Capítulo 5

Se escuchó una nueva llamada en la puerta, que hizo eco en toda la casa. Penélope miró a su hermana y sonrió diciendo:

—¿Más flores?

No cesaban de llegar ramos e invitaciones a casa de su tía. Los sirvientes habían empezado a quejarse y hasta lady Ledbury estaba atónita por la conmoción que causaban sus sobrinas.

Y lo que es más, hasta las damas aristócratas más tradicionales empezaban a incluirlas en las invitaciones. Ella al principio quiso rehusarlas, pero Alisa la convenció de que asistiese a una o dos recepciones.

Por primera vez, lady Ledbury mostró alguna femineidad al quejarse:

—¿Cómo es posible que vaya a ningún sitio? No tengo ropa adecuada para esas reuniones.

Fue Alisa de nuevo quien la convenció de que se comprase un vestido nuevo con sombrero a juego y no negro, sino azul oscuro. Luego, cuando el mismo peluquero que peinaba a las jóvenes casi a diario le arregló el pelo a ella, se la vio casi guapa.

—¿Por qué te preocupas tanto por ella? —preguntó Penélope a su hermana estando a solas.

—Me da pena.

—Es bastante feliz con sus misioneros y sus folletos religiosos.

—Me parece que se dedicó a ese tipo de obras porque no tenía otra cosa que hacer.

Penélope miró sorprendida a su hermana, mientras ésta añadía:

—¿Imaginas lo vacía que debe de ser su vida cuando se rodea únicamente de misioneros que sólo saben hablar de los niños negros desnudos, o de vicarios cuyo único pensamiento es conseguir dinero para su iglesia?

En un impulso, Penélope besó a Alisa.

—Siempre tienes algo agradable que decir de todos, querida. El que se case contigo será un hombre muy afortunado.

Penélope ya había recibido una proposición de matrimonio, pero era de un joven bastante simple y la rechazó enseguida.

Cuando bajaron al salón vieron que la doncella llegaba con un ramo, una cesta llena de orquídeas y una caja alargada.

—¿Más flores, Henderson? —dijo Penélope.

—Así es señorita, y espero que sean las últimas. Ya esto muy vieja para subir y bajar tantas veces las escaleras.

Dejó la cesta de orquídeas en el suelo, junto a Penélope.

—Tal vez podamos convencer a tía Harriet para que tome un lacayo joven mientras estamos aquí —comentó Alisa a su hermana.

Pero ésta no la escuchaba. Miraba la tarjeta que acompañaba las orquídeas y exclamó con voz de triunfo:

—¡Es de tu duque!

Alisa frunció el entrecejo.

—No es «mi duque».

—¡Claro que lo es! Y a juzgar por el tamaño de la cesta, y teniendo en cuenta el precio de las orquídeas, no pasará mucho tiempo sin que te pida que te conviertas en «su duquesa».

Alisa cogió la tarjeta que le entregaba su hermana y leyó:

Para agradecerle dos bailes inolvidables.

Exminster

Se había sorprendido mucho al enterarse de que el caballero junto al que había cenado en casa de la marquesa era el duque de Exminster.

Era Penélope quien se había enterado de que poseía la mejor cuadra de caballos de carreras del país y su único rival era el conde de Keswick.

El duque se había dedicado a Alisa en todas las fiestas desde aquella noche. Ella, dándose cuenta de que se comportaba cada día con aire más posesivo, la noche anterior sólo había bailado dos veces con él y logró evitar la charla íntima que, era evidente, deseaba tener con ella el maduro caballero.

Le resultaba difícil explicarle a Penélope por qué no deseaba que él llegara al punto de proponerle matrimonio, lo que sospechaba que era su propósito.

Sólo sabía que la idea de casarse con alguien que contaba tantos años más que ella la asustaba y prefería no tener que verse en la obligación de darle al duque una negativa.

Pero como no quería discutir sus sentimientos, preguntó a Penélope:

—¿Tú qué flores has recibido?

La jovencita tenía en sus manos la caja. La abrió y pudieron ver que dentro solo había una rosa.

—¡Qué extraño obsequio! —exclamó Alisa—. ¿Quién te la envía?

Su hermana le alargó la tarjeta, que decía:

Una rosa para su igual.

Alisa rió.

—No puedes evitar que te comparen con esa flor, querida. Y claro, con tu vestido rosa pareces una de ellas.

