Tranquilícese el lector: el autor desconfía tanto como él de la palabra humanitas, ya que esta palabra es a la vez vaga y laudatoria: se refiere a la calidad de los seres humanos que son dignos del hermoso nombre de hombre porque no son bárbaros, ni inhumanos, ni incultos. Humanitas quiere decir cultura literaria, virtud humana y estado de civilización; nuestra tarea será, pues, preguntamos qué era el hombre romano, o mejor, qué es lo que pretendía ser, qué es lo que entendía por civilización y qué características han diferenciado a la civilización romana (o más bien greco-romana) de las demás grandes civilizaciones. ¿Acaso son humanos todos los hombres? ¿Son hombres los esclavos y los bárbaros? Uomini e nò: ¿es lo mismo Humanidad que género humano? ¿Qué pensaban entonces los romanos de su propio imperialismo? ¿Ha sido universalista el pensamiento antiguo, ha iniciado la unidad del género humano?

Liberémonos rápidamente del estudio del propio término; este término de humanitas sirvió en primer lugar para traducir la palabra griega paideia; «en Grecia se descubrieron la humanitas, las bellas letras e incluso el cultivo de las plantas», dice Plinio el Joven (Ep., VIII, 24, 2). La Humanidad distingue también al culto (y más generalmente al hombre de esmerada educación y buena familia, pepaideumenos), de la gente del pueblo, grosera, y de los miembros escasamente instruidos de la clase dominante, que debido a su incultura no hacen honor a su clase. Además, humanitas corresponde a una palabra griega, la de philanthropia; es la cualidad de un hombre que no era severo ni altanero, que hacía más de lo que la estricta justicia exigía y no reclamaba todo lo que le era debido. En los textos jurídicos, por ejemplo, la humanidad de un juez o de un emperador se traduce en favores personales o en medidas de clemencia, en la anulación de un impuesto. Todos los hombres pertenecen al género humano, pero algunos, como puede verse, son más humanos que otros: no viven como animales salvajes, o no son inhumanos, o bien están impregnados por lo que un día se denominarán «las humanidades».

La humanitas es pues más un mérito que un rasgo universal. Cuando el mérito es de un individuo, añade un algo de dulzura a la justicia común o modera la rigurosidad (Cicerón, Ad Att., IV, 6, 1). Cuando es el mérito de una sociedad entera, añade enriquecimientos ajenos a la sencillez primitiva: todos los hombres comen y trabajan, pero no todos han descubierto las artes y técnicas ni las bellas letras. A estas articulaciones se yuxtapone una progresión interna del individuo. Los salvajes son demasiado rigurosos y a la vez no lo son suficientemente: no saben concederle algo a la Humanidad, no saben resistirse a sus impulsos; la humanitas modera la dureza, mientras que la ley enseña la disciplina (Cicerón, Cael., XI, 26). Una inquietud subyace sin embargo: ¿esta humanidad no sería un síntoma de afeminamiento? (César, B. Gall., I, 1, 3). La civilización, que ablanda las almas, las reblandece y las prepara para la esclavitud (Tácito, Agr., XXI, 3).

Véase en ella un progreso o un motivo de preocupación, lo cierto es que la humanitas corresponde en todo caso a lo que nosotros llamamos civilización: una modificación interna del hombre y a la vez una prolongación del control humano sobre el mundo externo; ciudades, casas de piedra, edificios públicos, agricultura, estudio de la elocuencia (Tácito, Agr., XXI, 1-2). Como las plantas, los seres humano existen bajo dos formas: unos viven en estado salvaje, los demás han mejorado gracias a la cultura (César, B. Gall., I, 1, 3). Esta es la gran separación de la que se han beneficiado ciertos pueblos; han descubierto la civilización (Vitruvio, II, praef. 5). El Imperio greco-romano con sus tres millones y medio de kilómetros cuadrados es un islote de civilización en medio de los bárbaros; el pagano Celso se lo hace observar a los cristianos: si el régimen imperial sucumbiera, el mundo se convertiría en presa de incultos y feroces bárbaros (Estrabón, final del libro VI); el católico San Optato se lo hace observar a los donatianos, cismáticos y rebeldes a las órdenes del santo emperador: «el Estado no está en la Iglesia, pero la Iglesia sí está dentro del Estado, es decir, dentro del Imperio romano; aquí es donde se encuentran los santos sacerdocios, el pudor de las vírgenes consagradas, cosas que no existen entre los bárbaros o que si existieran no se encontrarían a salvo».

¿Hay que creer pues que fuera de los pueblos helenos o helenizados no existe más que salvajismo e ignorancia? Los greco-romanos, que no eran ni ingenuos ni más etnocéntricos que el resto de los hombres, no estaban muy convencidos de ello; cuando estaban descontentos consigo mismos, se preguntaban si los bárbaros no serían los únicos que habrían conservado la pureza y el vigor originales; ¿el Imperio es pues decadente o civilizado? Oscilan entre la hipótesis de un salvajismo original y la de una autenticidad original. Se preguntan igualmente si la Humanidad primitiva habría vivido en un estado de ignorancia o si, por el contrario, le habría correspondido la filosofía auténtica, que ha sido olvidada o modificada desde entonces; ciertos pueblos muy antiguos (egipcios, indios, etíopes, caldeos o incluso los judíos) habían conservado una sabiduría y una religión muy antiguas, de las cuales había que aprender cuidadosamente (así hicieron Apolonio de Tiana, Iamblico y muchos otros). Ya que la civilización no está hecha de inventos, sino de descubrimientos. ¿Y dónde se descubre algo? Entre los extranjeros, cuando saben algo que nosotros ignoramos, o en la misma naturaleza.

La idea que los antiguos se hacen de los descubrimientos y del peso de la civilización es, pues, muy diferente a la idea contemporánea de progreso. Hay que evitar leer con lentes modernos al epicureísta Lucrecio, al que equivocadamente se ha considerado como el precursor de nuestra idea de progreso; Lucrecio no pensaba nada que no hubiesen pensado ya Platón o los estoicos. Los descubrimientos de la civilización no provienen de un orden que la cultura viene a superponer a la naturaleza y que permite al hombre salirse de la fatalidad natural; al contrario, ya están prefigurados en la naturaleza, y se hacen «siguiendo la línea de puntos», si se me permite decirlo así; el descubrimiento humano del lenguaje se realizó imitando el canto de los pájaros. Hay que saber, en efecto, que los secretos de la naturaleza están bien escondidos; no se desvelan poco a poco, solo se descubren progresivamente, y paso a paso, pedetentim progrediens, como dice Lucrecio; esta progresión no es prueba tanto del poder del genio humano como de su debilidad. Además, como constata Séneca con tristeza, quedan muchas cosas que solo se descubrirán en un futuro. ¿Estos descubrimientos progresivos son un verdadero progreso del que hay que felicitarse, como hizo el siglo XIX? Sí y no; de ellos derivan el bien y el mal; los salvajes mueren de inanición y los civilizados de indigestión, dice Lucrecio. Además, si el pensador está de mal talante, decretara que lo que se llama civilización debería llamarse mejor decadencia. La idea moderna del progreso implica las nociones de cultura (opuesta a la naturaleza), de invención (opuesto a descubrimiento) y de un futuro esperanzador. En otro momento volveremos a las innovaciones técnicas y a las maravillas de los ingenieros antiguos.

Civilizados, para lo bueno y lo malo, los habitantes del Imperio sabían que el mundo era amplio y que no eran los únicos civilizados. Los mercaderes iban a las islas lejanas de Taprobane (Ceilán) o de Iaba (Java); alababan las dulces costumbres de los chinos y su Gran Muralla; soñaban con benevolencia con esa nación, tan lejana que era inofensiva. Séneca no dejaba de lado la idea de que un día un barco, navegando hacia el Oeste, encontraría un continente desconocido… (Medea, 374).

Aquí se desvela la contradicción interna que comparte la idea del mundo, de Humanidad considerada en su totalidad. Los romanos no ignoraban que la frontera oriental de su Imperio no llegaba ni a la mitad de esta isla gigantesca que era, para la ciencia de la época, el conjunto de las tierras emergidas; pero al mismo tiempo, los griegos no hacían más que repetirles desde hacía tiempo que la tierra habitada estaba bajo su dominio. Esta contradicción pertenece a todos los tiempos; lo que se llama mundo o Humanidad es normalmente el oikomene, es decir, el horizonte humano en cuyo centro cada civilización se encuentra situada y puede abarcar con la mirada tan lejos como pueda extenderse su vista. Efectivamente, cuando pensamos en la Humanidad entera, podemos examinarla desde dos puntos de vista opuestos; o bien la consideramos en su totalidad, como si tuviéramos por su periferia al orbe terrestre en nuestras manos; o bien la consideremos desde una perspectiva etnocéntrica; la primera visión es universalista y verdadera, pero abstracta y fría; la segunda es parcial, pero efectivamente mucho más importante, ya que la mayor parte del mundo de la cual somos el centro nos concierne mucho más que el resto de la Humanidad (es por ello que el descubrimiento de América o de la Humanidad prehistórica, que han provocado un cataclismo en la visión universalista, en cambio han conmovido en mucho menor medida a sus contemporáneos de lo que podemos pensar).

