Capítulo 1

1821

Cuando el carruaje que conducía a sir Hadrian Wynton se alejó por el descuidado sendero de la casa, que contrastaba de modo notable con la elegancia del vehículo, las hijas del caballero lanzaron un suspiro de alivio.

Al fin había concluido la ardua tarea que las había tenido ocupadas de la mañana a la noche durante varios días. Había sido realmente complicado preparar el equipaje de su padre y alistar a éste para su viaje a Escocia.

El pasatiempo de sir Hadrian era la geología. Incluso había escrito varios libros, eruditos, pero muy aburridos, acerca de las rocas y piedras de Inglaterra.

Así que cuando recibió la invitación de un viejo amigo para que lo visitase en Escocia, con la promesa de que no sólo podrían explorar las montañas de Pertshire, sino también ir a las islas Shetland, se entusiasmó con la idea como si fuera un chiquillo.

—Siempre he soñado con ver los fuertes de Pictish —entre otras cosas había dicho—, y ver qué tipo de piedra usaron para su construcción. No me sorprendería descubrir que los vikingos trajeron consigo piedras del otro lado del Mar del Norte, que hasta la fecha nadie ha descubierto.

Penélope, la hija menor, nunca intentaba siquiera escuchar a su padre cuando éste hablaba de temas que no le interesaban en absoluto.

Pero Alisa, que quería mucho a su progenitor, trataba siempre de entender lo que le decía, sabiendo que, desde la muerte de la madre, todo el interés de él se concentraba en lo que llamaba «mi trabajo».

Se ofrecía a pasar a limpio los manuscritos de sir Hadrian con su letra fina y elegante antes de enviarlos a los editores, y escuchaba con atención si él le leía en voz alta algunos capítulos, cuando Penélope estaba ya acostada o dedicada a mejorar su limitado guardarropa.

Ahora, mientras volvían a entrar en casa tras haber despedido a su padre agitando la mano hasta que se perdió de vista, Penélope dijo:

—Tengo una idea que quiero discutir contigo.

Alisa no contestó y Penélope insistió:

—¿Me oyes, Alisa?

—Sí, perdona… estaba pensando si papá llevará suficiente ropa de abrigo. Estoy segura de que hace mucho más frío en el norte que aquí. Sin duda saldrá al aire libre sin preocuparse del tiempo, olvidando que es ya un hombre mayor, más propenso que antes a los resfriados.

—¡Deja ya de preocuparte por papá! ¡Pareces una gallina clueca! —exclamó Penélope—. Tengo que hablar contigo de algo muy serio.

Inquieta por el tono de su hermana, Alisa la miró sorprendida y la siguió hasta la salita, cómoda aunque un poco desordenada, que en tiempos de su madre solían llamar «el salón de la mañana».

Ahora era el sitio donde las dos hermanas cultivaban sus aficiones. En consecuencia, había un vestido a medio hacer sobre una silla, con la cesta de la costura al lado, y junto a la ventana, un caballete en el cual se veía un lienzo con un jarrón de porcelana lleno de primaveras que Alisa estaba pintando.

Había muchos libros en la habitación. Tantos, que ya no cabían en la amplia estantería de estilo Chippendale. Muchos estaban apilados en un rincón y otros se veían sobre las mesas en grupos de dos o tres.

A Alisa le gustaba leer. Penélope prefería la actividad manual. Eran muy diferentes en carácter, aunque bastante parecidas físicamente.

Al mismo tiempo, había una diferencia notable.

Ambas eran indudablemente bonitas, pero Penélope resultaba más espectacular.

Era imposible pensar en una muchacha que representara mejor que ella la idea general sobre una mujer bella.

Su cabello tenía el tono dorado del maíz que empieza a madurar, sus ojos, el azul de un cielo de verano y su piel, esas tonalidades blancas y rosadas que tanto ensalzan los poetas y que tan pocas veces se encuentran en la realidad.

