William

Una joven de temperamento ardiente, que tiene la costumbre de probar todas las delicias de la voluptuosidad en los brazos de un cariñoso baronet de quien se ha enamorado, siente que sus juegos eróticos y sus deliciosas flagelaciones le estimulan los deseos; entonces el noble le presenta a su criado, y con él se embarcan en las orgías más lascivas. Un día, en ausencia del baronet, el joven le relata la historia y las aventuras sexuales de su vida, compartiendo con ella el secreto de cómo ha llegado a ser el semental del baronet y su máquina de follar suplente. Ella lo cuenta así: William era hijo de un caballero de buena posición. Pero cuando William era más joven, el banco en el que su padre tenía depositado el dinero quebró, y éste quedó tan afectado por esa pérdida que se suicidó, dejando en el desamparo a William y a su madre. Sir Clifford vivía entonces en el mismo pueblo, y ya antes se había fijado mucho en su madre; sin éxito, creía William, hasta el momento en que había quedado viuda, o al menos eso es lo que su madre le había asegurado.

El atento baronet se presentó al momento, y puso sus recursos generosamente a su disposición. Por supuesto, eso llevó pronto a la madre a terminar secretamente bajo su protección. William fue enviado a la universidad. Luego, al cumplir los dieciocho años, se le hizo regresar para que viviera con su madre y tapar así ante el mundo la relación que había con sir Clifford.

Durante su ausencia, William había aprendido el secreto del contacto entre los sexos, y muy pronto descubrió la relación que había entre su madre y el baronet. Encontró una vez la oportunidad de observarlos desde un hueco escondido y gozar con el amoroso placer al que estaban entregados, y envidió al noble la posesión de aquellos maduros y suculentos encantos femeninos. Su madre era una mujer magnífica, de carácter cálido y erótico, y a los treinta y seis años estaba en la flor de la vida.

Algunos meses después de su regreso de la universidad, su anterior institutriz, la señorita Birchem, lo había iniciado en el mundo del amor; y al acercarse a los diecinueve años, oyendo todo el tiempo los combates de amor entre su madre y sir Clifford, se le había desarrollado maravillosamente tanto la imaginación como el miembro viril; desde su oculto escondrijo en el dormitorio, solía masturbarse deseando todo el tiempo estar enterrado en el cuerpo hermoso de alguna deliciosa joven de su edad. Poco después de tener esa fantasía, William perdió su virginidad con la señorita Birchem, que aunque no muy joven, era sexy y cachonda, y le encantaba tener el coño lleno de carne de hombres más jóvenes.

Un día, habiéndose masturbado en exceso, William quedó agotado y se durmió, sin soltar la hermosa polla cubierta de semen. La señorita Birchem estaba de visita y había ido a darse un baño. Acababa de terminar las abluciones y se estaba secando en un estado de perfecta desnudez cuando se sorprendió al oír unos ronquidos a poca distancia.

Se acercó al escondrijo, miró y vio a William con la muy respetable polla en la mano. El sueño le había vigorizado la magnífica herramienta, que estaba tiesa.

—¡Dios mío! —gritó su ex institutriz, sorprendida por lo que estaba viendo.

Su exclamación despertó al alumno, que asombrado y encantado vio a su ex institutriz en toda la gloria de sus encantos.

Sorprendida de encontrar a William en esas condiciones, la señorita Birchem pareció olvidarse de su propio estado. Excitado, William se levantó de un salto y arrojó sus brazos sobre aquel cuerpo desnudo. Ante ese inesperado ataque, la señorita Birchem retrocedió. Un sofá que había detrás la hizo tropezar, y cayó de espaldas, y William le cayó encima, mostrando así perfectamente sus partes pudendas.

Mientras le rodeaba la espalda con los brazos, el muchacho cogió y abrió furiosamente el tajo bermejo, tratando ansiosamente de meter allí el instrumento. La señorita Birchem puso la mano sobre el rizado monte de Venus, separó los gordos labios y susurró: —¡Ah…, sí…, sí…! Fóllame, William querido —mientras sus maravillosos senos eran aplastados por aquel cuerpo atlético.

Todos los movimientos de la mujer ayudaron a que la polla dura, que ya empujaba contra el caliente coño, se enterrase hasta las pelotas, llegando al fondo de la vagina; y el joven, loco de lujuria y decidido a follar por primera vez, empezó a bombear allí dentro, con todas sus fuerzas, mamando de vez en cuando las suculentas frambuesas que iluminaban los globos blancos de los pechos.

Tanto meter y sacar había estimulado el útero de la señorita Birchem, y sus mejillas rosadas se pusieron más oscuras, sus ojos giraron, sus labios se separaron y sus suspiros de placer fueron imitados por los del joven. Ambos sentían un delicioso bautismo de humedad en la polla y en el conejo; el semen acumulado brotó con tanta abundancia que el joven sintió que nadaba en olas de éxtasis mientras se derramaba en su antigua institutriz, mezclando su orgasmo con el de ella.