—Estoy harta de que me lo digan. Y ese cargante del mayor Coombe no cesa de gastarme bromas acerca de ello.

—En realidad es un cumplido.

—¡De él no lo quiero! —Penélope tomó el ramo y afirmó—. ¡Éste es mejor! Tengo la maravillosa impresión, querida, de que superamos a las hermanas Gunning.

—¿En qué?

—En que ambas nos casaremos con un duque.

—¿Te refieres al caballero con quien bailabas anoche?

—¡El mismo! Puedo asegurarte que es muy fogoso.

Observando la expresión de Alisa, añadió:

—Si ambas nos convertimos en duquesas, estoy segura de que nos mencionarán en los libros de historia.

Alisa permaneció en silencio. Cuando le presentaron al duque de Hawkeshead, le había parecido un hombre poco atractivo.

Tenía un rostro rubicundo y no era apuesto en absoluto. Incluso le había disgustado la forma en que miraba a Penélope; se le antojaba impertinente.

Además, iba vestido sin mucha pulcritud y, hacia el final de la noche, notó que su rostro estaba todavía más enrojecido y que hablaba con voz muy fuerte, como si hubiera bebido en exceso.

Hubiera querido decir a Penélope que el duque no era el tipo de hombre con quien le gustaría que se casara.

Pero decidió que sería un error mostrarse demasiado crítica, así que se limitó a aconsejarle cautamente:

—Tienes tanto éxito, querida, que no hay prisa de que tomes una decisión. Creo que tía Harriet ya se ha resignado a tenernos aquí. Aunque jamás lo admitiría, sospecho que incluso disfruta con ello.

—Por supuesto. Y eso me resulta algo que olvidé decirte. Anoche llegó una nota de la señora Lulworth en la que dice que necesita más cremas. Hoy mismo nos enviará doscientos envases vacíos.

—¡Doscientos! —exclamó Alisa—. ¡Estupendo! Ahora quizá podamos comprarnos un vestido más cada una.

—Yo quiero mucho más que eso —declaró Penélope—. ¡No soporto más vestirme de rosa y mi vestido de tarde está hecho unos zorros!

Alisa sabía que aquello era casi exacto.

Ambas habían tenido que reparar sus vestidos y, aunque les habían añadido lazos y otros adornos, estaban seguras de que las damas que las veían repetidamente en las fiestas no se dejaban engañar y ya se habían dado cuenta de que lucían el mismo vestido noche tras noche.

Alisa calculaba mentalmente cuánto dinero recibirían por doscientos tarros de cosméticos, pero ya estaban en deuda con la señora Lulworth y se oponía a pedirle más crédito.

Pero sabía lo que Penélope opinaba al respecto.

—¡Vamos, Alisa, por Dios! —le decía—. Disfrutemos mientras tengamos oportunidad y, si nuestros futuros maridos son hombres enormemente ricos, no tiene sentido escatimar solo para complacer a tu fastidiosa conciencia.

—Desearía que no hablases como si ya hubiera aceptado casarme con el duque de Exminster, el cual ni siquiera me lo ha pedido.

—Pero piensa hacerlo y tú lo aceptarás. ¿Para qué fingir entonces?

—No… no he decidido aún si lo aceptaré o no.

—¿Cómo puedes ser tan absurda? ¿Perderías la oportunidad de ser duquesa? La alternativa sería volver al campo, pasarte allí la vida sin ver a nadie y sin hacer otra cosa más que copiar los manuscritos de papá.

—Hasta ahora he sido muy feliz allí contigo —declaró Alisa y su forma de hablar hizo que Penélope se arrepintiera.

—Disculpa mi rudeza, querida; pero sabes que lo que ahora nos sucede no se repetirá fácilmente.

Le pareció que Alisa no comprendía y le explicó:

—Tenemos éxito porque somos una novedad y a la alta sociedad siempre le interesa lo nuevo y sensacional. Pero en unos cuantos meses, quizá antes, se habrán acostumbrado a nosotros. Aparecerán otras hermanas Gunning para ocupar nuestro lugar y se olvidarán de nosotras.

Alisa sonrió.

—No creo que eso último suceda, pero entiendo lo que quieres decir.

—Pues entonces, ¡aprovechémonos de la situación! Agradécele a tu duque las flores y prométele que bailarás con él en la fiesta que da mi duque pasado mañana.

—¿Da una fiesta?