Encontramos una contradicción semejante en la idea que el pensamiento antiguo tienen de la especie humana: sabe que en teoría la Humanidad es una sola, pero no quiere saberlo. ¿Desde cuándo lo sabe? ¿Desde cuándo los hombres estiman que pertenecen todos a una sola y misma especie, sean griegos o bárbaros, libres o esclavos? La filología clásica ha construido sobre ello una novela hagiográfica: alaba a Cicerón o a Séneca por haber hablado de la «común sociedad del género humano» (Cicerón, Fin., III, 19, 62), honra a los estoicos por su así llamado universalismo, afirma a veces que antes de estos filósofos, los griegos no consideraban humanos al esclavo o al bárbaro, ven en el famoso verso «homo sum, humani nihil a me alienum puto», una de las grandes citas históricas. Tan persistente es la ilusión idealista o más bien academicista que confunde la realidad histórica con la imagen de esta realidad en el espejo de los textos clásicos.

De hecho, el descubrimiento de la unidad de la Humanidad es anterior a los estoicos en unos cuatro millones de años aproximadamente, data de los primeros homínidos, ya que todos los animales superiores saben reconocerse entre sí como miembros de sus especies respectivas: un gato reconoce a otro gato como congénere suyo y sabe que un perro pertenece a otra especie. Pero reconocer a Adán como padre común de todos los hombres es una cosa, sacar consecuencias prácticas de ello es otra. «Existe una amistad, como quien dice, entre los pájaros y más generalmente entre los representantes de una misma especie viviente», escribe Aristóteles (Eth. Nic., 1155 a 19), el cual añade que durante un viaje se percibe que «todo hombre es un ser próximo a otro hombre y amistoso». Aristóteles probablemente pensaba en la curiosidad que empuja a cualquiera hacia el extranjero que está de paso, en las leyes de la hospitalidad; ¿quién se negaría a indicarle el camino a un viajero? Como dice Cicerón (Off., I, 16, 52), nadie le niega agua a otro si mana abundantemente, ni fuego, que puede darse sin que por ello uno se tenga que privar de él. La virtud de humanidad es pues natural, pero para el común de los hombres, solo actúa en un estrecho margen o incluso puede llegar a ser solo una «cobertura ideológica»; para los filósofos, intentaremos precisar en qué lugar de su sistema ponen la unidad del género humano y las conclusiones que sacan de ello.

Lo más sencillo es tomar un ejemplo, el de la esclavitud, que choca con nuestro propio sentido de la Humanidad y del género humano. Tomando las cosas al pie de la letra, Platón y Aristóteles son tan universalistas como los estoicos: ninguno de ellos ignora que los bárbaros y los esclavos son seres con dos pies y sin plumas que pertenecen al género humano. Pero, por otra parte, constatan, como nosotros, que las capacidades congénitas de los individuos son diferentes. El problema para ellos será decidir si lo importante es esta común naturaleza o las desigualdades entre los individuos (veremos que para nosotros, los modernos, el problema es completamente diferente). Para Platón y Aristóteles, una organización social justa se basa en las desigualdades: los esclavos, que solo son individuos mediocremente dotados (basta con verles para convencerse de ello), solo sirven para trabajar y obedecer. Los estoicos, por su parte, se proponen no tanto justificar la sociedad (de la cual no piensan gran cosa) como abrir al individuo la via de la felicidad y de la virtud. Profesan que la naturaleza está bien hecha: aunque las capacidades físicas e intelectuales sean desiguales, han dado a todos los individuos la posibilidad de acceder felizmente a la virtud. Cada cual llegará a ella si cumple con su oficio en el puesto que la Fortuna le ha asignado: si es el emperador, hará virtuosamente su oficio de emperador; si es esclavo, su tarea de esclavo. (Asimismo, San Pablo dice que todos los hombres tienen un alma inmortal y todos pueden llegar a salvarse, si se portan bien; que el esclavo sea pues virtuoso, que obedezca a su amo). La esclavitud, para los estoicos, no es natural, porque la única distinción natural es la de cuerdos y «locos»: el verdadero esclavo es el hombre libre no virtuoso, puesto que se halla sometido a sus pasiones, el universalismo estoico conduce pues al mismo punto, prácticamente, que Platón o Aristóteles.

Esta incapacidad donde se han encontrado los mayores pensadores para tomar distancias con respecto a la realidad histórica de la esclavitud nos parece en primer lugar incomprensible; para comprenderla primero nos hace falta tomar conciencia de nuestra propia concepción del universalismo, que es muy original (puede ser por ello uno de los mayores hitos del pensamiento humano). Para ello, debemos volver en primer lugar a Aristóteles. Este escribe en varias ocasiones que los esclavos son hombres, pero la esclavitud es natural (fuera de esos casos injustos de hombres nacidos libres y de nacionalidad griega, y que han sido vendidos como esclavos después de la toma de su ciudad por sus enemigos); por regla general, se nace destinado por la naturaleza a la esclavitud. La prueba es tan evidente a los ojos de Aristóteles que apenas si la expone; entre otros indicios, «la naturaleza tiende a hacer los cuerpos de los esclavos diferentes a los de los hombres libres, los hace fuertes y aptos para los trabajos viles indispensables, mientras que los hombres libres son esbeltos e incapaces de semejantes tareas» (Aristóteles, Pol., 1254b 25, y en general los caps. 1, 3-7).

Los esclavos nacen congenitalmente fuertes y viles. Esta regla natural tiene sus excepciones, ya que puede ocurrir que un hijo de esclavo nazca con un cuerpo débil y un alma elevada, de la misma manera que a veces gente de bien no engendra gente de bien; pero ya se sabe que las leyes de la naturaleza son tendenciosas: se cumplen casi siempre, pero no siempre (Aristóteles, Pol., 1254b 27).

Se ve cómo ha procedido Aristóteles: tiene delante a unos esclavos que son unos pobres desgraciados e incapaces de vislumbrar su apariencia social y adivinar su origen, ve a estos hombres fuertes, humildes e ignorantes, y no se le ocurre pensar que la servidumbre y el desprecio los ha hecho efectivamente ser viles y los embrutece. La idea de que no se nace esclavo, mujer o bribón, sino que se llega a ello debido a la socialización no se desarrollará hasta el siglo XIX. Además, Aristóteles piensa por géneros y especies y no es muy sensible a los individuos.

Dos cosas hay, pues, que nos hacen inconcebible la esclavitud. La primera, nuestra doctrina de los derechos del hombre, que niega las desigualdades entre individuos; cualquier hombre tiene ciertos derechos que se consideran fundamentales, estos derechos excluyen automáticamente la esclavitud, y su posesión no depende tampoco de las capacidades individuales. La segunda es una hipótesis sociológica que niega las desigualdades de hecho entre los grupos: sexo, raza y clases tienen virtualmente las mismas capacidades medias para ciertos objetivos que se consideran fundamentales, cuando haya una inferioridad colectiva no se considera congénita, sino que se debe a la socialización o al peso del pasado. El ideal sería dar a cada individuo su «oportunidad». El origen de esta hipótesis y de este ideal se encuentra probablemente en la reflexión histórica y sociológica de nuestro siglo; ciertos indicios sociales e históricos sugieren, efectivamente, que los grupos son virtualmente iguales en capacidades. Aristóteles consideraba legitima la esclavitud, ya que medía los derechos fundamentales según las capacidades individuales y creía en el carácter congénito de las incapacidades colectivas.

A los ojos de los modernos, el universalismo estoico es tremendamente tímido; vamos a ver que esta timidez revela los límites del pensamiento antiguo en su totalidad. ¿Por qué los hombres no son iguales más que por su virtud? ¿Cómo es que los estoicos no han visto que la sociedad esclavista es injusta? Porque la virtud, que ellos definen de un modo muy particular, permite cumplir el modo de existencia que la finalidad natural ha previsto para la especie humana; esta virtud es una facultad que la «naturaleza» (en el sentido cuasi biológico de esta palabra) ha dado a los representantes de la especie humana, así como ha provisto a los animales de instintos necesarios para su supervivencia y para la de los de su especie. Pero el pensamiento antiguo, cuando se pregunta a sí mismo, se orienta espontáneamente hacia la «naturaleza» y el «cosmos» (física); en cambio su catalejo no está regulado como el nuestro para los aspectos que nos parecen más próximos, la «sociedad» y la «historia», que ni siquiera distingue. Por lo tanto, cuando el pensamiento se convierte en algo más audaz y es capaz de ver más allá de la ciudad según la concepción que Platón y Aristóteles, con su constitución esclavista, lo que percibe no es sociedad, sino naturaleza y destino cósmico.

