La casa de flagelación
Julia estaba influida por varias emociones cuando entró en la habitación donde tendrían lugar las operaciones, pero por su temperamento las sensaciones lascivas que había experimentado ya le inflamaban la lujuria.
En la cámara de flagelación había una cama grande con colchón de plumón. De los postes y otros puntos salían pesadas cuerdas de seda que se usaban para atar las extremidades a la persona que iba a ser flagelada, de manera que el operador pudiese ver perfectamente el efecto.
También había cojines de terciopelo que podían colocarse entre los muslos de la víctima, para que la fricción y el suave contacto del terciopelo le ayudaran a correrse mientras era flagelada. La ardiente curiosidad y el deseo de placeres amorosos casi enloquecían a la damisela.
Por toda la habitación había artilugios de flagelar de diversos tipos. Uno estaba hecho de tal manera que cuando ataban allí a alguien la espalda quedaba en posición horizontal, y de la parte inferior del aparato salía un consolador suficientemente largo como para llegar al coño y penetrarlo.
Otro artilugio era como un caballo de balancín, sobre el que se estiraba la mujer boca abajo abrazando con las piernas los lados del aparato. Cada silla tenía un diseño diferente y un uso especial, pensado para una forma especial de lujuria, fabricada para la gratificación de un capricho especial.
El señor Spanker explicó el uso de esos diversos objetos, y su joven amante se fue excitando cada vez más hasta que al fin estuvo dispuesta a hacer «cualquier cosa». Su seductor le quitó el sombrero y la chaqueta, y luego le desabrochó los botones superiores del vestido, sacándole las palpitantes tetas.
Jugó con ellas durante un rato, sosteniéndolas y acariciándolas con sus grandes manos. Incapaz de contenerse, se inclinó y le chupó los suculentos pezones. Esta acción, combinada con las caricias, consiguió estimularlos a los dos hasta un grado increíble, y sus ingles empezaron a encenderse con el calor de la excitación sexual. Al sentir que su carne no soportaba ya las restricciones de la ropa, procedió a sacarse una prenda tras otra y pronto quedó ante el señor Spanker en un estado de perfecta desnudez. El vendedor de caballos siguió su ejemplo y, metiéndole el brazo desnudo entre los muslos y cogiéndola por la parte inferior del cuerpo, la levantó y la puso sobre la cama.
El señor Spanker estiró entonces a la jadeante muchacha boca abajo, y le ató las manos con cintas de terciopelo sujetas a las cuerdas de seda que colgaban de la cabecera de la cama firmemente atadas a los dos postes. Luego procedió del mismo modo con las piernas, que ató a los pies de la cama.
¡Cielos! ¡Qué espectáculo se le presentaba! La carne blanca y palpitante de la muchacha se estremecía y todos sus músculos estaban tensados hasta el límite. Por debajo de los brazos levantados se le veían los bonitos pechos, y la separación de las piernas permitía que se le viese perfectamente el húmedo interior del coño con el clítoris bastante duro y rojo.
También se le veía el maravilloso ano anidado entre las redondas nalgas. Después de manipularlo durante un rato, él libidinoso libertino se agachó con avidez y le lamió todo el blanco culo. Apoyando la nariz en el surco, apoyó la lengua en el orificio después de ablandarlo con los dedos.
Abrió el apretado agujero y recorrió el arrugado anillo con la lengua mientras los espasmos de este nuevo tipo de placer recorrían la ingle y los muslos de Julia. El señor Spanker metió la lengua despacio, empujando contra la estrecha puerta trasera hasta que pudo entrar un poco más en ese nuevo túnel de lujuria. La recién descubierta forma de placer hacía jadear a Julia, y esas muestras de excitación animaban al seductor a hundir cada vez más la lengua hasta que finalmente la tuvo enterrada casi hasta los dientes, agrandando de tal forma el pasillo que ahora podría empezar a follarla espléndidamente con la lengua. Y eso hizo, moviéndola en el ojete hacia adelante y hacia atrás, rápida y excitantemente. Ella, con toda naturalidad, empezó a levantar el trasero y apretárselo contra la boca, buscando la lengua, enterrándosela de tal manera que sentía que se abría toda y que la invasión de un espacio tan apretado empezaba a producirle un leve dolor.