—Dice que en mi honor, y tengo la impresión de que planea declarárseme esa noche y anunciar después el compromiso. Le gusta causar impresión.

—¿Y cuándo piensas que vayamos al campo para hacer las cremas?

—Supongo que tendremos que hacerlo mañana. Así solo perderemos una invitación sin mayor importancia. Aunque me aburre pensar que echaremos todo un día en eso.

—No hay necesidad de que vengas. Puedo tomar la diligencia temprano y estoy segura de que podré regresar en otra por la tarde.

—¡Tengo una idea mejor! —exclamó Penélope.

Se oyó una nueva llamada en la puerta. Llegaba otro ramo de flores, lo cual hizo que Alisa olvidara preguntarle a Penélope qué era lo que estaba a punto de decir.

Se enteró por la noche, después de asistir a una recepción de la embajada francesa, en la cual estuvieron presentes el rey y el conde de Keswick.

Alisa no habló a solas con éste, pero estaba muy consciente de su presencia y de que mientras charlaba con el duque de Exminster, él no le quitaba los ojos de encima.

Cuando volvió a casa, cercana ya la medianoche, Penélope anunció:

—Lo tengo todo arreglado para mañana, Alisa.

—¿A qué te refieres?

—Iremos al campo en un carruaje de cuatro caballos. Será un viaje no sólo más rápido, sino también menos fatigoso que en diligencia.

Mientras Alisa la miraba sorprendida, continuó:

—Puedes adivinar de quién es el carruaje que nos llevará. Sólo hay una persona, aparte de la señora Lulworth, para quien lo de nuestras cremas no es un secreto.

—¡No te referirás… al conde de Keswick!

—Por supuesto que sí. ¿A quién si no? Cuando esta noche le he dicho lo que teníamos que hacer, enseguida ha puesto sus caballos a nuestra disposición.

—¿Cómo te has atrevido? —preguntó Alisa, casi enfadada—. ¡Ya estamos bastante en deuda con él y no deseo tener que agradecerle más cosas aún!

—Tú fuiste la primera en relacionarte con él… además, no he tenido que suplicarle nada. Sólo le he comentado que tendríamos que dejar pronto la fiesta porque mañana sería un día agotador. Me ha preguntado por qué, yo le he explicado la causa. Eso es todo.

—Me hubiera gustado que lo discutieras primero conmigo.

Penélope se echó a reír.

—Habrías dicho que no y yo, de todas formas, se lo hubiera pedido. Así pues, ¿qué objeto tenía?

Ya a solas, Alisa pensó que era inútil tratar de evitar que Penélope hiciera lo que deseara.

«Él debe de suponer que somos unas aprovechadas», se dijo llena de vergüenza antes de quedarse dormida.

* * *

E la mañana siguiente, cuando Alisa se ponía el sombrero, Penélope irrumpió en el dormitorio.

—¡Adivina quién nos espera abajo! —Sin esperar contestación, añadió—. El conde en persona nos llevará y dice que, como los caballos están descansados e impacientes no debemos hacerles esperar.

Salió antes de que Alisa pudiera decir nada, así que ésta se apresuró a coger el bolso donde había metido su viejo vestido y un delantal y bajó corriendo.

Frente a la puerta, impresionante con sombrero de copa, se encontraba el conde.

Conducía un faetón diferente a aquél en que Alisa había viajado la primera vez con él.

Éste era más bajo y tirado por cuatro magníficos sementales negros.

Las jóvenes se sentaron a su lado y, en cuanto el viejo Ben colocó en el carruaje la bolsa con los tarros que había enviado la señora Lulworth, partieron.

Hasta que no salieron de la plaza, Alisa no se dio cuenta de que, como había subido primero al faetón, iba sentada junto al conde con Penélope al otro lado.

Él iba concentrado en guiar los caballos y, tal vez porque disfrutaba con ello, no parecía tan aburrido como en las fiestas.

Incluso se volvió hacia ella con una leve sonrisa al decirle:

—Parece sorprendida de verme.

—Estoy más que sorprendida, avergonzada. No tenía idea de que se molestaría en llevarnos.

—Creí que así viajarían más rápido y también me interesa saber dónde vive, ya que no quiso revelarme el secreto.

Alisa recordó cómo había eludido sus preguntas y contestó:

—No creo que le parezca interesante.

Como iban a gran velocidad, no hubo oportunidad de continuar la conversación durante el viaje, que hicieron en tiempo récord.

