Julia
Deseando vivamente después de esto disfrutar de la amorosa muchacha con total tranquilidad y en un estado de total desnudez para ambos, el señor Spanker hizo que Julia le prometiese encontrarse con él al día siguiente en su apartamento; entonces la llevaría a una casa de citas y la follaría de nuevo.
Su seductor no intentaría entonces ni después follar a Julia bajo el techo de su madre; pues por muy aficionada que fuese esa dama al placer sensual, podría no aprobar tal actividad por parte de su hija, aunque la muchacha tuviese la edad y el criterio necesarios para esas cosas.
El señor Spanker también deseaba aplicarle en el bonito trasero una dulce y ligera flagelación, como le había visto hacer a la señorita Birchem. Julia acudió a la cita, vestida de manera más acorde con su nueva condición de mujer desflorada.
Hacia la tarde del día anterior, después de todo lo que el señor Spanker había hecho con ella, la voluble muchacha pensó que le gustaría ver si Harry Staunton la buscaba en el camino donde se había producido la primera y sensual escena de flagelación.
Por lo tanto andaba paseando por el mismo sitio, cerca de una puerta que daba a un campo cubierto de flores silvestres, cuando sir Clifford, el ex amante de la señorita Birchem, atinó a pasar por allí. Se acercó a la hermosa y dulce muchacha, que rezumaba femineidad, y trató de seducirla y poseerla sin pérdida de tiempo.
El enamorado baronet le preguntó adonde conducía aquel camino entre los campos, y después de oír la explicación de ella, sir Clifford la abrumó con tantos piropos sobre su hermosura que la cara de Julia se ruborizó; la muchacha parecía jadear de excitación. ¡Ah, qué agradable era recibir piropos como mujer!
El noble le pidió entonces que lo acompañara, para no perderse. Julia aceptó en seguida. Desconocía los trucos que los hombres usan para seducir y raptar a las mujeres jóvenes, pero conocía lo suficiente sobre los deseos de los varones como para saber que una simple mirada podía llevar a la cópula, si el momento y el sitio eran los adecuados. Había que pasar por encima de una puerta, y el galante baronet ayudó a la atractiva joven a subir. Mientras lo hacía, sus ojos gozaron mirando aquellas magníficas extremidades. «Ah, qué piernas —pensó—, cómo me gustaría recorrerlas con la lengua, hasta el nido de placer que espera allí arriba».
Cuando le ayudó a pasar la pierna por encima de la última madera, no sólo se las ingenió para que su vestido estuviese desacomodado y se le viese una parte del muslo sino que su mano se deslizó subiendo por su carne cálida hasta tocarle el coño.
Ay, qué sorpresa cuando los firmes dedos del baronet se metieron de repente en su nido de amor; sin embargo, no se sentía en condiciones de detenerlo. En realidad, cuando le tocó los ardientes labios del conejo, la sensación fue indescriptiblemente exquisita.
—Déjame pasar al otro lado para ayudarte a bajar, querida —dijo el caballeroso noble, con voz suave, quitándole de la manera más natural la mano de la raja.
Julia asintió ruborizada; parecía controlar perfectamente su destino sexual con ese tramposo y maduro baronet.
Soltándole el aterciopelado coño con una enérgica presión, el ávido baronet se inclinó hacia ella, y extendió los brazos para recibirla. Julia saltó, y su ropa voló hacia arriba mostrando sus jóvenes encantos mientras él la cogía. La hierba era alta y estaba cubierta de margaritas y ranúnculos dorados.
Pensando que él la seguiría, la tentadora muchacha se alejó corriendo y se puso a recoger flores, con la cara encendida y los pechos palpitándole de emoción sensual. Su admirador estuvo muy pronto a su lado, e hizo también como que recogía flores silvestres, buscando las que estaban junto al vestido de ella.
Pero como la muchacha tenía las piernas abiertas al agacharse, la mano del galante caballero tuvo poca o ninguna dificultad para encontrar el pequeño y seductor coño, en el que rápidamente metió el dedo. Al tocarle excitadamente el clítoris, ella se echó hacia adelante, sobre su brazo, mientras él seguía acariciándola.
La voluptuosa Julia apoyó el bello rostro sobre el hombro de sir Clifford, disfrutando profundamente del placer que él le provocaba. Sin dejar en ningún momento de manipularle el húmedo coño, el hombre sacó entonces la polla y le pidió a la muchacha que la acariciara.
Julia gozaba con la idea de tocar y mimar aquella herramienta de acero, y no se amilanó al ver la enorme e imponente verga. La cogió con verdadera lujuria, y empezó a frotarla con suavidad, levantando y bajando el puño, mientras con la otra mano le acariciaba las pelotas.
