Si se quería alabar a un emperador romano posterior al siglo II d. C., era casi obligatorio compararle con el gran emperador Trajano, que vivió a comienzos de ese siglo. Marco Comelio Frontón, cortesano y confidente del emperador Marco Aurelio, escribió en el año 165 d. C. una «Introducción a la Historia» para beneficio del hermano del emperador, en la que Trajano era inevitablemente traído a colación por su capacidad para ganar popularidad entre la plebe. Pero lo que cuenta Frontón es muy revelador sobre el modo en que la aristocracia romana veía a las clases bajas de Roma:

Basándose en los más altos principios de sabiduría política, el emperador no pasó por alto incluso a los actores y otros ejecutantes de la escena, el circo o el anfiteatro. Y ello porque sabía que al pueblo romano se le atrae sobre todo por dos medios: el suministro de grano y los espectáculos públicos. El gobierno de un emperador no se juzga menos por los entretenimientos que por asuntos serios. Descuidar los temas serios puede causar mayor daño, pero el descuido de las diversiones crea un descontento mayor. Entregando regalos solo los plebeyos que están en la lista de entrega de grano se sienten satisfechos, y solo de uno en uno cuando se llaman sus nombres. En cambio, todo el mundo queda satisfecho con los espectáculos.

Este párrafo está lleno de los prejuicios del romano adinerado sobre el romano pobre, especialmente en lo que se refiere a su necia devoción al pan y a los juegos circenses, que el poeta Juvenal (10, 79-81) caricaturizara para siempre en sus amargas sátiras. Pero también contiene una alusión a un aspecto menos mencionado: que una gran parte de los pobres de Roma, que acudían a los espectáculos, nunca participaba del reparto público regular de grano y dinero. Si damos un paso más, y recordamos que incluso el mayor de todos los espectáculos —los juegos en el Circo Máximo— solo podía ser presenciado por unas 250 000 personas (solo unos 50 000 cabían en el Coliseo), comenzamos a percatarnos de que del millón o millón y medio de personas que vivían en Roma, una proporción elevada de los verdaderamente pobres no disfrutaba de los agasajos que supuestamente corrompían a la plebe romana. Por supuesto, los ricos también acudían a los espectáculos y a veces desdeñaban hacer cola para conseguir sus bonos de grano, sin que aparentemente quedaran envilecidos. Plinio el Joven, de hecho, alababa los juegos gladiatorios en tanto que preparaban a los espectadores para la muerte y el sufrimiento.

A lo largo de la historia, los ricos han creado estereotipos sobre los pobres según su conveniencia. «Una de las características de la desigualdad», dice un estudio reciente sobre los pobres, «es que gran parte de la gente que más puede ganar con ella no es consciente de la misma o no quiere que se la recuerden». Esta indiferencia surge de una creencia muy enraizada e instintiva en que los pobres son parte —incluso una parte infrahumana— del orden natural y predestinado del mundo (esto es, estructural). Al tiempo, y paradójicamente, también se piensa que los pobres tienen la culpa de su propia condición (esto es, coyuntural). La existencia de pobres en una era de relativa opulencia probó para el filósofo del siglo XVII John Locke que la pobreza no se debía a una «escasez de aprovisionamiento» ni a «falta de empleo», sino a una «relación de la disciplina y corrupción de la conducta».

Así pues, el crimen, o las deformidades físicas y mentales, la ignorancia congénita y las familias numerosas forman parte de los rasgos estructurales y naturales de la pobreza, a lo que se añade el apéndice inevitable y conveniente para la mentalidad de los ricos de que en el fondo los pobres están contentos con su suerte. La pobreza coyuntural ha desalentado siempre, sin embargo, la caridad y la beneficencia, dado que se suponía que creaba parásitos perezosos y aprovechados, que en último extremo causan problemas sociales y políticos. En las comunidades rurales de la Europa preindustrial se argumentaba con regularidad, pese a las evidentes malas cosechas y hambrunas, que la beneficencia urbana solo estimulaba a los campesino perezosos para marchar en rebaño a la ciudad. Ciudades como Bérgamo en el siglo XVI o Lyon en el XVII excluían a vagabundos, emigrantes y extranjeros de sus listas de caridad. Lo importante de todos estos estereotipos no es si son ciertos o no, sino que legitiman a los ricos en el disfrute de sus riquezas.

No debe por tanto sorprendernos que griegos y romanos definieran casi exactamente la misma serie de características estructurales y coyunturales de la pobreza. Son esos prejuicios los que predominan en nuestras fuentes, que fueron escritas por o para los ricos. Aristóteles idealizó una sociedad en la que los pobres «son tan serviles que no pueden mandar sino solo obedecer…; un estado de amos y esclavos» (Arist. Pol., 1266b). Dado que trabajo y propiedad son mutuamente excluyentes, Platón describió a los esclavos y a los trabajadores pobres no propietarios como aquellos que no tenían dominio sobre sí mismos y sus instintos animales naturales (Rep 590c; Ep., 7, 351a). La única función de los trabajadores manuales era producir objetos necesarios para los hombres virtuosos (Plotino). «El trabajo asalariado», decía Cicerón, «es sórdido e indigno de un hombre distinguido» (De off., 1, 150). No había belleza u honor en las artes del trabajador (Séneca, Ep., 88,21). Era, por lo tanto, natural que las clases trabajadoras fueran pobres y estuvieran dominadas por todos los vicios. La estafa y la mentira eran consustanciales a aquellos que habían de tomar parte en trabajo no honorable (Cicerón, Tuse., 1, 1-25). «En la pobreza», decía Séneca, «solo hay lugar para un tipo de virtud: no ser abatido o aplastado por ella» (De beat. vit., 22).

Y sin embargo, pese a estos enraizados sentimientos sobre la pobreza estructural y la pesimista visión del trabajo, los romanos no dejaron de moralizar sobre las virtudes románticas del trabajo duro —normalmente el trabajo en el campo— y sobre la culpabilidad de los pobres que habían fallado en este sentido. «El trabajo duro continuado», dice Virgilio, «lo supera todo», y Séneca argumentó que no se podía alcanzar virtud sin esfuerzo (Georg., 1, 145; De beat. vit., 25, 5). El término latino iners para el hombre desempleado implica pereza, y el lenguaje de la prosa y de la poesía está lleno de epítetos peyorativos similares aplicados a la pobreza en tanto que «mal repugnante y deforme proclive al crimen». Puede oírse la desaprobación moral de la pobreza en un grafito pompeyano: «Odio a los pobres. Si alguien quiere algo por nada es que es tonto. Debería pagar por ello» (Cil., 4, 9839b). Un pobre era automáticamente sospechoso como testigo de un tribunal, «dado que su pobreza puede indicar que anda en busca de beneficio» (Dig., 22, 5, 3). Aristóteles nos da incluso una indicación sobre el muy moderno estereotipo del pobre sexualmente imprevisor con familia numerosa, cuando dice «Si no se impone alguna restricción al ritmo de reproducción… la pobreza es el resultado inevitable». (Pol., 1265b).

Una de las fuentes más reveladoras de todas es el historiador y político tardorrepublicano Salustio, quien escribió un tratado moral sobre la conspiración de Catilina del 63 a. C. Su trabajo trasluce un miedo y odio patológico hacia los pobres, lleno como está de frases como «la demencia de los pobres» que «envidian lo bueno y alaban lo malo», que «odian lo antiguo» y «odian su propia condición». Expresa así la típica visión romana de la pobreza coyuntural, que resulta muy similar a la del siglo XVI d. C. en tanto que combina una prodigiosa falta de interés por el trabajo asalariado con el terror a la desvergüenza y libertinaje criminal de la plebs urbana. «Jóvenes que habían superado escaseces en el campo mediante los salarios de su trabajo fueron seducidos por la largueza privada y pública y llegaron a preferir la inactividad al trabajo duro pobremente remunerado. No es sorprendente que hombres desesperados, sin trabajo ni hogar, sin moralidad y con deseos desmesurados apreciaran tan poco al Estado como a ellos mismos» (Cat., 37).

Es un axioma de todos los estudios modernos que la pobreza es una condición más fácil de describir que de definir. Todos los intentos de clasificarla son arbitrarios, relativos y edificados sobre una resbaladiza escala de carencias. El utilitarista del siglo XIX Jeremy Bentham definió la pobreza como «la situación de quien, para subsistir, se ve forzado a recurrir al trabajo». La indigencia, continuaba sin embargo, «es la situación de quien, carente de propiedad…, es al mismo tiempo incapaz de trabajar o incapaz, incluso trabajando, de procurarse las cosas de que carece». Hoy en día no podemos aceptar la elitista visión del trabajo de Bentham, aunque no tendríamos dificultad en aceptar la descripción económica de la miseria. Los romanos, como hemos visto, podrían haber aceptado fácilmente la definición, pero añadiendo tras «incapaz» el término «o reacio».

Inserto dentro de esta concepción de pobreza está el concepto de necesidades y deseos, y es aquí donde el asunto se complica. Solo en el siglo XX hemos llegado a establecer conceptos como «umbral de pobreza» y «mínimo de subsistencia», pero han resultado ser tan controvertidos como lo son arbitrarios. No existen incluso datos científicos firmes sobre las necesidades mínimas nutricionales y alimentarias de los individuos —se nos dice que alrededor de entre 1000 y 3000 calorías diarias, pero dependiendo de todo tipo de variables (como tipo de trabajo, clima, ocio y actividad sexual, etc.). De hecho, «la pobreza», según un importante estudio moderno, «es un juicio de valor. No es algo demostrable o verificable, excepto por inferencia o propuesta». ¿Cómo, entonces, podemos llegar a tener una idea razonable de quiénes o cuántos eran los pobres romanos?

