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Contrariamente a lo que había supuesto Erdmann, la puerta no cerraba bien. Estaba abierta algo más de un palmo, y el borde inferior arañaba el suelo. Dos de los agentes la levantaron un poco para poder moverla sin hacer ruido.
En el interior de aquella casa estaba todo oscuro, pues las ventanas tapadas no permitían más luz que aquella que se filtraba por entre las rendijas de las tablas de madera. Erdmann entró en primer lugar y se detuvo a los pocos pasos para acostumbrar sus ojos a la escasa iluminación. Tras él oyó el leve crujir de los pies de los agentes que le seguían.
Se encontraban en una especie de pasillo que conducía a una estancia mayor. A su izquierda, unas escaleras bajaban a una planta inferior. Aquí y allá encontraron desperdigados muebles viejos, parcialmente destrozados. Todo estaba cubierto de una gruesa capa de polvo. En las finas rendijas de luz bailaban su loca danza las partículas de polvo que acababan de levantar.
Uno de los agentes adelantó a Erdmann y se situó delante. Le siguieron otros dos, después apareció Matthiessen a su lado. Siguieron a aquellos hombres hasta la habitación en la que desembocaba el pasillo y que tal vez años atrás había sido usada como salón. En ella encontraron tres puertas. El primer agente se detuvo y se comunicó con los demás mediante señas. Se repartieron y abandonaron aquella habitación uno tras otro. Matthiessen tocó a Erdmann en el brazo y le señaló un punto a sus espaldas, y éste comprendió inmediatamente a qué se refería. El sótano. Retrocedió, al igual que hizo su compañera. Dos de los agentes ya estaban bajando las escaleras; les siguieron.
Los peldaños terminaban en un pasillo totalmente a oscuras. Los hombres encendieron linternas, manteniendo tan baja la intensidad de la luz que ésta sólo podía iluminar el entorno más inmediato. El pasillo era muy corto, de unos cinco metros, lo que sorprendía en una casa tan grande. Erdmann supuso que tendría que haber otras escaleras que llevasen a otro sótano.
A ambos lados del pasillo había una puerta. Los hombres se repartieron entre ambas, preparados para abrirlas silenciosamente. Se giraron hacia Erdmann y Matthiessen, aguardando hasta que los dos estuvieran a su altura. Una vez situados cerca, uno de los hombres realizó una seña con la cabeza, pero, justo cuando se disponía a abrir la puerta, comenzaron los gritos.