El noble estaba bastante impresionado con la habilidad de aquella mano para estimular pollas, y se relajó entregándose por completo a los expertos movimientos. Julia apretaba y f rotaba, provocando su virilidad, hasta que él no pudo resistirse y empezó a levantar las caderas apretando la ingle contra los dedos. Al llegar a ese punto, con el orgasmo cada vez más cerca, sus pensamientos pasaron al reino de la fornicación. Imaginó que separaría los dulces muslos que llevan al templo de amor de Julia, abriría la rosada carne que era la llave al inundo del placer para ambos y metería su espada por la mismísima puerta del cielo; empujaría centímetro a centímetro, propulsado nada más que por la lujuria. ¡Ay, estaba a punto de derretirse!
Julia frotó la magnífica polla con dedos delicados hasta que él estuvo a punto de correrse, delatando con la mirada que también ella estaba llegando rápidamente a la misma condición, estimulada sólo por el placer que le daba ese trabajo manual. Él habría preferido retrasar su orgasmo y el de ella, para poder disfrutarla más, y follarla del todo.
Pero eso era imposible, y el libidinoso baronet se vio obligado a lanzar su caliente chorro en la mano de Julia; ella, mientras tanto, estimulada por el dedo del noble, dio rienda suelta a sus propias sensaciones y se corrió maravillosamente, soltando un hondo suspiro.
Cuando se hubieron recuperado, sir Clifford todavía deseaba follarla, y por lo tanto le rogó que lo acompañara al rincón más lejano del campo, donde nadie los vería. Ella aceptó en seguida. El hombre le ayudó a levantarse y se marcharon juntos.
Tras acostar a la apetitosa joven sobre la hierba, que formaba un lecho natural, el libertino le desabrochó la parte delantera del vestido y, liberándole los pechos, comenzó a hacerle el amor en las tetas. Cogió con las manos los pechos rosados, maduros, redondos, y acarició y apretó la carne blanca y suave hasta que sus dedos encontraron unos pimpollos duros y deliciosos. Ella disfrutaba con éxtasis de todas esas amorosas caricias y arqueaba la espalda, haciendo girar las caderas mientras él le apretaba con suavidad y le tiraba de los pezones. Sosteniendo un dulce y rosado pezón entre el pulgar y el índice de cada mano, los apretó hasta que los chorros de placer empezaron a brotar del coño de Julia. Las manos de sir Clifford le hacían jadear y gemir, porque la excitaban de la manera más deliciosa. Los dedos apretaban y tiraban de los pequeños pimpollos, y de vez en cuando, con mucha suavidad, hasta le clavaban una uña.
—¡Ay, me muero de placer! —dijo Julia con un gemido—. Por favor, comparte conmigo las habilidades de tu boca.
Muy atento, el noble apoyó los labios en los hermosos globos y se metió un pezón y después otro en la cálida boca. Le estimuló la carne pasando la lengua por aquí y por allá; las caderas de Julia respondieron con más movimientos circulares. Y su coño, ardiendo de deseo, empezó a hincharse y a gotear, soltando los fluidos de la pasión. Cuando él se puso a mamarle las endurecidas y calientes tetas, Julia, temblando de deseo, le suplicó que la follase.
—Nunca en mi vida había sentido tanto ardor —gimió—. El placer que me produciría tu dura polla entrando y saliendo de mi mojado nido de amor, me llenaría de frenesí y de pasión.
Viendo lo excitada que estaba, el voluptuoso noble le levantó el vestido y poco a poco le liberó el ardiente coño, y se preparó para aplicar sus labios a los labios del conejo, mojado y húmedo como estaba a causa de su reciente orgasmo; el libertino sólo pensaba en sorber amorosamente aquella deliciosa almeja y en lamerle el clítoris, ahora totalmente erguido y duro. Le rogó a Julia que volviera a correrse abundantemente en su boca.
Inclinó la cabeza ante la encantadora mujer que compartía su pasión y puso su cara contra el húmedo, rosado y suplicante coño. Separó la dulce carne con las dos manos y dejó a la vista los rosados e hinchados pliegues. Devoró con los ojos la deliciosa imagen, y aspiró por la nariz el almizclado perfume del conejo, llevando la lengua directamente al botón de placer. Empezó a chuparle el clítoris.
Julia enloqueció de placer, y empujó el coño contra la cara del noble; la leve sensación de la incipiente barba le hizo frotarse la raja contra aquellos labios con total desenfreno; sus manos tiraron del cabello del hombre, apretándole la boca con más firmeza contra el coño.