En primer lugar, recordemos que la pobreza masiva en las sociedades antiguas y modernas preindustriales fue y sigue siendo sobre todo un fenómeno rural que raramente es documentado. Un trabajador urbano no cualificado podía ganar en torno a tres sestercios al día; pero es que en una lista de propietarios de tierra, proveniente de Liguria Baebiani, cerca de Benevento, que excluía a los granjeros más pobres a nivel de subsistencia, la propiedad más baja recogida era una que proporcionaba solo unos dos sestercios diarios. Este estudio tratará por tanto solo sobre la pobreza urbana, que es mejor conocida, a veces más extrema y normalmente más dramática, porque combina toda la miseria de la vida urbana con los temores sociales y políticos de los ricos.

Uno de los métodos de que disponemos para obtener una idea sobre la población de Roma es la comparación con lo que la vida fue en épocas mejor documentadas. En la Florencia del siglo XIII se calcula que el 70 por 100 de la familias tenían necesidades mayores que sus ingresos debido a razones estructurales basadas en el tamaño familiar, número de hijos, sexo y edad. Estudios detallados de ciudades europeas preindustriales tan variadas como Norwich (Gran Bretaña), Lyon (Francia), Toledo (España) y Roma (Italia), entre los siglos XV-XVIII, indican que aproximadamente un 4-8 por 100 de la población no era capaz de ganarse la vida (por invalidez, edad, etc.); otro 20 por 100 estaba en crisis permanente debido a las fluctuaciones de los precios y los bajos salarios; mientras que otro 30-40 por 100 eran artesanos modestos, funcionarios menores o tenderos, que podían caer por debajo del nivel de subsistencia temporalmente y por razones coyunturales (familia, estructura de edad, cambios en el comercio, desgracias personales).

Por supuesto, carecemos de estadísticas sobre la Roma antigua, y solo tenemos una noción vaga y limitada de lo que era necesario para subsistir. El abogado Gayo, por ejemplo, dice que algunos consideran que la palabra «vivir» (vivere) se refiere solo a la alimentación, mientras que otros añaden también la ropa y la paja, porque «sin ellas nadie puede vivir» (Dig., 50, 16, 234, 2). No hay referencia alguna a un techo o abrigo. Salustio (BC, 48) habla solo de alimentación y vestimenta, y Tácito (A, 4, 30) se refiere vagamente a «las cosas indispensables para vivir». Podemos notar cuán arbitrarias son las definiciones de pobreza por el testimonio de Juan Crisóstomo de Antioquía en el siglo IV d. C., quien afirma que los pobres en necesidad de ayuda sumaban el 10 por 100 de la población, pero que la Iglesia solo podía cuidar de una quinta parte de los necesitados, un número que él cifra en 3000 (PG, 58, 630).

Si por otro lado tenemos en cuenta la distribución de riqueza entre ricos y pobres, la cuestión se complica por la esclavitud. Las estimaciones sobre el número de esclavos que habitaban en la ciudad varían entre un tercio de la población (cifra que probablemente es demasiado elevada y que se basa en un dato que se nos da para la ciudad griega de Pérgamo: Galeno V, 49) y un 10 por 100. Algunos de esos esclavos, aun viviendo en las casas de sus amos, pudieron estar muy bien alojados y alimentados si se compara con los pobres más desvalidos. Otros estaban en situación similar a la de pequeños artesanos, trabajando independientemente de sus amos con su propio peculium. No hay razón, en realidad, para dar a los esclavos una categoría diferente de pobreza y, como veremos, estos sintieron en ocasiones una solidaridad social con los individuos libres pobres.

La evidencia epigráfica sobre lápidas funerarias no deja duda de que la categoría principal de la plebe romana estaba clasificada socialmente como libertos, como ex esclavos a los que se había concedido la libertad durante su vida. Es evidente, aunque frecuentemente olvidado, que el hijo de un liberto era considerado un romano libre, aun sufriendo algunas desventajas debidas al esnobismo social. Es, pues, muy notable que el número de libertos en Roma nunca parezca disminuir mucho. Nuestra evidencia epigráfica recoge unas tres inscripciones de libertos por cada hombre libre, lo que no tiene en cuenta a las personas demasiado pobres para pagarse una lápida funeraria. Incluso en el siglo II d. C., cuando el emperador Trajano ofreció ayuda estatal para alentar el nacimiento de hijos de padres libres, el número de niños que recibió esta ayuda ascendió solo a unos 5000, un poco más del 1 por 100 de las familias de Roma. Si el número de esclavos era constantemente reemplazado, según sus predecesores morían o eran manumitidos, y si el número de libertos fue todo el tiempo elevado, entonces debe haber habido una alta tasa de mortalidad entre esclavos y libertos, más alta que la tasa de reproducción e implicando malas condiciones de vida en la ciudad. Los libertos, sin embargo, como los esclavos, no eran una clase separada de pobres. Algunos de los que conocemos por grandes monumentos de Roma, como el del panadero Eurisaces en la Porta Maggiore, eran enormemente ricos y estaban orgullosos de su profesión. Muchos de los que no dejaron referencia de su profesión o negocio —alrededor de la mitad de las lápidas de época imperial— deben haber formado parte del grupo de los pobres o muy pobres formado por gente de todas las clases sociales.

Al final, podemos estar seguros de que en Roma se dieron todas las categorías de pobreza, igual que en la ciudades europeas posteriores y al menos en las mismas proporciones, si no mayores. «Qué grande es el número de los pobres», dice Séneca, aunque luego continúa en lo que ya hemos visto es un punto de vista típicamente de ricos: «y sin embargo notarás que en modo alguno son más tristes o ansiosos que los ricos» (Ad Helv., 12, 1). Cicerón nos da una idea de las diferencias existentes incluso entre los pobres. «Si se defiende a un hombre pobre (inops), que sin embargo es honrado e íntegro —y hay una elevada proporción de ellos entre la gente—, entonces todos los humildes (humiles) que no sean deshonestos mirarán al defensor como una ayuda» (De Off., 2, 70). Téngase en cuenta ese «sin embargo» entre las categorías de «pobre» y «humilde». Séneca también continúa hablando de opes paene inopes —los ricos en el límite de la pobreza—, que han de ser muy cuidadosos con el modo en que viven.

Podemos hacemos una idea de la enorme diferencia entre ricos y pobres mediante sus ingresos relativos. Dejando a un lado a los desempleados o a los inempleables, un trabajador no cualificado ganaba sobre tres sestercios al día, que es aproximadamente el doble de lo que se daba a un recluta del ejército en época de Julio César. Pero Séneca nos cuenta que uno de los contemporáneos de César, Catón el Joven, quien cantó las alabanzas de la vida sencilla, tenía propiedades valoradas en cuatro millones de sestercios, lo que le proporcionaría unos ingresos del orden de 550-650 sestercios al día; la proporción es de 1:200. Y la riqueza de Catón no es en modo alguno la mayor que conocemos: las propiedades de Séneca fueron evaluadas a su muerte en 300 millones de sestercios (Tácito, An., 13, 42), y había muchas fortunas del Alto Imperio en el margen de 100 a 200 millones. En momentos posteriores del Imperio esta concentración de riqueza parece haber aumentado. El diferencial entre un soldado raso, un centurión veterano y un tribuno senatorial era de alrededor de 1:66:400. Esto nos da una idea de la gran diferencia de riqueza existente entre los niveles superiores y un bastante bien pagado centurión, que podía incluso esperar conseguir un estatus senatorial.

Ninguna de estas estadísticas incluye, sin embargo, a los muy pobres, los miserables que no contaban con medios visibles de subsistencia. El problema del vocabulario referido a la pobreza es saber qué significa en cada caso. Como hemos visto, normalmente se refiere a la mayoría que no gozaba del ocio de los ricos sin tener en cuenta la cuantía de sus ganancias. Palabras como inopes (sin recursos), eqentes (necesitados), pauperes (pobres), humiles (humildes), abiecti (proscritos) se utilizaban sin precisión, y a menudo se las dotaba de significado político o social al combinarlas con términos para «chusma», como vulgus, turba, multitudo, ochlos (en griego) o simplemente plebs. Todos estos términos variaban según las masas se estuvieran comportando violenta o constitucionalmente.

Algunos de los pobres que actuaban en las turbamultas deben haber sido totalmente míseros, y los ricos romanos tendían a pensar en ellos como en criminales. Por ejemplo, el historiador romano Apiano (que escribió en griego) nos dice cómo, en los disturbios a causa del grano contra el joven pretendiente Octavio en el 40 a. C., la chusma amenazó con quemar las casas de aquellos que rehusaban unirse a ellos. Es evidente que en esta fase los más pobres estaban persuadiendo a los menos pobres. Pero cuando las tropas de Octavio mataron a algunos de los amotinados, los soldados les quitaron sus ropas de calidad a modo de botín, tarea a la cual se unieron las «clases criminales» (BC, 5, 67). Estos últimos no parecen haber formado parte de lo alborotadores.

De estos ejemplos y de otros muchos similares podemos extraer tres conclusiones sobre la definición de los pobres. En primer lugar, que toda pobreza es relativa. Para los soldados y los míseros «criminales» las ropas de los menos pobres parecían de calidad. Juvenal, que se quejaba constantemente de su pobreza y de la insultante arrogancia de los ricos, consideraba pobre a una persona si tenía menos de 20 000 sestercios al año (9, 140 ss). Sucede que esa cantidad es casi la cualificación económica mínima para pretender al elevado orden ecuestre, que consideramos rico y muy por encima de nuestro trabajador, que gana alrededor de la vigésima parte de esa cifra. El concepto de carencia relativa, combinado con la necesidad imperiosa —para aquellos que aspiraban a una posición de estatus elevado— de mantener un nivel de vida determinado, hace creíble, aunque engañosa, la noción de un pobre hombre rico.