Según la doctrina estoicista, todo es fatalista en el cosmos físico y biológico, pero también en el tiempo histórico; era fatalista el que Cipselo gobernara en Corinto, que tuviera lugar tal batalla naval, que Sócrates hubiese muerto o que Catón fuera al Senado tal día. La fortuna y el simple azar no existen más que por nuestra ignorancia de las causas. Pero los estoicos afirman también que todo es providencial (el único entre los estoicos que atribuía el mal a nuestros vicios y no al dios era Cleante); el mal no es más que la contrapartida inevitable del bien. Al precio de ciertos sofismas, los estoicos conciban esta fatalidad y esta providencia con la libertad humana (proairesis). Pero apenas han expuesto estos principios que ya han olvidado sacar consecuencias para la historia. Cuando dan ejemplos de la providencia divina, los toman prestados de la naturaleza y de la antropología general; la naturaleza varía según las estaciones para que podamos cultivar la tierra y humanizarla gracias a nuestras manos y nuestros descubrimientos. Cuando Séneca y los demás estoicos hablan de historia política, solo ven en ella la lucha entre virtud individual y la Fortuna (solo Lucano se preguntará por qué el dios ha querido la victoria de César sobre Catón). La teodicea estoica no justifica la existencia de los males físicos, seísmos o naufragios de barcos de peregrinos, pero parece olvidar los dramas históricos. Esto se encuentra fuera del alcance de su forma de pensar. En la práctica, si no en teoría, todos los estoicos piensan como Cleante. Sigamos preguntando al estoicismo sobre sus reveladoras timideces. Nadie ignora que los estoicos se consideraban ciudadanos no de una ciudad humana, sino del cosmos: son «cosmopolitas». ¿Quiere decir esto que se consideraban ciudadanos del mundo (humano) en su totalidad? No: el cosmos es un orden de fenómenos físicos, teatro natural de todos los hombres, griegos o bárbaros (cfr., por ejemplo, Séneca, Consolación a Marcia, 18, 1); en cuanto al destino, rige a los individuos, no a las ciudades o colectividades. Si un hombre queda exiliado entre los bárbaros, encontrará allí el mismo sol, las mismas estaciones, el mismo instinto de interesarse por sus hijos y sus nuevos conciudadanos; esclavo o libre, allí desempeñará su oficio. La naturaleza nos ha dado el instinto de ayudar a nuestro prójimo tomando parte en las funciones públicas; ningún programa político se deduce de ello. Pero supongamos que una ciudad extranjera declarara la guerra a Roma (ya que ciertos pueblos son «nuestros enemigos»; cfr. Séneca, A Lucilius, 110, 14). Pues bien, cada cual hará su deber y luchará por sus conciudadanos; esta virtud es común para los hombres de ambos bandos: «Hay tanta virtud en el atrevido asaltante como en el asaltado irreductible. Escipión ha sido grande cuando sitió Numancia, y obligó a los invencibles españoles a darse la muerte con su propia mano; no menos grande fue el valor de los asediados, que supieron que nada está cerrado cuando la muerte queda abierta y expiraron abrazando su independencia nacional sobre su pecho» (Séneca, A Lucilius, 66, 13). Universalismo e internacionalismo no son la misma cosa.

Aristóteles consideraba a los bárbaros como hombres congénitamente destinados a ser colonizados por los griegos; Platón apenas si se preocupaba por los bárbaros. Los estoicos ponen en ello más humanidad y menos prejuicios etnocéntricos, pero el resultado final de su universalismo no es muy diferente. Nunca han pensado en unificar políticamente a la Humanidad; se le hace demasiados honores cuando se ve en su doctrina la ideología de los imperios universales, de Alejandro o de Roma, que tenían un universalismo más bien conquistador. La ciudad cósmica no confiesa ni desmiente sus conquistas, y Séneca toma a Alejandro por un loco, movido por la rabia de saquear y de pillar. El trazado de las fronteras no se encuentra en el cosmos, que es el orden de las cosas naturales. Plutarco saluda a Alejandro como el conquistador que ha realizado en los hechos lo que los estoicos no habían hecho más que enseñar; como se ve, este fiel súbdito del Imperio romano se encuentra muy dispuesto a legitimar e idealizar el régimen político establecido (Plutarco, De Alexandri virtute, I, 6; Moralia, 329a). Si la palabra ideología sirve para algo, es para designar este tipo de pensamiento edificante. Por el contrario, no es a causa de su ideología por lo que las grandes filosofías antiguas no han podido centrar su atención en la crítica social e histórica, sino porque los hombres e incluso los filósofos no pueden pensar cualquier cosa en cualquier momento.

Dejemos a los filósofos: los tiempos no han llegado en los que las palabras humanidad o derechos universales harán tambalear la realidad. Es en la moralidad colectiva, en la moral diaria, donde podemos observar algunos efectos de la noción de humanitas, que apareció en la Grecia del siglo IV bajo el nombre de philanthropia. Estos efectos son muy sensibles, pero poco eficaces; la conciencia de sí mismo y el vocabulario se ven afectados en mayor medida que las conductas. El imperialismo romano y los horrores de la guerra griega y romana son prueba de ello, ya que se alardeaba fácilmente de haber dado muestras de humanidad en este terreno.

Como cualquier otra sociedad, Grecia siempre conoció y practicó ciertas virtudes llenas de humanidad, pero no supo ponerle nombre a esta virtud sino ya bastante tarde. Honraba la conmiseración, la dulzura, la benevolencia; en Homero, el suplicante, el huésped o incluso el mendigo deben ser tratados humanamente; el espíritu caballeresco duda entre el resentimiento (la cólera de Aquiles) y el olvido de las ofensas, incluso la compasión hacia Príamo, ya que todos los hombres toman parte en la desgracia: Aquiles llora sobre su padre que pronto morirá, frente a Príamo, que llora su hijo muerto por Aquiles.

«Grecia y Persia viven en patrias diferentes y se pelean, sin embargo son hermanas de la misma sangre», escribe Esquilo (Pers., 181). La palabra bárbaro no designa ninguna especie viviente, diferente de la de los helenos, es un término de desprecio xenofóbico, como lo hay en cada pueblo para designar a los que le son extranjeros. A lo largo del siglo IV este desprecio se erigirá en teoría política, la de la superioridad de la nación griega sobre el Gran Rey, ese rival autoritario y a la vez impotente, con quien las ciudades griegas se alían en contra de otras ciudades griegas, como luego harán los príncipes cristianos con el Gran Turco, acechando su sucesión y a la vez predicando la Cruzada en su contra.

Pero, por encima de estas apasionadas doctrinas, una sabiduría cercana a la objetividad reconocía que el punto de vista de cada hombre es reversible al de su prójimo, y también que cada hombre defiende egocéntricamente su parte. Tal es la imparcialidad compasiva de Homero entre aqueos y troyanos. Tal vez sirvió de modelo para la imparcialidad política de Tucídides entre atenienses y peloponenses, ese otro hito del pensamiento humano; sin embargo, imparcialidad y humanidad no son la misma cosa; antes de masacrar en masa a los ciudadanos de Melos, los atenienses les recuerdan que la justicia y la compasión son ajenas a la política y que los melienses infligirían el mismo castigo a los atenienses, si tuvieran la misma oportunidad (Tucídides, V, 105, 2). Eso explica las lágrimas de Escipión ante Cartago en llamas: «lo mismo puede ocurrirle un día a Roma», dijo (Polibio, 38, 21); estas lágrimas son ajenas a la humanitas, y por mucho que se diga, al estoicismo. Su enternecimiento egoísta es el del dicho de Publio Sirio: «lo que le pase a un hombre puede sucederle a cualquier otro» (cit. de Séneca, De tranqu., XI, 1, y Consolación a Marcia, IX, 5; el tema de los reveses de la fortuna está presente en toda la carta de Séneca sobre los esclavos, A Lucilius, 47).

La virtud de la Humanidad está compuesta de compasión, dulzura, afabilidad, sencillez, interés por la suerte del prójimo: es una de estas palabras abstractas compuestas que empezaban a surgir por ese entonces gracias al progreso de la abstracción filosófica (la palabra «filoheleno», más antigua, debió servir de modelo). La philanthropia, que también podemos designar con la palabra latina humanitas, consiste en tener una actitud amistosa hacia todos los hombres, y no solamente hacia los amigos políticos. No es necesario suponer que este neologismo corresponde a una transformación de las relaciones políticas o las relaciones sociales: la Humanidad es la actitud de los burgueses de Menandro entre sí, como el evergetismo, pero como este, es también, incluso preeminentemente, una actitud de los reyes. La palabra en cuestión expresa menos un cambio de reglas morales que un progreso de la reflexión sobre la moral y el conocimiento de sí mismo: en el siglo IV se tiene un mayor número de ideas refinadas, se ha aprendido a examinarse a sí mismo; otro tanto diríamos de Roma en tiempos de Cicerón, donde la humanitas se ha convertido en una moda. En Roma, como tres siglos antes en Grecia, el neologismo es menos significativo que su causa, sea la que sea, que por sus consecuencias: sistematiza la idea de una actitud, y por ello, de la actitud en sí misma; configura un papel que a veces se representará. La época helenística y el último siglo de la República son la era de los buenos sentimientos.

