La Antigüedad greco-romana mantiene relaciones privilegiadas con nuestra sensibilidad contemporánea. Existe el sentimiento general de que nuestra civilización ha heredado de griegos y romanos algunas de sus características más específicas, tomando constantemente de ella temas filosóficos y literarios o formas estéticas. Esta familiaridad se contradice violentamente con ciertas prácticas que introducen en la que es considerada como la civilización por excelencia una profunda huella de barbarie. Desde lejos, esta yuxtaposición se concibe como una insalvable contradicción. ¿Cómo han podido inventarse la filosofía, la política, cómo han podido levantarse monumentos que encarnen tan perfectamente estos nuevos valores, y al mismo tiempo hacer luchar a unos individuos en el anfiteatro, o convertir a una parte de la Humanidad en esclavos?
Esta contradicción no es superficial. Si la libertad política, es decir, el hecho de que la noción de ciudadano sea más importante que la de súbdito, aparece íntimamente ligada a la ciudad, lo mismo pasa con la esclavitud. Esta solo se convierte en la forma de dependencia dominante en el mundo de la polis. Incluso, hay que precisar que toma su mayor extensión solo en ciertas ciudades, aquellas donde las grandes reformas han hecho desaparecer a la gran masa de siervos locales. Los espartanos tenían sus ilotas. En cambio, los atenienses, tras las reformas de época arcaica que ampliaron el cuerpo de los ciudadanos, ya no disponían en el Atica de una masa equivalente de dependientes. Para colmar este vacío, los esclavos aquí se multiplicaban rápidamente, esencialmente provenientes del exterior, mucho antes de que Aristóteles enunciara la teoría de la coincidencia entre siervo y bárbaro.
En Roma, las luchas plebeyas crearon una situación semejante. La constitución de una comunidad de soldados-propietarios, de una colectividad que engloba a la mayor parte de la población, necesita la explotación de extranjeros esclavizados. La pérdida total de libertad que caracteriza al esclavo es la consecuencia de su desarraigo y su exclusión del grupo al cual arbitrariamente está unido. Por el contrario, es muy significativo señalar el modo por el cual el derecho romano limita fuertemente, antes del Imperio, la servidumbre de un ciudadano, y en estos casos excepcionales prevé la venta del condenado a menudo fuera de la ciudad. Dada la íntima relación existente entre esclavitud y polis, parece lógico que haya conocido una expansión sin precedentes en el marco de la ciudad más poderosa, y que haya entrado en decadencia cuando las instituciones de esta cambiaron profundamente.
El esclavo se define, pues, esencialmente por medio de antítesis. Más allá de las profundas variaciones producidas por las continuas conmociones del contexto histórico, quedará durante siglos como el negativo del ciudadano. Para Aristóteles, mientras que el hombre es ante todo un animal político, el esclavo carece de facultades para deliberar (Pol., I, 13, 7). El modo de vida del ciudadano implica el ocio, la scholè o el otium, que permite dedicarse a otras actividades creadoras, empezando por la política: como un animal doméstico, trabaja y come o duerme para reponer sus fuerzas del trabajo. Se identifica con su función: es al amo lo que el buey es al pobre (Pol., I, 2, 5), es un objeto animado que forma parte de la propiedad. La misma idea aparece constantemente en el derecho romano, donde el caso del esclavo se asocia frecuentemente al de otros elementos del patrimonio: se le vende según las mismas reglas que rigen para un trozo de tierra, se le incluye en una herencia entre los instrumentos o los animales. Es ante todo un objeto, una res mobilis. Al contrario que el trabajador asalariado, su persona no se distingue de la fuerza de su trabajo.
Este estatus servil ocupa un lugar muy específico en el abanico de las diferentes formas de dependencia. Impone precauciones, para eliminar cualquier tipo de insubordinación, pero permite una explotación particularmente intensiva del siervo. Ello explica la existencia de esclavos mucho antes y mucho después de la expansión de la ciudad, subsistiendo el régimen esclavista en Occidente hasta principios del siglo. Esto explica también su renacimiento como modalidad de explotación dominante de la mamo de obra en épocas muy recientes, en el marco de las sociedades coloniales a menudo, capaces de poner en pie sistemas extremadamente coercitivos.
Durante la Antigüedad, la permanencia de lo esencial de la definición del esclavo no debe, sin embargo, esconder importantes evoluciones. Particularmente, parece que la más fundamental de las oposiciones entre libres y esclavos se va a confirmar como la mayor de las divisiones de la Humanidad, a medida que el sistema de ciudad deja de ser el marco esencial en el que se organiza la vida de los hombres. En Aristóteles, la reflexión se articula aún en torno a la noción de ciudadano. Ciertamente, en el libro I de la Política, el autor opone hombre libre a esclavo, pero se indica claramente que el hombre, por su naturaleza, está destinado a vivir en la ciudad (I, 2, 9). Además, en el libro III, la primera operación a la que se dedica Aristóteles es a distinguir a ciudadano de no-ciudadano, en función de criterios esencialmente políticos, que pueden resumirse en la participación en el poder, incluso si las formas de esta participación son a menudo muy diferentes. El resultado de esta diligencia es aún muy clásica, instaurando un gran corte entre ciudadano y no-ciudadano, por lo que el esclavo no se encuentra solo, sino en compañía de otros grupos que se oponen también al ciudadano: meteeos, extranjeros, dependientes diversos e, incluso, jóvenes, ancianos y mujeres que rozan la ciudadanía sin tenerla por completo. En este sentido, es significativo que toda reflexión que en el libro I trata sobre el esclavo está constantemente mezclada con los análisis paralelos que conciernen al niño y a la mujer. El mayor corte está entre el ciudadano y los demás miembros de su familia: sirve de soporte para una reflexión sobre la diferencia de naturaleza que contrapone el poder en la ciudad al poder del jefe de familia sobre sus esclavos, su esposa y sus hijos. Es el amo, el esposo y el padre, lo cual implica tres relaciones originales, pero estas tres relaciones emanan de la esfera doméstica, y por naturaleza, las tres son relaciones de superior a inferior.
En los siglos siguientes, la ciudad siguió siendo el marco esencial. El desarrollo de las monarquías implica, sin embargo, una considerable reducción de la independencia de estas unidades, que de ahora en adelante quedarán sometidas a entidades políticas más amplias. El ideal de súbdito entra en competencia con el de ciudadano. El Imperio romano acelera esta evolución. La ciudadanía es cada vez menos la de una ciudad en concreto, y cada vez más la ciudadanía romana, es decir, una ciudadanía de estado que se desborda de la estrecha localización geográfica y se difunde cada vez más entre la masa de la población, hasta el momento en que el edicto de Caracalla (212 d. C.) consagra la posibilidad de acceder al estatus de ciudadano para todos los hombres libres.
Resultará de ello un desplazamiento del corte inicial que dividía al género humano. De ahora en adelante, aísla del resto de los hombres mucho menos al ciudadano que al esclavo. El no-libre se convierte en un elemento original por excelencia que se distingue de todos los demás. La evolución es claramente perceptible entre los juristas desde la mitad del siglo II d. C.: Gayo empieza dividiendo a la Humanidad en hombres libres y en esclavos. Es la summa divisio personarum (Instit., I, 9). Rápidamente, desde el siglo III, se produce otro desplazamiento de este corte esencial, que de ahora en adelante pasará entre los honestiores y los humiliores; volveremos sobre el tema.
Esta radical sumisión de una parte de la Humanidad en beneficio de la otra ilumina fuertemente las realidades greco-romanas. Renunciar a un enfoque idealista, es decir, reconocer que las notables producciones de la Antigüedad reposan sobre una explotación ferozmente exhibida, no basta, sin embargo, para resolver lo que se presenta como una contradicción fundamental: ¿cómo puede exaltarse la libertad del ciudadano y defender el principio de la esclavitud? Antes de intentar contestar a esta pregunta es necesario delimitar mejor las realidades de la esclavitud.
Una premisa esencial es la gran heterogeneidad que caracteriza al mundo de la esclavitud. Los esclavos se definen mediante un estatus jurídico que, de un modo general, les priva de personalidad, los convierte en objetos de propiedad que puede venderse y comprar, les somete a la autoridad del amo, en fin, que los asemeja a animales domésticos. En las ciudades griegas es frecuente que una única y misma ley se aplique a esclavos y animales, y esta asociación se encuentra a menudo con el derecho romano, por ejemplo, en Ulpiano, jurista del siglo III, que asimila en varias ocasiones las fugas de esclavos con las pérdidas de ganado. Mientras, en Catón, los capítulos que conciernen a las raciones alimentarias de los esclavos (De agric., 56-58) se yuxtaponen con el pasaje que habla de las raciones de los bueyes (59). No hay duda de que la organización del texto no se debe en absoluto al azar. Lo que hace la unidad del mundo servil es, pues, su definición jurídica, que vale para todos sus miembros. Pero esta unidad se contradice con las utilizaciones concretas del esclavo, que pueden ser extremadamente variadas.
Se ha señalado a menudo el corte esencial que separa a esclavos rurales y los que emplean en las ciudades, en particular en casa del amo. Efectivamente, parece corresponder a una profunda realidad: cuando la gran revuelta servil dirigida por Espartaco, los esclavos rurales se sublevaron, pero los grupos serviles urbanos parecen haber reaccionado poco o nada. Esto puede comprenderse fácilmente. Los esclavos del campo se encuentran en su mayor parte destinados a los trabajos de producción, sin apenas contacto con su amo, a menudo sometidos a una severa disciplina que apunta a la máxima explotación de su fuerza de trabajo. A pesar de la diversidad de situaciones, a este grupo se le aplica mejor la fórmula de ascholoi, desprovistos de «placeres». Catón, en su tratado De agricultura, no se olvida de insertar un pasaje titulado Ubi tempestates malae erunt, quid fieri possit, es decir, que puede hacerse cuando hace mal tiempo. La idea de este epígrafe es clara: hay que evitar a toda costa que la mano de obra esté inactiva, porque los costes de la empresa no dejan de producirse. Un esclavo que no trabaje cuesta dinero en vez de traer beneficios. Incluso los que gozan de una situación privilegiada están muy ocupados con las tareas que se les encomiendan. Tomemos, por ejemplo, el modo en el cual el propio Catón concibe la función de la vilica, es decir, la mujer del vilicus, el cual, siendo a menudo un esclavo él mismo, administra el dominio para el propietario cuya presencia es intermitente. Esta vilica debe, efectivamente, atender a la limpieza de la villa y a la alimentación del personal, ocuparse del corral de las aves, de la puesta en conserva de los frutos, de la molienda del grano (De agric., 143). Para que las cosas queden perfectamente claras se precisa que se espera de la vilica que siempre esté presente, que frecuente lo menos posible a sus vecinas, que rehúse toda invitación y que no haga ninguna. Todo su tiempo debe consagrarse a la producción, y lo mismo vale para su compañero, el vilicus, que debe levantarse el primero y acostarse el último; a quien se le impone incluso unos principios morales, debe conformarse con la mujer que el amo le ha dado: toda la organización de la empresa apunta a una autarquía para limitar lo más posible toda pérdida de tiempo, que equivale, para el propietario, a una falta de ganancias.
A este sistema cerrado de la villa, donde las fuerzas de la familia rusticae se consagran por entero a la producción, se opone el mundo de la familia urbanae, donde la organización del trabajo es radicalmente diferente. En primer lugar, muchos esclavos escapan de cualquier control directo permanente, ya que se ocupan de diferentes asuntos, tiendas o empresas artesanales, para beneficio del amo, y gozan así de una autonomía sin paralelos en el campo, aparte quizá de los pastores. Además, los numerosos esclavos que viven en casa del amo asumen funciones muy específicas. Se trata ante todo de una servidumbre destinada a facilitar la vida cotidiana de los dueños de la casa, y por lo tanto sometida a ritmos de trabajo que dependen mucho más de los caprichos de estos últimos que de la gestión racional de una empresa.