La segunda inferencia es importante, porque concierne al lenguaje referido a la pobreza. Pauperes y sus sinónimos pueden y deben incluir no solo a los mendigos y míseros, sino también los relativamente más acomodados artesanos y tenderos, que eran ciertamente pobres en comparación con las clases ricas de propietarios, en el sentido de hallarse en el borde de la pobreza coyuntural, tal y como era el caso en la Florencia del siglo XIII. Pero como anota Séneca en su estilo autosatisfecho, ellos no necesariamente se consideraban a sí mismos infortunados. Petronio imagina a un «trapero» (centonarius) que poseía una casita en el campo y era amigo íntimo de un hombre que había heredado 30 millones de sestercios y que poseía un grupo de gladiadores (Sat., 45). Los traperos, sin embargo, eran claramente humiliores en la ley (Cody Thedd., 14, 8, 2). En la comedia de Aristófanes Pluto, el personaje de Penia (Pobreza) niega cuidadosamente que Ptochia (Mendicidad) sea su hermana. «La vida del mendigo», dice, «consiste en vivir sin poseer nada, pero la existencia del pobre es vivir frugalmente y dedicándose al trabajo, puede que sin nada que derrochar, pero tampoco con necesidad» (551-4).

Incluso esta palabra, que no tiene equivalente preciso en latín, podía usarse de modo relativo, como en el caso de Gorgias en la obra de Menandro Distolo, que se autodenomina ptochos, aunque posee un terreno y un esclavo. «No es pobreza no tener nada», dice el poeta Marcial (11, 328). Cuando se quiere imaginar la peor de la pobrezas, se figura un proscrito a quien no se consiente ni siquiera la compañía de los mendigos que viven bajo los arcos de los puentes o en la colina de los mendigos, el Clivus Aricinus, a 24 kilómetros de Roma. Ha de mendigar a los propios mendigos el pan que estos arrojan a los perros. Y cuando no tiene un techo en diciembre, los que obtienen un entierro de pobre le parecen afortunados, mientras escucha a los pájaros y perros que se reúnen a su alrededor para roer sus huesos mientras agoniza (10, 5).

Por exagerado que este cuadro horrible pueda ser, nos sirve para enfatizar las gradaciones de pobreza y el hecho de que no existía un grupo único de «los pobres». Esto es muy importante si consideramos el modo en que los ricos respondían a la pobreza. Desde su punto de vista, la pobreza estaba estrechamente ligada al estatus social y no es accidente que los órdenes ecuestre y senatorial se separaran de las masas mediante la exigencia de un nivel mínimo de riqueza; justo lo contrario que la sociedad del siglo XX, que muestra más interés en el fondo de la escala social y que trata de separar la indigencia intolerable de la pobreza tolerable mediante un umbral determinado.

En términos romanos de estatus, el término «pobre» significa normalmente «cualquiera que no pertenece a los órdenes gobernantes», y esto quedó institucionalizado en la teoría legal del Imperio por la división entre honestiores en sentido lato (propietarios) y humiliores (en general, trabajadores). A no ser que, cierro está, se tratara de un asunto de privilegio o importancia política; entonces se hacía importante para los ricos separar a los pobres buenos —«la gente»— de los malos —«la chusma»—. Ya hemos visto cómo Cicerón aconsejaba atraerse a los pobres «honestos» para propósitos electorales. Claramente no se refería a los esclavos, libertos o no-ciudadanos, que tenían escaso o nulo derecho a voto. El tribuno Druso fue capaz de escindir el apoyo a Cayo Graco en 123 a. C. al proponer que «los más pobres» pudieran ser incluidos en la ley colonial de Graco en lugar de los «ciudadanos ya provistos de medios» (Plutarco, Vit. Grac., 9). En época imperial, cuando la plebe perdió su poder directo de voto, se convirtió en asunto de importancia para las clases gobernantes en las manifestaciones políticas saber dónde podían conseguir apoyo. Evidentemente, por tanto, en las condiciones de los pobres existía de forma inherente un potencial para clasificarlos social y económicamente de modo no muy distinto al sistema de clasificación de los grupos más ricos. Pero antes de profundizar en este aspecto hemos de echar un vistazo a las condiciones de vida reales en Roma y a cómo se distinguían los pobres.

Es la pobreza urbana y las condiciones de vida urbana la que atrae siempre la atención de los escritores y el temor de los ricos. El tamaño de la población de una ciudad puede crecer dramáticamente en períodos de expansión económica y catastróficamente durante los períodos de hambre en el campo. Se calcula que antes del siglo XVIII las malas cosechas tenían lugar en las ciudades europeas cada cuatro o cinco años. Una ciudad como Bérgamo podía triplicar su población indigente casi de la noche a la mañana. En los cien años entre el siglo XVI y el XVII muchas ciudades europeas como Londres, Marsella, Lyon y Roma aumentaron permanentemente su población entre dos y cinco veces. Fueron estos acontecimientos estructurales y coyunturales los que rompieron las relaciones rurales de dependencia del campesino con su señor feudal y desembocaron en la preocupación obsesiva de los Estados de los siglos XVI-XVII por el control de los inmigrantes pobres mediante el recurso a crueles leyes sobre pobreza y una asistencia institucional selectiva.

Causas y efectos similares afectaron con seguridad a la antigua Roma, que también, y para ser una ciudad antigua, alcanzó un tamaño y crecimiento extraordinarios a fines de la República y durante la era de Augusto. Se estima que la ciudad duplicó más o menos su población entre el 130 y el 30 a. C., desde unos 400 000 a 800 000 habitantes, y que continuó creciendo hasta alcanzar más de un millón en el Alto Imperio. Los pobres rurales, de quienes se dijo que acudieron en masa a Roma en busca de una vida mejor, habían sido desposeídos no solo por malas cosechas y deudas, sino también por el influjo del trabajo realizado por esclavos —en el número asombroso de tres millones más o menos— adquiridos por los opulentos ricos para reemplazar los servicios de los pobres y explotar sus tierras. Pero debemos tener cuidado de no exagerar el número de estos campesinos expropiados que permanentemente llegaban a Roma. El perfil de la población romana, con la elevada proporción de libertos comentada más arriba, contradice dicha impresión. Sabemos también que muchos granjeros pobres se convirtieron en jornaleros o arrendatarios, temas estos comunes en la jurisprudencia del siglo I a. C. Muchos emigrantes rurales alternaban entre campo y ciudad según donde pudieran encontrar trabajo, según sabemos en época de la ley agraria del 133, cuando los partidarios urbanos de Tiberio Graco estaban en el campo recogiendo la cosecha. La Ley Terencia Casia del 73 a. C., que establecía una lista de reparto gratuitos de grano para (probablemente) solo los ciudadanos nacidos libres, reconocía solo 40 000 receptores (entre 120 000 y 160 000 si añadimos sus mujeres e hijos). Esto suponía solo entre el 15 y el 20 por 100 de la población, gran parte de la cual no estaría formada por inmigrantes del campo. Por tanto, el mayor crecimiento de la población urbana se debió a esclavos, ex esclavos y metecos que se vieron atraídos a Roma por sus posibilidades de servicios y de comercio. Fueron los esclavos y los extranjeros quienes sufrieron primero cuando hubo escasez de alimentos, bien porque fueron expulsados, bien porque se redujeron sus raciones (por ejemplo, Tito Livio, 4, 12; Dion Casio, 55, 27).

No es difícil imaginar las condiciones de superpoblación y suciedad causadas por este rápido crecimiento a través de la analogía con lo que ocurrió en períodos más recientes en ciudades como Londres y París. Se ha escrito mucho sobre las habitaciones alquila das, casi cuchitriles (cenacula), de Roma, y los mal construidos bloques de apartamentos (insulae) en los que se hallaban; o sobre las callejuelas estrechas por las pequeñas tiendas de artesanos (Marcial, 7, 61), repugnantes por el barro, inmundicias y excrementos humanos; sobre el omnipresente temor a los incendios causados particularmente por las balconadas de madera (maeniana) de los pisos superiores, desde las que se podía dar la mano al vecino del otro lado de la calle (Marcial, 1, 86); y sobre las tabernae humeantes, donde las reyertas y la prostitución eran sucesos frecuentes. Ningún lector del Satiricón de Petronio olvidará los lechos de la taberna, negros de cucarachas, a la puerta de la cual incluso los espectadores casuales se unían a la pelea con palmatorias, asadores y ganchos de carnicero (95). No hay que maravillarse de que el crimen fuera floreciente y de que incluso los soldados tuvieran miedo de adentrarse en el dédalo de callejas (Hdn., 7, 12, 5), cuya longitud sumada calculó Plinio el Viejo en 90 kilómetros (Nat. Hist., 3, 66). «Vivimos en una ciudad», dice Juvenal, «apuntalada con vigas y tirantes de baratillo… el edificio está permanentemente en equilibrio como un castillo de naipes… incendios y pánicos nocturnos son sucesos corrientes» (3, 190). Durante la República tardía y Alto Imperio hay datos sobre cinco incendios en veinte años y sobre nueve desbordamientos del Tíber en cuarenta años.