Cuando se dio cuenta de que ella sentía ahora tanto dolor como placer, el señor Spanker le metió un grueso dedo hasta el fondo del ano, reemplazando por un rato la lengua con esa herramienta más dura y más intensa. Ella retrocedió y trató de apartarse, pero él siguió empujando, hundiendo el dedo hasta que ella empezó a retorcerse, incómoda. Sólo entonces quitó él rápidamente el dedo del culo de Julia y lo reemplazó otra vez con la textura suave, acariciante y resbaladiza de la lengua. Ella se relajó de nuevo, aflojando el esfínter lo suficiente como para recibir toda aquella lengua sin molestias.
Después de que el voluptuoso vendedor de caballos le hubo lamido y mojado abundantemente el ojete con su saliva, que la hacía gemir de placer, metió las manos debajo de la hermosa criatura. Palpó el jugoso coño con una mano y se lo acarició con suavidad mientras le frotaba los pezones con la otra, hasta que ella llegó al borde del orgasmo, y entonces detuvo todos sus movimientos y miró con ojos golosos el espasmo que recorría cada fibra de aquella raja de coral.
El atormentador escogió entonces una flexible vara de abedul y empezó a azotarla con suavidad en las nalgas y en el lado interior de los muslos, aumentando poco a poco las fuerzas de los golpes que caían uno tras otro en el tembloroso trasero de la damisela, más y más rápido, más y más fuertes, hasta que toda la piel empezó a enrojecer.
Julia se estremecía con cada golpe, y empezó a quejarse de que era mucho y muy fuerte, pero el señor Spanker era despiadado y siguió flagelándola durante otro minuto. Entonces se detuvo un momento, le metió un dedo en la ardiente vulva y se la volvió a acariciar con suavidad, mientras la azotaba con el otro brazo tratando más de excitarla que de hacerle daño.
Una sensación deliciosa y desconocida se apoderó de Julia. Eso la obligó a arquear la espalda y a levantar las nalgas para ir en busca del látigo. El atormentador estaba ahora frenético y aumentó hasta tal punto la fuerza de los golpes que la hizo gritar: —¡Ay! ¡Me está cortando la piel!
Eso hizo que la opulenta propietaria de la casa de flagelación irrumpiera en la cámara. El señor Spanker le hizo señas para que no hiciera notar su presencia, y ella se quedó mirando con ojos furiosos y nariz irritada la excitante escena que allí se representaba, hasta que se vio obligada a levantarse las ropas y empezar a acariciarse el conejo.
Sentada cerca en una silla, separó los amplios muslos y las anchas caderas y mostró un coño peludo de labios gruesos. Era tan rosado que casi parecía rojo, y al separar los pliegues el señor Spanker sintió el embriagador perfume almizclado. La mujer se metió un dedo en el coño y lo sacó para lamerlo y probar el jugo de su propia lujuria. Cuando volvió a poner la mano en el coño, deslizó dos dedos entre los gruesos labios y empujó metiéndolos hasta el fondo del palpitante conejo. Con la otra mano se frotaba furiosamente el clítoris.
La celestina enloquecía de voluptuosidad. Le temblaban las rodillas, y los pechos, que estaban descubiertos, subían y bajaban violentamente. Meneando el cuerpo en todas direcciones, separó más los muslos y levantó el trasero, y arrojándose sobre el aparato de flagelar que tenía el consolador hizo que le entrara todo en la vagina, y con la energía de sus movimientos pronto se corrió y lo llenó de jugos.
Mientras tanto, Julia gritaba:
—¡Ay! ¡Azótame con más fuerza! ¡Haz lo que quieras…, las sensaciones me enloquecen! —Ya no sentía dolor, sino el más embriagador de los placeres, y enseguida sufrió la agonía de un éxtasis final—: ¡Oh, cielos! Mi culo…, mi coño…, me corro… ¡Voy a correrme!
