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La casa a la que se dirigían distaba unos dos kilómetros de la fábrica abandonada en la que habían encontrado aquella perfecta imitación del sótano de Jahn. Estaba situada en las cercanías del canal Steendiek. El contrato de alquiler no exageraba en su descripción, era evidente que aquello no era habitable. El terreno, de aproximadamente mil metros cuadrados se hallaba bastante descuidado, rodeado en tres de sus lados por un muro de ladrillo, en el cuarto de una alambrada alta. La entrada la formaba un espacio sin cubrir entre la alambrada y el muro. La edificación, de una sola planta, era amplia, de unos quince por veinte metros. La fachada gris se encontraba parcialmente parcheada, y quedaban a la vista ladrillos rojos en algunos puntos. Las ventanas estaban tapadas con maderas viejas, aunque en dos de ellas éstas se habían desprendido lo suficiente como para dejar pasar parcialmente la luz. La oscura puerta de madera pintada de rojo parecía cerrar bien pese a las torcidas bisagras. La casa ofrecía una impresión desolada y amenazante.
Esperaron la llegada de los hombres de refuerzo que habían solicitado de la Unidad Especial. Finalmente, Erdmann los vio llegar, bajando de dos vehículos negros. Su aspecto marcial y los chalecos antibalas negros le trajeron a la mente las Fuerzas Especiales de las películas americanas. Todo se desarrollaba rápidamente, pero en el más completo de los silencios, y en menos de diez minutos, diez hombres cubrían aquellos muros y esperaban la orden para entrar en el edificio.
Matthiessen habló brevemente con el agente que estaba al mando, que le tendió dos chalecos negros.
Se puso uno y sacó el arma. Erdmann la imitó. Luego Matthiessen hizo una señal que sirvió para que todos se aproximaran despacio y agachados al edificio. Erdmann sentía latir su corazón desbocado mientras alcanzaba la puerta principal junto a su compañera, aproximándose cada vez más a la entrada con pasos cautelosos. Se preguntó si la asesina estaría allí y si habría muerto alguien más.