Lo sorprendente acerca de las condiciones de vida en Roma es, sin embargo, qué elevada proporción de las incomodidades de la calle —el ruido, el hedor y la suciedad— era compartida por los moderadamente ricos o incluso por algunos de los muy opulentos. Séneca nos cuenta que, con toda su riqueza, tenía un apartamento sobre unos baños públicos, donde, al igual que los pobres, estaba sujeto a toda la locura de ruidos producidos abajo por bañistas y vendedores, eso sin mencionar el traquetreo de los carros, los músicos y los afiladores de la calle y los ruidos del carpintero que vivía sobre él en la misma insula (GP, 56). Sabemos más sobre la disposición de una insula por Ostia que por Roma, donde solo permanece un buen ejemplo en la ladera del Campidoglio, ahora parcialmente debajo de las escaleras que llevan a Santa María in Arocoeli. La insula capitolina (o Casa di vía Giuliano Romano) contiene un piano nobile en el segundo piso sobre las tiendas y tabernae, en el que los pisos o domus de varias habitaciones eran bastante espaciosos, albergando unas 12 personas. Esto contrasta marcadamente con los pequeños cenaculae o celdas de los tres pisos superiores que albergaban hasta 48 personas por piso, y que se hacen progresivamente menores según se asciende. Hay una relación de aproximadamente 1:20 entre el espacio ocupado por el rico propietario de una domus y el más pobre en su «celda». Pero además los inquilinos pobres a menudo debían compartir sus cubículos de diez metros cuadrados con tres o más personas para poder pagar los altos alquileres exigidos en Roma por una habitación pequeña, rentas equivalentes hasta tres y cuatro veces el salario de un trabajador modesto. Por tanto, comenzamos a apreciar la gradación de niveles de pobreza incluso entre los pobres cuando leemos sobre la convivencia de 16 personas en una habitación (Val. Máx., 4, 4, 8). La diferencia entre un senador y un carpintero se encuentra más en la «estratificación vertical» de sus casas que en la existencia de barrios o suburbios aislados, como en las ciudades modernas. De acuerdo con los Regionaries, que son boletines de la ciudad fechados en el siglo IV d. C., existían en Roma 1790 domus frente a 46 000 insulae. Aunque las cifras probablemente no son fiables, puesto que arrojarían una proporción en exceso baja de habitantes para cada insula, en cambio debe ser cierto que las domus ocupaban aproximadamente un tercio del espacio residencial disponible en Roma.

Por supuesto, había muchos senadores que vivían en lo que también se denominan domus, que en realidad eran palacios o villas rurales en medio de enormes jardines. Su número y esplendor crecieron rápidamente durante el Imperio (Plinio, Nat. Hist., 36, 109). También existían algunas zonas de Roma topográficamente bajas, consideradas insalubres y, por tanto, evitadas por los más ricos, barrios como la Subura, el Argiletum, el Velabrum y el Transtiberim (Trastevere). Con todo, es importante recordar que muchos de los verdaderamente pobres no podían ni siquiera permitirse vivir en lo alto de una insula o en una taberna —casa de huéspedes barata. Sobrevivían, como sabemos por autores como Marcial, buscando cobijo bajo los puentes, en los pórticos o bajo las escaleras y en los sótanos de las insulae; incluso en los mausoleos de las afueras de la ciudad, que también servían como prostíbulos y retretes (Ulp., Dig., 47, 12, 3, 11). Cuando Tácito describía —o imaginaba— a los Fenni de Ultima Germania, dice que vivían en foeda paupertas —la peor pobreza que podía describir. No tenían armas, ni caballos o casas; dormían sobre el suelo, comían hierbas y vestían con pieles. No puede, sin embargo, evitar añadir: «Se consideran afortunados por no gemir trabajando los campos, afanarse construyendo casas o someter su suerte o la de otras gentes a temores y esperanzas» (Germ., 46).

Pero no había nada romántico entre los realmente miserables que vivían en esas condiciones bajo la misma nariz de Tácito. Si tenían suerte, podían construirse tuguria, chamizos que formaban una suerte de «Bidonville» o ciudad de chabolas, quizá en las afueras de la ciudad, a veces sobre talleres o adosadas a edificios públicos. Las autoridades las consideraban un riesgo de incendio y podían demolerlas (Cody. Thead., 16, 39), pero se las dejaba estar si no obstruían el paso e incluso se les hacía pagar rentas (Ulp., Dig., 43, 8, 2, 17). Los mendigos del Clivus Aricinus junto a la Via Apia eran famosos por congregarse en el punto en que los carruajes de los ricos debían disminuir su velocidad cerca de Arida, causando temor con sus agresivas peticiones. Dentro de la ciudad eran probablemente similares a los que Gregorio de Nyssa describió en la Constantinopla del siglo IV: «La mano extendida para mendigar se ve en todas partes. El aire libre es su alojamiento, sus moradas son los pórticos, las esquinas y las partes menos frecuentadas del mercado» (PG, 46, 457). Agustín criticaba a los ricos que despreciaban al pobre yacente en su umbral (Serm., 345, 1). De este modo vemos reflejado en los alojamientos de Roma la gama de riqueza y pobreza que hizo posible a los poderosos dividirlos y gobernarlos. Los mismos extremos pueden hallarse en otros aspectos de las condiciones de vida; en salud, dieta, vestimenta, vida familiar y formas de muerte.

La sanidad e higiene en una ciudad vasta y sin planificar eran, como podría suponerse, rudimentarias y toscas, pese al mito de que el aprovisionamiento de agua mantenía a la población saludable. Los baños que usaban tanto pobres como ricos deben haber transmitido enfermedades terribles, sin tener en cuenta estatus o riqueza personal. Por supuesto que esto no se percibía así en aquel momento. Los ricos podían a veces tener sus propios baños privados y filtrar el agua (Séneca, Ep., 86, 11). Los menos pobres podían segregarse de los más pobres, llenos de enfermedades, y de las prostitutas, utilizando horarios de baño distintos (Marcial, 3, 93); y una entrada barata debe haber impedido el paso a los más míseros. Los ricos podían tomar agua privadamente de los acueductos, mientras que el habitante pobre de la insula había de traerse su agua desde los lacus al aire libre, las fuentes públicas que podían contaminarse con facilidad. Una domus rica podía tener sus propias letrinas, mientras que los pobres habían de pagar por el uso de las públicas, aunque también podían utilizar los orinales y bacinas colocados en las esquinas por los bataneros y que estaban disponibles para todos. Los muy pobres sin duda excretaban donde podían, dado que gran parte de las heces de todos acababan en la calle y que los orinales a veces se rompían (Marcial, 6, 93). No hay evidencia de que ninguna casa, incluso de los ricos, estuviera enlazada con las principales alcantarillas o cloacae. Por tanto, los ricos eran de muchas maneras tan susceptibles de infección como los pobres. Pero cuando las epidemias o pandemias azotaban, y lo hacían con frecuencia, los ricos tenían dos ventajas principales: en primer lugar, tenían una mejor alimentación, y por tanto, mayor resistencia a las enfermedades asociadas con la desnutrición; en segundo lugar, podían huir de la enfermedad marchando a sus villas rurales. Mientras en el año 189 d. C. morían diariamente en Roma 2000 personas —se creía que inyectadas por criminales con agujas envenenadas (¿malaria?)—, el emperador y su corte residían fuera de la ciudad en la Villa Quintiliana (Herodiano, 1, 12, 2; cfr. Dion Casio, 72, 14, 4).

En un análisis final, sin embargo, y como muestra el último ejemplo, los ricos no disfrutaban de una enorme ventaja sobre los pobres en lo referente al cuidado de la salud, porque se sabía poco sobre enfermedades infecciosas o nutrición. El hambre como causa única de muerte se documenta rara vez en los escritores romanos, a pesar de las numerosas crisis alimentarias. Esto es probablemente un reflejo de la falta de interés por los míseros más que un signo de buena nutrición general. Una de las excepciones se documenta durante las guerras civiles del 40 a. C., cuando Sexto Pompeyo cortó el suministro de grano a Roma y causó «muchas muertes» (Dion Casio, 48, 18, 1). No se ofrecen detalles, pero podemos suponer que esto significa muerte entre los más pobres. Livio nos da un indicio de la desesperación de los pobres cuando señala que en 440 a. C. muchos de la plebe se suicidaron ahogándose antes que seguir soportando el hambre (Tito Livio, 4, 12, 11). También se nos informa de que, en un momento anterior de ese mismo siglo, los pobres, «cuando estaban cortos de dinero, sobrevivían alimentándose de hierba y raíces» (Dion., Hal., 7, 8, 3). Aunque siempre sospechamos de la autenticidad de las fuentes romanas antiguas, estos detalles eran considerados al menos plausibles en la propia experiencia del autor. El hambre puede no haber sido a menudo la causa directa de muerte, salvo entre los invisibles miserables, pero como sabía Galeno, el médico de Pérgamo, tenía un efecto debilitador sobre la capacidad de resistencia a la enfermedad. Es claro que en este sentido los ricos estaban en gran ventaja por sus tierras, que producían alimentos localmente, y por su riqueza, que les permitía acaparar el mercado o pagar precios elevados. También fue en la manipulación del suministro de grano donde las clases altas y (y más adelante el emperador) tuvieron a lo largo de la historia de Roma su arma más poderosa de control político.

De nuevo, sin embargo, y como ocurría con el saneamiento, las ventajas disfrutadas por los ricos sobre los pobres pueden no haber sido necesariamente tan grandes como ellos mismos pueden haber creído. Los ricos, que podían permitirse beber vino, eran menos propensos a infecciones debidas al agua que los pobres que bebían más agua. Una de las consecuencias de la distribución por el Estado, de grano barato en la República tardía e Imperio fue incrementar en gran medida la compra de vino por la plebe pobre. Pero el vino, que se bebía tibio, o hervido hasta llegar a un mosto (defrutum) concentrado, se calentaba y endulzaba en calderos forrados de plomo (Plinio, Nat. Hist., 14, 136), y se bebía en copas de peltre, con efectos potenciales desastrosos a largo plazo para la salud. Los ricos podían también permitirse más grasas, carne roja y pan blanco que los pobres, cuya dieta básica era a base de pan basto (panis sordidus) y aceite de oliva. Los pobres ingerían, por tanto, pocas proteínas, pero su tasa de colesterol era más baja. Un estudio reciente en la Villa del Dordiani junto a la Via Praenestina, cerca de Roma, donde se halla el mausoleo de un rico junto a las sepulturas de una basílica cristiana del siglo IV d. C., muestra una tasa más elevada de zinc y plomo en los huesos de los ricos. No debemos exagerar, sin embargo, porque los cuerpos hallados en Herculano muestran que sus habitantes eran más altos que los napolitanos modernos, y que su nivel general de salud derivado de dieta y ejercicio era bastante bueno, aunque el de los pobres era obviamente menor. Los altos alquileres en Roma reducían su capacidad de compra de comida y provocaban malnutrición crónica. Por tanto, la distribución de grano por el Estado, gratis o a bajo precio, mejoraba la salud de la plebe «buena», pero no hizo rada por aquellos que estaban ya bajo los umbrales de subsistencia, que no entraban dentro del grupo de los beneficiarios.