Cuando la gente veía a Penélope, pensaba que no podía ser real. Luego, si veían a Alisa con detenimiento, comprendían que era tan hermosa como su hermana, aunque en su caso no fuese algo tan evidente.

Era su padre quien, en un momento de aguda percepción, las había bautizado como «la rosa y la violeta». Tales apelativos eran muy adecuados para ellas, pero sir Hadrian se olvidó de ello al momento siguiente, ya que muy pocas veces tenía tiempo para pensar en sus hijas y, además, era sumamente distraído.

Por ejemplo, sólo dos días antes de partir para Escocia, había recordado decirle a Alisa:

—¡Ah, por cierto! Le escribí a tu tía Harriet para avisarle que iréis a pasar con ella una temporada.

—¿Con tía Harriet? ¡Oh, no, papá! —exclamó Alisa sin poder contenerse.

—¿Qué quieres decir con eso?

Hubo una pausa y después Alisa contestó:

—¿No crees que podríamos quedarnos aquí? Estaríamos seguras, como bien sabes, al cuidado de los Brigstock.

—Los Brigstock son sirvientes —opuso sir Hadrian—. Aunque os he dejado con ellos a veces uno o dos días, es muy diferente ahora, cuando voy a ausentarme tal vez dos o tres meses.

Alisa no contestó. Estaba tratando de recordar a alguien que pudieran invitar para que fuese a quedarse con ella, en lugar de tener que abandonar el campo donde estaba tan a gusto e ir a hospedarse con su tía en Londres.

Habían estado en la capital dos veces, en visitas cortas, y a ella le había resultado increíblemente aburrido. Además, sabía que Penélope consideraba insoportable la atmósfera de la casa de Islington.

La hermana mayor de sir Hadrian Wynton, bastante mayor que él, se había casado con un militar, el general Ledbury, que había hecho una larga carrera en el ejército, pero era lo que el padre de Alisa y Penélope llamaba con desdén «un soldado de poltrona». Esto significaba que se había pasado el tiempo en el Ministerio de Guerra, sin participar nunca en el servicio activo.

Al jubilarse fue nombrado «sir», y murió poco después dejando a su esposa sin hijos y con muy poco dinero.

Ésta era tal vez la razón de que lady Ledbury se hubiera consagrado a las buenas obras y pasara el tiempo reuniendo dinero para misioneros, soldados inválidos o niños huérfanos.

Cuando sus sobrinas la visitaban, se veían obligadas a pasar horas y horas confeccionando prendas horribles para nativos de lejanas tierras, los cuales seguramente preferían andar desnudos, o copiando folletos que las sociedades a las que su tía pertenecía no podían mandar imprimir por falta de fondos.

La idea de pasar dos o tres meses dedicadas a tales actividades era horripilante; pero como su padre insistió en que no se podían quedar en casa, Alisa, poco amante de discutir las órdenes paternas, no pudo hacer más que acatarlas… y rezar para que volviera pronto.

Ahora, al contemplar su salita de trabajo, Alisa pensó con tristeza que su tía jamás le permitiría dedicar el tiempo a pintar, y si Penélope quería coser algo para sí misma, tendría que hacerlo a escondidas, cuando se suponía que ya estaba dormida.

No obstante, sonreía con un brillo de excitación en sus grandes ojos. Esto hizo preguntar a Alisa, sorprendida:

—¿Qué tienes que decirme? ¿Qué ha sucedido?

—¡Tengo una idea maravillosa! —contestó su hermana—. Se me ha ocurrido por algo que Eloise me dijo ayer.

Eloise Kingston era la hija del terrateniente local. Alisa y Penélope habían compartido lecciones con ella hasta que, un año antes, fue enviada a un elegante internado para señoritas.

Había vuelto hacía una semana y Penélope había ido a verla mientras Alisa se ocupaba de hacer el equipaje de su padre, por lo cual no había tenido tiempo de visitar a su amiga.

—Estoy deseando ver a Eloise —dijo ahora—. ¿Está contenta de haber salido ya del internado?

—¡Por supuesto! La van a presentar en sociedad a fines de mes —contestó Penélope.