Esto no significa que los esclavos de la domus estén inactivos, pero sí es verdad que a menudo se benefician de unas condiciones de trabajo mucho menos duras, teniendo en cuenta además que la servidumbre no está aquí solo para atender al funcionamiento cotidiano de la casa, sino para exaltar el poder de su amo mediante su número y la especialización de las tareas que se les encomienda. Gayo, jurista del siglo II, indica que un tutor debe asignar a su pupilo un número de esclavos correspondiente a su dignitas.
Podemos hacernos, pues, una idea de las complejas relaciones que caracterizan a una familia urbana a través de las Metamorfosis, el cuento de Apuleyo, autor africano del siglo II. En él vemos cómo numerosos esclavos forman parte de la vida diaria de una gran casa: un hombre rico pero muy avaro se viste como un verdadero mendigo y solo dispone de una esclava (I, 21); en cambio, una noble dama circula por la ciudad con un numeroso tropel de sirvientes, y la comida que ofrece en su casa está servida por esclavos especializados, unos cortan y presentan los manjares, otros ofrecen el vino (II, 2 y 19). Los primeros están magníficamente vestidos, los segundos son jóvenes con el pelo rizado: al igual que el lujoso mobiliario, los cálices de cristal, de oro y de plata o los vasos tallados en piedras preciosas, hacen parte de la decoración de la casa a la que realzan por su diligencia, belleza y número. Un poco después, nos enteramos que un perro rabioso, que penetró en una casa rica, mordió a muchos sirvientes, entre los que estaban el mulero, un cocinero, un camarero y un médico privado (IX, 2). Otro amo posee, entre otros, dos esclavos, uno pastelero-confitero y el otro cocinero especialista en carnes, lo cual evidentemente no agota la lista de esclavos que trabajaban en la cocina.
Una situación tal implica unas relaciones entre amo y esclavos diferentes de las que pueden darse cuando estos últimos están lejos y destinados a las tareas productivas. En estas condiciones mucho menos duras, la palabra familia, que engloba tanto a parientes como a esclavos, parece tomar una dimensión afectiva real, ya no parece designar simplemente a todas las personas que se encuentran situadas bajo la autoridad, en la potestas del pater familia, sino también una «célula afectiva», un grupo humano unido cara al exterior por lazos privilegiados y reales. Escuchemos a una noble y desdichada joven lamentarse al haber sido raptada por unos bandidos (Met., IV, 24): se encuentra sola, arrancada de una casa tan eminente (tali domo), es decir, a una certidumbre tan amplia (tanta familia), a unos esclavos tan queridos, nacidos en la propia casa (tam caris vernulis), a unos padres tan venerables (tam sanctis parentibus). La simetría de las dos últimas partes de la frase pone en valor el paralelo que se instaura, en la mente de la joven, entre los diferentes componente de la domus.
Siempre en el mismo texto se encuentran otros ejemplos característicos de la visión de conjunto de la familia. Cuando la joven es liberada por su prometido, corre alegremente a su encuentro todo un grupo de personas, entre las que están los parientes y los esclavos (VII, 13). Todo esto no debe engañar al lector, sin embargo. Estas prácticas paternalistas no están evidentemente faltas de segundas intenciones. Son indispensables para asegurar la cohesión de un grupo de esclavos cuyas tareas son demasiado dependientes de las necesidades personales del amo como para forzarles demasiado. Aún más, incluso en los pasajes más lacrimosos, los miembros de la clase dirigente no pierden el sentido de su justo lugar y el de los esclavos. La desgraciada joven raptada y llorando a sus padres y sirvientes queridos, sin embargo no se engaña sobre el destino real de sus sirvientes. De hecho, para describir su suerte, la joven no encuentra un paralelo mejor que el de estos últimos, percibida con perspicacia: se considera reducida a la esclavitud, encerrada en una prisión de piedra, en un lugar de tortura. Los lazos afectivos que se supone deben vincularla a sus propios esclavos no impiden en ningún modo una comprensión realista del estatus servil. Igualmente reveladora y truculenta es la anécdota que nos muestra a Venus agraviada por la relación entre Psique y su propio hijo Cupido, amenazando a este último con reemplazarlo por uno de sus esclavos (V, 2). De hecho, esta operación de desherencia en beneficio del esclavo adoptado y así manumitido está prevista en el derecho romano, y la anécdota puede leerse, en primera instancia, como el símbolo de la intimidad de los vínculos existentes entre la diosa y sus vernulae, sus jóvenes esclavos nacidos en su casa. Es sin embargo imposible equivocarse: Venus se apresura a añadir que la elección del nuevo heredero, destinado a recoger las alas y las flechas, está concebida como una afrenta destinada a herir a su hijo. La posición de los subordinados está tan establecida que nadie puede escaparse completamente, incluso dentro de una servidumbre próxima a un amo tolerante y poco exigente. Cuando se piden noticias a un amigo, sobre su mujer, sus hijos y sus esclavos domésticos, es cierto que no hay una equivalencia entre estos términos (I, 26). El buen estado de los esclavos es ante todo una buena noticia sobre la prosperidad del amo.
Además, incluso en este cuento, donde a menudo se lloriquea, las realidades de la esclavitud no están ausentes. Varias veces se hace mención de esclavos fugitivos. Un vilicus, culpable de infidelidad hacia la esposa que le ha sido designada, lo que causa daños a los bienes del amo, es untado con miel y abandonado a las hormigas, que roen lentamente sus carnes y sus vísceras (VIII, 22). Un amo celoso confía aun esclavo la vigilancia de su amante: conoce la excepcional fidelidad del primero, lo cual no le impide amenazarle durante largo tiempo, en caso de incumplimiento, con la prisión, las cadenas y, para terminar, con una muerte lenta por hambre (IX, 17), Un gobernador, que ha recibido una queja, hace torturar en seguida a los sirvientes de una mujer sospechosa de homicidio (X, 28). En una molinería, un grupo de esclavos se compone solo de esclavos enclenques, marcados por el látigo, vestidos con harapos, marcados al hierro y encadenados, estado lamentable que comparten, en un atractivo paralelismo, con los animales destinados a las muelas (IX, 12, 13). Y, sin embargo, el molinero es en otros aspectos un hombre bueno y agradable (IX, 14).
Resultan claras dos cosas. En primer lugar, un esclavo es un esclavo, es decir, fundamentalmente alguien que no es dueño de su suerte en absoluto, y cuya situación, por agradable que sea, en ciertas circunstancias, puede ser revocada radicalmente por simple voluntad del amo. Además, si el destino del esclavo se le escapa por completo, es evidente que su suerte es extremadamente variable.
¿Qué relación puede haber entre el que trabaja en las minas, que de hecho es, pues, casi un condenado a muerte, y el que participa de la intimidad de su amo, cuyo ritmo de vida refleja más o menos el de aquel, y para quien queda siempre la posibilidad de la manumisión? La heterogeneidad del mundo servil implica no solo estos extremos, sino también una sutil jerarquización que es sancionada en la práctica: juristas como Pablo o Ulpiano, que pertenecen ambos a la época severa, precisan que los esclavos deben ser alimentados y vestidos según su rango, secundum ordinem et dignitatem. En este sentido, los esclavos apenas si constituyen una clase social: este estatus coincide más con una visión jurídica e ideológica de la sociedad, que con sus realidades socio-económicas. Sin embargo, la denominación queda llena de una connotación social extremadamente coercitiva. Los esclavos que comparten parcialmente la intimidad o la confianza del amo son solo una minoría sobre la que pesa siempre la amenaza de caer en desgracia, es decir, por la simple decisión de su amo, los castigos corporales y la retrogradación en las tareas más duras.
Mediante la evolución cronológica se introduce un nuevo dato esencial. Una tendencia aún muy en boga es tratar a la Antigüedad como un todo, sin intentar percibir las evoluciones que de hecho caracterizan este largo período. Una ilustración de este concepto unitario de la Antigüedad nos la proporciona una obra célebre de M. I. Finley, The Ancient Economy, que abre una cronología desde el siglo VIII a. C. hasta la época de Justiniano, abarcando así trece siglos. Todo el análisis se basa en una toma en consideración global de la Antigüedad, como si se pudiese, para delimitar un problema en particular, buscar los datos a través de los siglos, sin distinguir lugares ni periodos.
Las investigaciones realizadas sobre la esclavitud estos últimos años han desempeñado un importante papel en la comprensión de los cambios decisivos, de los verdaderos cortes que miden la época antigua. Han permitido, sobre todo, entender que esta estaba hecha no solo por el dominio de potencias sucesivas o de la evolución de los sistemas políticos, con una creciente importancia de las monarquías a expensas de las ciudades de tipo clásico, sino que estos cambios se insertan en los trastornos de la organización social y económica.
La amplitud de estos se conocen bien mediante el lugar destinado al esclavo. Durante varios siglos, el marco dominante en las sociedades mediterráneas es la ciudad, lo cual implica comunidades de amplitud limitada, constituidas esencialmente por los propietarios. Lógicamente, hay tensiones dentro de estas comunidades, que nacen particularmente de la tendencia recurrente a la concentración de tierras, pero la vida comunitaria se regula, no sin crisis, en el marco de la polis, donde se encarnan los intereses comunes de los ciudadanos. Otros grupos coexisten en la ciudad, pero su ubicación queda determinada mediante las relaciones que mantienen frente a aquellos. Este es, en particular, el caso de los esclavos. Pueden ser propiedad colectiva de la comunidad, o estar en manos de los ciudadanos, constituyendo uno de los fundamentos básicos del sistema. Por sus actividades, consolidan los beneficios de aquellos, al lado de los cuales trabajan muchas veces, cuando se trata de pequeños propietarios. Permiten a estos deshacerse parcialmente de sus tareas, obtener tiempo libre, «ocio». La doble imagen de estas asambleas, discutiendo problemas comunes, no podría existir sin la ayuda de esta esclavitud patriarcal que procura a los ciudadanos poco afortunados la posibilidad de hacer también ellos política y de participar activamente en la administración de la ciudad.
Una ruptura se produce en la época helenística: puede situarse desde el siglo III a. C. en Grecia, y a inicios del siglo II a. C. en Italia. Una organización completamente diferente se instaura, dentro de la cual la esclavitud desempeña una papel totalmente nuevo. Desde ahora, ya no estará al servicio de las familias propietarias, sino que se integrará en unidades de producción que implican la ruina y la expulsión de estas familias. La amplitud de esta ruptura se acentúa por otro cambio: no solo cambia la función del esclavo, sino que, en el marco de las grandes guerras que caracterizan estos momentos, llegan a los mercados esclavos en cantidades hasta ahora desconocidas. La economía de Italia, la única región de la que, por los datos que tenemos, conocemos este cambio en su totalidad, queda profundamente afectada por esta revolución. En el campo, la pequeña propiedad campesina tradicional queda marginada a las zonas internas y septentrionales de la península. Aquí, la tierra es trabajada por el propietario, con la ayuda de algunos esclavos y jornaleros. Se trata, ante todo, de una economía de autoconsumo. En Sicilia y en el sur de Italia domina el sistema de latifundium, inmensos dominios dedicados a la ganadería extensiva o trabajadas por pequeños campesinos que deben pagar una renta: entre ellos hay muchos esclavos. Y en la costa tirrénica, desde Etruria hasta Campania, pasando por el Lacio, las tierras han sido acaparadas, en su mayor parte, por grandes propietarios, pero se dividen en unidades de producción original, de menor superficie que los latifundia, son las villae. Todo es nuevo en estas unidades. La explotación se encomienda a los esclavos, cuyo trabajo se organiza racionalmente y se vigila. La organización del espacio queda centralizada por un gran edificio, la villa propiamente dicha, que incluye lujosos edificios para cuando el amo llega de paso; células para los esclavos, anexos para las necesidades de la explotación. Los cultivos son intensivos, muy especializados, y destinados sobre todo a su comercialización, a menudo en lejanos mercados. En resumen, se trata de una verdadera manufactura rural, organizada según los principios de la disciplina paramilitar.