Como vio Tácito, la pobreza se definía no solo por el consumo, sino también por la vestimenta. Ir vestido con harapos era, según Amiano, la norma fuera de Aquitania (15, 12, 2). Los restos de vestidos que han sobrevivido están frecuentemente llenos de remiendos, lo que no resulta sorprendente si la concesión de una túnica y un manto por año —como propone Catón para un esclavo— era también normal para un asalariado modesto. Y sin embargo, pese al hecho de que los ricos se burlaban de las ropas baratas de los pobres (Juv., 3, 14, 7 ss), a los míseros les parecieron «bellas» en los disturbios del 40 a. C.

En estas condiciones, la muerte era un espectáculo cotidiano, y con él llegaba un endurecimiento de la sensibilidad. Los cadáveres eran arrojados a la calle, los enfermos eran depositados al aire libre para morir, se abandonaba a los niños sobre montones de estiércol. Los perros y las aves buscaban entre los cadáveres para alimentarse de carroña, y arrancaban sus miembros. Suetonio narra la historia de cómo en una ocasión un perro vagabundo llegó al comedor del futuro emperador Vespasiano llevando una mano humana (Vit. Vesp., 5,4); pero no la narra para impresionar, sino solo para contar el presagio.

Con todo, incluso en la muerte podemos notar cómo se clasificaba a los pobres. La vivida descripción por Lanciani del descubrimiento de la necrópolis republicana del Esquilino recoge una serie de pozos llenos indiscriminadamente con esqueletos de animales, excrementos, basura y huesos humanos (a menudo roídos por animales). En las cercanías se encontraron los famosos mojones delimitadores con la orden pretoriana: «Se prohíbe arrojar excrementos o cadáveres», en uno de los cuales alguien añadió en forma de grafito: «Llévate lejos tu mierda o la cagarás» (CIL., 6, 31614-5). En el mismo yacimiento al otro lado de la muralla serviana se halló una gran fosa común en la que se estima había unos 24 000 cadáveres —quizá víctimas de una epidemia. Estas eran las tumbas de los miseri, los miserables, de quienes Horacio nos cuenta que sus cuerpos eran recogidos de las calles por esclavos públicos cuando eran arrojados fuera de sus cubículos (Sat., 1, 8, 8-16).

Pero estos no fueron los únicos enterramientos que Lanciani halló en el Esquilino. Separados del desagradable hedor de las criptas de los míseros estaban los ordenados columbarios y urnas cinerarias de los menos pobres. Pertenecían al tipo de personas que se unían a las asociaciones o hermandades funerarias (collegia), sobre las que tenemos mucha información gracias a las inscripciones. Se trataba de personas que se agrupaban a veces por profesiones, como herreros o mercaderes en telas, etc., y otras por la adoración común a un dios. Construían sus propias cámaras funerarias y tomaban parte en diversas actividades, como banquetes fúnebres o procesiones en honor de sus hermanos de cofradía. En los jardines de la familia de los Estatilios, no lejos de la Porta Maggiore, el columbarium familiar contenía 427 inscripciones, de las que 370 pertenecían a esclavos y libertos de Estatilio Tauro, cónsul en 11 d. C., o de sus hijos. Docenas de este tipo de columbaria han sido descubiertos en Roma, aunque la mayoría han sido cubiertos de nuevo por la ciudad.

Resultan de interés varios aspectos referidos a estas asociaciones de trabajadores, que son de importancia para el tema de la diferenciación social. No eran para los muy pobres, porque se requería una cuota de entrada (que podía llegar a ser de 100 sestercios más un ánfora de vino) y una suscripción mensual de unos pocos ases. Por otro lado, a menudo incluían esclavos, mostrando de nuevo que la pobreza no se clasificaba por el estatus. Por último, recalquemos el modo en que los collegia eran controlados por los ricos: no solo se admitía en las lista de las asociaciones a patronos opulentos, capaces de ejercer su influencia mediante donaciones (una asociación de Lanuvio recibió una dotación de 15 000 sestercios), sino que estas hermandades estaban estrechamente reguladas por la ley, al menos en teoría, aunque no siempre en la práctica. Cualquier romano educado podía recordar, a través de su lectura de Cicerón, lo peligrosamente cerca que Roma estuvo de una revolución proletaria en la última década de la República, cuando Publio Clodio organizó en collegia las bandas callejeras, incluyendo a esclavos y libertos que tenían escaso o nulo derecho de voto, pero que podían empuñar armas, a quienes dio solidaridad utilizando sus organizaciones para distribuir grano gratuito. Estos eran los pobres a quienes Cicerón llamó «hombres alquilados, bribones y miserables» (de domo 89), «una chusma ruin y hambrienta», «la escoria inmunda de la ciudad» (ad Att. 1, 16, 11).

A través del terror de las clases propietarias podemos vislumbrar el poder colectivo de los pobres, antes de que volvieran a sumirse en un olvido controlado. Los emperadores se aseguraron de tomar directamente a su cargo la distribución de grano, y trataron de regular la asociación a los collegia (Dig47, 22, 1). Cuando se negaba a reconocer una asociación de bomberos en Bitinia, Trajano decía: «Son sociedades como estas las que han sido responsables de disturbios públicos» (Plinio, Ep., 10, 34). A pesar de esta vigilancia, continuaron produciéndose estallidos de violencia en los que los collegia estaban implicados, como ocurrió en el circo de Pompeya en el 64 d. C.

En la muerte pues, como en la vida, había pobres buenos y malos. No debe extrañarnos que las condiciones en Roma condujeran a una esperanza de vida en general baja, en torno a los veinticinco años al nacimiento y sobre los treinta y cinco para quienes sobrevivieran a la infancia.

Las mujeres deben haber tenido un promedio inferior al de los hombres, puesto que muchas morían al dar a luz. No debemos, sin embargo, exagerar los peligros de la ciudad y fascinarnos con el campo, puesto que estas cifras no difieren significativamente de las del pueblo altomedieval de Frénouville, en Francia. Lo que parece claro según las conclusiones anteriores sobre esclavos y libertos es que la población de Roma no se autorreproducía, y tenía que ser constantemente renovada desde el exterior. En otras palabras, la mayoría de pobres no podía permitirse mantener los cinco o seis hijos necesarios para llegar a un equilibrio. Aunque no tenemos datos reales sobre ingresos anuales en Roma, en el París medieval o en el Milán del siglo XVII incluso los artesanos especializados trabajaban solo unos doscientos cincuenta días al año, e incluso menos cuando el tiempo era malo o se interponían festivales religiosos. En Roma el calendario del Alto Imperio señalaba como festivos ciento cincuenta y nueve días, y esta cifra creció en siglos posteriores.

El trabajador se mantenía en una «economía de lo provisional», con muy escasos activos de capital. En Lyon, inventarios autentificados del siglo XVIII muestran que las posesiones familiares, como utensilios o mobiliario, suponían en torno a los ingresos de seis semanas incluso para artesanos especializados, y a menudo estaban en garantía sobre el alquiler. Dada esta precaria existencia, sabemos ahora que Malthus estaba por completo equivocado al creer que la pobreza engendra hijos —un estereotipo frecuente en la percepción que los ricos tienen de los pobres.

Los métodos por los que los pobres limitaban los nacimientos y el tamaño de la familia son bastante bien conocidos. Aparte de la prostitución y la contracepción, muchos hijos eran abandonados al nacer sobre montones de estiércol (stercus), de donde a veces podían ser rescatados y criados como esclavos con nombres como Stercorius, Stercorosus, etc. La certeza de que algunos de sus hijos perdidos se habían convertido en esclavos fue quizá una de las razones por las que pobres y esclavos vivían juntos en simpatía. Otro sistema era el matrimonio tardío de los hombres, no de las mujeres, que es ampliamente adoptado en sociedades pobres. El efecto es crear una amplia brecha generacional entre los hombres y muchas viudas con niños pequeños. El historiador de la Iglesia Eusebio nos recuerda que a mediados del siglo III la pequeña Iglesia Cristiana de Roma mantenía ya a 1500 viudas y personas en la miseria (HE, 6, 43, 11). El examen de los esqueletos de las mujeres mayores de cuarenta años de Herculano sugiere que habían tenido muy pocos hijos, pero la precisión de dicha información basada en la evidencia de los huesos es muy discutida.

Este examen de la forma de vida y de muerte de los pobres muestra de nuevo que la pobreza no era una condición homogénea, sino que incorporaba una gama completa de niveles de riqueza. El interés mayor para nosotros es la aguda miseria de los más pobres, lo que nos hace olvidar la escasez relativa de la mayoría. Para los romanos era justo al revés; a Séneca no le agradaban las negativas palabras del filósofo griego Antípater, quien decía de la pobreza que «no se define por la propiedad, sino por su ausencia… no significa posesión de un poco, sino carencia de mucho» (Ep., 87, 39-40). La diferencia entre el nivel de vida en un vasto palacio del Aventino y una choza de la Subura adosada a un edificio, agobiante y caliente, era abismal, y los romanos ricos no querían pensar en ella. Lo que hacia esta brecha tolerable para ellos, además de políticamente manejable, era la plebe «buena» intermedia. Por qué y cómo esta última aceptaba su relativa escasez es algo que debemos considerar ahora.