Esta actitud, si se mantuviera hasta el fin, podría, como la caridad cristiana, convertirse en un amplio programa, que Séneca (A Lucilius, 88, 30; cfr. Stoicorum fragmenta, III, n. 292, ¿Crisipo?) diseña en gran medida: hacer el bien al prójimo, compartir sus penas, no tratar tiránicamente a los habitantes de las provincias del Imperio… Quien mucho abarca poco aprieta; así como no se puede ser amigo de todo el mundo y durante todo el tiempo, solo hay un margen donde practicar esta virtud: se puede ser humano en las relaciones cotidianas, con amabilidad y en pequeñas acciones poco difíciles. La actitud se reduce a un simple síntoma: este síntoma se supone que significa que en el fondo uno tiene un carácter lleno de humanidad y que se mostraría aún más humano de lo que es si la fuerza de las cosas no se lo impidiera. La modernidad de los años ciceronianos pide que se manifieste su humanitas profunda sin alardear de ser como Catón el Viejo cultivando la literatura griega, sin estigmatizar sin parar la decadencia, imitando a Jenofonte más que al severo estilo de Tucídides, siendo tan amable como lo son entre sí los interlocutores de los diálogos de Cicerón. En el límite, uno será filantrópico si soporta fácilmente el gentío de los baños o si gusta de sus semejantes en masa, como en Olimpia (Epícteto, Pensamiento, IV, 4, 27 y ss.; cfr. I, 6, 26).

La Humanidad es, pues, un arte de buena sociedad, una delicadeza en las relaciones mutuas; un político debe hacer una política seria, pero «en las coyunturas diarias» debe adoptar maneras filantrópicas, y no desagradables ni altaneras (Isócrates, Sobre la antidosis, 131-3). Tal es la verdadera significación del famoso verso Homo sum… Recuerdo la situación: un burgués, que quiere hacer el bien a otro burgués, amigo suyo, y que ve cómo este se mata trabajando con sus propias manos la tierra, le sugiere que compre varios esclavos; y para justificar el meterse de este modo en los asuntos ajenos, le dice que siendo un hombre como él, se interesa en la suerte del prójimo (Terencio, Heautontim., 77). Invoca pues ante todo la Humanidad para excusarse. En otra comedia (Plauto, Trinummus, 44), un rico pide en matrimonio a la hermana de un burgués poco acaudalado; el pobre cree que quieren reírse de él y que la propuesta no va en serio: «¿Cómo voy a reírme?», responde el rico, «yo soy un hombre, tú eres un hombre». Renuncia cortésmente a su superioridad. La humanitas, en estos pequeños diálogos, no es objeto de conversación: sirve para definir las respectivas posiciones de los interlocutores, antes de iniciar negociaciones serias; es un enunciado «pragmático» (en el sentido de la «pragmática lingüística» actual). Un hombre vale tanto como otro, pero todo el mundo no puede pretender ser un interlocutor válido para todo el mundo; nuestros burgueses nunca se hubieran atrevido a hablarle así a un rey y jamás habrían tolerado que su esclavo recurriese a este argumento.

La Humanidad no se expresa solo mediante la buena educación o la argumentación; tiene también consecuencias, que son, como mínimo, negativas: prohíbe ser más duro de lo necesario, por ejemplo, con los esclavos; en este sentido, encuentra lugar la carta de Séneca sobre la manera de comportarse con los esclavos, a los que no hay que tratar de «manera inhumana» (A Lucilius, 47, 5). Del mismo modo se debe actuar con los vencidos, si es posible. El Agesilao, de Jenofonte, significativo retrato en varios aspectos, nos muestra que este héroe espartano recomendaba a sus soldados «no castigar a los prisioneros como si fueran criminales de guerra, sino que debía tratárseles como seres humanos, ya que eso es lo que son»; esta filantropía le acarreaba la rápida obediencia de los vencidos (1,21-2; por otra parte, Agesilao se jacta, a la antigua usanza, de saber hacer tanto daño a sus enemigos como bien a sus amigos). ¿Cómo no pensar entonces en este famoso y siniestro texto que es el testamento político de Augusto?: «he preferido dejar vivir a los pueblos extranjeros, a los que se podía perdonar con total seguridad, en lugar de aniquilarlos» (Res Gestae, III, 2: «externae gentes, quibus tuto ignosci potuit, conservare quam excidere malui»). Vamos a detenernos sobre ello más largamente.

No puede imaginarse nada más terrible que estas tres líneas, con su feroz y clemente sonrisa; son perfectamente conscientes del juego que mantienen con el lector y están seguras de la connivencia del pueblo de señores romanos que las leerán; también se dieron a leer a los súbditos del Imperio, para hacerles sentir que el derecho de los señores estaba por encima de ellos. No solo revelan que Augusto estaba convencidísimo de su derecho de vida o muerte colectivo sobre todo un pueblo, que no era el suyo, sino que además lo hace saber. Si Augusto invoca a menudo que renuncia a su derecho por humanidad, es para demostrar que lo conserva y lo ejercerá en el momento en que lo considere necesario. Es mucho más que una «información de amenaza», como es corriente en nuestra era atómica; es la afirmación de su pleno convencimiento, que espanta incluso más que la propia amenaza. También los griegos destruían ciudades extranjeras sin dudarlo y sin remordimientos: es el derecho común de la guerra. Tucídides justifica esta ira en nombre de una racionalidad política que es común a todos los hombres, incluidas las víctimas. Los griegos también encontraban filantrópico el no querer destruir. Pero nunca se les ve afirmar su derecho en el tono que emplea Augusto; este tono hace del derecho el privilegio del dueño, que reina porque es él. Haría falta un pueblo-rey para atreverse a hacerlo.

El antiguo Oriente y la Roma arcaica destruían al enemigo, y sus anales se deleitan con la lista de sus masacres; más exactamente, Roma y Oriente seguían dos políticas hacia la colectividad vencida; aniquilarla, o por el contrario, por un cálculo interesado, integrar a los vencidos en su propia colectividad para agrandarla. Cicerón pretenderá un día que la segunda solución es la única que Roma ha puesto en práctica, lo cual es falso, y atribuye el hecho al carácter acogedor y humano de la Roma ancestral (Off., I, 11, 35). En realidad, Roma en esta época no se preocupaba por la humanitas. Augusto se preocupará por ello: los griegos, desde hacía dos siglos, habían enseñado que convenía hablarles así a los vencedores.

La guerra griega y romana son más crueles que las de la Edad Media, o las del siglo XIX. Una colectividad lucha contra otra colectividad, sin distinguir entre militares y civiles. El enemigo es un miserable al que se combate porque nos ha hecho daño y también lo hace luchando; es un culpable al que se castiga (recordemos el lenguaje de Augusto y el de Agesilao). Al final de la Eneida, el piadoso Eneas, que se preparaba para agraciar al jefe enemigo, vencido, lo degüella para castigarle por haber matado en leal combate al joven Palante. Según las leyes de la guerra, el vencedor podía, si así lo deseaba, vender como esclavos a todos los habitantes de una ciudad conquistada (Polibio, II, 58, 9-10; cfr. también V, 11 y XVIII, 3,3-4); a veces todo o parte del cuerpo civil es pasado a cuchillo bajo el pretexto, verdadero o falso, de represalias. A estas atrocidades, los romanos añadirán las suyas; una de sus leyes era que una ciudad que no se había rendido a ellos antes de que se diera el primer golpe de ariete, sería entregada a los soldados, con la orden de masacrar a todo ser viviente que encontrasen en su camino; la ley era tan ritualmente aplicada que Polibio, que presenció escenas de este tipo, cuenta sobre la toma de Cartago: «La finalidad es claramente la de aterrorizar; cuando los romanos toman una ciudad, frecuentemente se ve no solo a los humanos degollados, sino a los perros cortados por la mitad y los demás animales cortados en trozos» (Polibio, X, 15, 5; Cicerón, Off., I, 11, 35: «quamvis murum aries percusserit»). Roma recrudece en otro aspecto los horrores de la guerra helenística: la escala de destrucciones de ciudades. La destrucción de Cartago y la de Corinto causaron escándalo; solo Alejandro se había atrevido a aniquilar una gran ciudad histórica, Tebas.

Así, en 221 el rey Antígono Doson, que había aplastado en Sellasia al poder lacedemónico y que se había convertido en el amo de la ciudad, «trata a los espartanos con grandeza de espíritu y filantropía» (Polibio, II, 70, 1): su ciudad no fue destruida, como no lo había sido Atenas en el 404. Polibio atribuye la misma máxima al romano Flaminio: hay que usar con grandeza de espíritu de la victoria, con suavidad y filantropía (Polibio, XVIII, 37, 7). Esta era una cosa nueva. Gracias a sus muchas lecturas, Plutarco resume la impresión que hizo en el mundo helenístico la intrusión de Roma en la política griega: «ante los ojos del mundo exterior, los romanos pasaban por ser hábiles en la guerra y temibles para la lucha, pero nunca habían dado ejemplo de ponderación o filantropía» (Vida de Marcelo, XX, 11).

