorios en la primera planta de un edificio situado en Eimsbüttel. Arrojó el manojo de llaves en la bandeja de cristal que había a la entrada. Colgó su chaqueta en el perchero y se dirigió a la cocina, sujetando la carpeta con la copia del informe de Colonia en la cinturilla de los pantalones mientras sacaba una cerveza del frigorífico y un vaso de uno de los muebles de cocina situado sobre el fregadero. Insistía, por cuestiones de imagen, en no beber directamente de la botella, sino hacerlo siempre de un vaso. Se acomodó en el sofá de cuero del salón, depositando los papeles en la mesita baja. Abrió la botella y llenó el vaso. Tras un generoso y delicioso trago, miró al televisor. Se sentía inclinado a encenderlo y dejarse invadir por lo que fuera que pusieran, algo que usualmente detestaba. Sus pensamientos se centraron en Julia, y advirtió que siempre la recordaba en momentos así. Ese televisor continuamente encendido mientras ella se hallaba en casa. Su obsesión por comprar cosas que no necesitaba y jamás usaba; cosas que inmediatamente después de ser adquiridas desaparecían para siempre en algún cajón o armario. Comprar por comprar.
Tomó otro trago. Donde quiera que se presentara cosechaba miradas de envidia de otras mujeres, y de deseo de los hombres. Era siete años más joven que él, y cuando se conocieron acababa de cumplir los veintidós. Se había sentido tremendamente orgulloso de que aquella mujer capaz de hechizar a todo el mundo con su belleza y deslumbrante sonrisa se hubiera enamorado precisamente de él. Acaba de ingresar en la policía criminal, y lograr a esa mujer despampanante hizo que su vida le pareciera un sueño hecho realidad. Los primeros meses junto a ella no fueron sino un arrebato de pasión. Tras medio año dejó su apartamento y se fue a vivir con ella a un piso de unos cien metros cuadrados en la zona de Eimsbüttel, a apenas dos calles de su piso actual. El primer año lo pasaron adaptándose, como insistía Julia, pero en realidad no fue más que una sucesión de interminables disputas. Con frecuencia era él quien le reprochaba algo, y se debía a que Julia sólo era feliz si su día consistía en salir de compras con sus amigas, ir a un café de Binnenallee, dos horas adicionales en el gimnasio y, a ser posible, una cena en un buen restaurante. Por supuesto, su sueldo de policía no hubiese podido sostener aquella forma de vida ni dos semanas, pero Julia Priegel era la hija del propietario y jefe médico de la Clínica Priegel, un centro privado especializado en cirugía estética, y el doctor Gerhard Priegel estaba siempre dispuesto a concederle a su hijita cualquier deseo que ésta formulara. Solía ingresar en su cuenta de forma regular una cantidad económica que Erdmann nunca logró averiguar, pero que debía ser sustanciosa.
La felicidad de los primeros tiempos acabó, y ambos simplemente convivieron, aunque construyéndose entornos sociales diferenciados, en cada uno de los cuales no tenía cabida el otro. Sólo realizaban unas pocas actividades en común, y cuando asistían a algún evento Erdmann seguía comprobando cómo las mujeres se enfrentaban a Julia con envidia y los hombres la deseaban.
Con el tiempo Erdmann fue cada vez más consciente de que esa no era la vida que quería llevar, ni con Julia ni con ninguna otra mujer. Intentó hablar con ella, una y otra vez, pero no llegaban a entenderse, y ella le reprochaba que él no aceptara que el dinero de su padre le permitiera llevar una vida más agradable. Finalmente, hacía diez meses, la miró una mañana mientras ella mantenía la vista fija en el televisor situado al lado de la tostadora y le dijo, de forma espontánea:
—Quiero que nos separemos.
A ella le llevó un tiempo apartar la vista de la pantalla, en la que seguía el argumento de alguna telenovela. Tanto tiempo que comenzó a albergar la esperanza de que trataría de convencerlo de que aquello era un error y que serían capaces de solucionar sus problemas y encontrarse a medio camino. Pero en algún momento vio cómo separaba sus labios perfectamente maquillados para decir:
—Pero el piso me lo quedo yo.
La carpeta sobre la mesa llamó su atención y se obligó a apartar a Julia de su cabeza.