Las discusiones científicas modernas sobre la pobreza se dividen entre el extremo de aquellos que consideran a los pobres de clase baja como incurables y patológicamente autogeneradores, con una subcultura definida —un punto de vista popularizado en los años sesenta por el libro de Oscar Lewis Los hijos de Sánchez—, y el de quienes favorecen una visión marxista, estructural-funcionalista de la pobreza como una parte integral de la sociedad, necesaria para —y por tanto mantenida por— los ricos. En otras palabras, el desarrollo de trabajo libre, que tuvo sus orígenes históricos en el declive del feudalismo y las sociedades de patrocinio de la Europa preindustrial, era para Marx «pauperismo latente», separado estructuralmente pero compartiendo los valores del conjunto del sistema.

Entre estos dos extremos hay una posición de compromiso que mantiene que, aunque los pobres suscriben las normas y valores del conjunto del sistema y son controlados por ellos, sin embargo desarrollan modelos subculturales distintos, una «economía moral» que es una suerte de código no escrito, diferente de las leyes generales, pero no por ello menos sensible a la justicia natural cuando se entra en temas como el precio del pan, el hurto y el derecho a la manifestación. Esta visión intermedia —que la pobreza no es ni cultural ni por completo estructural— es compatible con el concepto de Weber de «honor de estatus» y «estilo de vida» que se concentra en símbolos y rituales. Las restricciones sobre el trato social basadas en el estatus desarrollan un «estigma» de pobreza y enfatizan el pobre «deshonroso», que a menudo es conceptualizado étnicamente (judíos, orientales, etc.). Pero lo que es importante desde el punto de vista histórico es que los símbolos de estatus se refuerzan cuando la movilidad social aumenta y la pobreza se combina con esperanzas. Los socialmente móviles compartirán entonces los valores de los ricos —en realidad fracturando la apariencia de una sola cultura de pobreza y de hecho reforzando los controles sociales de lo poderosos.

Lo atractivo de esta teoría es lo bien que encaja con la evidencia estructural y coyuntural de la historia de Roma. Es bien conocido cómo los primeros emperadores reforzaron las cualificaciones de los órdenes senatorial y ecuestre mediante regulaciones y símbolos de estatus en el mismo momento en que la usurpación de estatus se estaba haciendo más descarada. El humor malévolo del Satiricón de Petronio se escribió a costa de un liberto rico, Trimalchio, que trataba de comportarse como un terrateniente de clase alta. Pero las expectativas de Trimalchio no eran vanas por completo; un debate senatorial en el 56 d. C. reconoció con franqueza que «muchos caballeros y algunos senadores proceden de esta fuente» (Tác., Ann., 37-27). Las desventajas de los pobres ante la ley fueron dotadas de expresión formal en el siglo II d. C. con las categorías de estatus de honestiores para los ricos y humiliores para los pobres, con diferentes tipos de penas para cada uno.

El problema de las clases pudientes radicaba en el acelerado crecimiento de Roma durante el último siglo de la República, cuando los terratenientes perdieron su control directo de patrocinio sobre sus trabajadores rurales según estos emigraban a la ciudad. La nueva plebe urbana podía ser manipulada y cortejada por cualquier político ambicioso. La expansión imperial y la gran opulencia levantó las esperanzas de los romanos de a pie y atrajo con ella una avalancha de extranjeros que venían a unirse a la por su parte creciente población de esclavos y libertos urbanos. Fue en estas condiciones que Juvenal acuñó el estereotipo de la plebe urbana como Orontes fluyendo en el Tíber, pero incluso él reconoció que era el estigma del estatus social lo que importaba más: «Nada hay en la infeliz miseria más duro de soportar que el hacer a los hombres blanco del ridículo» (Sat., 3, 153-4). En el Alto Imperio Roma llegó a obsesionarse con los símbolos de estatus, títulos inventados por los ricos para poner en su lugar a los órdenes inferiores. Podía haber sido Juvenal, pero es un sociólogo reciente quien ha dicho: «Las barreras sociales y las inhibiciones de una sociedad desigual distorsionan las personalidades de aquellos con ingresos elevados no menos que las de quienes son pobres. Diferencias triviales de pronunciación, lenguaje, vestimenta, etc,, adquieren una importancia absurda y engendran desprecio hacia aquellos carentes de gracias sociales». «Rara es la casa», escribe un escritor romano anónimo, «que no desprecia a un amigo de clase inferior, o que no pisotea desdeñosamente a un cliente humilde». (Laus Pisonis., 113 ss).

Esta referencia a la clientela es una indicación de cómo los ricos se ajustaron a las nuevas condiciones de la metrópoli romana. Durante los desórdenes sociales y políticos del último siglo de la República, la colonización era una solución posible. Cicerón describe un caso en su estilo populista: «El tribuno dijo que la plebe urbana gozaba de un poder excesivo en el Estado, y que debería ser “drenada” —esta es la palabra que utilizó, como si estuviera hablando de aguas de desecho y no de una clase de verdaderos ciudadanos» (Leg. Agr., 2, 70). Julio César y Augusto hicieron uso liberal de este medio para llevar orden a la ciudad. En Cartago y otras colonias norteafricanas muchas de las inscripciones antiguas de colonos resultan ser de libertos. Pero las colonias necesitaban sobre todo granjeros curtidos; los campesinos que servían en el ejército y lo solicitaban eran preferibles a los artesanos y ex esclavos.

Un arma mucho más potente era el patrocinio, los lazos recíprocos de dependencia que fueron aflojados por los cambios agrícolas de la República tardía. Pero los ricos y poderosos disponían de otros medios aparte de los lazos rurales para forzar la dependencia social. El patrón romano podía todavía demandar servicios y, aunque había muchas quejas de que los derechos de los patrones eran descuidados (como en el año 56 d. C., Tácito, A, 13, 26), los casos de falta flagrante de respeto eran todavía considerados socialmente escandalosos y se reducían probablemente a los libertos más ricos. Podemos, por tanto, suponer que los patrones demandaban con regularidad servicios formales (operae) como parte del acuerdo de manumisión (Modestinus, Dig., 38, 1, 31), aparte de la regla no escrita de que un liberto debía lealtad a su antiguo amo.

Pero el patrocinio iba mucho más allá que esto, y los poemas de Marcial y Juvenal están llenos de descripciones sobre las riendas informales mediante las cuales un patrón podía forzar a su cliente a obedecer. Los patronos no distribuían regalos y comida por caridad; es evidente —aunque no pueda ser probado— que muchos, si no la totalidad, de los clientes que se amontonaban a las puertas de los ricos eran los pobres «respetables». El hecho de que muchos realizaran su salutatio matutina antes del alba sugiere que se trataba de artesanos que tenían por delante un día de trabajo. Muchos ricos alquilaban partes de sus domus como tabernae (Suetonio, Nero, 37); incluso prostitutas y gladiadores vivían en «celdas» que formaban parte física de la casa del poderoso y que se abrían directamente a la calle. Familiares, personas dependientes, libertos, clientes y esclavos podían ocupar los cenacula sin alquiler (Ulp., Dig., 9, 3, 5, 1). Puesto que la ley favorecía a los propietarios de insulae frente a los inquilinos, este hecho aseguraba por sí mismo que los pobres siguieran doblegándose al propietario. Como vimos antes, el patrocinio ejercido sobre los collegia proporcionaba oportunidades a los poderosos para el evergetismo, el control social y, ocasionalmente, para la agitación política.

Inevitablemente, tales contactos eran empleados por los ricos y poderosos y por el emperador con propósitos políticos. En 193, cuando Didio Juliano trató de llegar a convertirse en emperador, se nos dice que fue apoyado «por una gran multitud de clientes» (Hdn., 2, 6, 10). En la misma ocasión, Herodiano nos habla de pobres que corrían por las calles para informar a sus ricos y nobles protectores del asesinato del emperador Commodo y de los peligros de que habían escapado (Hdn., 2, 2, 3-5). Entre los años 180 y 238 d. C. se puede identificar una treintena de acontecimientos en los que intervino la agitación popular. Muchos de ellos, como la espectacular caída del favorito del emperador, Oleandro, comenzaron como disturbios alimenticios. A pesar de la sarcástica denigración de la plebe romana por parte de Juvenal, cuando afirmó que no se interesaba sino en panem et circenses, parece claro que tras los disturbios causados por la distribución de grano subyacen causas complejas. Al igual que en el siglo XVIII, los disturbios alimenticios en Gran Bretaña durante un período de crecimiento urbano acelerado fueron acciones populares, consideradas como protestas legítimas que podían convertirse en estampidas en contra de oponentes impopulares. En el 353 d. C., el joven César Galo utilizó las revueltas alimenticias de Antioquía para librarse del gobernador de Siria, a quien entregó al populacho para ser linchado (Amiano Marc., 14, 7, 5 ss); pero la historia se narra como parte del forcejeo por el poder entre los sucesores de Constantino.

El problema radica en determinar hasta qué punto estas agitaciones populares eran, como creen algunos historiadores, manifestaciones «prepolíticas» de una lucha de clases por parte de «rebeldes primitivos», o simplemente evidencia del éxito con que los ricos controlaban a los pobres. Ciertamente que en los numerosos disturbios por el grano a lo largo de la historia de Roma, o en la protesta contra los impuestos durante el reinado de Calígula (Josefo, AJ, 19, 24-26), o en la exigencia para que finalizara la guerra civil en el 49 d. C. (Dion Casio, 75, 4, 2-5), tenemos una evidencia potencial de acción directa de la masa, considerada como parte legítima de su «economía moral», análoga a la «taxation populaire» de Francia en el siglo XVIII. Pero también en el siglo XVIII se produjo en Gran Bretaña un uso extenso de chusmas alquiladas en los disturbios llamados «Iglesia y rey», que fueron organizados por las autoridades contra los disidentes radicales.