Cuando tuvieron a la vista su casa, a Alisa le pareció más pequeña que nunca en aquel momento; pero al mismo tiempo muy atrayente porque era su hogar.

El conde les explicó lo que pensaba hacer:

—Tengo un amigo cerca de aquí que posee unos caballos que deseo ver. Sugiero que hagan su trabajo y yo volveré luego para que comamos juntos, aunque sea un poco más tarde de lo acostumbrado. Por la tarde regresaremos a Londres.

—¿Comer juntos? —balbuceó Alisa, pensando que no habría nada que ofrecerle en la casa.

El conde sonrió.

—He tomado precauciones, así que traigo comida para los tres.

—Es usted muy amable —manifestó Alisa, pensando que siempre se hallaba en desventaja ante él.

En cuanto llegaron a la casa, Penélope y ella corrieron escaleras arriba para cambiarse de ropa. Por fortuna, Emily estaba allí y la mandaron a recoger pepinos y lechugas mientras Alisa empezaba a mezclar los demás ingredientes y Penélope buscaba en la despensa tarros de miel que necesitaban.

Pese a que trabajaron con gran rapidez, Alisa temía no terminar antes que volviera el conde. En ese caso, tal vez él se disgustase por no poder regresar a Londres tan pronto como deseaba.

Pero finalmente tuvieron llenos todos los envases, excepto once porque ya no tenían ingredientes.

—Tendrán que esperar a otra ocasión —suspiró Penélope—. Seguro que la señora Lulworth querrá la crema de fresas, pero he ido al jardín y he visto que no estarán maduras hasta dentro de tres semanas por lo menos.

—Espero que tengamos que volver para hacer más cremas antes de eso.

—Pues yo creo que éste será el último lote que hagamos. Cuando seamos duquesas, iremos a la tienda de la señora Lulworth a quejarnos de que no tiene ningún nuevo cosmético que ofrecernos.

Alisa rió ante la idea.

Sin embargo, cada vez que Penélope hablaba de que serían duquesas, tenía una sensación casi de repugnancia.

Pero no tuvo mucho tiempo para pensar en ello. Cuando por fin los frascos estuvieron embalados y bajó apresurada las escaleras tras cambiarse de ropa, el conde las esperaba ya en la salita observando el cuadro que ella había dejado a medio pintar.

—Lamento si le hemos hecho esperar.

—No, nada de eso… estaba pensando que este cuadro haría una pareja perfecta con el otro que me envió.

Era la primera vez que mencionaba la pintura que le había mandado, y Alisa se ruborizó.

—Supuse que quizá le parecería muy poco en comparación de la gran suma de dinero que me dio… pero no tenía nada en la casa que no resultara ridículo junto a sus tesoros.

—Me encantó recibirlo.

Alisa le miró preguntándose si sólo era cortés o hablaba sinceramente.

Entonces Penélope entró en la salita y exclamó:

—¡Qué cosas ha traído! La señora Brigstock ha puesto ya la mesa y yo tengo tal hambre que no puedo esperar ni un minuto más.

Penélope se mostró muy conversadora durante la comida y el conde, sentado entre las dos en la silla de sir Hadrian, parecía tranquilo y divertido.

Había llevado hasta su propio vino, y lo único que tuvo que preparar la señora Brigstock fue el café.

—¡No podría comer ni un bocado más! —exclamó Penélope—. Pero necesitábamos reponer fuerzas porque Alisa y yo hemos trabajado a un ritmo increíble.

—Estoy seguro de que las mujeres que se beneficien de su labor apreciarán ese esfuerzo —dijo el conde con frialdad.

—Nuestras cremas son realmente muy buenas —dijo Alisa en tono casi desafiante.

—Lo sé, lo sé —aceptó el conde.

Ella pensó que habría observado sus efectos en Madame Vestris y tuvo una sensación casi dolorosa que no pudo explicarse.

—Creo que… tal vez quiera volverá Londres ya —dijo.

Era posible, pensó, que planease ver a Madame Vestris antes de la función o quizá contaba las horas hasta que pudiera recogerla para llevarla a cenar.

—No hay prisa —respondió el conde—. Y como Ben tiene que recoger lo que ha quedado de la comida, sugiero que me muestren el resto de la casa, que por cierto me parece muy acogedora.

—No puede hablar en serio —dijo Alisa.