De ahora en adelante, van a practicarla, van a hablar el lenguaje de los buenos sentimientos. Desde hacía tiempo, Roma era una sociedad teñida de helenismo en su civilización material, en la religión, en el universo mitológico, a la manera de las ciudades etruscas, de Chipre, etc… Pero, políticamente, Italia y el Mediterráneo oriental eran dos mundos separados que no tenían ninguna relación. La brusca entrada de Roma en los asuntos griegos, al poco de su victoria sobre Aníbal, puede parecer tan sorprendente como la brusca irrupción de los Estados Unidos en 1917 en los asuntos de los Estados europeos, con los cuales no les unía ningún pacto y en cuyos asuntos no intervenía jamás; pero es que una gran potencia difícilmente aguanta que se juegue una gran partida en la escena internacional sin que pueda intervenir. He aquí, pues, a los romanos que desempeñan un importante papel activo, e incluso el papel central, en la diplomacia helenística. Deben adoptar las tradiciones y el lenguaje para probar que conocen la buena educación de una gran civilización internacional, la del helenismo. En 188, los Escipiones aseguran en griego, a una ciudad jónica, que tendrán con ella «toda la benevolencia posible»; su secretario griego ha redactado una carta en un perfecto estilo, se expresan como los reyes filantrópicos (Dittenberger, Syllog., 618).

Es por ello que deben comportarse como personas filantrópicas hacia los reyes. El ritual romano exigía que el jefe enemigo vencido fuera estrangulado en la prisión, en el momento del triunfo cuando el carro del triunfador alcanzaba el Capitolio; Vercingetorix y Simón bar Gorias, que se entregaron con gran ceremonia a César y a Tito, respectivamente, serán muertos de este modo (Dion Casio, XL, 41,3, y XLIII, 19,4; Josefo, BJ., VI, 9,4,434; VII, 2, 2, 36; VII, 5, 6,153-5; Cicerón, De Suppliciis, XXX, 77: «victis vitae finem»); la cabeza de Decébalo, el cual burlará esta solución suicidándose, será llevada solemnemente a Trajano. Pero eran bárbaros. ¿Qué harían con el primer rey civilizado que cayera en sus manos después de ser derrotado? Le gradarán: después de Pidna, Perseo no fue ejecutado; el Senado decidió que sería encarcelado en Alba, para mantener la reputación de equidad de Roma (Tito Livio, XLV, 42,43; cfr. Diodoro, XXI, 9). Pero, como el botín hacía parte de las leyes de guerra, Epiro fue saqueada por el ejército victorioso; este saqueó 70 ciudades y redujo a 150 000 hombres a la esclavitud; la magnitud de la destrucción espantó al mundo entero (Polibio, XXX, 15; Tito Livio, XLV, 34, 6; cfr. Aem., XXIX).

El espíritu de humanitas en la conducta de la guerra es manejado elegantemente por Cicerón, que adorna con él un patriotismo romano que casi ninguna duda hace vacilar. No hay que hacer la guerra, escribe, antes de haber agotado toda posibilidad de negociación; las únicas guerras justas son las que permiten defenderse de la injusticia de un enemigo; no hay que destruir la ciudad enemiga, salvo si merece represalias. Así han actuado desde siempre nuestros ancestros; Cartago y Numancia se destruyeron por justa represalia; «me gustaría que Corinto no lo hubiera sido», pero lo exigía la seguridad estratégica de Roma (Off., 1,11,35; Leg. Agr., II, 32, 87). Si una ciudad se rinde a su merced, se le graciará; incluso si el ariete ha tocado ya sus murallas, hay que castigar únicamente a los responsables del campo enemigo y deben dejar sobrevivir a la masa de la población (Off., I, 11, 35; I, 24, 82). Cicerón hace aquí una apología de la política romana, la cual presenta, por omisión, una versión edulcorada; como conviene a un autor cultivado o humano, formula también uno o dos consejos humanitarios y se lamenta, pero sin insistir y sin desmentir a su patria. Los consejos son la prueba de que un romano sabía ser humano, el lamento prueba que los romanos, que son humanos, han destruido Corinto porque no les quedaba más remedio.

César hizo cortar las manos a los últimos defensores de la independencia gala, porque había que dar ejemplo; su clemencia era lo bastante conocida como para no ser discutida (César-Hirtis, B. Gall., VIII, 44, 1). Habría que invocar el haber perdonado a los supervivientes de los nervianos de Brabante; el no haber saqueado sus pueblos ni borrado sus fronteras. Los vénetos de Morbihan habían sido vendidos como esclavos a título de represalia: había que enseñar a los bárbaros que debían respetar a los embajadores (César, B. Gall., II, 28, 3; III, 16, 4). César solo se muestra inclemente hacia los bárbaros rebeldes o pérfidos. Los vencidos de Alesia fueron vendidos como esclavos, a título de botín. El principio era dejar vivir a un enemigo contra el que se luchaba por vez primera (III, 16, 4; Polibio, XVIII, 37, 1). El caso del rebelde que se obstina en defenderse es diferente. Los romanos, escribió Montesquieu, parecían suponer que bastaba con haber oído hablar de ellos para sometérseles.

Solo hay que declarar las guerras justificadas; según otro capítulo de su testamento político, Augusto no llevó la guerra injustamente a ningún pueblo. Cuando la República atacó a los dálmatas y llevó a Cartago a la desesperación, cuidó, dice Polibio (XXXII, 13, 9; XXXVI, 2, 1), de «buscar pretextos honrados a ojos del mundo exterior». César parece que conquistó la Galia solo por azar; si le creemos, lo único que hizo fue encadenar una serie de operaciones distintas, cada una de ellas destinadas a defender a Roma o sus aliados en la Galia (B. Gall., III, 28, 1). Mi objetivo no es estigmatizar el desfase entre actos y palabras, que es propio de todos los tiempos, sino mostrar el carácter unilateral y solipsista de la política extranjera de Roma; ya que paz y guerra entre las naciones no tienen nada que ver con la racionalidad, invariable a lo largo de los siglos. La idea de pluralidad de naciones con los mismos derechos era ajena a los romanos.

La guerra declarada justificadamente es una cosa, la conducta de la guerra en sí misma es otra, solo tiene que ver con la utilidad estratégica, de los beneficios del botín o de la aplicación sistemática del terror. Cuando se luchaba contra los bárbaros, era normal incendiar los poblados y matar a todos los que se encontraban en su camino. En otoño de 14, Germánico hizo la tierra quemada en Westfalia; incendia y masacra todo en un radio de 100 kilómetros, sin respeto por la edad o el sexo (Tácito, Ann., I, 51, 1). Tras su paso, el nombre del pueblo que habitaba en esta región, los marsos, desaparece de la historia. Contra pueblos civilizados, había ciudades que debían incendiarse para aterrorizar al enemigo; la capital de Armenia, al pie del monte Ararat, Artaxata, fue incendiada dos veces en un siglo; bajo Lucio Vero, la rica ciudad comercial del Imperio parto, Seleucia del Tigris, se destruye como ejemplo; bajo Septimio Severo, otra ciudad, Ctesifonte, es aniquilada; mujeres y niños fueron vendidos como esclavos; no sabemos lo que pasó con los hombres (Dion Casio, LXXVI, 9; Herodiano, III, 9, 11).

Otra cuestión es la suerte de los vencidos. Es muy bonito tratarlos con humanidad; hay que suponer siempre que los rebeldes habían sido castigados duramente y que de ahora en adelante serian más razonables (Josefo, B.J., VI, 6, 2, 324). Son estos los sentimientos de Tito delante de Jerusalén; derrama unas lágrimas ante los horrores de la guerra. Pero si el enemigo se empeña, no se puede ser criticado por hacer justicia; en una alucinante escena, Tito explica personalmente a los asediados de Jerusalén que serán tratados con el máximo rigor (VI, 6, 2, 328). Un siglo más tarde, la columna de Marco Aurelio muestra a los siglos y al cielo unas alucinantes escenas de masacres de bárbaros, largas filas de hombres encadenados, que son decapitados, cabañas incendiadas, mujeres y hombres llevados como esclavos, y de los que el escultor ha transmitido sus rostros patéticos. No creo que este patetismo exprese una humanización, una nueva sensibilidad. Habría que buscar más bien la triunfal afirmación de la fuerza de Roma, que aplasta a los vencidos con un justo castigo, por una parte; y por otra, algo popular, que es el morboso deleite que nos dan las películas de guerra, y donde se mezclan la dulzura de una conmiseración sin consecuencias y un sadismo sin peligro ni remordimientos. Como expresión política, la columna de Marco-Aurelio ilustra el punto de vista romano; como obra de arte, toca dos viejas fibras, el terror y la piedad, y se sitúa bajo el punto de vista de los masacrados y de los masacradores, como la litada. Humanismo imaginario.