Este sistema de villa es el que dominará desde ahora en el sector agrícola. Por su productividad del trabajo y por la comercialización de los productos, reporta grandes beneficios. El latifundium, de explotación extensiva, con pocas inversiones, no juega más que un papel secundario, pero no por ello despreciable, particularmente porque facilita el funcionamiento de las villae, proveyéndolas de esclavos y cereales. Estos dos modos de explotación complementarias, basadas firmemente sobre el trabajo de los esclavos, modifican radicalmente la situación en el campo en casi los dos tercios de la península, marginando o haciendo desaparecer a los pequeños propietarios y sustituyendo una economía aún destinada sobre todo al autoconsumo por una intensa comercialización de los productos.
Esta revolución en la organización de la producción concierne igualmente al artesano. Aquí subsisten los pequeños talleres tradicionales, que funcionan en un marco esencialmente familiar, pero quedan marginados a la confección de productos de mediocre calidad que tienen solo una difusión restringida. De ahora en adelante, la producción queda acaparada por los grandes talleres y sobre todo por las verdaderas manufacturas urbanas comparables punto por punto a las villae agrícolas: las mismas dimensiones de media, la misma amplitud de producción, la misma intensa comercialización de los productos, la misma utilización racional de la mano de obra, donde predominan los esclavos, al menos cuando disponemos de la suficiente información como para conocer el estatus de los trabajadores.
El esclavo se encuentra, pues, en el centro de un profundo cambio económico. La nueva organización del trabajo hace de él, en las manufacturas, un simple eslabón en un proceso productivo que se le escapa por completo. Una atenta observación de una de las categorías de cerámica fabricada en este contexto, la cerámica de barniz negro llamada campaniense, ha permitido que nos hagamos una idea más precisa del modo en el que se organizaba el trabajo. Desde el momento en que aparece este producto, se constata una simplificación sistemática del trabajo. Es por ello que el barniz no se aplica con un pincel, sino por inmersión. El resultado es menos precioso, y sobre todo en el pie, por el cual el obrero ha cogido el vaso para meterlo en el liquido, y que no queda barnizado por completo. Este defecto se considera poco importante, teniendo en cuenta la ganancia de tiempo que así se obtiene. En esta misma línea, las formas utilizadas no son una creación, sino préstamos tomados a producciones anteriores, frecuentemente simplificadas, como, por ejemplo, la supresión de pequeñas «uñas» incisas que adornaban los modelos originales.
Un segundo principio esencial rige la organización del trabajo: la estandarización. Este principio es tan rígido que puede a veces contradecir la voluntad de simplificación. Así, cuando los vasos se adornan, llevan impresos en el fondo, mediante sello, o una roseta central o cuatro pequeñas hojas radiales rodeadas por un circulo de ruedecillas. Estos temas se respetan siempre estrictamente: nunca habrá varias rosetas, ni una roseta rodeada de ruedecillas. Aún más, la decoración de las hojitas implica que se le dedica cierto tiempo, ya que hay que orientar el vaso varias veces de diferente modo. Sin embargo, este último tipo de ornamentación, usado durante toda la primera mitad del siglo II a. C., no conoce ningún tipo de cambio: jamás se suprimirá el círculo de ruedecilla, nunca se orientarán las hojas en la misma dirección.
Aparecerá así una ley esencial en este tipo de producción: la eliminación de cualquier iniciativa, eliminación que asegura la eficacia y la productividad. Toda relación entre el comprador y el productor, o entre este y su obra, queda abolida. No hay ya un encargo concreto, sino una gama de objetos destinados a cubrir las necesidades esenciales del mercado. Ya no hay firmas que nos descubren el nombre del propietario o del obrero, sino realizaciones anónimas. Todas estas características permiten reconstruir la organización del trabajo en estas manufacturas donde se reúnen los trabajadores destinados cada uno de ellos a tareas estrechamente especializadas, asumiendo cada una de las operaciones cuya suma conduce a la creación de la obra acabada. Lo que prima desde ahora es el automatismo del gesto, la eliminación de la reflexión, de las innovaciones, de las vacilaciones, de los arrepentimientos. Ya no hay artesanos que sacan un cierto orgullo de la obra que han concebido de principio a fin, que puedan atender a las necesidades y deseos del cliente, sino verdaderas máquinas humanas cuya yuxtaposición en un mismo local lleva a cerámicas producidas en serie, y cuyo precio de coste es tanto menos elevado cuanto que está exento de toda inversión imaginativa.
Desconocemos el estatus exacto de estas personas, sometidas de este modo a una severa disciplina, y a quienes se les exige que se aparten de cualquier pensamiento, pero la función imprescindible de los esclavos queda atestiguada perfectamente en producciones posteriores de este tipo. Está claro, sobre todo, que estas manufacturas son el reflejo directo del papel dominante desde ahora ejercido por el modelo esclavista. Gran parte de los trabajadores que han quedado jurídicamente libres está sometida desde ahora a unas condiciones de trabajo inspiradas directamente en lo que podría esperarse de un esclavo explotado racionalmente. Está desposeído del dominio de su propia persona, es la palanca necesaria gracias a la cual se impone una división del trabajo que conduce, para el obrero, a una pérdida del control total de la operación de producción en la que está inserto.
Se trata de una novedad revolucionaria. Que el trabajador no sea el dueño de sus herramientas es usual, pero hasta ahora esto no modificaba sus condiciones de trabajo. El que cultivase su tierra o la de otro mediante el pago de una renta, que trabajase como asalariado en una propiedad fundiaria o en un taller, no hacía que por ello sus gestos se modificaran. Seguía siendo parte integrante de un sistema de producción del cual comprendía la lógica, aunque el sometimiento a las órdenes del amo tendía a parcelar su trabajo. Por el contrario, desde ahora el trabajador, en el marco de las manufacturas rurales o urbanas, ha perdido no solo la propiedad de los medios de producción, sino también cualquier control sobre él: no es más que un engranaje en las operaciones cuyos intríngulis se le escapan por completo. Ya no debe preguntarse por qué hace tal o tal gesto en ese momento. Ya no se le pide que haga su trabajo con conocimiento o inteligencia. Se le exige, por el contrario, que no piense, que se someta a una disciplina cuyos objetivos no le conciernen. Se ha podido hablar, de un modo claro, de taylorización antes de tiempo, y es cierto que la separación radical entre el trabajador y su trabajo constituye un caso único que anuncia, a su manera, las características del modo de producción capitalista.
Entre otras cosas, una diferencia radical salta, sin embargo, a los ojos, es la función primordial de las máquinas en el capitalismo, cuando es bien sabido que la Antigüedad se caracteriza, por el contrario, por su escasa importancia. Desde este punto de vista, incluso la Edad Media aparece como un período de progresos técnicos considerables, en relación al estancamiento de época greco-romana durante la cual, sin embargo, muchas especulaciones teóricas ofrecían las bases necesarias para un brillante desarrollo del utillaje. Muchos son los autores que no han dudado en buscar en la esclavitud las causas de este estancamiento.
Lo que acabamos de decir sobre la organización de las manufacturas esclavistas permite abordar el tema de un modo radicalmente diferente. En primer lugar, se constata que la explotación esclavista no se contradice en absoluto con las investigaciones técnicas. En las villae es donde se utilizan de modo más racional los lagares de aceite o de vino y donde más rápidamente se difunden las importantes innovaciones técnicas que conciernen a estas máquinas, innovaciones tan importantes que se emplearán casi tal cual hasta la era contemporánea.
Además, y sobre todo, se olvida demasiado frecuentemente la extraordinaria eficacia del esclavo racionalmente explotado. Como observa Aristóteles, si las lanzaderas tejieran solas y las púas tocaran solas las cítaras, no harían falta ni obreros ni esclavos (Pol., I, 4, 3). Pero esto supondría la existencia de unas máquinas extremadamente perfeccionadas, de las cuales no se dispone del todo incluso en nuestros días. ¿Quién puede sustituir eficazmente a un esclavo, sometido a la disciplina, y buen músico, para tocar un instrumento? En el campo mismo de la producción, ¿qué máquina, antes de la época contemporánea, podría fabricar una cerámica como la campaniense o la aretina, equilibrando de modo extraordinariamente eficaz calidad y cantidad, belleza y rentabilidad? Asimismo, ¿qué empresa podría proporcionar productos agrícolas seleccionados, con tanta abundancia y a precios tan competitivos?
En el marco de la producción esclavista, el esclavo está dotado de una notable eficacia. Está inserto en una organización que le priva de toda iniciativa: su dimensión humana queda definitivamente borrada y se transforma en una máquina desprovista de la fuerza que caracteriza a las máquinas modernas, pero dotada de una habilidad de la que carecen aún nuestros actuales robots. El maquinismo antiguo está lejos de ser inexistente, como se ha querido afirmar, y el instrumento animado en que se ha convertido el esclavo es, sin duda, el florón más notable a partir del momento en el que está inserto en un proceso de producción coherente, basado en él.
Desde este punto de vista, son las innovaciones técnicas las que caracterizan la época tardoantigua, y luego la Edad Media, que aparecen como épocas de regresión. Ciertamente, se trata de una economía de mano de obra, pero, en realidad, toscas máquinas sustituyen a expertas máquinas humanas; una economía extensiva, donde la tierra produce poco, donde se reducen los talleres para adecuarse a la demanda, sustituye a una economía intensiva, basada en una notable productividad obtenida gracias a fuertes inversiones en hombres-máquina.
Esta transformación radical de la organización del trabajo es consecuencia de la desaparición del modo de producción esclavista, fenómeno que se rematará en el siglo II d. C. Para la época que nos ocupa, la historia de la esclavitud queda, pues, marcada por dos grandes cortes. En primer lugar, el del hacia 200 a. C., que marca el inicio de la puesta en marcha de un sistema económico basado en la explotación racional del esclavo, que tiende a sacar todos los beneficios económicos de su estatus de total dependencia. Luego, el del siglo II d. C., que corresponde a la ruina de este sistema. Además, a lo largo de estos cuatro siglos hay que distinguir los dos últimos siglos de la República del Alto Imperio, períodos que corresponden respectivamente al apogeo de esta organización y a su largo y progresivo declinar. Estas grandes divisiones cronológicas condicionan profundamente la vida del esclavo romano.
Antes de los cambios de época helenística, el esclavo, al menos en la medida en que era propiedad de un particular, se encontraba inserto en las relaciones que unen a los diferentes miembros de la familia bajo la autoridad del pater familias. Sería ciertamente excesivo afirmar que este ejerce una potestas similar sobre sus hijos que sobre sus esclavos. En particular, en el primer caso, este poder es intransmisible, mientras que forma parte de la operación de venta en el segundo caso. Sin embargo, la situación del hijo y del esclavo no se diferencian tan radicalmente. Las XII tablas, este texto fundamental del derecho romano redactado a mediados del siglo V a. C., atestigua que el padre puede vender a sus hijos. En cambio, puede adoptar un esclavo. Su enorme poder tiende a borrar las diferencias existentes entre los que se encuentran bajo su potestad, más aún si se trata de un marco patriarcal donde los esclavos, al igual que los hijos, aparecen ante todo como una valiosa fuerza de trabajo. Otras medidas del antiguo derecho romano apuntan hacia la misma dirección. Así, también en las XII tablas, se constata que aquel que es culpable de perjuicio hacia otro, sobre todo si se le ha provocado una fractura, debe pagar una indemnización en dinero a la víctima, sea libre o esclava. Ciertamente, la cantidad de dinero va de lo simple a lo doble, según sea el caso de la figura, pero es llamativo que el enfoque jurídico del problema sea idéntico: cualquiera que sea el estatus de la víctima, esta siempre es considerada como víctima de una iniuria.