—¿Por qué no? Es de estilo isabelino y ése es un período que siempre me ha fascinado.

—¡A mí también! Me encanta leer cómo la reina Isabel supo elevar el espíritu de la nación y logró crear un gran imperio.

—Eso es justamente lo que hizo. Necesitaríamos ahora otra reina que hiciera lo mismo.

Alisa le miró sorprendida, pero de inmediato recordó que, desde la muerte de la princesa Carlota, la heredera al trono después de los hermanos del rey, que no tenían hijos, era la hija pequeña del duque de Kent, llamada Victoria.

—Yo creo que el monarca siempre debe ser un hombre —declaró Penélope—. El rey que me hubiera gustado conocer es Carlos II.

—Como le gustaban tanto las mujeres bonitas, sin duda se habría fijado en usted.

—¿Y por qué no? —replicó Penélope—, en ese caso, me habría convertido en duquesa por mi propio derecho.

El conde se echó a reír.

—¿Es eso lo que pretende, ser duquesa?

—¡Por supuesto! Ya se habrá dado cuenta de que Alisa y yo somos las hermanas Gunning actuales. Elizabeth, la menor, se casó con dos duques, ¡uno después de otro, naturalmente!

El conde levantó la copa y brindó con un extraño brillo en los ojos:

—Que sus deseos se realicen.

De pronto, Alisa recordó que María, la hermana mayor, se había casado con un conde.

Rápidamente, apartó su silla y se puso en pie.

—Les ruego que me disculpen. Tengo muchas cosas que atender antes de volver a Londres.

Y sin mirar al conde, salió del comedor.

* * *

Aquella tarde, ya en casa de lady Ledbury, Penélope le comentó a su hermana:

—Debo confesar, Alisa, que el conde me ha parecido mucho más agradable de lo que pensaba.

—Sí, se ha portado muy bien —murmuró Alisa.

—Lástima que no sea aspirante a tu mano —como su hermana no contestara, Penélope añadió—: El mayor Coombe me contó que hay una apuesta de treinta a uno en su club a que ninguna mujer logra llevar al conde al altar.

—¿Por qué está tan decidido a continuar soltero?

—Me parece que de joven tuvo una desafortunada relación amorosa y eso le hizo jurar que se quedaría soltero, a pesar de que su familia casi le suplica de rodillas que se case para tener un heredero.

—Pero… supongo que habrá muchas mujeres en su vida —murmuró Alisa, pensando en Madame Vestris.

—Por supuesto, hay muchas damas hermosas que le persiguen. Pero dice el mayor Coombe que él sólo está dispuesto a comprometerse con sus caballos y su propiedad campestre. ¿Te ha hablado de ella?

—No.

—Se dice que es el ejemplo más perfecto de arquitectura isabelina que hay en toda Inglaterra.

—No lo sabía.

—¡Oh, Alisa, qué simple eres! Debes preguntar a la gente acerca de sus posesiones. Ya sabes que a todos los hombres les gusta hablar de sí mismos; así pues, no olvides que a tu duque le interesan los caballos.

Alisa pensó que lo sabía demasiado bien. Había oído hablar tanto de las cuadras del duque de Exminster, que casi le parecía que eran suyas. Y de nuevo, al pensar en aquel hombre, sintió una extraña repugnancia cuya causa no pudo explicarse.

Sabía únicamente que en la fiesta del día siguiente intentaría bailar con ella y hablarle íntimamente, lo cual debía evitarlo a toda costa, sobre todo lo último.

—¿No sería maravilloso, querida, que las dos nos comprometiéramos la misma noche, cada una con un duque? —le preguntó Penélope—. Sorprenderíamos a la alta sociedad y sería una lección para quienes se han negado a aceptarnos.

Alisa se sorprendió. Estaba tan agradecida a las anfitrionas que las invitaban, que no se había parado a pensar que otras no lo hacían.

—No tenía idea… ¿te refieres a alguien en concreto?

—¡Oh, Alisa, siempre tienes la cabeza en las nubes! No nos han invitado a un montón de fiestas porque somos demasiado bonitas para que la dueña de la casa desee que seamos competencia para sus hijas o porque no nos considera de su posición.

Alisa comprendía que las ambiciones de Penélope le hacían resentirse de aquellos desaires y que, siendo duquesas, ninguna puerta se cerraría ante ellas.