El caso de Colonia. Sin resolver. Tal vez hallara allí algo que le ayudara a avanzar. Algo que Matthiessen no hubiera detectado antes que él. Matthiessen. Aquella tarde había cambiado su opinión sobre aquella mujer. Lo que le había explicado le hacía comprender su comportamiento, aunque seguía pensando que exageraba a la hora de seguir las normas a rajatabla. Además, seguía creyendo que él mismo se hallaba tan cualificado como ella para ocupar el puesto de segundo al mando de aquella Unidad Especial, pero ahora era consciente de que ella no había pedido que le asignaran aquel puesto. Probablemente incluso se lo hubiera cedido con mucho gusto. Consideró la posibilidad de que le resultara simpática, pero reconoció que no llegaba a tanto. Tras un nuevo trago de cerveza se quitó los zapatos, cogió la carpeta de la mesa y se acomodó en el sofá.
Lo primero que vio fueron varias fotografías de la víctima, que examinó con una mezcla de sorpresa y repugnancia. La mujer estaba desnuda, pero ni un solo centímetro de su piel quedaba a la vista. Su cuerpo estaba completamente pintado y, tal como demostraban las ampliaciones, se había empleado pintura al óleo. En algunos puntos, por ejemplo, donde debían encontrarse los pezones, la capa de pintura era tan gruesa que éstos eran imposibles de advertir. No se había dibujado nada en concreto sobre el cuerpo, se trataba más bien de una composición abstracta, descoordinada, formas psicodélicas entrelazadas entre sí, perdiéndose las unas en las otras.
Erdmann apartó las fotografías y leyó el informe. La víctima había sido encontrada en una callejuela, sobre la acera, con los brazos y piernas extendidos, probablemente para que no se estropease el dibujo realizado sobre ella.
El informe de la autopsia aclaró que habían golpeado su cabeza con una barra de hierro que se encontró en las proximidades del cadáver. Aunque no fue aquélla la causa de la muerte, pues presentaba marcas de estrangulamiento. No parecía haber señales de abuso sexual.
Continuó averiguando que debido a las marcas de sangre encontradas se partió de la suposición de que el lugar del hallazgo coincidía con el lugar del crimen. El asesino habría estado acechando en la oscuridad hasta que golpeó a la mujer desde atrás, y cuando la tuvo inconsciente, la estranguló. Una vez muerta, la había desnudado y había pintado sobre su cuerpo. Los expertos calculaban que todo el proceso le habría llevado como mínimo una media hora. Erdmann se preguntó cuánta sangre fría se necesitaba para asesinar a una mujer en plena calle, tumbarla sobre una acera y dedicarse a pintar sobre ella durante media hora.
Apartó el informé y se sobresaltó al ver lo que la carpeta incluía a continuación: una hoja de papel con un texto en cursiva, un extracto de El retratista nocturno de Jahn, concretamente el pasaje en el que se describía el asesinato.
Pasaba poco de la medianoche cuando el retratista decidió ponerse en camino. Había estado sintiendo la inspiración durante todo el día, una tensión incorpórea que absorbía todos sus pensamientos aún no iniciados y le sumía en un estado de creatividad puro, sin palabras.
Las cuestiones cotidianas se volvieron secundarias. No había recordado que necesitaba alimentarse, ni tan siquiera hidratarse. Se había limitado a permanecer allí sentado aguardando pacientemente la caída de la oscuridad.
Estaba preparado para una nueva obra maestra.
El retratista solo dibujaba de noche.
La tenebrosa atmósfera de las escasamente iluminadas callejuelas era como el beso de los pálidos labios de su musa.
La oscuridad envolvía la mano que sostenía el fino pincel en un paño aterciopelado, impidiendo que la presión para extender la pintura fuese excesiva. Creaba obras únicas de ese modo, el arte más verdadero.
Era un pintor reputado. Pocos periódicos olvidaban mencionar su arte.
Tras años de ser ignorado con sus obras más convencionales, en los que suplicó atención y recibió burlas, por fin el mundo estaba pendiente de su trabajo.
Le llamaban Retratista Nocturno. Un nombre único.
Una leve sonrisa bailó en sus labios cuando depositó el maletín de madera con sus utensilios de trabajo en una pequeña calle cortada.
La sonrisa de alguien que tenía un secreto y que, haciendo gala de su generosidad, se disponía a mostrar al público un atisbo de su genio.
Comprobó los alrededores, los edificios convertidos en sombras deshabitadas. Había elegido un buen lugar.
Jamás volvía a trabajar en un mismo lugar, pues le restaría originalidad a su obra.