Sin embargo, no debemos engañarnos; por muy grande que sea el peso de la patria potestas sobre el hijo, subsiste una diferencia esencial entre él y el esclavo. El primero está destinado a convertirse él mismo en ciudadano y en padre de familia, mientras que el segundo se quedará como es. Sin embargo, en esta época, la diferencia fundamental se encuentra entre el ciudadano y los demás, sin aislar del todo al esclavo del resto de la sociedad. Tal y como hizo Aristóteles para las ciudades griegas, se puede examinar su situación durante los primeros siglos de la República, confrontándola con la de los hijos del propietario: no son idénticas, pero coinciden frente a la realidad dominante del amo-ciudadano.
En cambio, cuando la esclavitud patriarcal deja el sitio a un sistema esclavista, la situación del servus se encuentra radicalmente modificada. Si retomamos el ejemplo del daño corporal, se constata una distinción fundamental entre el libre y el no-libre. Desde ahora, la herida producida a un esclavo se considera como un daño no hacia el esclavo, sino hacia el patrimonio del amo. El dependiente pierde así cualquier personalidad: el culpable debe pagar al amo la cantidad equivalente al valor máximo alcanzado por el esclavo durante el período anterior al hecho. Este se incluye en el proceso que vale para todo daño hecho a los bienes, sean objetos o animales.
Es esta la ley que sirve de punto de partida para el complejo asunto que Cicerón llevó como abogado de Q. Roscio, un comediante que había formado en el arte teatral a un esclavo, propiedad de un tal Fanio. En esta sociedad, uno había proporcionado al servus, y el otro lo había educado, y ambos se repartían los beneficios, rápidamente considerables porque el esclavo se cotizaba muy alto, hasta el día en que fue muerto. Juntos o independientemente, según las circunstancias, los dos socios se volvieron contra el homicida, en nombre de la Lex Aquilia. Finalmente, Roscio aceptó una transacción recibiendo una tierra a cambio de la indemnización fijada. Resultó de ello un largo proceso entre los dos socios, del cual nos queda el alegato de defensa de Cicerón. Lo que aquí nos interesa es el espíritu del texto. Solo se trata de dinero y del interés de los propietarios. El esclavo asesinado nunca aparece como tal: estamos en la ignorancia total en cuanto a su personalidad y está claro que la iniuria no se le ha cometido a él, sino a sus dueños. No hubo muerte de un hombre, sino una degradación del patrimonio. El difunto es considerado estrictamente como un bien, y puesto que era el objeto de una sociedad, Cicerón distingue entre su cuerpo, propiedad de Fanio, y su educación, propiedad de Roscio. Quid erat enim Fanni? Corpus. Quid Rosci, Disciplina (Pro Roscio, X, 28). Y estas partes en las que el esclavo es descuartizado, perdiendo toda consistencia humana, son inmediatamente tasadas en sestercios. Estamos en el mundo del esclavo-mercancía.
Todo pertenece al amo. El esclavo no tiene nada, solo se define por ser propiedad de alguien. El modo en que Cicerón describe a este actor, a pesar de ser muy apreciado, es reveladoramente indicativo de esta concepción. ¿Puede creerse que su celebridad no deba nada a sus cualidades personales? Por extraño que parezca, es una evidencia para Cicerón. El favor del público se debe únicamente a que es un alumno de Roscio. Es la celebridad del amo la que hace la fama del discípulo, y solamente el trabajo invertido por el primero es el que da algún valor al segundo. La única cosa digna de admirar es la paciencia del amo en formar un individuo tan lento en comprender.
Rápidamente, el derecho recoge esta nueva forma de esclavitud. No solo las relaciones entre amos y esclavos reciben una sanción jurídica cada vez más fuerte, sino que la mutación acaecida provoca un cambio en el vocabulario. El antiguo término de erus, tradicionalmente utilizado para designar al amo como opuesto al servio, es sustituido por el de dominus, que ilustra el paso de un sistema patriarcal a uno donde predomina la noción de propiedad. Desde ahora, el término erus solo pervive en el lenguaje poético, introduciendo una nota de arcaísmo. Sin embargo, incluso en este ambiente privilegiado, pierde su primer carácter específico, se aplicará desde ahora tanto a un propietario de bienes como de animales: esto ilustra perfectamente el desarrollo de la esfera comercial que disuelve en el marco dominante de la relación de propiedad la singularidad que caracterizaba a la relación amo-esclavo.
Desde ahora, el esclavo-mercancía está solo frente a los libres. Se halla amordazado por toda una ideología, por medidas jurídicas precisas, por actitudes cotidianas que lo aíslan, lo desvinculan del resto de la Humanidad hasta el punto de excluirlo. Se ha convertido verdaderamente en una cosa o en un animal, y como tal lo considera el derecho.
Esta transformación de la condición real del esclavo corresponde a una profunda mutación de toda la sociedad, pero le concierne a él muy particularmente. Se convierte en el ejemplo donde mejor se revela la importancia de las transformaciones que se producen porque él es el primero que sufre las consecuencias. Aunque no debe olvidarse jamás la enorme heterogeneidad del mundo servil, durante los dos últimos siglos de la República romana confluyen a Italia masas considerables de esclavos de los que una gran parte es destinada a trabajar en el marco de las nuevas estructuras económicas coercitivas que ahora se instauran. La respuesta de estos hombres desarraigados y duramente explotados son las revueltas, y particularmente las grandes guerras serviles del siglo II y principios del siglo I a. C., que durante varios años enfrentaron a los ejércitos de esclavos con el orden romano; en Sicilia, en 136-132 y en 104-101, y en el sur de Italia, con Espartaco, en 73-71. Unas cifras que nos han sido transmitidas por los autores antiguos, y que concuerdan más de lo que se ha querido ver, hacen pensar que en Sicilia en esta época vivían, solo en el campo, unos 200 000 esclavos varones y adultos, de los que una gran parte participará activamente en la revuelta de 136.
Estos movimientos de masas, que expresan a más no poder la resistencia de los esclavos, son provocados a la vez por el aumento considerable de su número en ciertas regiones de Italia y por las nuevas condiciones que les son impuestas. Antaño integrado en la familia, dentro de la cual su dependencia, por original que fuese, no aparecía como un fenómeno aislado y se enriquecía con ocasionales relaciones afectivas favorecidas por el escaso carácter específico de sus tareas, desde ahora se encuentra frecuentemente alejado del amo, y obligado a trabajos cuya organización se le escapa totalmente. La ausencia de libertad se convierte en algo mucho más pesado y se materializa a menudo en llevar cadenas y en el encierro en ergástulos, versión brutal de las «cadenas» ideológicas desde ahora inoperantes.
La violencia y la amplitud de las revueltas de gentes que poco tienen que perder se entienden fácilmente. Pero si la resistencia armada nunca cesó, tomó sin embargo, después de Espartaco, nuevas formas más difusas, asemejándose más al bandolerismo que a la sublevación. Entre las múltiples causas de esta renuncia a la insurrección de las masas, con razón se ha destacado el papel decisivo del contexto político, es decir, las guerras civiles y el peso creciente de los imperatores. Es notable que la figura carismática del imperator, elegido por los dioses, sea, desde los orígenes, el modelo de los jefes de las grandes revueltas serviles, en el momento mismo en que pesa con más fuerza en la vida política oficial. Espartaco, por tomar solo este ejemplo, propaga la idea de que mantiene relaciones privilegiadas con los dioses, particularmente con el dios tracio Sabacio, asimilado desde hacía tiempo a Dionisio, y aparece con una compañera dotada de virtudes proféticas. Su figura coincide con la de Mario, acompañado por su profetisa. El fracaso de los imperatores serviles no significa el fin de esta idea política religiosa entre los esclavos. Estos van, simplemente, a volverse hacia otros imperatores que ya no les serán específicos.
De hecho, el desarrollo de las guerras civiles y el papel creciente de los jefes de guerra ofrecen a los esclavos otras soluciones que la revuelta autónoma. Un cambio importante, a la vez político y militar, se produjo cuando Mario, que recibió el mando de la guerra africana, reclutó solo voluntarios para la campaña de 107 a. C., abriendo paralelamente el ejército a los ciudadanos más pobres, hasta ahora alistados excepcionalmente y confinados a los cuerpos especiales. Sus consecuencias son fundamentales: la leva pierde su carácter coercitivo y el ejército se convierte en un medio de promoción para los desheredados que esperan botín y tierras de la guerra. Hay que esperar, sin embargo, que la empresa sea victoriosa para colmar estos anhelos. General y soldados se encuentran desde ahora vinculados: la devoción de las tropas al imperator es la condición necesaria de la victoria. Las dos partes tienden a convertirse en profesionales. Esta evolución borra la noción de ciudadano-soldado y también la del magistrado-soldado, en beneficio de lazos personales, del desarrollo de verdaderos vínculos de clientela que unen al jefe militar con sus tropas.
Los imperatores de fines de la República desempeñaron una función esencial en la estabilización social reinsertando a los grupos marginales. Esta acción se expande rápidamente a nivel geográfico, el reclutamiento se efectúa en un sector cada vez más amplio. Un episodio significativo es la política de Pompeyo después de su victoria sobre los piratas en el 67. En lugar de dedicarse a una represión sistemática, los instaló en Occidente y en las ciudades conquistadas de Cilicia, de las que una toma el nombre de Pompeyópolis. Los piratas, fuera de la ley por excelencia, se transforma en colonos renovadores de una ciudad que toma el nombre del imperator.
Muy pronto, esta función integradora de los generales victoriosos concierne también al mundo servil. En las luchas que desgarran la República agonizante, los jefes de los partidos reclutan a esclavos. Desde la «guerra social», 21 000 de ellos quedarían manumitidos por luchar contra los socii, y después, un Sila o un Pompeyo no dudarán en reclutar tropas de esta manera, cuando la situación se haga apremiante, cosa que sucedería con frecuencia. Incluso, a veces, el esclavo podía obtener la libertad sin ni siquiera tener que luchar en el ejército. Así, tras la muerte de César, los triunviros que heredaron el poder publicaron un edicto que establecía una lista de enemigos políticos proscritos. A los que denunciaran o los mataran se les prometía una recompensa, y a los esclavos, la libertad. Estos últimos, como otros grupos de desheredados, encuentran así, sirviendo a los jefes políticos, un medio de escapar a su suerte, más eficaz que las grandes revueltas colectivas. Estos grandes trastornos políticos se acompañan, por lo tanto, de profundas mutaciones económicas y sociales cuyo impacto sobre la situación servil es tanto más importante como cuando las funciones del esclavo tienden a evolucionar progresivamente en el Alto Imperio.
Bajo el Alto Imperio, el papel y el lugar de los esclavos en la sociedad romana conocen una profunda evolución. El hecho fundamental es de orden económico. A partir de la primera mitad del siglo I, la organización propiamente esclavista de la producción, que caracterizaba a gran parte de Italia y que daba a esta un papel dominante en los intercambios por el Mediterráneo, empieza a estancarse y a entrar en decadencia. Esta crisis del modo de producción esclavista es un fenómeno de larga duración que se extiende hasta la segunda mitad del siglo II, para desembocar no en la desaparición de la esclavitud, sino en una economía fundada en ella.
De los cambios se desprende una diversificación del papel del esclavo, de las nuevas formas de explotación de esta fuerza de trabajo que se caracteriza esencialmente por la desaparición de la rigurosa separación entre trabajadores y medios de producción, propia de las manufacturas esclavistas. Ciertamente, la organización manufacturera del trabajo había concernido solamente a una parte de los siervos, pero se trataba de sectores punta. Desde ahora, la supremacía económica de estas empresas se cuestiona progresivamente y se desarrollan otros modos de explotación que no son específicos de una mano de obra servil.
A menudo se ha dicho que el proceso se corresponde con el resurgimiento de viejas relaciones sociales. Esto no es tan evidente. Incluso si encontramos, aparentemente, antiguos tipos de dependencia, la distinción entre explotación y propiedad desde este momento está sólidamente establecida, más que antes, y de ello resulta, para el explotador, un pliego de condiciones bien concretas a cambio de derechos que poco tienen que ver con las antiguas comunidades rurales. Sea como sea, las condiciones de trabajo de los esclavos se transforman profundamente.