Al acabar, William descubrió que la señorita Birchem se tapaba con las manos el corto y grueso clítoris de coral y el velludo y chorreante tajo, donde terminaba su liso y cálido vientre. Lo hacía para excitarlo.

William se arrodilló a su lado y se empeñó en separarle las piernas, pero ella seguía haciéndolo rabiar. En ese esfuerzo por obligarla a hacer lo que él quería, no pudo dejar de mirar el magnífico trasero que tenía allí totalmente a la vista, al estar ella acostada boca abajo con las rollizas nalgas bien separadas, mostrando, donde terminaba el profundo surco, el arrugado y pardo ojete.

El encantador espectáculo de las gloriosas nalgas, pues ella estaba especialmente desarrollada en esas partes, sumado a la idea de que esa mujer con la que gozaba era su hermosa ex institutriz, instantáneamente volvió a despertar su lujuria, y su polla se puso más rígida que nunca, con el prepucio que iba descubriendo gradualmente el ardiente e hinchado glande. El joven muchacho cubrió de besos el delicioso cuello y los hombros de la señorita Birchem.

Ella tenía ahora la pierna derecha doblada, así que al mirar hacia los pies del sofá, William vio con incontenible lujuria los gordos e hinchados labios del coño, llenos de espuma de su propio semen que todavía continuaba saliendo: en otras palabras, se le estiraron del todo los hilos del frenillo de la ahora terriblemente palpitante polla.

Sin hacer ruido, William se quitó los pantalones, y poniéndose de pronto de rodillas entre las piernas abiertas de ella, le acarició los blancos muslos, separó los pequeños rizos alrededor de los grandes labios aterciopelados y rápidamente hundió su rígida polla en el delicioso coño húmedo y listo para recibirlo.

Ante este renovado ataque, las caderas de la señorita Birchem subieron para apretarse contra las suyas, hasta que volvió a sentir como se le metía aquel objeto duro y caliente. William se aferró al sofá con las dos manos y apretó a la mujer con fuerza, mientras la bombeaba vigorosamente. A la señorita Birchem, que lo había ayudado abriendo bien las piernas, le gustaba la idea de que él la apretase. Le encantaba la idea de ser la prisionera de ese apasionado joven.

Después de acariciarle con suavidad el tieso clítoris, que brillaba como un rubí entre lana negra, la hinchada cabeza de su polla entró de lleno en la húmeda, caliente y turgente funda; cada centímetro que entraba le producía más placer, y las enérgicas operaciones del rampante ariete dentro de su profunda gruta hicieron que sus sensuales pasiones la dominaran por completo. Saludó los embates de William con ágiles e impúdicos movimientos de las caderas y el trasero, y cada empujón le daba más y más placer. Todo culminó con una sensación tan arrebatadora que creyó que el cuerpo se le derretía. Tenía todo lo que necesitaba, y soltó un suspiro de profunda satisfacción.

Por un momento William se quedó quieto, y entonces dio otra media docena de empujones furiosos, cada uno de los cuales penetró aquella vagina con un copioso chorro, que bañaron y calmaron las membranas, y la señorita Birchem se perdió con su joven y apuesto amante en un delicioso orgasmo de éxtasis erótico. Por un largo rato los amantes se quedaron totalmente inmóviles, y la dura verga, que había llenado totalmente aquella funda, disminuyó de tamaño hasta que se salió del agujero.

William prometió que nunca contaría a nadie su relación con la ex institutriz, incluyendo el baronet y su madre. Pero contó a la señorita Birchem cómo había visto una vez a su madre y al baronet juntos, y cómo había deseado disfrutar de esas situaciones, en las que una polla dura y un coño encajan una en el otro con lasciva devoción. Para William, el baronet era un buen ejemplo de cómo un hombre debía tratar a una mujer. William lo había envidiado, preguntándose si su polla llegaría a ser tan grande como la del baronet. La señorita Birchem, que parecía saber algo del tema, dijo: —Querido, la tuya es igual de grande e igual de potente. ¡Qué bien hemos follado!

Dicho eso, cogió su miembro viril en la mano y lo apretó con suavidad. Estaba medio blando, pero instantáneamente se irguió, y la sangre corrió desde su cabeza y su columna hasta la polla, la llenó, y la hizo levantarse e hincharse hasta alcanzar un tamaño asombrosamente grande. Los ojos de su amante brillaron de éxtasis, y como era una mujer sumamente voluptuosa, la pasión sensual la transformó. Conviene que William siga relatando la historia con sus propias palabras: «Sentí que su mano cogía automáticamente mi herramienta lasciva. Vi que sus mejillas se ruborizaban de asombro y deleite. La vieja sensación de pasión en sus senos y en su voluminoso coño se volvió tan intensa que casi no podía resistir la tentación de acariciarse, así que deslicé los dedos por su monte de Venus y su botón de coral hasta que dos de ellos entraron y fueron completamente rodeados por los tejidos húmedos y calientes del anhelante coño, que instantáneamente los apretó palpitando, obligando a mi polla a responder y a ponerse dura como el hierro.