Por un momento el brillo desapareció de sus ojos y se notó cierta amargura en su voz.

Sólo Alisa sabía lo mucho que su hermana sentía que Eloise pudiera ir a la corte y asistir a bailes, recepciones y fiestas en Londres, mientras ella tenía que quedarse en su casa.

—¡Es injusto! —decía a menudo—. ¿Por qué papá nunca hace nada por nosotros?

—Porque no tiene dinero —contestaba Alisa—. Como bien sabes, para nosotros es toda una hazaña lograr sobrevivir.

—Entonces, ¿por qué no puede escribir papá un libro con el cual ganar dinero, en lugar de esos horribles mamotretos que nadie es capaz de leer?

Alisa sonreía.

—No creo que papá se le haya ocurrido nunca la idea de ganar dinero con nada. Estoy segura de que lo consideraría algo indigno de un caballero como él.

—Pues no nos podemos comer el árbol genealógico, ni el hecho de que papá sea el séptimo baronet de su nombre nos proporciona unos vestidos nuevos —se indignaba Penélope.

Las cosas no habrían sido tan dolorosas para ella si Eloise, que les tenía mucho cariño, no se pasara el tiempo, cuando iba a su casa, hablándoles de la gente que había conocido y de las diversiones que pensaba disfrutar en la temporada próxima.

Sus padres estaban decididos a introducirla en la alta sociedad y al parecer lo habían logrado, pues Eloise le había dicho a Penélope que tenía invitación para varios bailes que se celebrarían durante el mes siguiente. La razón de que hubiera retrasado su vuelta a casa era que había estado con su madre comprándose un nuevo guardarropa en Londres tras salir del internado.

—¡Jamás había visto nada tan hermoso! —le había dicho Penélope a su hermana al contarle la visita—. La última moda es completamente diferente a todo lo que conocemos.

Su voz se hizo soñadora mientras proseguía:

—Las faldas son más amplias y van muy adornadas con encajes, flores, lazos y bordados. Aunque la cintura todavía se lleva alta, las mangas son más grandes y los sombreros una preciosidad. ¡Si vieras…!

Alisa no pudo dejar de lamentar que Eloise provocara la envidia de Penélope con su ostentación, pero se abstuvo de decirlo. Aunque le tenía cariño, ¡ojalá se fuera pronto a Londres con sus padres!

—Eloise me habló de dos muchachas, las hermanas Gunning —le decía ahora Penélope—, llegaron de Irlanda a Londres cuando tenían dieciocho años y eran sumamente hermosas, pero no tenían un céntimo.

Alisa sonrió.

—Conozco la historia. Hace mucho tiempo que la leí y recuerdo que te la comenté.

—Supongo que no te presté mucha atención. Bueno, el caso es que la joven se casó dos veces, primero con el duque de Hamilton y luego con el de Argul. La mayor, por su parte, se casó con el conde de Conventry.

—Y murió siendo muy joven —añadió Alisa—, por usar una crema facial que contenía albayalde.

—¡Oh! No es necesario que tú hagas lo mismo.

Alisa miró a su hermana con los ojos muy abiertos.

—¿Por qué habría de hacerlo?

—Porque nosotras seremos las hermanas Gunning. Ya lo he pensado todo y sé, aunque te parezca inmodesta, que poseemos una belleza igual a la de ellas.

Alisa se echó a reír.

—Puedo estar de acuerdo contigo en eso, querida, pero creo que es poco probable que dos duques bajen por la chimenea o entre un conde por la ventana.

—¿Te has olvidado de que vamos a Londres? —señaló Penélope.

—Para ser sincera, la simple idea me deprime. Y los únicos hombres que tía Harriet invita, como bien sabes, son pastores o misioneros.

—No importa. El caso es que vive en Londres.

—¿Y de qué nos servirá eso?

—Estoy segura de que si tú y yo tuviésemos oportunidad de asistir a cualquiera de las fiestas a las que han invitado a Eloise, obtendríamos tanto éxito como las hermanas Gunning.