Esta evolución es clara en el campo, donde muchos de estos propietarios tienden a abandonar el aprovechamiento directo de sus tierras y se las confían a dependientes que las explotarán, divididas en tenencias. Estos dependientes pueden ser esclavos, que ven confiárseles la administración de una tierra, con todo lo que ello implica de relativa autonomía y responsabilidad. Su modo de vida es, en todo caso, radicalmente diferente al de sus congéneres, completamente inmersos en un sistema que solo les pide que sigan con vida para que trabajen en las tareas que diariamente les son asignadas. En la práctica, salvo su estatus jurídico, están muy cerca de las personas libres que también pueden explotar una porción del dominio a cambio de unas rentas cuidadosamente especificadas.
Con el desarrollo de este tipo de aparcería, muy coercitivo para el tenente, incluso si se le garantizan ciertos derechos sobre la tierra que cultiva, se desemboca, en los siglos II y III, en campos trabajados por dependientes en su gran mayoría, los colonos cuyo estatus jurídico personal es secundario frente a la realidad de su posición social. El carácter específico del esclavo tiende a borrarse progresivamente, y Ulpiano, jurista de la época severa, y al citar a sus predecesores del siglo I, habla de estos servi qui quasi coloni in agro sunt (Digesto, XXXIII, 7, 12, 3). Se llega así al agolpamiento en una misma categoría de libres y de no-libres; estos últimos se quedan como esclavos, pero ya no forman parte del instrumentum fundi, puesto que cultivan en el marco de una especie de convención.
Otro fenómeno paralelo es la multiplicación de los esclavos que desempeñan un papel importante en la gestión de los dominios, asumiendo funciones de vigilancia y manipulación de fondo, o incluso tomando ellos mismos a su cargo la explotación de tierras que alquilan al propietario. Así, al lado de los vilici tradicionales, simples agentes de ejecución del amo, aparecen vilici que administran el dominio por cuenta suya, a cambio de unas rentas, y que pueden explotar directamente o parcelar la explotación confiando lotes de tierras a los esclavos. De un modo general, la vigilancia de los bienes del amo se confía a todo una jerarquía de responsables financieros, suceptibles de realizar operaciones para sus dominus: son los procuratores, adores, dispensatores, cellarii, arcarii… que nos son conocidos mediante las inscripciones y que a veces ejercen funciones en la ciudad y en el campo.
Efectivamente, en el medio urbano la evolución es muy similar: al lado de estos administradores (entre los cuales se encuentran los insularii, que administran las casas de su amo que se han alquilado, constituyendo una versión específicamente urbana) se encuentran cada vez más médicos o intelectuales siervos. De un modo más general, se constata el mismo fenómeno fundamental de retroceso en la organización manufacturera de la producción. Llega a ser habitual permitir al esclavo artesano una actividad autónoma, y para administrar sus empresas, el amo recurre a unos institutores, casi siempre esclavos, que regentan un taller, ocupándose de las ventas y compras de mercancías, de operaciones de préstamo, de transporte, etc… Como en el campo, no se trata sin duda de prácticas totalmente nuevas, pero desde ahora adquieren tales dimensiones que su significado se encuentra profundamente modificado. La eficacia del esclavo como agente de gestión está directamente ligada a su estatus. El amo puede someterle a toda clase de pesquisas, incluida la tortura, y hacer él mismo justicia. Estas garantías, que no ofrece un libre, explican por qué los ricos acuden cada vez más a esclavos para administrar sus negocios, y que se convierta en regla absoluta cuando la función implique también el manejo de fondos. Estas garantías, que no ofrece un libre, explican también el caso, aparentemente muy extraordinario, de estos ingenuos que se venden ellos mismos a un propietario para poder administrar los bienes ad actum administrandum o gerandum. La situación social de estos financieros es envidiable, pero implica, para la seguridad del amo, un estatus servil. En esta situación, ser esclavo se convierte en un medio de promoción social.
Esta evolución contribuye en gran medida a acrecentar la heterogeneidad del mundo servil. Desde el siglo I, el tema del esclavo rico e insolente acompaña al del liberto que supera a la aristocracia por su tren de vida y su poder. El fenómeno se acentúa considerablemente por el rápido crecimiento del número de esclavos que pertenecen al emperador. No solo tienen derechos especiales, que les diferencian de los esclavos privados, sino que la proximidad al poder ofrece a una minoría de entre ellos posibilidades de ascenso social mucho mayores, sobre todo en la administración del enorme patrimonio imperial o en el servicio al Estado. Como cualquier dueño, el emperador necesita personas adictas a él, es decir, que dependen por entero de él. En este sentido, el esclavo encarna el tipo de administrador más eficaz, modelo que se impone a los libres como los curiales del Bajo Imperio que al entrar en la militia fiscal abandonan su estatus superior, convirtiéndose en simples plebeyos, susceptibles de ser sometidos a tortura.
Todas estas mutaciones suponen, en la práctica, un debilitamiento de la incapacidad jurídica del esclavo. Por ejemplo, cuando un instructor esclavo administra una empresa, hay que dejarle cierta libertad de acción y se plantea entonces el problema de la articulación de la responsabilidad del esclavo y la del amo para quien trabaja. El derecho está obligado a tratar estas cuestiones. Se da el caso de que el dominus puede mostrar en su oficina un tipo de negocio que no desea que lleve a cabo el esclavo, desligándolo así de su responsabilidad. Pero, a menudo, el institutor está lejos del amo y dispone de hecho de gran autonomía, lo que solo puede traducirse en la validación de los contratos que pueda pasar. Desde ese momento, los contratantes pueden volverse contra el patrón, pero pidiendo compensación solamente sobre los valores producidos por la actividad del esclavo, es decir, su peculio y las cantidades ingresadas por el patrón.
El reconocimiento de una cierta capacidad del esclavo para los negocios aparece indispensable tanto en interés de los que tratan con él como en el amo que cuenta precisamente con su autonomía para administrar su empresa con eficacia. La solución que permita aunar esta evolución y la inferioridad fundamental del esclavo se basa en el desarrollo de una antigua práctica, la del peculio del esclavo. Práctica antigua, pero que no era sistemática y que, en el punto de partida, necesitaba por parte del amo una manifestación explícita de voluntad, mientras que a partir del Alto Imperio, y sobre todo desde el siglo II, esta voluntad del amo queda cada vez más implícita. Paralelamente crece la posibilidad, para el esclavo, de disponer libremente de esta especie de patrimonio, de convertirse tanto en deudor como en acreedor, fuera de la responsabilidad jurídica del amo. Tras los múltiples debates que han tratado de la interpretación que debe darse a unos textos a veces discordantes, se reafirma el reconocimiento progresivo de la capacidad patrimonial del esclavo, e incluso de una cierta capacidad procesal, reflejo directo de nuevas funciones que debe asumir cada vez más.
El debilitamiento de la organización coercitiva que rige a los esclavos desemboca así en un debilitamiento de las posibilidades del control de los amos. Esto vale, evidentemente, para la élite servil que se dedica a los negocios, pero también para muchos esclavos pobres como los servi quasi coloni, quienes también verán confiárseles algunas responsabilidades de gestión. En consecuencia, se vuelve indispensable encontrar soluciones para organizarlos. Estas toman varias formas.
La primera es, precisamente, la creciente importancia del peculio. Este último no concierne a los que están sometidos dentro de las relaciones de tipo manufacturero, pero constituye, para los que disfrutan de una relativa autonomía, un estímulo, una especie de interés hacia los resultados de sus actividades. El fin último es, para el esclavo, la compra de su libertad, pero ante todo se trata de una operación de integración, como nos revela la práctica, cada vez más corriente, de dejar a este, ya como liberto, el disfrute de su patrimonio. También lo muestran así las disposiciones legales, a priori bastante sorprendentes, que tienen como objetivo proteger este peculio de la omnipotencia del amo, para que nada le haga perder su atractiva eficacia: es el caso de las medidas que se imponen al dominus para el pago de los objetos producidos o vendidos en la oficina que administra su esclavo. Aparentemente, el patrimonio del segundo se constituye a costa del primero, condición indispensable para la integración eficaz de los subordinados. Se vuelve habitual, además, que la tierra cultivada por el esclavo o el negocio que administra se incluya en su peculio. Con el mismo objetivo, las leyes del siglo III distinguen claramente al esclavo que ha comprado su libertad, incluso si la operación no fue más que una ficción, puesto que a menudo conserva su peculio, del que debe la libertad a la bondad de su amo. El primero solo debe respeto a su antiguo propietario, el segundo le queda sometido mediante diversas prestaciones y obligaciones, como la de legarle cierta parte de sus bienes.
Así, constatamos que el desarrollo de los valores mercantiles produce consecuencias que pueden parecer algo inesperadas. En efecto, si en un primer momento permite el desarrollo, en una medida sin precedentes, del comercio de hombres, en un segundo momento permite una posibilidad de emancipación para aquellos que no están sometidos por una organización del trabajo que no les da más que los medios para seguir con vida. De pasivo que era, solo objeto que se compraba y se vendía, el esclavo-mercancía se convierte en activo, como comprador de su propia persona.
El proceso de integración no se queda en esto. Antes de su liberación, la minoría servil adinerada, o al menos acomodada, lleva a cabo la construcción de un patrimonio que reproduce fielmente las estructuras dominantes. Estos esclavos pueden poseer ellos mismos esclavos, los vicarii, de los cuales algunos pueden servirles como procuratores o institutores, para administrar sus bienes, es decir, desempeñar las mismas funciones que ellos mismos desempeñan para sus amos. El derecho indica que estos esclavos de esclavos pertenecen a estos y no al dominus, y las relaciones entre el esclavo y sus vicarii se calcan sobre las que hay entre el hombre libre y sus esclavos. Los vicarii pueden ser explotados duramente: Pomponio, jurista del siglo II, menciona a un esclavo que prostituía a sus ancillae pertenecientes a su peculio. Pueden también formar parte de la minoría servil privilegiada y poseer ellos mismos un peculio que incluye esclavos, es decir, vicarii que pertenecen a un vicarius. La manera en la que las relaciones esclavistas se reproducen, en cascada, dentro del mundo de los esclavos es el mejor testimonio del éxito de la política de integración de las élites serviles. ¿Qué hay de más tranquilizador para los dominantes que el texto de Juliano, del mismo siglo II, que menciona a los venaliciarii, esclavos mercaderes de esclavos?
La eficacia de esta política reposa también en el notable carácter específico de la ciudad romana, su capacidad de apertura a los elementos extraños que la distinguen profundamente de las ciudades griegas. En estas, desde época clásica, el cuerpo de ciudadanos constituye un mundo cerrado en el que es muy difícil integrarse. El caso del liberto es muy característico de esta profunda diferencia. El funcionamiento de la ciudad romana, que frecuentemente hace ciudadanos, corresponde a un verdadero modelo social radicalmente diferente del de Grecia. Implica una ramificación esclavo-manumisión-acceso a todas las actividades económicas, incluida la posesión de la tierra, que es casi desconocida en el mundo griego y que cimenta la eficacia de la política de integración de las élites serviles.
Una segunda forma de organización es presentar de un modo diferente las relaciones entre amo y esclavo. La toma de conciencia de la necesidad de crear una presión moral sobre unos subordinados, cada vez menos controlados por una estricta disciplina, se reafirma en las clases dirigentes. Sin duda el choque de las guerras civiles ha desempeñado un papel secundario en esta evolución, en la medida en que ha permitido a un cierto número de esclavos manifestar, mediante el juego de denuncias, el odio que profesaban a sus amos, o simplemente les ha permitido actuar en función de sus propios intereses. Desde ese momento, el sometimiento del mundo servil, una vez restablecido el orden, exige otras soluciones que los ergástulos, tanto más que este procedimiento de explotación de la mano de obra no corresponde, en muchos casos, a la evolución económica. Es, sin duda, en Séneca donde encontramos uno de los intentos más profundos de reflexión sobre la necesidad de nuevas relaciones entre amos y esclavos, sobre la necesidad de obtener una sumisión no solo física, sino también moral, siendo esta la mejor garantía de aquella. Sería vano buscar, en este intento, una profunda influencia del estoicismo: este no es más, ante todo, que un medio técnico que permite trasponer unos conflictos sociales al plano moral, para permitirles resolverlos sin tocar para nada el orden establecido.