Con un aullido de placer, la lujuriosa joven alcanzó un húmedo orgasmo, abriendo y cerrando el encantador agujero rosado con cada movimiento de cadera y endureciendo las nalgas con cada espasmo.
Mientras la carnosa celestina yacía casi inconsciente, el señor Spanker desatornilló el consolador del aparato y, oliendo cómo estaba a causa de los líquidos que acababan de bañarlo, lo metió con suavidad en el ojete de Julia moviendo rápidamente el miembro artificial hacia adelante y hacia atrás, metiéndolo y sacándolo del arrugado agujero marrón.
El cuerpo de la encantadora muchacha se puso rígido, tan maravilloso era el efecto que ese artefacto producía sobre su naturaleza erótica. El amante le sacó esa magnífica polla artificial del ojete y se la metió en el dulce coño, y la muchacha empezó a mover el cuerpo hacia arriba y hacia abajo, frotándolo involuntariamente contra el aparato.
La dama de la casa de flagelación suplicaba ahora al señor Spanker que la azotase. Se había desnudado y estaba acostada boca abajo sobre un lecho construido de tal manera que el terciopelo se ajustaba a cada curva de su cuerpo. El libertino fue hasta la parte superior del lecho, se inclinó un poco hacia adelante y empezó a flagelarla con profunda violencia sensual.
Esto la excitó enseguida, y estiró la mano cogiéndole el pene, que estaba a punto de estallar. Poniéndoselo entre los labios, lo chupó lujuriosamente contrayendo los músculos de la boca alrededor del palpitante miembro, que avanzaba y retrocedía mientras ella lo mamaba hasta provocarle un orgasmo que le estremeció todo el cuerpo. La copiosa eyaculación del señor Spanker le provocó una intensa agonía de placer.
La lasciva celestina, con gotas de semen todavía en los labios, miró suplicante a su atormentador, y él se inclinó y la besó con fervor, recibiendo en la boca parte del rocío que él había depositado en la de ella.
El señor Spanker le acarició entonces los firmes muslos y el rizado monte de Venus y le frotó el suave y mojado pimpollo rojo. Masajeándole el lascivo conejo con la palma de la mano, la llevó rápidamente al orgasmo. Con una espasmódica contracción de nalgas, la mujer lanzó un espeso chorro de líquido perlino sobre la mano del caballero y se quedó allí unos minutos inundada de felicidad.
Cuando eso hubo terminado, descubrieron que Julia los miraba atentamente.
—¡Oh! —dijo ella—. Ven a mí otra vez. No me dejes.
—Ahora recibirás el placer de una mujer, querida —dijo su amante—. Aquí nuestra amiga te iniciará.
La celestina se levantó de su lecho y fue a liberar a Julia de las ataduras. La acostó boca arriba y ella se tendió a su lado, mirando hacia abajo, y empezó a besarle el coño y a estimulárselo con la lengua, como lo hacía el señor Spanker pero con algo más de suavidad.
Después pasó una pierna por encima de la cabeza de Julia y se quedó allí a horcajadas, apoyándole el coño contra la cara. Entonces enterró la cabeza entre los muslos de la joven y la chupó ardientemente, moviendo su propio coño sobre la boca de la muchacha de manera tal que ella pudiese retribuirle el placer.
—Querida —dijo el señor Spanker—, ése es el sabor que tiene el conejo de otra mujer. Ábrele bien el coño peludo y lámeselo como a ti te gusta que te lo laman, en los mismos lugares, y las dos tendréis un orgasmo.
La boca de Julia buscó primero el gordo e hinchado clítoris de la celestina, y disfrutó de la extraña sensación de recorrer aquel dulce pimpollo hasta que el coño empezó a apretarle la boca furiosamente.
Al mismo tiempo, Julia sentía que su conejo era deliciosamente chupado, y por alguien que tenía mucha más experiencia que ella en el arte de amar a las mujeres. La celestina usaba los dedos para penetrar tanto el coño como el ojete de Julia, tan excitada ahora, que jadeaba y gemía, enviando con la boca intensas vibraciones al fogoso coño de la celestina.