Estas masacres de bárbaros que amenazan la integridad del Imperio se sitúan en época imperial, que ya no es conquistadora, salvo en raras excepciones; «ahíto de gloria, el poder romano llegó a desear la paz con los pueblos extranjeros» (palabras de Claudio en Tácito, Ann., XII, 11). El Imperio cree que es el único Estado que hay en el mundo y que se identifica con el mundo civilizado, humanizado; Tácito se preocupa en calificar a los partos de bárbaros. La palabra bárbaro ha cambiado de sentido, ya no significa «extranjero» sea cual sea: estos extranjeros son los «salvajes», cuyas oleadas vienen a romper contra los diques del Imperio, que se funde con la civilización helénica mundial. El griego Filón, que piensa en las conquistas de Augusto en los Alpes e Iliria, escribe que el príncipe «ha helenizado a los bárbaros en las regiones donde era necesario hacerlo, y ha agrandado Grecia con muchas nuevas Grecias» (Filón de Alejandría, Embajada a Calígula, 147; Elio Aristides, Elogio a Roma, 63). La buena conciencia de los masacradores de la columna de Marco Aurelio es de defensores de la civilización, frente a unos bárbaros que tienen unos vestidos y peinados que no son los nuestros.

Lo que es más difícil de comprender es el imperialismo en época republicana, la conquista del mundo. Poco importa la verdadera explicación de este imperialismo; más bien nos preguntamos qué buenas razones debían darse a sí mismos los romanos. Ya que los seres humanos creen en la Humanidad y resienten cierto pudor ante ella. Ahora bien, este pudor apenas si aparece en los textos de época republicana; Roma parece haber vivido su conquista como una evidencia obvia. Otras sociedades han alegado la superioridad del civilizado sobre las razas inferiores, su deber de protegerlas, una cruzada a favor de una religión o de un principio político, la misión de hacer reinar el orden y la paz entre los pueblos, etc, Roma republicana ni siquiera se jacta de ser un pueblo de extracción superior, jefe natural de los pueblos plebeyos, no se atribuye ninguna superioridad aparte de la de las armas y la gloria de sus victorias; es decir, el hecho mismo de haber conquistado. No se justifica, como Tucídides, en un contexto general, alegando que todos los pueblos preferían, si podían, tener esclavos que obedecer como esclavos; no se excusa diciendo que el egoísmo nacional para cada nación es un egoísmo sagrado. No dice nada. Los textos latinos están mudos. Tiene razón de callarse: Roma reina porque es el pueblo rey, pero un rey no tiene una legitimidad universal: reina porque es él. Es superior porque es el rey, no es rey en virtud de cualquier superioridad meritoria o por razones de utilidad colectiva.

Más exactamente, bajo la República, la justificación ideológica, ya que tiene una, no se basaba en el derecho de Roma a mandar, sino en la honestidad con la cual ejerce su mando. En una obra tardía (Off., II, 7, 26-8; 30), Cicerón estigmatiza a César y sus guerras, no la guerra de las Galias, sino la guerra civil; César ha oprimido no solo a sus conciudadanos, sino también a los marselleses, los más antiguos y fieles aliados de Roma. Ahora bien, dice Cicerón, oprimir a los aliados o a los súbditos es arruinar la dominación romana: Esparta perdió su imperio porque era injusta. Estas palabras no quieren decir en principio que el que Esparta tuviera un imperio fuera injusto, sino que esta ejercía su dominio de manera injusta, lo cual causó su pérdida. Cicerón estaba tan imbuido del derecho de Roma a reinar, que con toda la buena fe no ve que hay dos problemas diferentes: el correcto ejercicio de una autoridad y el derecho de esta autoridad a existir. Imagínese una discusión entre un capitalista y un marxista; el marxista diría que el estado patronal no se justifica, ni por una superioridad congénita, ni por utilidad común; y que es injusto que exista un estado asalariado. El capitalista creería humillarse respondiéndole que paga honradamente a sus asalariados y que los trata humanamente. Antes de los abusos del último medio siglo, sigue Cicerón, tratábamos a nuestros súbditos con equidad y buena fe, y el Senado era el protector de la independencia de los Estados extranjeros amenazados por sus vecinos; no era un Imperio sino que era más bien que nosotros éramos los señores (patrocinium) del mundo entero.

Ya que el pueblo romano era un pueblo rey, sus relaciones con sus súbditos o los extranjeros eran un patrocinium, no son unas relaciones con unos socios a pie de igualdad, según reglas formales, sino que son unas relaciones personales, desiguales e informales: no se le impone una regla a un rey, se remite uno con toda confianza a su buena fe y humanidad; he aquí por qué Roma concibe las relaciones internacionales como una clientela, que no tiene otra ley que la buena fe del patrón; si el extranjero, por su parte, no se comporta como un cliente real, será un rebelde, un culpable.

La tranquilidad con la que Roma se comporta imperialmente es muy comprensible; es difícil sentir remordimientos cuando se siente uno el arquitecto y dueño del imperio más enorme que haya existido jamás. La historia nos demuestra que el imperialismo es una conducta normal. Cuando miramos hacia atrás, lo que nos sorprende son los imperios de antaño; el inventor del imperialismo fue Niño, rey de Asiria, fue el primero que hizo la guerra para conquistar (Justino, I, 1,5-7; cfr. San Agustín, Civ. Dei, IV, 6); luego vinieron los imperios de los medos, de Alejandro y de la misma Roma. La evidencia del imperialismo no se pondrá en duda antes de San Agustín, quien estimará que los imperios son solo vana gloria; para la salvación eterna, ¿qué importa que seamos súbditos de tal o tal príncipe? (San Agustín, Civ. Dei, IV, 3-6 y 15; V, 17).

Comparadas a un monumento tan indiscutible como el Imperio, las maquinaciones de los enemigos de Roma son solo una agitación furiosa y subalterna. Los historiadores latinos, que no ignoraban lo mal que se hablaba de Roma en el exterior, no sienten ningún reparo en contar estas críticas e incluso en sacar motivos de orgullo. «Los romanos», dicen por boca de Mitrídates, «solo tienen una razón, y la han tenido desde siempre, para hacer la guerra a todos los pueblos, a todos los Estados, a todos los reinos sin excepción: su deseo ilimitado de poder y riqueza»; «estos bandidos del mundo entero», dice el rey bretón Calgacus, «dan el nombre falso de imperio al robo, a la masacre y al rapto: convertir a un país en un desierto, eso es lo que ellos llaman pacificar». El lector del siglo XX se sorprenderá con estos textos; incluso estará tentado de dar la razón a Calgacus y Mitrídates; le parece imposible que un escritor latino pueda poner estas críticas en sus bocas sin ser sensible a ello; sin experimentar un sentimiento de culpabilidad. Este lector se equivoca: el escritor refiere estas criticas solo para mostrar hasta dónde puede llegar la rabia histérica de los enemigos de Roma. Ante sus ojos, Mitrídates, que trata a los romanos de bandidos imperialistas, es otro monstruo de perfidia y crueldad; su discurso es una sarta de mentiras; Mitrídates ni siquiera tenía una frontera común con Roma; si chocó con Roma fue porque quiso apoderarse de sus vecinos, pueblos independientes, a los cuales el Senado, campeón de las libertades, tomó bajo su protección. A ojos de los romanos, el verdadero imperialista y agresor es Mitrídates; desde ese día, su odio a Roma se convirtió en la única pasión de su vida: durante 46 años trató de asesinar al Imperio. La histeria de los enemigos de Roma puede llegar, literalmente, hasta la antropofagia; durante el asedio de Alesia, como empezaran a faltar los víveres de los asediados, un jefe galo maldijo la rabia conquistadora de los romanos y propuso comer carne humana; «dejaremos así un admirable ejemplo a nuestros sobrinos» añadió (mismo fantasma antropológico en Josefo, B.J., VI, 3, 4, 201-19; eso demuestra hasta dónde llegan la testarudez y la histeria de los rebeldes: prefieren comerse a sus bebés que rendirse).