Estas ambigüedades son comunes en Roma. Por ejemplo, ¿quién puede creer que la «voz popular» (vulgi sermones) que lloraba a Germánico en 19 d. C. porque había prometido «restaurar las libertades del pueblo romano con derechos iguales para todos» (Tácito, A, 2, 82), era la voz auténtica de los pobres que jamás habían disfrutado de libertad? Herodiano sugiere explícitamente que la famosa revuelta del 235 contra el emperador Maximino había sido «inducida por los amigos y miembros de la casa de Gordiano» (7, 10, 5). Pero por otro lado, no debe olvidarse el resentimiento de la gente que en esta ocasión se revolvió contra los soldados pretorianos. Aunque estos disturbios terminaron con parte de la ciudad en llamas y con la pérdida de las propiedades de muchos ricos, el comentario de Herodiano sobre este incidente es: «los desastres que acaecen a aquellos aparentemente afortunados y ricos no preocupan a la gente sencilla (ochloi) y a veces incluso alegran a algunos individuos maliciosos y despreciables, porque envidian a los prósperos y poderosos» (7, 3, 5).

Por tanto, las naturales divisiones entre los pobres, junto con las rivalidades políticas entre las facciones de los patronos ricos, hacen virtualmente imposible distinguir las causas genuinamente populares de los disturbios estimulados desde fuera. Así, en el 69 d. C., tras la muerte de Nerón, Tácito distingue «la parte responsable de la gente común (pars populi integra), que se hallaba conectada con las grandes familiares, así como los clientes y libertos de personajes condenados y desterrados» del «populacho degradado (plebs sórdida), que frecuenta el circo y el teatro, los más despreciables de entre los esclavos y los que dilapidaron sus propiedades» (H, 1, 4). Pero no hay razón para creer que esta sea una definición precisa, dado que muchos de los sucesos en que hubo manipulación política comenzaron en el circo o en el teatro. Es cierto que Cicerón argumentaba que la vox populi auténtica se escuchaba en los juegos y combates gladiatorios (pro Sest., 106) y que las manifestaciones en el circo se consideraban como uno de los derechos naturales de la gente —«donde no se apiadaban ni del emperador ni de los ciudadanos» (Tert., De Spect., 16)—; pero las «aclamaciones» populares podían ser orquestadas —y lo fueron a menudo— para propósitos políticos por las facciones aristocráticas. Presumiblemente, si tenían éxito, entonces eran consideradas «responsables», como en el 190, cuando los gritos contra Cleandro fueron dirigidos por una mujer y un grupo de niños contratados en las carreras de caballos (Dion Casio, 72, 13, 3), llevando a revueltas y a la caída del personaje detestado por la nobleza.

Esta ambigüedad subyace en el fondo de la percepción de los pobres por los ricos y en sus respuestas a la pobreza. En la mentalidad romana se hallaba inserta una visión romántica de las virtudes de la pobreza, especialmente de la pobreza rural, que estimulaba alabanzas regulares y rituales de los moralistas a héroes antiguos como Fabricio, Cincinato y Ennio (Cicerón, Tusc., 3,57). Estobeo, un lexicógrafo bizantino, recogió una lista de estas máximas moralizantes: «Nadie es más afortunado que un hombre pobre»; «El pobre siempre cree en los dioses»; «El hambre nunca da a luz el adulterio, ni la escasez de dinero la extravagancia». Para los ricos aburridos era una diversión, según Séneca, jugar a vivir como los pobres en pequeñas celdas, alimentándose de comidas simples y durmiendo sobre colchonetas (Ep., 18, 7). Pero también dice que estas extravagancias ocasionales no les daban idea de la forma en que miles de pobres y esclavos soportaban estas privaciones diariamente, e incluso el experimento del propio Séneca de vivir en el campo durante dos días como un pobre no nos impresiona demasiado cuando nos dice que llevó consigo muy pocos esclavos —¡solo un carromato!— y que su comida era tan simple que solo se tardaba una hora prepararla (Ep., 87). Los opulentos de todas las épocas han afectado, como María Antonieta, vivir como campesinos mediante el expediente de escapar a sus confortables granjas privadas.

Los romanos ricos no eran diferentes; pero los méritos románticos de este mito rural modificaron en un aspecto importante los sentimientos de desagrado y temor que tenían ante las realidades de la suciedad y miseria de los indigentes que había ante sus puertas. Igual que en el periodo de explosión urbana de Europa entre lo siglos XVI y XVIII, los nobles romanos desarrollaron principios de asistencia selectiva e institucionalizada para separar a los pobres «merecedores» de los «indignos». El hombre rico «ayudará con su riqueza a hombres buenos, o a aquellos a los que sea capaces de convertir en hombres dignos», dice Séneca. «Pero a otros no les ayudaré, aunque estén necesitados, porque incluso si les diera, todavía estarían necesitados» (De beat. vit., 23, 5-24, 1). Los pobres eran segregados cuidadosamente y la caridad (benignitas) se consideraba como un medio de mantener los lazos de patrocinio, con la intención de inculcar los valores tradicionales de sumisión respetuosa y diferente entre aquellos susceptibles de ser útiles. Debía dirigirse solo a los «pobres apropiados», dice Cicerón usando un lenguaje similar al que aplicaba a quienes aprobaba políticamente (De off., 2, 54). El peligro radicaba en la corrupción del pobre y en el fomento de las chusmas ociosas y desordenadas que, según el testimonio de muchos escritores a lo largo de la historia de Roma, se formaron cuando se distribuía grano gratis o muy barato (App., BC, 2, 120). «Darle a un mendigo es hacerle un flaco servicio» (Plaut. Trin., 339) era una máxima conveniente para los ricos cuyo interés estaba no en la pobreza general, que se miraba con indiferencia, sino en marginar la pobreza extrema como una forma de degeneración moral.

El evergetismo, la donación ostentosa de dinero y servicios a comunidades o grupos de individuos, no se dirigía a beneficiar preferentemente a los pobres, sino a los menos ricos. Eso estaba claro para los patronos romanos que «son generosos en sus regalos no tanto por inclinación natural, sino por el reclamo del honor; simplemente, quieren parecer caritativos» (Cic., De off., 1, 44). Los pobres selectos, o incluso los relativamente ricos, eran ayudados en tanto que el estatus social del patrón se subrayaba. «La ostentación de sus buenas obras se considera el motivo y no la consecuencia», dice Plinio el Joven (Ep., 1, 8, 15), él mismo un notable benefactor en su ciudad de Como. Era raro, aunque no totalmente insólito en algunas ciudades griegas, que esclavos o inmigrantes extranjeros se beneficiaran de estos planes de ayuda. Era improbable que los muy pobres se molestaran siquiera en acudir a las distribuciones públicas de comida o dinero. Una de estas distribuciones en Sillyon (Pisidia) repartió dinero a todo el mundo, desde los ricos magistrados urbanos a los más modestos libertos o metecos, pero en proporciones regresivas, lo que nos choca hoy en día, con una razón de 50:1 a favor de los ricos (ILRP, 80, 1).

Dada esta mentalidad de bono benefactio (en palabras de Catón el Viejo), podemos hacer algunas observaciones sobre los planes alimenticios estatales que se Nápoles en la Italia de los siglos II d. C. para ayudar a los niños; y sobre las frumentationes estatales, un sistema desarrollado en el último siglo de la República para procurar grano barato o gratis a los ciudadanos. Ambos han sido muy estudiados y los comentarios que hagamos aquí se refieren tan solo al problema de los pobres. En primer lugar, no hay evidencia de que los más míseros pudieran beneficiarse de estos planes, salvo en ocasiones anormales. Según sabemos con certeza en lo que se refiere a las frumentationes estatales, y según podemos inferir plausiblemente sobre los alimenta de planes privados, incluso los muy ricos podían ser beneficiarios, aunque una anécdota sobre el senador Lucio Pisón haciendo cola en 123 a. C. para recibir su parte implica que era socialmente degradante que los ricos recibieran patrocinio estatal (Cicerón, Tusc., 3, 48). El plan público de distribución de grano en Oxirrinco (Egipto) requería, sin embargo, a sus beneficiarios que probaran sus credenciales como miembros de la clase alta de ciudadanos por nacimiento o fortuna.

El alivio de la necesidad era, por tanto, solo incidental y no el objetivo de estos repartos. La idea, como muestra el proyecto de Trajano para alimentar a 5000 niños romanos libres de nacimiento, era enriquecer la fuente de soldados ciudadanos romanos, un gesto bueno pero vano de propaganda republicana, diseñado para, según se decía, reducir eventualmente el tamaño de las listas de beneficiarios (Plinio, Pan., 28, 4-5). Esto encaja con el deseo expresado por Augusto de acabar con las distribuciones de grano gratis porque incitaban la migración rural y la ociosidad (Suetonio, Aug., 42) —el punto de vista estereotipado de los ricos aristócratas. El y Julio César redujeron los receptores desde 350 000 a 150 000, aunque hasta 250 000 personas eran ayudadas a intervalos irregulares por muestras de la largueza del emperador. Como sabemos, las élites siempre prefieren que si se proporciona patrocinio, sean ellos los patrones. Pero en ningún caso se entregaba dinero o comida a todos los pobres. La espantosa existencia de los míseros, creados como consecuencia de la economía esclavista practicada por los terratenientes poderosos, y cuyos servicios eran también requeridos por los ricos en la ciudad, no fue nunca motivo de preocupación o interés. La única intención del emperador fue marginar los extremos «inmorales» de pobreza.