La propietaria de la casa de fornicación y flagelación empezó a descontrolarse al sentir la lengua de la joven y oír aquellos gemidos. Abrió el conejo de Julia con manos fuertes y literalmente hundió la cara en la ardiente raja. La chupaba como si fuera un delicioso fruto tropical, con la nariz y la boca pegadas al agujero. Las dos mujeres se estimularon con tanta soltura y desinhibición que sus coños alcanzaron la cima del deseo al mismo tiempo, estallando con chorros de líquido tan caliente que las lenguas parecían llamas lamiendo un incendio. Las caderas se movieron espasmódicamente, los coños se apretaron, los ojetes se cerraron mientras los úteros se contraían con explosivo deleite y las dos mujeres jadeaban de placer.
Al final, cada una apoyó la exhausta boca en los muslos de la otra. Pero cuando volvieron a ser conscientes del sitio donde estaban, se dieron cuenta de que habría que apagarle el fuego al señor Spanker. La polla del vendedor de caballos era tan grande y le sobresalía tanto, que se podría haber usado perfectamente para colgar algo.
—Tengo que hundirme en un coño mientras siento el látigo en el culo —dijo, jugueteando con la pétrea verga—. Ay, veros a las dos con la boca en el coño de la otra me resulta insoportable si no hago en seguida algo con mi herramienta. Descansemos primero un momento, mientras yo miro cómo os laváis mutuamente los coños. Entonces decidiré de quién es mi polla y de quién mis nalgas.
La celestina fue a buscar la palangana y lavó con cuidado el dulce conejo que tan deliciosamente había amado. Se echó boca arriba en la cama e invitó a Julia a que le lavase el coño y el culo. Sabía que eso excitaría aún más al señor Spanker, que no tardó en tomar la decisión.
Con la dura polla todavía en la mano, se acercó a la cama.
—Tengo que follar este coño grande y peludo ahora mismo —dijo—. Y a ti, Julia, amor mío, te toca hacer lo que quieras con mis nalgas. Flagélame, cariño, mientras aporreo con mi carne esta encantadora gruta que tan íntimamente has disfrutado.
La enorme polla estallaba de lujuria mientras él calculaba cuál sería la mejor posición para meterla dentro de aquel coño suculento y generoso.
Colocó a la dueña de casa en un sillón y la echó hacia atrás, dejándola a la altura de sus rodillas; el sillón era suficientemente alto como para poner el conejo a la altura de su rampante ariete, que ahora se había estirado al máximo. Las piernas de la mujer estaban en alto, con los pies en el aire.
En esa posición fue follada la opulenta dueña de la casa, hasta que ambos se corrieron en el más extraordinario éxtasis; mientras Julia flagelaba sin parar las nalgas del señor Spanker, un río de semen hirviente inundó el útero de la celestina. Una hermosa criada que había entrado durante el acto se vio rápidamente dominada por la pasión.
En seguida se montó una orgía. La criada se quitó la ropa y se acostó boca abajo en un sillón, y el señor Spanker la folló por el culo mientras Julia chupaba con frenesí el relajado conejo de la lujuriosa celestina. Luego, abrazando a la voluptuosa mujer, Julia se frotó el excitado pimpollo y el coño contra las mismas partes de ella. Eso les produjo tal espasmo de placer, que con el orgasmo no sólo se mojaron las grutas, los montes de Venus y los vientres, sino los muslos, los ojetes y las nalgas, hasta caer al suelo completamente agotadas. Después se sentaron todos juntos y brindaron con champán.
Un poco más tarde, el vendedor de caballos y su joven amante salieron de la casa de flagelación. Pero acordaron una cita para el lunes siguiente, cuando esperaban en la casa a varias muchachas de dieciocho y diecinueve años, que nunca habían sido folladas ni acariciadas y que habían sido llevadas de otro país por un acaudalado noble, para ver cómo las desfloraban y les hacían todas las impudicias y obscenidades que su desbocada lujuria era capaz de imaginar.