Alisa rió de nuevo.

—No lo creo muy posible. Pareceríamos dos pordioseras si fuéramos a un baile vestidas con lo que tenemos, entre damas ataviadas con esos nuevos vestidos que me describiste tan entusiasmada.

—Las hermanas Gunning sólo tenían un vestido —replicó Penélope—, así que mientras una salía, la otra se quedaba en cama. ¡Pero nosotras tendremos dos, uno para ti y otro para mí!

Vio que su hermana la observaba sorprendida y continuó:

—Porque, a diferencia de las hermanas Gunning, creo importante que nosotras vayamos siempre juntas.

—¿Y cómo vamos a poder comprar, ya no digo dos, sino un solo vestido de fiesta? ¡Ay, Penny! Sé lo mucho que sufres por no poder salir y hacer las mismas cosas que Eloise, pero debes resignarte con lo que tenemos.

Se puso en pie, abrazó a su hermana cariñosamente y le dio un beso en la mejilla.

Para su sorpresa, Penélope afirmó con voz decidida:

—¡Me niego a resignarme! No pienso quedarme sin hacer nada mientras el destino o la pobreza me consumen.

Se la veía tan bonita incluso estando enfadada, que Alisa pudo comprender su frustración.

Penélope era como su padre: decidida e incluso terca cuando deseaba algo. En cambio ella era como su madre, adaptable, tierna y dispuesta a aceptar lo inevitable.

—¡Ya sé lo que haremos para conseguir dinero! —exclamó Penélope de pronto—. Recuerdo que el otro día la madre de Eloise hablaba de una antigua condiscípula de lady Harrison, cuyo marido siempre anda con el rey. Dijo que lady Harrison trata de mantenerse joven usando cremas, lociones y otros potingues que compra a cierta señora Lulworth en la calle Bond. ¡Y un tarrito de crema puede costar incluso una libra!

—Es mucho dinero —comentó Alisa—. ¿Serán eficaces esos cosméticos?

—Si no lo son, mejor. Es justo lo que necesitamos.

—¿Qué dices? No te comprendo.

—Vamos, querida, utiliza la cabeza —se impacientó Penélope—. ¿Y si vendemos la crema que mamá usaba y que ahora nosotras utilizamos para el cutis? Recuerda que le dimos un poco a la chica de los Cosnet hace dos meses, porque tenía la cara cubierta de espinillas y granitos, y se le quitaron en cuatro días.

—¿Quieres decir…? ¿Sugieres…? —empezó a decir Alisa, pero su hermana la interrumpió:

—Te digo —la interrumpió Penélope—, que así conseguiremos dinero suficiente para comprarnos cuatro vestidos, dos para el día y otros dos para la noche.

—¡Estás loca! —exclamó Alisa—, nadie nos pagaría una libra por nuestra crema, por muy buena que sea. Todo lo que la señora Cosnet nos dio fue un ramo de flores silvestres.

—¡No hablo de venderla a gente como ella, tonta! Haremos la crema para venderla a señoras como lady Harrison, que pagaría cualquier cantidad con tal de recuperar la lozanía de su juventud.

—¡Es imposible! Además… ¿qué diría papá?

—Papá no se enterará por lo menos antes de dos meses y, para entonces, ya habrá terminado la temporada social en Londres. Como es el año de la coronación, ésta será la temporada más emocionante desde hace mucho tiempo.

Tal como decía Penélope, el príncipe regente, que había esperado mucho tiempo para convertirse en rey, tenía ya cincuenta y ocho años, sería coronado en julio.

Por lo tanto, a Londres acudirían no sólo toda la nobleza del país, sino también muchos extranjeros para los festejos que se celebrarían con tal motivo.

—Si hacemos una buena cantidad de las cremas de mamá —añadió Penélope—, y les ponemos nombres que suenen bien, la gente estará ansiosa de comprarlas.

—¿Sugieres que nos convirtamos en vendedoras y llevemos la crema a la señora Lulworth?

—Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de que podamos comprarnos vestidos nuevos. ¿Y qué importa lo que esa señora piense? Nunca nos ha visto y, a menos que consigamos dinero, jamás nos volverá a ver.

Penélope rogó, suplicó y casi lloró… hasta que Alisa empezó a sentir que flaqueaba.

Los productos que su madre preparaba con las flores, hierbas y frutas del jardín eran todo un éxito en el pueblo.

Gente con irritaciones y erupciones de todo tipo le habían solicitado ayuda y ella, además, les recomendaba tisanas que podían calmar la fiebre o quitar la tos con más rapidez que cualquier medicina recetada por un médico.

Sus dos hijas solían ayudarle a hacer los preparados, pero nunca antes se le había ocurrido a Alisa que pudieran comercializarse.

—Si vendemos veinte frascos a diez chelines cada uno —dijo Penélope con sentido práctico—, que la señora Lulworth podría vender a una libra, tendríamos para un vestido.

—Ni siquiera sabemos si la señora Lulworth las aceptará.

—Al menos podemos intentarlo. Yo no pienso ir a Londres vestida como ahora. ¡Me niego! Me quedaré aquí sola hasta que vuelva papá.

—De todas maneras —insistió Alisa—, aunque consigamos un poco de dinero, no nos invitarán a ningún baile ni recepción importante.

—También he pensado en eso.

Alisa esperó, asustada, la nueva idea de Penélope.

—¿Recuerdas que mamá hablaba de una amiga de su juventud llamada Elizabeth Denison? Pues bien, hace poco me enteré de que ahora es nada menos que la marquesa de Conyngham y su nombre aparece con frecuencia en las crónicas de sociedad.

—Pues la marquesa no se ocupó mucho de mamá cuando se casó —dijo Alisa con cierto resentimiento.

—¿Y cómo hubiese podido hacerlo si mamá estaba recluida aquí, en este rincón dejado de la mano de Dios? Y Elizabeth Denison, que era mayor que ella, tenía mucho dinero, así que se movía en otra esfera.

Alisa se quedó en silencio, recordando que su madre era demasiado orgullosa para pedir favores a nadie.

—Lo que vamos a hacer —prosiguió Penélope—, es escribir a la marquesa cuando lleguemos a Londres para decirle que mamá ha muerto y que tenemos para ella un pequeño recuerdo suyo que sin duda querrá conservar.

—¿Pero cómo vamos a hacer algo así? —Se alteró Alisa.

—¡Oh! Pues tengo toda la intención de hacerlo. Por favor, Alisa, deja de refunfuñar y piensa que a mamá le habría parecido horrible que permaneciésemos aquí como encarceladas, sin ver a nadie, sin ir a ningún lado y desperdiciando nuestra belleza.

Penélope hablaba con tanta pasión que Alisa guardó silencio. Sabía bien que su madre, la cual era feliz viviendo en el campo porque amaba a su marido, habría deseado que sus hijas disfrutaran de la vida que ella había conocido de joven.

Sus padres eran gente importante en Hampshire, donde tenían una gran propiedad, y siempre iban a Londres para la temporada social.

Cuando su única hija llegó a los dieciocho años, fue presentada en la corte y disfrutó de una temporada tan dichosa que luego solía describírsela a sus hijas. A los tres meses de su presentación se comprometió con sir Hadrian, y se casaron en el otoño para vivir, como decía con frecuencia Alisa riendo, «eternamente felices».

Por desgracia, la prolongada guerra había minado la fortuna de sir Hadrian año tras año. Mientras tanto, murió su suegro y lo heredó todo el único hijo de éste, quien a su vez falleció en combate —formaba parte del ejército de Wellington— y la propiedad no pasó a su hermana, sino a un primo lejano que llevaba el mismo nombre.

Alisa estaba convencida de que Penélope decía la verdad al afirmar que a su madre le habría disgustado que ellas llevaran una vida tan aburrida, sin apenas relaciones. Como su padre casi no recibía, sus vecinos tampoco los invitaban.

Pero no era ésta la única razón.