Abrió cuidadosamente la tapa de su maletín, sacó un paño, que colocó sobre la acera. Con sumo cuidado alineó los tubos de pintura en la parte superior del paño, debajo de ellos situó los pinceles, de diverso grosor.
Después aguardó. Aquello podía llevar un tiempo.
En algunas ocasiones esperaba en vano, y el amanecer le obligaba volver a casa sin haber podido trabajar. Pero así era el arte. No podía forzarse.
Esta noche, sin embargo, le esperaba el éxito.
Un golpeteo regular interrumpió el silencio de la noche, y abandonó el lugar que iba a servirle de estudio. Siguió al sonido, dejó que éste le guiara. Finalmente la vio ante sí, una negra silueta que apenas destacaba en la oscuridad, y su corazón dio un vuelco.
Era ella. El pintor había hallado su lienzo.
Cuando se situó detrás de ella para golpearla en la cabeza, la mujer se detuvo un segundo, anticipando algo, pero fue demasiado tarde. El crujido con el que su cráneo cedió a la presión de la barra de hierro condujo una oleada de calor a su entrepierna. Se arrodilló sobre ella, rodeando su delgado cuello con ambas manos, apretó con todas sus fuerzas y no pudo evitar gemir por el esfuerzo realizado, pero también por el placer que le proporcionaba aquella increíble sensación, la demostración de su poder. Con los últimos estertores, su bajo vientre liberó su propia calidez.
Permaneció unos instantes sobre ella, jadeando. Necesitó unos momentos hasta decidirse a separarse de su cuerpo, separar de ella las prendas de ropa, liberar su lienzo del envoltorio. Y después estuvo listo para su nueva obra de arte.
Erdmann apartó asqueado aquella hoja de papel. Se imaginó a Christoph Jahn, que tenía cierto parecido con Sean Connery, escribiendo esa repugnante escena.
El informe revelaba con cuanta exactitud el asesino real había seguido lo que indicaba la novela. Incluso se habían colocado las piernas de la víctima en idéntica posición a la de la novela.
Además, le había cortado varios mechones de pelo.
Los agentes de Colonia también habían hallado referencias a eso en la novela de Jahn. El perturbado asesino del libro empleaba aquel cabello para fabricarse nuevos pinceles de diverso grosor con los que dibujar sobre su siguiente víctima.
Erdmann se preguntó hasta qué punto el asesino había estado obsesionado por imitar la novela. Si realmente guardaba en alguna parte pinceles fabricados a partir de los cabellos de sus víctimas. Y si también se había excitado en el momento en el que murió entre sus manos la joven de Colonia.
Asqueado, lanzó la carpeta sobre la mesa, se recostó sobre el respaldo del sofá y cerró los ojos. Cuando más pensaba en ello, más claro tenía que debía tratarse del mismo asesino. Se preguntó qué clase persona sería. ¿Un perturbado que aprovechaba las novelas de Christoph Jahn para inspirarse? ¿O un gran admirador del autor, el mismo que le había enviado cartas cuatro años atrás, y le había dicho que le ayudaría a situarlo en las listas de ventas, donde merecía estar por méritos propios? Si se tratase de esto último, ¿por qué actuar cuatro años después, volviendo a cometer un crimen a partir de otra novela de Jahn? Erdmann abrió los ojos, volvió a recoger la carpeta con el informe y continuó repasando papeles.
No tuvo que buscar demasiado para encontrar las copias de las cartas que Jahn había recibido justo antes del crimen. Eran doce, todas ellas se habían ordenado de forma cronológica, y su contenido coincidía en lo principal:
Estimado Christoph,
Quisiera comentarle lo mucho que admiro sus novelas. Debe saber que no todos los lectores son estúpidos y se niegan a reconocer la calidad de sus escritos.
Su mayor admirador,
Estimado Christoph,
Siga escribiendo como sabe. Sus novelas son únicas. Empiezo a odiar a aquellos que no saben reconocerlo.
Su mayor admirador,
Las cartas se asemejaban unas a otras, excepto la última, que, como Jahn mismo había mencionado, era diferente:
Estimado Christoph,
Me ocuparé de que sus novelas alcancen el lugar que merecen.
Su mayor admirador,
Erdmann apartó la última de las copias y reflexionó sobre la posibilidad de que alguien se decidiera a cometer asesinatos sólo para incrementar las ventas de una novela. Pero, por muy extraño que pareciera, sabía por experiencia que el ser humano buscaba los motivos más peregrinos para matar.
Dedicó de nuevo su atención al informe, buscando algo que le aclarara cómo era el asesino.