En este sentido, la lógica de la carta 47 a Lucilio, enteramente consagrada al problema de la esclavitud, es característica. El punto de partida es el recuerdo de lo que se ha vuelto un tópico en el pensamiento helenístico, la igualdad de los hombres, principio este que también es válido para los esclavos (Servi sunt. Immo homines). Pero esta igualdad es puramente abstracta: nosotros somos también esclavos, porque lo somos de nuestros vicios, y nadie está protegido de un revés de la fortuna, incluso Platón, que fue vendido; en cuanto al esclavo, su alma queda libre (Servus est. Sed forlasse liber animo), tema retomado a menudo por Séneca (por ejemplo, Ben., III 20), y que tiene la ventaja de eludir la cuestión de la verdadera liberación de los siervos. Sobre estas bases, la política preconizada es muy simple. Son nuestros malos tratos los que transforman a los esclavos en enemigos. Hay que inspirarles no el temor, sino el respeto que entraña el afecto; hay que recrear los lazos que unían antaño el esclavo a la casa, en la época en la que el dominus era el pater familiae y donde los servi llevaban el hermoso nombre de familiares.
En todos estos pasos no se pone, evidentemente, en tela de juicio la cuestión de la esclavitud, sino, por el contrario, el deseo de fortalecerla. El reconocimiento de que un esclavo tiene alma permite que se localice en ella su libertad, libertad espiritual que nadie puede quitarle, pero que no impide para nada el funcionamiento de las relaciones sociales. Puede incluso llegar a favorecerlas, ya que bien tratado, el esclavo no se limitará a obedecer, sino que, por su propia iniciativa, puede mostrarse fiel. La libertad moral del esclavo puede y debe conducir a su fidelidad. En cuanto al concepto de humanidad, implica la misma actitud para todos, la sumisión a la necesidad, y más precisamente a las autoridades: el aristócrata se someterá al poder imperial, el esclavo al dominus, porque la revuelta aumenta el peso de la dominación, así como la bestia salvaje aprieta sus ataduras al forcejear (De ira, III, 16). Todo cambio en el mundo es imposible.
Esta teorización de las relaciones entre amos y esclavos, donde el sentimentalismo debía permitir obtener mejores resultados que las coacciones físicas, conoce un cierto éxito, pero apenas parece haber modificado en algo los comportamientos, empezando por el de Séneca, que a menudo reconocía la utilidad de los castigos corporales. De hecho, esta visión solo valía para las relaciones privilegiadas que el señor podía mantener con un restringido círculo de esclavos, y en esta medida aparece como poco novedoso. La postura de Plinio el Joven es esclarecedora: en su correspondencia se explaya a menudo sobre su humanitas hacia sus dependientes (VIII, 16,3). Sin embargo, con ocasión del asesinato de un senador a manos de sus esclavos, no deja de subrayar los peligros que corre incluso el amo indulgente: la muerte de un dominus que él mismo califica de cruel no deja de ser una ocasión para lanzar una diatriba sobre la perversidad del mundo servil, de la cual una actitud bondadosa no permite protegerse (III, 14).
Nos podemos preguntar desde este momento para qué sirven todos estos discursos, puesto que la bondad del amo tiene más que ver con el topos literario que con una profunda modificación de las actitudes, y solo se le atribuye una dudosa eficacia. La respuesta parece ser dada en el modo en el que desde ahora se concibe el papel del Estado en las relaciones entre amos y esclavos. El modelo teórico es la época antigua, donde los esclavos se integraban en la familia, y asumían las cargas honoríficas, donde la domus se consideraba como una verdadera república en miniatura (Sén., Ep., 47, 14; domum pusillam rem publicam esse iudicaverunt). Esta realidad pasada, ciertamente muy idealizada, queda como modelo de los nuevos domini, de los que no piensan solo en despreciar y explotar a sus esclavos. Las comparaciones estatales vuelven también a menudo: la cólera provoca la huida de esclavos, como provoca el odio hacia el magistrado (Séneca, De ira, III, S, 4); los esclavos matan a los amos crueles como los pueblos matan a los tiranos (Clem., I, 26); el peculio es del amo de la misma manera que todo pertenece al rey: esto no debe impedir el ejercicio de otro derecho de propiedad, el de esclavos y súbditos (Ben., VII, 4); para los esclavos, la domus es casi una república, una ciudad (Plinio, Ep., VIII, 16: servis res publica quaedam et quasi civitas domus est).
Una conclusión esencial se deriva de este paralelo entre la domus y el Estado. Antaño, los patres familias administraban la casa, como la ciudad en calidad de patres conscripti. Ahora los tiempos han cambiado; César se ha fundido de tal manera con la República, que se han vuelto indisolubles, como el cuerpo y el alma (De clem., I, 4-5): desde ahora, el pater familias necesitará el apoyo del pater patriae, porque los detentadores de la autoridad privada y de la autoridad pública ya no coinciden. En lo que claramente expresa Plinio en su Panegírico a Trajano (42), cuando alaba al emperador, calificado no por casualidad como pater patriae, por haber restaurado la piedad filial de los hijos y la obediencia de los esclavos, garantizando así la seguridad de los dueños y la virtud de los siervos.
Antaño, el Estado no se manifestaba más que para reprimir las grandes revueltas. Desde ahora, se celebra su actuación dentro de la misma familia, donde la armonía se restablece en nombre de la salud pública (salutis publicae signo), para retomar la expresión de Plinio, que no es una simple fórmula retórica. Basta con recordar que una medida de Tiberio permitió a los servi refugiarse cerca de las imágenes de los emperadores no solo en los lugares públicos, sino también en las casas privadas (Tácito, Ann. 3, 36). El arbitraje imperial se manifiesta hasta en la intimidad de las domus. Todo el Alto Imperio se caracteriza efectivamente por una creciente intervención del emperador en las relaciones entre amos y esclavos, en la línea de una política inaugurada por el mismo Augusto. El dominus debe mostrarse más liberal, porque la evolución de las relaciones de producción ya no le permite someter tan violentamente como antes al esclavo; y hacerlo en la medida en que el Estado le sustituye parcialmente a la hora de mantener el orden.
La característica de la legislación imperial es, pues, la de ocuparse de un campo antaño olvidado por el derecho público. Ello presupone un relajamiento de los lazos entre esclavos y amos, para dejar un espacio a la actuación del Estado. Para darse cuenta de la amplitud de esta revolución del derecho y de las practicas baste con referirse al senatusconsultum silanianum de 9 d. C., que condenaba a muerte a todo esclavo que no hubiese acudido en auxilio de su amo agredido, si se encontraba al alcance de su voz. Para que esta medida sea eficaz, el legislador limita el poder de los domini: el testamento del amo asesinado no se abrirá hasta que las pesquisas y las ejecuciones pertinentes se hayan llevado a cabo, para que el heredero no intente salvar a unos serví culpables, pero que hacen parte de su patrimonio. Asimismo, otras leyes, destinadas a luchar contra la formación de bandas armadas, introducen la noción de la responsabilidad del esclavo, que se supone que ya no debe obedecer ciegamente a su amo.
Sobre estas bases, la legislación imperial comporta dos partes inseparables. La primera comprende medidas destinadas a proteger al esclavo de la violencia de su propietario: limitaciones a las torturas, control de los esclavos condenados a luchar contra las bestias salvajes, prohibición de matar un esclavo incapaz de trabajar (Claudio), y luego a cualquier esclavo (Adriano), libertad dada a los esclavos abandonados por su amo cuando estaban enfermos. En los siglos a y ni esta legislación se ve reforzada: cada vez tiene más presente los lazos familiares del siervo y favorece su manumisión cuando este es objeto de controversias jurídicas.
La segunda parte de la legislación concierne, por el contrario, a leyes represivas destinadas a garantizar la seguridad de los domini. La medida esencial es el senadoconsulto silaniano que acabamos de citar y que corresponde a la asunción por parte del Estado de un papel represivo antes realizado dentro de la misma familia. Esta disposición jurídica esencial quedó reforzada más aún por Nerón, quien extendió la aplicación de la misma a los esclavos del cónyuge, y luego por Trajano, que la extendió a los libertos del patrono asesinado. Otras leyes tienen como fin mantener a los esclavos en su sitio: organización de la búsqueda de fugitivos, condena a muerte de todo esclavo que intentara enrolarse en el ejército, etc.
Así, gracias al pater patriae, supremo pater familias, la domus se vuelve a convertir en una pequeña república donde coexisten armoniosamente las personas. La creciente importancia del Estado en la vida familiar es igualmente sensible en el mimetismo que caracteriza la instauración de nuevas instituciones. Augusto reorganizará en los medios urbanos el culto a los Lares compitales, los Lares de las encrucijadas de caminos, desde ahora asociado al culto de su propio Genius. Con esta ocasión, mantuvo la tradición que asociaba a los esclavos con el servicio de estos ritos, como magistri y como ministri. La dimensión política de esta reforma religiosa está clara: constituye un elemento importante de la vinculación a la persona imperial de los diferentes grupos de la sociedad romana, incluidos los esclavos.
Este modelo imperial es retomado por los propietarios. En el campo, a imagen de los dominios imperiales, la familia rustica participa en los colegios que tienen sus decuriones y sus magistri y que organizan el culto de los Lares de la familia y el Genio del patrón. Pueden encontrarse en estos colegios a esclavos y libertos unidos con sus magistraturas electivas, en el medio urbano. Las posibilidades de organización que se ofrecen de este modo a los esclavos, con lo que ello conlleva de honorífico para algunos de ellos, tienden a facilitar la necesaria integración del mundo servil. También refuerzan el poder del dominus cuya dimensión sobrenatural tiende a reafirmarse, a remolque de la creciente divinización del emperador, por el cauce del culto al Genio patronal que copia directamente el culto oficial del Genio imperial.
Ya delimitadas las profundas mutaciones que afectan en varias ocasiones a las relaciones entre amos y esclavos, es posible volver a la pregunta planteada al inicio de este estudio: ¿cómo puede concebirse una sociedad donde coexisten el ciudadano y el esclavo? Dicho de otro modo, ¿cómo puede definirse el servus de modo que se justifique el sistema? Evidentemente, la respuesta varía en función de las diferentes situaciones históricas.
En un primer momento, el gran concepto justificativo es la idea de la naturaleza. Se es esclavo porque su naturaleza es esencialmente servil. Es el gesto que se impone en época helenística, no sin chocar con la oposición de numerosas corrientes de pensamiento hostiles a la esclavitud. Hace falta, de nuevo, volverse hacia el libro I de la Política de Aristóteles, ya que se convertirá en el texto de referencia para los autores posteriores. La idea de esclavo por naturaleza se basa en la afirmación según la cual la naturaleza de una cosa es su finalidad y cada cosa tiene su propio fin porque la naturaleza hace cada objeto para una sola finalidad. Eso es también lo que subraya Platón, quien escribe que la naturaleza había creado a los hombres no iguales, sino diferentes los unos de los otros y aptos para tal o tal función (Rep., II, 370 b).
Las diferencias naturales constituyen, pues, la base de las diferencias de estatus. Queda el problema esencial de saber en función de qué criterios se es amo o esclavo. Aparece así que Aristóteles destaca dos criterios esenciales. El primero es de orden político: el hombre es, por naturaleza, un animal político, un ser cívico (I, 2, 9-10) y por consiguiente solo el hombre libre es perfectamente hombre porque es el único apto para la vida política (I, 5, 10). El amo coincide con el ciudadano. Por el contrario, el esclavo es incapaz de deliberar por naturaleza (I, 13, 7); participa de la razón sin poseerla él mismo (I, 5, 9).