—Lo malo es que somos demasiado bonitas y atractivas —había comentado Penélope no hacía mucho—. La señora Kingston me ha dicho que los Hartman dan un baile el mes próximo, pero no piensan invitarnos.

—¡Qué falta de cortesía!

—¿Falta de cortesía? ¡No, precaución sencillamente! Quieren evitar que atraigamos la atención de algún joven que se interese por sus hijas Alice o Charlotte, feas las dos y encima tontas.

—No deberías decir esas cosas.

—¡Es verdad y tú lo sabes! —insistió Penélope—. ¿Qué hombre preferiría bailar con ellas si tú y yo estamos presentes?

Inquieta, Alisa se dirigió a la ventana. El jardín estaba descuidado, pero aun así había una alfombra de flores doradas y los almendros, cubiertos de capullos rosados, se recortaban contra el cielo azul.

—Es tan bonito todo esto que deberíamos estar contentas de vivir aquí.

—¡Pero yo no lo estoy! —protestó Penélope—. Por eso, Alisa, tienes que ayudarme. No tengo a nadie más que a ti.

La súplica llegó al fondo del corazón de Alisa y ya no le fue posible oponerse.

Al cabo de diez minutos había aceptado el plan más absurdo que Penélope hubiese urdido hasta entonces.

—Trataremos de vender las cremas de mamá en Londres —aceptó—, pero yo sola las llevaré.

—Nunca las venderás tan bien como yo podría hacerlo.

—Si son vendibles, y tú me has convencido de que lo son, ya me las arreglaré. Lo que sería un error es que te vieran vendiendo en las tiendas de la calle Bond, donde, si tenemos éxito, tendremos que comprar nuestra ropa.

Vio que había dado en el blanco y prosiguió:

—Como bien sabes, no soy ni la mitad de llamativa que tú, así que pasaré más desapercibida. Creo que lo mejor será que lleve dos o tres frascos a esa señora Lulworth y le pregunte si le interesan. Si me dice que sí, prepararemos la cantidad que nos pida.

Titubeó un momento y después dijo:

—Tal vez debamos pedirle que nos guarde el secreto. Además, en lugar de dinero, podría darnos los vestidos y cobrarse de lo que las cremas produzcan.

Penélope dio un salto de alegría y abrazó a su hermana.

—¡Qué lista eres! Sabía que acabarías por aceptar mi plan cuando te convenciera de que era necesario hacerlo.

—Sé que es necesario, sólo que no estoy segura de que sea éste el modo correcto de obtener lo que queremos.

—Correcto o no, es la única alternativa. Por ejemplo, si quisiéramos vender algunos de los cuadros o espejos de la casa, no sabríamos a quién dirigirnos.

—¡Ni podríamos hacerlo! —exclamó Alisa, horrorizada—. Eso sería robar a papá.

Penélope sonrió.

—Sabía que reaccionarías así. Pero sospecho que si nos lleváramos la mitad de la casa, papá no lo notaría porque siempre tiene la nariz metida en sus libracos.

—Venderemos únicamente lo que sea nuestro —afirmó Alisa—, y lo primero es comprobar si realmente esas cremas faciales interesan a alguien.

* * *

Dos días después, Penélope acompañó a su hermana, que iba a tomar la diligencia. Ésta se detenía en el centro del pueblo.

Alisa iba a salir muy temprano porque deseaba tener tiempo de vender las cremas y regresar en la diligencia que pasaba por allí a las seis de la tarde.

—Si la pierdes —le recordó Penélope—, tendrías que pasar la noche en casa de tía Harriet y sin duda le parecería extraño que vayas a Londres sola.

—Tengo tiempo más que suficiente. Además, como me asusta bastante estar sola en Londres, volveré cuanto antes pueda a la sala de espera de la diligencia.

—Creo que debería ir contigo —insistió una vez más Penélope, pero su hermana se opuso.