Aunque Julia mantenía todo el tiempo el clítoris contra la boca de sir Clifford, él logró mover ligeramente la lengua y ponérsela en la entrada del conejo. La muchacha se estremeció, deseando con el coño que esa lengua fuese más adentro. El caballero, usando los pulgares para abrirla del todo, arremetió contra el agujero hasta clavar del todo la lengua.
Julia entonces empezó a corcovear como un potro salvaje, apretando desinhibidamente su mojada, excitada y jugosa cueva contra la boca y la cara del hombre. Y mientras él le llenaba el coño con la lengua gorda y mojada, el clítoris se refregaba contra la nariz, produciéndole a la muchacha una deliciosa sensación.
—¡Ah…, ah…, sí! —gemía—. Me estás sacando los jugos del cuerpo y todavía no he tenido la oportunidad de devorarte la dura polla con mi ajustado coño.
Entonces sus caderas se levantaron frenéticamente mientras su cuerpo, dominado por la lujuria, se estremecía con un impresionante orgasmo que llenó la boca de sir Clifford. Al sentir aquellos temblores, el caballero le ayudó solícitamente a terminar la tarea chupándole el delicioso clítoris. Y por ese trabajo recibió un jugoso chorro, que lamió y se refregó por la cara.
Eso hizo que su polla se pusiese dura y ardiente. Se metió entre los muslos de Julia y puso la cabeza escarlata de su vara en la abertura rosada del coño, y, metiendo ambas manos por debajo y separando las nalgas, la levantó ligeramente hacia él.
Empujó la polla despacio al principio, luego la metió hasta el fondo y empezó a moverse hacia adelante y hacia atrás. De repente oyeron el ruido de unos pasos; pero como era evidente que venían del otro lado del seto, sabían que no podían verlos y siguieron con su maravillosa tarea.
Pero sir Clifford y su amante oyeron que los recién llegados evidentemente se reclinaban detrás del seto, y eran también miembros de los dos sexos. De pronto Julia susurró: —Es mi madre y su criado.
La señora Wynne y su criado buscaban sin duda el placer, pues después del sonido de besos hubo otro, lascivo, que indicaba que se estaban chupando o que habían empezado a follar.
—Me voy a correr —murmuró la madre.
—Yo también —exclamó el criado.
Eso tuvo tanto efecto sobre Julia que perdió el control y se corrió entre frenéticas convulsiones, bañando la polla del baronet con su perlado rocío.
Sir Clifford y Julia pronto se separaron, pues no querían que los sorprendiesen, pero Julia sentía aún más lujuria que antes, y corrió a la casa del señor Spanker. Al llegar allí, se arrojó en sus brazos, y él la acomodó en un sillón, se arrodilló delante de ella y le dio una buena dosis de placer.
Le levantó la falda y le quitó las bragas, dejando a la vista la tierna carne del conejo; viendo que estaba perlado por los jugos del deseo y perfumada por evidentes actividades lujuriosas, le aplicó los labios aún con más deseo y urgencia.
La devoró con una boca hambrienta y la lamió y chupó hasta que ella le retuvo con tuerza la cara contra el clítoris, empujando el coño hacia arriba hasta que estalló y se corrió una vez más.
A estas alturas Julia era totalmente consciente de que había atravesado del todo la línea que separa a una seductora virgen de una tía guarra. Deseaba probar más frutos de la vida sexual y después quería ahondar en los placeres que da en el trasero una flexible vara de abedul. Era hora de iniciarse en todos los desmesurados excesos de la lujuria.
Después de darse un banquete con aquel coño delicioso, rebosante de sexo, el señor Spanker invitó a Julia a una especial casa de citas, para que le flagelasen el trasero y pudiese así iniciarse en el lúbrico mundo de la disciplina. Estaba ávida por conocer a algunos de los hombres y mujeres que se deleitaban con la práctica de la flagelación en todas sus formas, como acompañamiento o como aliciente para llegar al paroxismo del amor; la dominación física de una criatura del sexo opuesto producía a algunas personas una intensa excitación sensual.
La lujuriosa joven no tenía ninguna duda de que su seductor también poseía esa manía, y que lo que iba a infligirle agregaría pasión a su goce mutuo.
La casa que estaban a punto de visitar era, en realidad, un burdel, donde se guardaban varas y látigos para flagelar los traseros de los clientes o los delicados encantos de las ninfas venales, según deseos expresados y pagados, mientras los más voluptuosos entregaban grandes sumas a la celestina para desflorar a vírgenes trémulas.