El segundo criterio se articula estrechamente con el primero. Algunos trabajos que implican únicamente el uso de la fuerza son, en esencia, serviles (I, 5, 8; 11, 6). Ahora bien, son aquellos que convienen a los individuos que han sido definidos como esclavos por su incapacidad para razonar.
La diferencia de naturaleza que opone al amo y al esclavo se manifiesta, pues, en el cuerpo (los unos se yerguen noblemente, los otros son fuertes) y en el alma. Aristóteles subraya, sin embargo, él mismo que es muy difícil detectar la belleza del espíritu, y muchos tienen un cuerpo de hombre libre sin tener el alma de tal. Es, pues, necesario apartar más claramente la amenaza de que una parte de los ciudadanos sea reducida a la esclavitud por la otra parte, lo cual los criterios anteriormente citados no bastan para garantizarlo. La solución consistirá en hacer coincidir las ideas de esclavo y de extranjero. Así, las necesidades de la ciudad esclavista se satisfacen de un modo coherente, es decir, sin que se reniegue de su naturaleza moldeada por las grandes reformas que excluyen, precisamente, la servidumbre de una parte de la población indígena. Aún más eficaz es hacer coincidir esclavo y bárbaro; la época de las grandes guerras que ahora se abre hace las cosas mucho más fáciles que antes. Esta opción se jutifica gracias al criterio político que esgrime Aristóteles: el bárbaro no pertenece al mundo de la ciudad y es, por lo tanto, por naturaleza un ser degradado, incapaz de utilizar convenientemente la palabra con la cual solo el hombre, de entre todos los animales, ha sido dotado (I, 2,9-10). De hecho, es al final la solución con la que se queda Aristóteles (I, 2, 4), reconociendo que aquellos que rehúsan dar a los griegos el nombre de esclavos y se lo dan a los bárbaros siguen la misma idea de esclavo por naturaleza que él mismo expuso (I, 6, 6). Del mismo modo, en la República, Platón vincula fundamentalmente el problema servil con las guerras contra los bárbaros (469 b ss.).
La ideología esclavista romana se desarrolla sobre estas bases. Las guerras que durante los últimos siglos de la República hicieron confluir prisioneros en los mercados, convierten en perfectamente funcional la idea de una naturaleza servil, pareja a la del extranjero. Sin embargo, se produce un cierto número de inflexiones con respecto a la herencia aristotélica. Se asiste a la instauración de una nueva geografía ideológica que coloca a Roma, como única verdadera ciudad, en el centro de un sistema que arrastra esclavos de todo el mundo mediterráneo y su periferia. La coincidencia entre libertad-ciudad, barbarie-esclavitud queda salvada, pero para esencial provecho de Roma. Las venerables ciudades griegas se han corrompido dejándose englobar en unos sistemas monárquicos donde se han convertido en súbditas. En cierto modo, han caído al estado bárbaro. La ciudadanía romana, solo ella, encama desde ahora a la libertad.
La evolución no se reduce a un desplazamiento del centro de gravedad del sistema. Como ya hemos subrayado al comienzo de este estudio, la importancia del criterio de ciudadanía se debilita poco a poco. La creciente importancia de los valores comerciales implica la afirmación progresiva de un corte esencial que pasa ahora no tanto entre ciudadanos y no-ciudadanos, como entre libres y no-libres, entre los que son susceptibles de manipular las mercancías y aquellos que son mercancías. Desde ese momento, los criterios aristotélicos de identificación del esclavo evolucionaron. Con respecto al cuerpo, ya no es un ser deforme en relación a la belleza simbolizada por el ciudadano, sino en relación a las normas de producción. Puede tener la mano palmeada o tener más de cinco dedos, eso no es en él un defecto si no le impide utilizar este órgano (Dig., XXI, 10, 2, 1, 14, 5). Por el contrario, uno de los aspectos productivos esenciales de la esclava es concebir más esclavos, fuente de aprovisionamiento esencial que ha sido infravalorada a menudo. Es por ello que las leyes consideran no sana a una esclava estéril o enferma por una afección susceptible de reducir su productividad en este campo.
El esclavo aparece así prácticamente desprovisto de cualquier naturaleza física específica. Según Aristóteles, su robusta constitución le destina a las tareas serviles. La nueva perspectiva es más realista, sabe que no se nace con una poderosa musculatura, sino que se adquiere; que aquellos que están destinados a penosas tareas no son fuertes por naturaleza, pero lo serán o desaparecerán. De ahora en adelante, el esclavo, pues, es alguien que ha sido comprado para ser destinado a tareas serviles, sea cual sea su morfología. Es menos preocupante el principios teórico de su adecuación física a su tarea que sus escondidos defectos, susceptibles de acarrear juicios. Lo demás es cosa del mercado, en el que un esclavo fuerte vale más que uno enclenque.
Desde un punto de vista ideológico, la esclavitud triunfante de fines de la República se contenta, pues, con la única garantía del criterio aristotélico del alma. La gestión no carece de eficacia en la medida en que permite cualquier afirmación: como observaba el propio Aristóteles, es muy difícil ver la belleza del alma. También en la medida en que el tema de la irracionalidad servil se complementa, de modo insistente, con acusaciones de perversión moral.
Desde esta óptica, el vocabulario de Cicerón es significativo. Así, en las Verrinas, el autor intenta desacreditar a Verres y su entorno, atribuyendo a estas personas, que no son jurídicamente esclavas, características serviles. Pero la mayor parte de ellas son de orden moral e intelectual, que apuntan a formar la imagen de individuos pervertidos. Las alusiones al físico de estas gentes son escasas, y a menudo solo aparecen como consecuencia de la corrupción del espíritu. La naturaleza servil se opone a la naturaleza libre esencialmente tal y como los vicios se contraponen a las virtudes. Apenas si hay un pasaje que recuerde directamente la más pura tradición aristotélica: es en el que Cicerón critica a Verres y lo llama operarius, ya que su naturaleza, su educación, las disposiciones de su alma y de su cuerpo le hacen más predispuesto a cargar estatuas que a encargarlas (Ver., IV, 120).
Se concluye de esta dimensión desde ahora esencialmente moral de la naturaleza servil, que pueden producirse fenómenos de contagio. Es la base de los ataques de Cicerón en contra de Verres, de Catilina, Marco Antonio y tantos otros. El principio fundamental que permite esta contaminación es la inversión de los valores, que ilustra, por excelencia, la persona de Marco Antonio. Este se representa como un incapaz para administrar sus bienes, sirviendo como mujer a los hombres, sometido a influencias femeninas, confundiendo el día y la noche en sus orgías. Pero la inversión más decisiva es la que rompe el orden social dando un papel predominante a los esclavos, cómplices del amo al que contagian: la esclavitud moral contagia todo este medio donde ya nadie ocupa el lugar que le corresponde. ¿Cómo podría considerarse Marco Antonio todavía como un amo? Quamquam quo modo iste dominus? (Phil II, 104).
Mientras que el sistema esclavista sea capaz de asegurar una fuerte coacción sobre la masa de esclavos, mientras que los domini posean un poder que les permita mantener sometidos a sus dependientes, el debilitamiento de la definición natural del esclavo tiene escasa repercusión. Por el contrario, cuando, en el Alto Imperio, las condiciones de explotación del esclavo empiezan a cambiar profundamente, esta debilidad ideológica se vuelve peligrosa. Es ahora cuando empieza a ponerse en tela de juicio el corte fundamental entre libres y esclavos. Hay ya, ciertamente, desde hace tiempo un conjunto de corrientes de pensamiento que discuten el principio mismo de la esclavitud. En cambio, el hecho nuevo es, desde ahora, la fluctuación que se introduce en las prácticas, incluida la actitud de los amos, como si el corte decisivo entre libre y esclavo no pareciese ya tan evidente como antes.
La diversidad creciente de las funciones atribuidas a los esclavos desempeña evidentemente una gran función en esta confusión. La minoría servil privilegiada puede vivir de una forma que apenas si les diferencia de los ingenuos. Además, su lógico destino ¿no es la manumisión? Estos esclavos acomodados son los que más se aprovechan de las capacidades jurídicas que progresivamente se les otorga no solo porque tienen más ocasiones para actuar y tienen los medios para ello, sino porque el derecho mismo ratifica su carácter especifico. Así, la iniuria cometida hacia un esclavo, que antaño hubiera sido castigada solamente en la medida en que provocaba un perjuicio a su amo (es la Lex Aquilia de la que hemos hablado), puede ser desde ahora objeto de un juicio incluso si el acto no perjudica para nada al propietario, ya que, como escribe Ulpiano, el esclavo ha sufrido por ello. Pero el jurista en seguida añade que este actio iniuriam servi nomine solo se llevará a cabo, en cuanto injuria moral, si el esclavo implicado ocupa una función privilegiada: hay que tener en consideración su qualitas (Dig., XLVII, 10, 15, 44). En la práctica y en el derecho el esclavo acomodado es, pues, el mejor situado para atenuar los efectos de su estatus y borrar las diferencias que le separan del mundo de los libres.
Esta evolución a veces dificulta, en la vida cotidiana, una percepción firme de la frontera entre libertad y esclavitud. Los textos jurídicos estudian cada vez más los casos que conllevan incertidumbres de este tipo: un marido que descubre que su mujer es una esclava (Papiniano, Dig., XXIV, 3, 42, 1); una ingenua que se casa con un esclavo que ella creía que era libre (Ulpiano, Dig., XXIV, 3, 22 13), o al revés, un hombre libre que es detenido como fugitivo. Estos problemas no nacen solo de errores o de engaños, sino también de dudas reales. Uno de los invitados de Trimalción cuenta que ha servido como esclavo durante cuarenta años, pero que nadie jamás pudo saber si en origen era libreo no (Petronio, Satiricón, 57). También numerosos textos jurídicos tratan del hombre libre que ignora su condición y sirve como esclavo, mientras que juicios por ingenuidad muestran que muchos de estos casos eran efectivamente dudosos. Aún más, el mismo derecho puede crear situaciones que inciten a poner en duda la validez del corte entre libres y siervos: ¿qué pensar sobre el caso, perfectamente plausible, de dos hermanos de los cuales el mayor es esclavo y el pequeño libre, ya que el padre manumitió a la madre, su esclava, entre los dos nacimientos? El mayor se encuentra así como servus de su padre y de su benjamín, si este le heredara. ¿Qué pensar, también, del paso voluntario a la esclavitud de hombres libres que intentan acceder a importantes cargos de la administración como ya hemos comentado, o más a menudo, miserables que se encuentran obligados a venderse, o los repetidos casos de secuestrados que transforman a libres en esclavos encadenados, o las esclavizaciones de deudores insolventes, práctica a menudo condenada por el derecho, pero no por ello menos usual? ¿Qué significa este fragmento de Pablo, jurista de la época severa, que afirmaba que los niños nacidos deformes no son libres? (Dig., I, 5, 14). Es curioso que muchos de estos casos correspondan a la desaparición de un criterio esencial, el que identifica a la masa de esclavos con los extranjeros. Desde ahora, paralelamente a las guerras, al comercio y a la reproducción natural, las fuentes fundamentales de avituallamiento corresponden a la esclavitud de libres que hacen parte del Imperio: secuestros, esclavitud voluntaria, abandono o venta de niños.
Existe, pues, una cierta inquietud ante el debilitamiento de la barrera que se supone separaba a los libres de los esclavos. Cada vez es menos eficaz para alejar la esclavitud de los primeros, pero también para prohibir las usurpaciones de los segundos: ¿acaso no hay esclavos fugitivos que consiguen disimular su estatus real tan bien que acceden a importantes cargos, como ese servus que llegó a centurión bajo Domiciano o aquel otro que fue pretor? El problema es bastante serio, puesto que Ulpiano se pregunta si las decisiones tomadas por un magistrado que de hecho es un fugitivo tienen alguna validez (Dig., I, 14, 3).