Lo que los pobres pensaban de los ricos es algo mucho más difícil de saber por nuestras fuentes. Pero en lo que se refiere a la anonna tenemos algunas indicaciones claras: Augusto no abolió la lista de la plebs frumentaria porque sabía que la presión popular acabaría restaurándola. Y ningún emperador se atrevió a descuidar el suministro de grano y el control de los precios cuando se producían fluctuaciones. La revuelta pública del 51 d. C. contra Claudio, quien hubo de ser rescatado por su guardia en el Foro de manos de la turba cuando se rumoreó que había escasez de grano (Tácito, A, 12, 43; Suetonio, Claud., 18-2), no es sino uno de los muchos incidentes que muestran los «derechos morales» ejercidos por los pobres. Los emperadores, que pretendían ser los superpatronos de la plebe, estaban dispuestos, como ya hemos visto, a sacrificar a gobernadores o favoritos cuando se alegaba que los precios estaban siendo manipulados. En el 364 d. C. las masas incendiaron la casa de Simmaco en el Trastevere porque se rumoreaba que estaba rehusando vender su vino al precio aceptado (Amiano Marcelino 27, 3, 4). Los incendios de casas, como los cánticos insultantes y las manifestaciones ruidosas en el circo u otros sitios, eran considerados demostraciones rituales de la voluntad popular, precisamente como los charivari en la Europa tardomedieval, con un reconocimiento cuasi legal, y fueron utilizados a fines de la República por Publio Clodio con notable eficacia.

Tampoco era la comida el único tema de la moral popular. La justicia popular no entendía la ley con tanta rigidez como lo hacían los ricos. A pesar de las precauciones que estos últimos tomaban protegiendo sus casas con rejas de hierro, sólidas puertas y porteros que a veces eran encadenados en la entrada, se sabía bien que los esclavos no defenderían la propiedad de sus amos si corrían riesgo personal (Apul., Met., 4, 9). La manifestación en el teatro en favor de Androcles, el esclavo fugitivo, le salvó (Aulo Gelio, 5,14, 29). Y en el 61 d. C. se produjo un espectacular —aunque vano— disturbio en contra de la ejecución masiva de esclavos tras el asesinato de su propietario, Pedanio Secundo. La protesta no se dirigía contra la ley, sino que pedía una mitigación de la pena porque Pedanio había sido un amo especialmente cruel (Tác., A, 14, 42-3). Quiénes eran los ciudadanos amotinados no lo sabemos, posiblemente libertos de la misma casa. Pero probablemente los muy pobres simpatizaban con los esclavos, puesto que ellos mismos a veces vendían como esclavos a sus hijos e incluso a sí mismos. «Los poderosos», decía Anaximenes, «no muestran piedad por los desdichados como lo hacen los pobres. El temor por ellos mismos ahoga su lástima por los infortunios de otros». Es significativo que la única inscripción conocida que conmemora a un hombre por ser un «amante de los pobres» es la de un extranjero griego (ILLRP). Cuando se producía un baño de sangre político, como en el 70 d. C., no es sorprendente que los pobres y los esclavos se revolvieran contra sus señores (Tác., H. 4, 1).

La solidaridad entre los pobres estaba institucionalizada, como se ha visto en los collegia, por organizaciones de carácter religioso y social. Títulos como «amigos entre los constructores» (amici subaediani) o «hermandad de los carpinteros» (fabri fratres) revelan sus estrechos lazos. Los que trabajaban en los horrea Galbana, los almacenes imperiales junto al Tíber, formaron un sodalicium (ILS, 3445). Las asociaciones profesionales adoraban dioses patronos, por ejemplo, los taberneros a Baco. Esto ocurría sobre todo entre los muchos extranjeros asentados en varios barrios de Roma, como los egipcios del Campo de Marte, que adoraban a Isis y Setapis. Sabemos de enormes guetos de judíos en distintas partes de la ciudad, el mayor localizado en el barrio del Trastevere, donde habitaban 30 000 o más judíos. Las oficinas (stationes) de mercaderes extranjeros mantenían a estos grupos en contacto con sus ciudades natales y favorecían la vida corporativa de los grupos étnicos. Con ello se creó, hasta cierto punto, una cultura de los pobres separada.

No obstante, fueron precisamente los collegia y sodalicia, que comprendían quizá hasta un tercio de la población masculina de la ciudad, los que fueron regulados, formalmente por la ley e informalmente por sus expectativas sociales y sus lazos con patronos ricos. Se les dio con toda intención un lugar en ceremonias de Estado, como festivales y funerales (por ejemplo, en 193 d. C., Dion Casio, 75, 4, 5-6), y se les permitía elevar peticiones al emperador. De esta misma clase de personas, muchas de las cuales deben haber tenido en tanto que libertos obligaciones personales de servicio hacia sus patronos, formó el emperador Augusto los Augustales, que atendían simbólicamente el culto al genius imperial. El culto se integró con los antiguos de las encrucijadas (compitales) en los recientemente organizados vici (parroquias), y ser elegido vicomagister era un alto honor muy deseado. Estas eran las personas consideradas como la pars populi integra, «vinculadas» (como dice Tácito) a las casas de los ricos. En resumen, toda la evidencia muestra que, pese a una cierta subcultura moral de los pobres, los ricos impusieron con éxito su propio sistema de valores sobre el sector socialmente más ambicioso de la plebe, lo que fragmentó la solidaridad entre los pobres.

Aunque Augusto fue también el creador de la primera fuerza de policía en Roma, las cohortes urbanas y (hasta cierto punto) los bomberos, no podrían haber actuado con efectividad sin esta forma de control social. De hecho, como podemos ver en las revueltas del 235 d. C., los soldados (en este caso guardias pretorianos) tenían miedo de adentrarse en las callejas, donde eran vulnerables. En el Bajo Imperio las cohortes urbanas parecen haber desaparecido por completo, dejando la lucha contra el fuego en manos de los collegia, y la ley y el orden en las del magistrado con sus apparitores. Pese a que conocemos algunas revueltas en el siglo IV d. C., incluyendo casos en que la casa del prefecto urbano fue incendiada, tienen un aire testimonial y son limitados en su alcance, algo parecido a los charivari de la República tardía. Obtenemos en los sucesos del 365 una clave sobre la forma en que operaba esta limitación de daños cuando se nos cuenta que el prefecto de la ciudad era odiado por la plebs infima, pero que fue protegido físicamente por sus «amigos y vecinos» (Amiano Marcelino, 27, 3, 8). Este es un buen ejemplo con el que terminar, porque demuestra claramente cómo los pobres respetables dieron su apoyo a un orden social del que se beneficiaban a través de actos de patrocinio estatales y privados. Los «miserables de la tierra», los realmente pobres, no recibían tal ayuda.

No hemos dicho nada sobre el Cristianismo; deliberadamente, porque durante el período principal de la historia romana fue solo una fuerza marginal en la ciudad de Roma, aunque la información sobre la extensión de las actividades caritativas de la Iglesia para con las viudas a mediados del siglo III d. C. provocan sorpresa y escepticismo. La Iglesia primitiva contrastaba explícitamente su caridad con el lenguaje normal del evergetismo romano. Era «compasión» (eleemosyne) y no «reputación» (philodoxia) lo que motivaba las limosnas; la Iglesia declaró que era su objetivo «predicar el evangelio a los miserables (ptochoi)» (Lucas, 4, 18) y no a los pobres en general. Viudas, huérfanos, emigrantes y enfermos, a quienes la Iglesia cuidaba, eran precisamente aquellos casi ignorados por el evergetismo romano; no eran los «pobres merecedores». Este tipo de caridad ejerció una poderosa atracción en las ciudades del Bajo Imperio, y es una explicación del éxito del Cristianismo, a medida que las comunidades cívicas se desintegraban. El emperador pagano Juliano nos ofrece testimonio de la efectividad de la ayuda mutua proporcionada por las comunidades judías y cristianas cuando escribe al sumo sacerdote de Galatia: «Es una desgracia que ningún judío sea mendigo, y que los impíos alimenten a nuestra gente además de a los suyos, mientras que los nuestros claramente carecen de nuestra ayuda» (Ep., 49).

Esta «moral de los socialmente vulnerables», como ha sido llamada, era también un reflejo de la cultura de pobreza de la clase baja discutida en páginas anteriores. El movimiento monástico santificaba simbólicamente a quienes trabajaban con sus manos o a quienes mendigaban para vivir. En suma, durante un corto espacio de tiempo el Cristianismo consiguió lo que Gramsci hubiera llamado una visión del mundo «antihegemónica» que entroncaba las instituciones de la Iglesia y del Estado con la ideología popular. Pero con qué grado de éxito o efecto final sobre la situación de los miserables es otra historia.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Teorías y posturas referentes a la pobreza en la historia europea reciente y menos reciente son reseñadas en obras como: The Making of the English Working Class, Londres, 1968; P. Townsend, Poverty in the U. K.: a Survey of Household Resources and Standards of Living, Londres, 1979; C. I. Waxman, The Stigma of Poverty: a Critique of Poverty Theories and Policies, Nueva York, 1987; S. Woolf, The Poor in Western Europe in the Eighteenth and Nineteenth Century, Londres, 1986.

No existen estudios específicos sobre la pobreza en la Roma antigua; sin embargo, para una visión general de la vida social en Roma véase: el ensayo de P. Veyne en Ph. Aries y G. Duby, Histoire de la vie privée, vol. I, París, 1985 [ed. cast.: Historia de la vida privada, vol. I, Madrid, 1989]; R. MacMullen, Roman Social Relations, Yale, 1974; J. Cacopino, La vita quotidiana a Roma all'apogeo dell'Imperio, Bari, 1941; L. Friedländer, Darstellung aus der Sittengeschichte Roms, Leipzig, 1922.

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