Sabía que Penélope llamaría la atención. Aunque era incorrecto viajar sola, no tenía a nadie más que pudiera acompañarla. La señora Brigstock era una mujer muy vieja y Emily, la muchacha que iba a fregar los suelos, no tardaría en contar a todo el mundo lo que habían hecho.

Llevaba su ropa más sencilla, un vestido azul oscuro sin adornos y una capa también oscura que había pertenecido a su madre. Incluso al sombrero le quitó las flores, dejándole solo las cintas para atarlo.

—Pareces una puritana —había bromeado Penélope.

—Tal vez debería llevar en la mano uno de los folletos propagandísticos de tía Harriet. ¡Así estaría segura de que nadie me prestaría atención!

—Si tengo que permanecer dos meses en esa horrible casa de Islington oyendo a tía Harriet hablar de los «pobres negros africanos», ¡me tiro al río! Así que si quieres salvarme, vende esas cremas.

Ambas se habían dedicado a prepararlas con todo cuidado, según las recetas de su madre, con pepinos, hierbas y otros ingredientes de los que, por fortuna, tenían bastante cantidad.

Todavía era temprano cuando Alisa llegó a Londres, así que tenía tiempo suficiente para ir andando desde Islington hasta la calle Bond.

Pensó mientras caminaba que había sido un descuido no hablar con su padre, antes que éste partiera hacia Escocia, sobre la necesidad de que Penélope tuviera oportunidad de relacionarse con jóvenes casaderos.

«Después de todo era mi deber hacerlo», se reconvino Alisa, «puesto que soy la mayor».

Tenía año y medio más que Penélope; la cual acababa de cumplir diecisiete.

«¿Qué oportunidad tenemos», se preguntó, «de conocer a alguien como papá?».

Suponía que debía de estar muy guapo con su uniforme, ya que de joven pertenecía a la Guardia de Granaderos. Seguro que por eso a su madre le pareció irresistible.

«Y él la amó mucho», pensó.

Había sido un matrimonio como el que a ella le gustaría contraer, pues mientras lo que Penélope deseaba era una posición social de relieve, lucir joyas impresionantes en la mansión Carlton y en el pabellón real de Brighton, ella sabía que sería feliz en cualquier sitio estando al lado del hombre que la amara y a quien correspondiera.

«Supongo que no soy ambiciosa», suspiró.

Pero aunque no se lo decía a nadie, ni siquiera a su hermana, pensaba que si encontraba el amor, sería algo tan maravilloso, tan glorioso, que nada podría comparársele.

Como ya había visitado anteriormente Londres, conocía el camino a la calle Bond y, cuando por fin llegó allí, donde se encontraban las tiendas de la ciudad, no pudo evitar mirar los escaparates y sentirse deslumbrada por lo que en ellos se exponía.

Enseguida notó, tal como le había dicho Penélope, que su ropa estaba pasada de moda.

Se detuvo un buen rato frente a un escaparate y trató de decidir si le sería posible transformar sus viejas prendas y ponerlas aunque sólo fuera un poco a la moda.

De pronto un hombre se detuvo a su lado y, horrorizada, Alisa se dio cuenta de que estaba a punto de hablarle.

De inmediato se alejó, diciéndose que era culpa suya por detenerse a curiosear.

Con el corazón latiéndole acelerado, se dirigió a la tienda de la señora Lulworth.

Era un establecimiento donde se vendían muchas cosas además de vestidos. Había algunas clientes que admiraban unas sedas finísimas y sin duda muy costosas, en un mostrador cerca de la puerta.

Antes de entrar, Alisa había visto que en el escaparate, sobre fondos de terciopelo o raso, se exponían frascos y tarros que sin duda contenían perfumes y cosméticos.

—¿Puedo ayudarla en algo, señorita?

Alisa titubeó un momento antes de poder contestar:

—¿Podría… podría ver a la señora Lulworth, por favor?

Le pareció que la dependienta, al recorrerla de arriba abajo con la mirada, no dejaba de percibir su pobre apariencia, por lo que levantó la barbilla.

—¿Para qué desea verla?