Se entiende ahora el profundo sentido de ciertos intentos desesperados, como la propuesta hecha al Senado de vestir a los esclavos de un modo determinado para distinguirles de los libres. Una idea como esta revela hasta qué punto la evolución social hacia la distinción cada vez más complicada, en los hechos y en los ánimos. Desde ese punto de vista, un texto de Estacio se muestra muy revelador: se trata de una consolación escrita para Flavio Urso, quien acaba de perder a su joven esclavo, que era su favorito (Silvas, VI). En este caso privilegiado, donde se habían establecido lazos íntimos entre el amo y el servus, todas las fronteras se habían borrado. Ya no había naturaleza servil, ya que se sabe que Fortuna, que había hecho del joven difunto un siervo, desconoce los corazones, desconocía la calidad de su espíritu, que demostraba, mejor que una ascendencia libre, su pertenencia a la libertad. Es tal la contradicción entre su encanto y su estatus que el texto deriva en características fantasías: ¿y si no fuera realmente un esclavo? ¿Quizá tuviera parientes ilustres? Incluso en el marco de las relaciones entre amo y esclavo, toda referencia puede perderse.
En este período de confusiones, además muy relativas, puesto que no hay que olvidar que incluso ahora la masa de esclavos sigue tal cual en su esclavitud, sin que su estatus sea objeto de demasiadas especulaciones, es el derecho el que coge el relevo de la autoridad del dominus o de la idea de una naturaleza del esclavo para definir la esclavitud, es decir, su contenido y sus límites. Los juristas de los siglos II y III ya no hablan más que de legalidad: ya no hay naturaleza servil, sino una institución jurídica. Más aún: cuando se apela a la idea de naturaleza, es desde ahora para referirse al estado de libertad. Para Florentino, la esclavitud solo tiene que ver con el derecho y es contraria a la naturaleza (Dig., 1,5,4, 2). Para Trifonino, el derecho natural se distingue claramente del derecho de las gentes, mezclando cada uno de ellos libertad y esclavitud: libertas naturali iure continetur et dominatio iure gentium introducta est (Dig., XII, 6, 64). Ulpiano recoge la misma distinción y subraya que desde el punto de vista del derecho natural, todos los hombres son iguales: quod ad ius naturale attinet, omites homines aequales sunt (Dig., L, 17, 32).
Esta evolución del pensamiento jurídico permite fundar en derecho algunas características que hemos podido percibir estudiando las evoluciones que se producen en el Alto Imperio. Así, la importancia creciente que toma el peculio: Ulpiano indica que el esclavo, según el derecho civil, no puede poseer nada, pero en cambio el derecho natural sí se lo permite. Asimismo, la responsabilidad creciente del esclavo: desde mediados del siglo II, Vernuleyo subraya que la ley sobre el parricidio puede ser aplicada a los esclavos, aunque no tengan parientes legales, porque la naturaleza es la misma para todos los hombres (Dig., XLVIII, 2, 5). La afirmación de un ius naturale autónomo permite racionalizar las mutaciones de la esclavitud, mientras que su posición subalterna en relación al ius civiles y al ius gentium impide que se pongan en tela de juicio los fundamentos mismos del sistema esclavista. Así, se superan a nivel de derecho las contradicciones que surgen entre la idea de esclavos totalmente dependientes, pero de los cuales un grupo cada vez más numeroso disfruta de hecho de una segura autonomía. Se renuncia también a la dimensión natural de la esclavitud, para hacer de ella una construcción puramente jurídica: encontramos, en este campo, el papel creciente del Estado. A la pregunta ¿qué es un esclavo?, la respuesta que se da desde entonces es mucho más sólida que la que se apoyaba sobre el débil concepto de la esclavitud por naturaleza. La esclavitud se convierte en una realidad jurídica que no puede atacarse sin atacar el poder central. Ya no es el envite de discusiones filosóficas, ya no se inscribe esencialmente dentro del marco de la familia, se ha convertido en un asunto de Estado. Se trata, pues, de un reforzamiento del sistema amenazado, pero recurrir al derecho desenmascara parcialmente las realidades. Mientras el esclavo tiene frente a él a su dominas, se encuentra asimilado a los animales domésticos. La desigualdad toma así un aspecto natural que la refuerza. En cambio, cuando el Estado esté obligado a intervenir e intervenga relegando a un segundo plano los argumentos de naturaleza, esta sujeción llegaría a ser abiertamente social. Pero la consiguiente evolución del Imperio, desde el siglo III, contribuye a desvelar cada vez más una evidencia, a saber: que la esclavitud es una forma de dependencia que se debe del todo a los hombres.
La heterogeneidad del mundo servil no debe esconder una realidad esencial: la masa de los esclavos pertenece a las clases bajas de la sociedad. Si se aborda la cuestión resaltando únicamente el estatus de estos hombres, como nos lleva a hacer la ideología dominante de la época, ya se anteponga la dimensión natural o la dimensión jurídica de la definición, lo único que podemos constatar es la escasa cohesión de este grupo. En cambio, si se antepone el esquema de la estructura de clases de la sociedad romana, está perfectamente claro que la mayoría de estos esclavos forma parte de los pobres, de las clases dominadas dentro de las cuales su estatus jurídico les asigna un sitio en particular.
Esta comunidad fundamental de condición e intereses más allá de las diferencias repercute a veces en los interesados. La época de las grandes revueltas serviles es extraordinariamente significativa en este sentido, puesto que muchos libres se unieron a los insurrectos: pequeños propietarios, y proletarios urbanos, lo cual es mucho más significativo que las familias urbanae que evolucionan bastante poco. Los criterios de clase priman entonces sobre cortes ideológicos.
Estas relaciones entre la masa de esclavos y las clases subalternas no desaparecerán nunca. Ciertamente, la definición jurídica del esclavo es tan eficaz que levanta una barrera real. Muchos libres solo tienen un esclavo, que constituye para ellos una fuente de beneficios fundamental en la medida en que su nivel de fortuna es muy bajo: Pablo cita el caso de un propietario que da a su esclavo en prenda y será incapaz de recuperarlo (Dig., IX, 4, 22, 1-2). La relación entre amo y esclavo se establece muy pronto, mientras el esclavo impregne en gran medida la sociedad romana. Lo cual no quiere decir que la profunda identidad de la posición social de los libres pobres y de la masa de esclavos no cree vínculos, más allá de este corte jurídico a menudo cargado de implicaciones concretas. En las ciudades, la plebe urbana asocia a libertos y esclavos a su vida social y religiosa. En la acción política, si el tema ciceroniano de la subversión del Estado por los esclavos no es más que propaganda, puede convertirse, sin embargo, en una realidad por estos vínculos entre la plebe y esclavos que permiten condenar al mismo tiempo a las masas serviles y urbanas, así como a los jefes populares que se apoyan, al menos parcialmente, en ellas. Este sentimiento de solidaridad a menudo puede ser discutido: como dijo Tácito, a propósito de una fuga de esclavos gladiadores que no deja de recordar los orígenes de la revuelta de Espartaco, el pueblo espera y a la vez teme los cambios (Ann., XV, 46). Sin embargo, se manifiestan en diversas ocasiones, bajo el Imperio, en incidentes reveladores. Así, bajo Nerón, una aplicación particularmente rigurosa del senadoconsulto silaniano llevó a la muerte a cuatrocientos esclavos. Este juicio provocó una fuerte agitación popular y las ejecuciones solo pudieron llevarse a cabo en medio de la protección del ejército.
Cuando a fines del siglo II los movimientos insurreccionales retomaron fuerza, se encuentran en seguida bandas dentro de las cuales se asocian esclavos y libres. Es el caso de las tropas de Materno, bajo Cómodo, y el fenómeno luego no hará sino ampliarse. De hecho, la evolución social que se inicia a fines del Alto Imperio y se acelera en el siglo III lleva rápidamente a difuminar el corte entre libres y esclavos para hacer manifestarse a la luz del día las realidades sociales escondidas tras estos estatus. La revelación se realiza de dos maneras. Por una parte, la minoría privilegiada de los esclavos que se integra cada vez más entre los libres, prefigurando así lo que será su poder social una vez manumisa, y demuestra que un rico no puede ser verdaderamente esclavo. Las inscripciones funerarias atestiguan el matrimonio entre mujeres libres y esclavos, evidentemente adinerados: son los dispensatores, actores y demás vilici. El derecho acabará por ratificar estos lazos conyugales: Pablo examina las relaciones entre dote y peculio (Dig., XVI, 3, 27). De un modo general, la legislación protege cada vez más los derechos del esclavo sobre su patrimonio: confirma su situación objetiva de propietario.
Por otra parte, la situación de los que son libres pero pobres se acerca cada vez más a la de la masa de esclavos. En el campo, muchos campesinos se ven obligados a cultivar la tierra de los grandes propietarios. ¿Qué diferencia hay entre el colono y el servus quasi colonus, que trabajan la tierra del mismo modo, deben las mismas rentas al amo y se encuentran en los mismos colegios de la familia para honrar a los Lares y al Genio de su patrón? Uno lo hace en función de las obligaciones económicas, el otro en función de las obligaciones que son cada vez más extraeconómicas, pero ambos hacen las mismas cosas. La evolución del derecho confirma además estas realidades: el colono, cualquiera que sea su estatus, se encuentra progresivamente atado a la tierra, así como sus herramientas, y la evolución termina desde el siglo IV cuando se prohíba vender por separado los bienes fundiarios y los campesinos, libres o no. Todos se encuentran en el mismo estatus de dependencia: el corte arbitrario entre libres y no-libres se difumina ante la realidad social.
La legislación sanciona este acercamiento reflejando la instauración de una sociedad donde la mayor diferencia se encuentra entre los honestiores, los poderosos, y los humiliores, las clases más bajas. Así, la multa que condenaba a quien secuestrase el esclavo de otro o hubiese escondido a su esclavo fugitivo crece en el siglo III, pero sobre todo un nuevo artículo contempla eventualmente penas suplementarias. Pero estas se diferencian: los honestiores pueden ser condenados al exilio y a la confiscación de la mitad de sus bienes, los humiliores a la crucifixión o a trabajos forzados. Esta distinción es tanto más reveladora cuanto que la crucifixión remite a un castigo propio de esclavos. Asimismo, se desarrolla la práctica de la esclavitud penal, que salva a los honestiores pero que consagra la servidumbre de los ciudadanos que pertenecen a las clases inferiores. En el siglo IV, por el mismo delito de iniuria, un texto de Hermogeniano muestra a los esclavos castigados con varas, los humiliores apaleados y los honestiores exiliados provisionalmente. Subsiste aún, pues, una distinción entre humiliores y esclavos en cuanto a la gravedad de los castigos corporales a los que se somete, pero los dos grupos se encuentran unificados ante la élite social por la naturaleza de la pena que les afecta.
En consecuencia, no hablamos de un esclavo, sino de esclavos romanos. Primero porque este mundo servil es, más allá de la unidad que le concede su definición jurídica, muy heterogéneo. Luego, y sobre todo, porque hay que distinguir varias épocas sucesivas. Del esclavo que trabaja la tierra al lado de su amo al que maneja una manufactura o al que está instalado en una tierra como un quasi colonus, hay una verdadera diferencia de naturaleza. Incluso su estatus jurídico, que se supone les unifica en esta categoría, evoluciona considerablemente. También sus relaciones con la autoridad se transforman: primero solo propiedad del amo, luego se convierte asimismo en súbdito del emperador. Cómo último análisis, la realidad que perdura, más allá de cualquier mutación, es el hecho de que la masa de esclavos pertenezca siempre a las clases sociales más bajas de la sociedad. Lo que la define más fundamentalmente es que se encuentra destinada a tareas serviles. Y estas tareas serviles son precisamente a las que se condenan a los que deben vender su fuerza física para vivir. Cicerón no se engañaba al asimilar salario y esclavitud: merces auctoramentum servitutis (Off. 150).
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