Lejos de estas pasiones inhumanas, los romanos gobiernan con humanidad la obra de la cual se sienten orgullosos; el nombre de esta virtud se halla acomodada en todos sitios, como se va a ver. En el 60 a. C., Cicerón envía una carta de consejos a su hermano, que es gobernador de Asia. El deber de un jefe, escribe, es hacer que los que gobierna sean tan felices como puedan: debe mostrarse lleno de humanitas y no ser altanero ni cruel; con más razón si se tiene en cuenta que no está gobernando un pueblo bárbaro e inhumano, sino a unos griegos: que su humanidad les devuelva la humanitas o civilización de la cual ellos fueron los pioneros y que todos le deben. ¿El nuevo gobernador, no dedicó los años de su juventud al estudio de la humanitas o la cultura? Su provincia vivirá en concordia si en cada ciudad la clase más elevada, la de los optimates, detenta el poder (Cicerón, Q. Fr., I, 1,24-5, 27-9; para la primacía de los optimates, cfr. Rep., I, 27, 43). Siglo y medio más tarde, Plinio el Joven escribe a un gobernador de la Bética, y con la excusa de felicitarlo por lo que hace, le recrimina gentilmente porque no lo hace (Ep., IX, 5). Este gobernador trata a sus administrados con mucha familiaridad o humanitas, pero parece que ha olvidado que la parte principal de la humanitas es el respeto, debería hacer respetar más las desigualdades de clases de la sociedad y no nivelarlas. Cincuenta años después de Plinio, un griego de Asia, Elio Aristides, felicitará al gobierno romano por haber sabido tratar a los súbditos del Imperio con tanta philanthropia como firmeza. Es cierto que entre la época de Cicerón y la de Elio Aristides la relación entre Roma y sus súbditos (o más bien con la clase dirigente de sus súbditos) había cambiado. «Ya no os hace falta mantener guarniciones en vuestro Imperio», escribe Aristides, «en cada ciudad, los hombres más importantes y poderosos la mantienen bajo vuestra voluntad» (Elogio a Roma, 66; cfr. 57; 64).

La verdadera unidad administrativa del Imperio romano es la ciudad; ahora bien, esta ciudad es autónoma; bajo la autoridad de sus notables, los sentimientos políticos en los asuntos locales eran tratados con apasionado interés, unido a un cierto sometimiento resignado a los lejanos poderes que gobernaban el Imperio, cuyo representante era el temido gobernador de provincia. Y en todos sitios, un sentimiento de gran obra. El gobierno central pone a los notables en el poder no tanto por solidaridad de clase como por controlar el Imperio pacíficamente. Cuando Roma constata la sumisión de las provincias que ha conquistado, descubre que había tenido una misión: hacer reinar la paz, paci imponere morem (Virgilio, Aen., VI, 852, con el comentario de E. Norden, Aeneis Buch, VI, p. 335, quien cita numerosos textos paralelos y defiende la opción paci en vez de pacis); lo cual era considerado antaño como el privilegio personal del pueblo rey; que a Virgilio le parece una misión de interés general y que obliga a Roma a aniquilar a los que se resisten y salvar a los que se inclinan.

La continuación de la historia hasta la concesión de la ciudadanía romana a todos los hombres libres del Imperio, en 212, es bien conocida. El poder central, con orgullo de propietario, intenta hacer rentable su dominio y velar por el bienestar de sus administrados; drena los pantanos, tiene una política agraria, etc. Las provincias, poco a poco, dejan de parecerle posesiones exteriores; forman parte integrante del Imperio, e Italia se convierte, poco a poco, en la primera de sus provincias; hemos pasado de una hegemonía colonial a un Estado centralizado. Los provinciales, por su parte, dejan poco a poco de considerar al emperador como el amo de raza extranjera y le obedecen como a un soberano legítimo; Dion de Prusa, patriota griego, poseído de un odio xenófobo contra la etnia romana, invita a los griegos a retomar su orgullo; pero al mismo tiempo, predica, por encima de las diferencias étnicas, la obediencia al amo legítimo, el emperador. Esta evolución anímica es de carácter psicológico (uno se acostumbra a vivir siempre bajo el mismo amo), con lo que unos simples símbolos bastarán para alimentarla y fortificarla. No se ha prestado la suficiente importancia, me parece, a lo que de revolucionario tuvieron los viajes de Adriano a través de su Imperio. No tenía precedentes (salvo Nerón) que un soberano dejara Italia, salvo para llevar la guerra a las fronteras; así que la presencia del emperador en Roma era la prueba de que el Imperio vivía en paz. Ahora bien, Adriano prácticamente dejó de tener como patria a Italia y Roma como capital; pasó casi la mitad de su gobierno viviendo en las provincias. Imagínese el efecto que causó en los ánimos. Para confirmar sus intenciones, el emperador hizo acuñar una serie monetaria revolucionaria, en cuyos reversos se encontraban las figuras alegóricas de las diferentes provincias; son las mismas alegorías esculpidas en mármol que se encuentran en su templo, el Hadrianeum de Roma. Y su sucesor, Antonino, también hará acuñar una serie monetaria provincial.

Esta unificación moral se realiza en torno a un ideal de civilización. Bajo Augusto, cuando las guerras civiles tocaron a su fin, los contemporáneos se dieron cuenta de que el mundo había alcanzado un nivel de prosperidad hasta entonces desconocido, y su pensamiento se articula sobre un ayer bárbaro y un hoy civilizado. Antaño, las mujeres trabajaban con sus manos, como ama de casa o como granjera (Columela, XII, praef. 4-5), la gente no se lavaba y olía mal, consideraban un lujo lo que hoy consideramos vulgar (Séneca, A Lucilius, 86, 8 y 12). Algo de verdad habría detrás de estas impresiones. Según algunos economistas, el «producto nacional», si se cifra en 20 para los dos o tres países más ricos actualmente, solo podría variar de dos a tres puntos antes del siglo XVIII, y esta diferencia basta para distinguir la Atenas de Pericles, donde las casas son de tierra secada, de la Roma de Augusto o de Versalles (hacia 1700, la India e Inglaterra tenían niveles de vida comparables). A nuestros ojos, el Imperio romano era una sociedad donde la gente iba descalza (A Lucilius, 87, 4) y donde se consideraba próspera una provincia si los campesinos no iban vestidos con harapos (Amiano Marcelino, XV, 12, 2), o cuando las casas estaban cubiertas de tejas (Estrabón, XIII, 1,27). La única provincia donde no había animales salvajes era Creta (Plutarco, De utilitate ex inimicis capienda, 1; Moralia, 86c). Pero a los ojos de un contemporáneo de Augusto, el progreso que se había iniciado un milenio antes (Varrón, Rust., III, 1, 4) había desembocado en el refinamiento de su tiempo, gracias a los descubrimientos técnicos consignados en unos libros (Vitruvio, VII, praef. I). Ahora bien, la paz y la prosperidad se convierten en coextensivas, ya que las regiones más bárbaras del Imperio también se civilizan; desde que Augusto pacificó las Asturias, los bárbaros aprendieron el sentimiento de comunidad humana y de philanthropia, y los galos de Narbonense pagan profesores de retórica (Estrabón, IV, 1, 5, p. 181, y III, 3, 8, p. 155). La última publicación de un poeta de moda se exporta hasta el fin del mundo, a Bretaña o a Vienne en la Narbonense (Marcial, VII, 88, 2, y XI, 3, 5).

Esta prosperidad hace del Imperio greco-romano una unidad de civilización con dos lenguas internacionales, frente a los bárbaros. La Roma republicana, ese pueblo que había tenido la cultura de otro pueblo, Grecia, no había sentido que esta cultura fuera extranjera, sino que incluso la sentían como civilización sin más, asimismo, en el Imperio e incluso fuera de sus fronteras, la civilización greco-romana era la civilización misma; uno no se romanizaba o se helenizaba, sino que se civilizaba. Cuando en 69-70 el príncipe galo Julio Sabino intentaba crear un reino independiente en Galia y se rebela contra Roma, toma el título de César, así como en 1950 los jefes de las insurrecciones coloniales toman el título de coronel o presidente, tomado de la antigua metrópoli (Tácito, Hist., IV, 67, 1; Dion Casio, LXVI, 3, 1, y 16, 1). El poder central no intenta romanizar (aunque lo hubiese querido, ¿cómo lo hubiese hecho?): los provinciales se romanizaban espontáneamente, el poder central aplaude y sanciona la creación de nuevas ciudades. Porque la ciudad se considera el marco natural de una vida civilizada; desde siempre, el sistema político de la ciudad era tan normal en Grecia como en la Italia central; en sus comienzos, Roma era una auténtica polis. La civilización en cuestión, sea indiferentemente griega o romana (Herodes el Grande probará su lealtad a Roma fundando una ciudad griega, Cesárea), penetra más o menos profundamente, según las regiones y las clases sociales; la pretendida resistencia a la romanización se reduce a un hecho puramente negativo (salvo excepciones): una menor penetración. Se forma una categoría «internacional» de funcionarios, juristas, médicos, filósofos, etc…, cuya verdadera nacionalidad es la imperial, incluso si hablan griego, o han nacido en Pérgamo, Alejandría o, como Favorino, en Arles. El sentimiento de una comunidad de civilización hace que Grecia imite las costumbres del vencedor, así como Roma había imitado las suyas; los Rosalia son un rito de Occidente que se introduce en Oriente, las fiestas de Cronos se remodelarán sobre los Saturnales mientras que Roma, Cartago o incluso Vienne adoptan los concursos griegos (en el siglo III, Roma hará la competencia a Olimpia en este terreno), el Oriente griego adopta a los gladiadores y las carreras en el circo.