—Es un asunto privado y quiero que me conduzca enseguida ante ella —repuso Alisa con lo que esperaba fuese un tono digno e imperativo.

—Sígame, por favor.

La dependienta la condujo ante una mujer imponente, vestida de negro.

—¿En qué puedo servirla? —preguntó ésta.

Por un momento, Alisa sintió que el valor la había abandonado. Le era imposible hablar, pero recordó a Penélope y logró sobreponerse.

—Tengo entendido, señora Lulworth —empezó con un ligero temblor en la voz—, que lady Harrison le ha comprado algunas cremas faciales.

—Así es y ha quedado muy satisfecha.

—Yo… he traído unas cremas que son muy superiores a todo lo que ha probado lady Harrison. Quisiera saber… si le interesaría venderlas.

Se hizo una pausa antes que la señora Lulworth preguntara:

—¿Quiere decir que usted fabrica cremas?

—Sí, así es.

—¿Y son buenas?

—Mucho. Todas nuestras vecinas nos piden que les ayudemos cuando tienen algún problema de cutis y, después de usar nuestras cremas, su molestia no tarda en desaparecer.

La señora Lulworth parecía escéptica; pero Alisa, mientras hablaba, abrió el bolso de seda que llevaba y sacó tres tarritos de crema.

—¿Quisiera verlas? —ofreció—. La que tiene el lazo verde se llama «Frescor de primavera».

Le mostró también los otros dos. Uno contenía la crema llamada «Maravilla dorada», elaborada con prímulas, y el otro «Atardecer rojo», un preparado hecho a base de zanahorias.

La señora las probó aplicándose un poco de cada una en la mano y de pronto preguntó:

—¿Usted misma las usa?

—Siempre.

—¿Jura que es verdad? —insistió la señora Lulworth, observando el blanco, suave e inmaculado cutis de Alisa.

—Se lo juro. Y también mi hermana las utiliza.

—¿Cuánto espera que le pague por ellas?

—Pues… sé que lady Harrison paga una libra por cada tarro de trema… así pues, creo que si le vendo a usted las mías a diez chelines el tarro, sería un precio justo.

La señora Lulworth lanzó una risotada burlona.

—¿Y con qué piensa, jovencita, que pago el alquiler, el personal y la mercancía, si me queda tan poca ganancia?

Alisa sintió que el alma se le caía a los pies.

Debía haber imaginado, pensó, que Penélope era demasiado optimista al pretender que les pagarían tanto.

Entonces escuchó que la señora le decía:

—Voy a hacer una cosa: la mandaré a una cliente muy buena, que por cierto, acaba de enviar un mensaje pidiendo algo nuevo para el cutis. Cuando usted ha llegado pensaba precisamente cómo complacerla. Vaya y muéstrele sus cremas. Si le gustan y se las queda, yo le compraré una buena cantidad, ya que medio Londres querrá seguir su ejemplo. ¿Está claro?

—Sí, y gracias, muchas gracias. Estoy segura de que le gustarán.

La señora Lulworth se encogió de hombros.

—Tal vez sí, tal vez no… es imprevisible y, si está con uno de sus berrinches, es probable que le tire los tarros a la cabeza en vez de comprárselos.

Alisa la miró temerosa y la señora continuó:

—¿Está dispuesta a probar suerte? Si no puede vender sus productos donde más los necesitan, entonces ya no me interesan. Vaya y, como quiero conocer la opinión de Madame Vestris, vuelva aquí después de verla.

—¿Madame Vestris? —preguntó Alisa como si hubiera oído mal.

—Sí, en el Teatro del Rey. Tiene ensayo esta mañana, así que de eso depende que esté de buen o mal humor. Tendrá que correr el riesgo.

Madame Vestris, Teatro del Rey… —repitió Alisa.

—¡Bueno!, ¿a qué espera? Vaya y no se moleste en regresar a menos que Madame le compre algo.

—Gracias. Iré ahora mismo.

Alisa guardó los tarros de nuevo en su bolso y salió a la calle para dirigirse al teatro apresuradamente.