»—Qué magnífica polla —volvió a decir la señorita Birchem—. Y qué suerte tuve de tropezar antes contigo, cuando te encontré, verga en mano, roncando. Y qué suerte tuve, desde luego, de que hayas tropezado y caído sobre mí. —Sin que William lo supiera, ella se había estado fijando en su hermoso cuerpo, su hermoso rostro y sus encantadores modales desde el comienzo de la visita. ¡Tropezar con él así, desnuda, no había sido un accidente!

»—Oh, déjeme darle otro abrazo, señorita Birchem, con su permiso y ayuda.

»Le estaba acariciando el coño todo el tiempo y sentía, por sus frecuentes palpitaciones, que su lubricidad creaba un torrente de jugos en aquel coño.

»Se inclinó, besó mi polla y cogió el glande en su ávida boca para chuparlo. Dios mío, pensé que podría morirme de lujuria con la abrumadora sensación que eso me produjo. Sentí como si cada uno de mis nervios estuviese a punto de estallar, tan intenso era el placer que me producía. Providencialmente, no me corrí en su boca, acción que me habría agotado en esa ocasión particular.

»Mi ex institutriz hizo una pausa en su deliciosa ocupación y dijo: “Cuando el vino está servido, hay que beberlo”, conocido refrán del condado que indicaba consentimiento. Se incorporó y me pidió que me quitara toda la ropa, diciendo que si iba a ocurrir que fuese de la manera más completa. Para eso necesité poco tiempo. Entonces ella me llevó a la cama. Se acostó boca arriba, separó las bonitas piernas y me pidió que me metiese entre ellas. Su coño quedó totalmente descubierto. El olor de nuestro sexo, mezclado con el almizcle, flotaba en el aire.

»Le pregunté si podía chuparla y lamerla, y ella me ordenó que cogiese su coño y lo follase con la lengua y la boca. Me lancé sobre la dulce abertura para saborear el rocío del amor que lo mantenía jugoso y húmedo. Le recorrí el borde con el dedo, haciendo de vez en cuando un movimiento vertical. Ahora jadeaba, y sus caderas giraban voluptuosamente. Llevó su propia mano hasta el duro y pequeño clítoris y lo acarició, despacio al principio y luego con furia. Pronto se transformó en una masa de terminaciones nerviosas desesperadas por un orgasmo.

»—Fóllame —suplicó—. Dios mío, méteme aquí ese duro pedazo de carne. —Señaló los hinchados labios del coño, y luego los separó—. Ven aquí, trae tu polla a la puerta de mi capilla de amor, querido.

»Cumpliendo sus deseos, mi dura polla apoyó la ardiente cabeza en la mojada entrada de su túnel de amor.

»—Fóllame ahora —ordenó—. Lléname con esa polla hermosa, dura y grande. Empieza a meter esa maravillosa cabeza en mi mojado y anhelante agujero.

»Hice lo que me pedía, y ella misma orientó mi desenfrenada polla hacia su furioso coño, y rodeándome la cintura con las piernas me abrazó contra su delicioso pecho, buscando mi boca y cubriéndola de besos, metiéndome la lengua y buscando la mía. Después de lo que ya había hecho con ella, además de la masturbación en el escondite, no estaba preparado para correrme de nuevo sin una considerable preparación.

»Eso era lo más conveniente para la excitada concupiscencia de mi amante, que, totalmente perdida en la pasión del momento, llegó a notables cumbres de lujuria, y estoy seguro de que se corrió cuatro veces antes de acompañarme en los placeres del orgasmo final. Fue una sensación deliciosamente exquisita. Yo estuve a punto de desmayarme antes de quedar perfectamente insensible, pero ella se había derretido cinco veces en mis brazos y ésa era la manera más excitante y memorable de perder mi virginidad.

»La señorita Birchem me contó después que había perdido la conciencia por algún tiempo a causa de todas aquellas sensaciones, según ella más intensas que todo lo que había experimentado hasta ese momento. Pronto se recuperó con la ayuda de agua fría y eau de cologne, y cuando yo recobré el conocimiento, ella se había puesto una bata. Una deliciosa languidez se extendía por todo su cuerpo. Apretó su boca contra la mía en un apasionado beso, y yo le respondí con un beso tan apasionado como el de ella.

»Le rogué que volviese a acostarse a mi lado, pero no quiso; dijo que ya me había sacado los más copiosos chorros durante el éxtasis en el que yo le había llenado el conejo de semen; que ya me había agotado demasiado y que debía levantarme y vestirme: era demasiado pronto para que volviese a derretirme con otra emoción. Me vi obligado a aceptarlo, y así terminó mi primera iniciación en los misterios divinos del coño de una mujer».