Se puede lamentar las estrecheces de esta civilización (que en todos sitios supone un hombre ocioso, que tiene un patrimonio, y que excluye al judío, al cristiano o al maniqueo), o admirar su libertad de acceso (esto también es cierto para la civilización helenística; cfr. un célebre epigrama de Meleagro de Gadara, Anthologia palatina, VII, 417). Los romanos son empíricos y no se comportan como ideólogos convencidos, naturalizan al extranjero y al liberto mucho más fácilmente que los griegos, que siguen fieles a sus principios más rígidos (recuérdese la cita de Filipo V a Larisa, IG, 2,517; Dittenberger, Syllog., 543). A decir verdad, este aparente liberalismo se explica por el poder de los vínculos de clientela: el patrono impone al cuerpo de ciudadanos la admisión del liberto y del extranjero que protege. De un modo general, el derecho tiene poco que ver con la Humanidad, sigue siendo muy riguroso para con los débiles y los deudores, y los historiadores menos sospechosos hablan de «jurisprudencia de clase». Una excepción a la regla es la de «favorecer la libertad»; si un amo manumite a los esclavos mediante testamento y los términos de este son ambiguos, el juez «seguirá la interpretación más humanitaria», la que es favorable a la manumisión del esclavo (Ulpiano, Digesto, XXXIV, 5, 11, 1: «humaniorem sententiam sequi oportet»). Esta regla, que se ha quedado como un detalle aislado, explica la moral común: se consideraba humano que un amo fuera indulgente para con sus esclavos, sin que se considerara injusto que no lo fuera (por ejemplo, un ritual de la vida cotidiana exigía que un amo interviniese ante otro para pedirle que no castigara a su esclavo: Petronio, Satyricon, XXX, 7-11; Plauto, Amphitruo, 540; Asinaria, 431; Ovidio, Ars Am., II, 287; Digesto, XXXI, 1, 17,4, y XXI, 1,43,1; nótese cómo, en el Satyricon, 71, l. Trimalción se honra de liberar a sus esclavos «porque son hombres»).

A pesar de las leyendas que lo rodean aún y de los nobles principios de Cicerón (Leg., I, 10, 29; Fin., III, 19,62-5; Off., 1,7, 20), el derecho romano no tiene tampoco mucho que ver con el derecho natural, del cual se limita a invocar el nombre. «Por lo que concierne al derecho natural, todos los hombres son iguales», escribe Ulpiano, pero a renglón seguido anula por completo este principio (Digesto, L, 17, 32). Los juristas no tienen en cuenta para nada el derecho natural; las primeras páginas del Digesto son solo una bonita fachada, que no tiene relación con el cuerpo del edificio, y este cuerpo es un derecho puramente positivo. Si el incesto está prohibido no es porque vaya contra natura, sino porque la ley así lo dice.

Ello no impide que la civilización romana, que fue tan injusta o cruel con otras, dé más impresión «turística» de sociedad liberal, abierta, serena que las demás. Ignora el orden moral, el racismo o el sectarismo religioso. Antes de la legislación de Constantino (que parece más plebeya que cristiana), solo algunos tiranos, como Domiciano, quisieron que reinara el orden moral; los emperadores raramente cedieron a la tentación confucionista de medir su poder según la moralidad de los individuos; no tomaron la política como el lugar donde imponer un ideal de moral individual; la aristocracia romana se desarrolló en el liberalismo. Las distinciones entre razas tampoco tenían mayor peso; ¿los Antoninos descendían de colonos romanos establecidos en España o de indígenas naturalizados? Ni siquiera se lo planteaban. Septimio Severo, cuyo gobierno marca el apogeo territorial, demográfico, económico y jurídico del Imperio, era un africano cuyos ancestros ni siquiera hablaban latín; su abuelo era sufete. No concluyamos de esto la revancha de Aníbal. Las palabras «romano», «latino» o «peregrino» designan estatus, no orígenes étnicos, y no había ninguna diferencia entre ciudadanos romanos de origen itálico y provincial. Las diferencias étnicas contaban tan poco para los romanos que a fines de la Antigüedad no vacilaron en reclutar sus soldados y sus generales de entre los germanos.

La religión tampoco era una barrera; a diferencia del Cristianismo o del Islam, el Imperio pagano no se distinguía de los bárbaros por sus creencias. Los dioses de todos los hombres, civilizados o bárbaros, eran verdaderos, o incluso podían ser los mismos dioses nombres diferentes, con así como un roble es un roble en todos sitios; Júpiter se traduce en griego por «Zeus» y en celta por «Taranis». El Imperio pagano era una sociedad desacralizada; todo el mundo era piadoso o llegaba a serlo, pero el legislador no imponía la más mínima obligación religiosa, salvo la de respetar los días de fiesta. Esto es precisamente lo que San Agustín, en una página, donde estudia con gran perspectiva el sistema imperial, reprocha a esta civilización: estaba ávida de conquistas, era dura para con los pobres, se basaba en lazos de clientela, solo se preocupaba por la paz, la prosperidad y los placeres: sus emperadores eran completamente indiferentes a la moralidad de sus súbditos y a su salvación eterna (San Agustín, Civ. Dei, II, 20).

Estas eran las apariencias: una religión tolerante, una civilización abierta a la que se apuntaron la mayoría de las etnias del Imperio (si no lo habían hecho ya, como los griegos). Algo muy humano y universalista, al menos en la intención. Desgraciadamente, no es más que apariencia. La tolerancia hacia el paganismo se explica sobre todo por la dificultad que sería poner a prueba una religión poco estructurada, y la prisa en adoptar la civilización greco-romana no es más que una feliz coincidencia administrativa, es decir, el sistema de la ciudad como marco de base. En el fondo, la civilización greco-romana era tan intolerante y exclusiva como la que más, y los cristianos tuvieron la cruel oportunidad de comprobarlo.

La aparente tolerancia con el paganismo no era en ningún modo indiferencia (las masas populares siempre han sido piadosas, entre los hombres cultos; era sobre los incrédulos o escépticos donde recaía la necesidad de la prueba, y no sobre los creyentes, como en nuestros días). Solamente el paganismo no ofrecía ningún detalle decisivo sobre el cual se pudiese hacer una prueba de que el individuo era ateo. No había una Iglesia a la cual declararse sometido, ni profesión de fe que pronunciar, ni unos dogmas teológicos que profesar (por lo que las declaraciones ateas eran simplemente groserías y no delitos), no había un dios celoso al que se debía ser fiel con exclusividad, ni unos ritos obligatorios (las ceremonias de rito público eran fiestas populares en las cuales uno tomaba parte por placer y donde podía no ir sin consecuencias graves). El autoritarismo y el exclusivismo dulzón del catolicismo no habían envenenado aún la atmósfera.

Desgraciadamente, si en lugar de desdeñar el paganismo en detalle, se hubiera rechazado en bloque y adoptado una religión irreconciliable con él, entonces la reacción pagana habría sido violenta: la civilización greco-romana estaba firmemente decidida a quedarse anclada en su individualismo. Esta es la verdadera razón de la persecución del Cristianismo y del maniqueísmo; mejor que de una historia demasiado manida, vamos a hablar de un incidente donde se implicó a un filósofo estoico. En el año 66, bajo Nerón, el senador estoico Trasea fue acusado de ser un secreto oponente a Nerón, de abstenerse de todo acto público, de hacer resistencia pasiva; más aún, se le acusa de ser un separatista, de huir de los «foros, teatros, templos». Fora, tehatra, templa: he aquí, en tres palabras, la Greco-Roman way of life, y es por ello que execrarán a los cristianos.

He aquí también una civilización en la que se aculturaron todas las etnias del Imperio (incluidas la dinastía herodiana y los saduceos). Hoy en día, por el contrario, la dificultad de acceder a las técnicas y a los valores occidentales, aunque muy tentadores, suscita las violentas reacciones de rechazo e integrismo que todos conocemos. ¿Por qué esta diferencia? Es el «teorema de Tocqueville» el que da la explicación: un grupo humano adopta los valores de una civilización extranjera si después de la conversión no se encuentra relegado al último lugar de esta civilización; un jefe piel roja, escribió Tocqueville, preferirá morir con toda su gloria pasada y su noble miseria antes que ponerse a cultivar la tierra para luego encontrarse en el último lugar de la sociedad de los blancos.

Ahora bien, este teorema no se aplica en el Imperio romano, donde la ciudad, el «self-gouvernment» local, era la circunscripción administrativa de base. Una aldea bárbara que se romanice o se helenice no se encontrará relegada al último lugar de la sociedad greco-romana; por el contrario, se convertía en una ciudad greco-romana de pleno derecho. Una tribu licia o africana que se urbanizara no se quedaba relegada al último lugar de la sociedad imperial; al contrario, se convertía en una de las células constitutivas de la civilización mundial de su tiempo.