Pero cuando recordó al rubicundo duque le resultó imposible imaginarlo acariciando a Penélope. No obstante, comprendió de nuevo que no podía hablar de ello.

«Tampoco yo me imagino aceptando los besos del duque de Exminster», pensó.

* * *

El día siguiente fueron a entregar los tarros a la señora Lulworth, que se mostró encantada.

—Hay varias damas que los esperan. Confío en que sean tan buenas las cremas como las que hicieron antes.

—¡Por supuesto que lo son! —aseveró Penélope.

—Bien, han cumplido lo acordado y ahora estarán encantadas de saber que sus nuevos vestidos de noche están casi listos, sólo les faltan pequeños detalles.

Alisa lanzó una mirada acusadora a Penélope. Se daba cuenta de que su hermana no había esperado, sino que había encargado los nuevos vestidos sin consultarle.

—Debería enfadarme contigo, Penélope —le dijo cuándo la señora Lulworth no podía oírlas.

—¡Deberías estarme agradecida! Así podrás estrenar vestido esta noche y otro mañana en la comida que, sin duda, alguno de los duques dará en nuestro honor.

A Alisa le fue imposible contestar porque la señora Lulworth volvía con dos vestidos de noche casi terminados y, para consternación de Alisa, con otros dos de tarde que requerían prueba.

Había también dos más de mañana para cada una y, aunque hubiera querido protestar, comprendió que sería inútil. Tendría que dejar que Penélope se saliera otra vez con la suya.

Tenían que elegir los sombreros a juego con los vestidos de calle y, mientras se probaban algunos, Alisa conoció la causa de que la señora Lulworth estuviera de tan buen humor.

Les comentó que numerosas damas habían acudido a su tienda al saber que era ella quien hacía los vestidos, de las dos hermanas. Mencionó el nombre de algunas de sus nuevas clientas y añadió:

—La marquesa de Conyngham me ha pedido que la atienda mañana. Les estoy muy agradecida a las dos.

—Nos alegra que esté contenta —repuso Penélope—; pero espero, señora Lulworth, que su gratitud se refleje en la cuenta.

—Ya suponía que no dejaría de decir algo así, señorita Penélope. No se preocupe: no olvidaré lo que les debo.

Al volver a la casa de la plaza Islington, vieron que habían llegado nuevos ramos de flores y más invitaciones.

Cuando subían a su habitación para cambiarse de ropa, Alisa preguntó a Penélope:

—¿Has escrito al conde para agradecerle que nos llevara al campo ayer?

—No he tenido tiempo y creí que tú lo harías por las dos.

—Le escribí, pero fue idea tuya y creo que debías darle las gracias.

—Dudo que repare en si lo hago o no. De todas maneras, me parece que preferiría una carta de Madame Vestris.

—¿Qué sabes tú de Madame Vestris y del conde?

—Alguien, creo que el mayor Coombe, me dijo que se juzgaba el éxito de esa dama en Londres por el hecho de que había cautivado al público inglés y, lo que era más difícil, al conde de Keswick.

Alisa no contestó. Entró en el dormitorio y no supo por qué le parecía tan poco atractivo el vestido que había extendido sobre su cama. Le habría dado lo mismo ponerse cualquiera de los viejos.

Penélope había conseguido que el duque de Hawkeshead enviara el carruaje a recogerlas para llevarlas a la fiesta.

—¡Estás preciosa, querida! —exclamó Alisa cuando vio a su hermana con el nuevo vestido.

Era blanco, adornado con magnolias en el bajo y en el borde del escote, que dejaba al descubierto los blancos hombros de Penélope.

Lucía una guirnalda de las mismas flores sobre la dorada cabellera y era indudable que ninguna diadema por valiosa que fuera, podría ser más favorecedora.

Penélope parecía una náyade que surgiera de una cascada. Había en ella un aire de juventud primaveral que Alisa también poseía, aunque no se daba cuenta de ello.

Su vestido también era blanco, pero en lugar de exóticas magnolias, llevaba como adorno diminutas cuentas de cristal que salpicaban el suave tul que cubría sus hombros como una nube transparente.

Si Penélope parecía la encarnación de la primavera, Alisa era como Perséfone, que traía nuevamente la luz al mundo tras la oscuridad del invierno.

No era tan espectacular como su hermana, pero a cualquier hombre le resultaría imposible verla una vez sin desear mirarla de nuevo.

Tras dar las buenas noches a su tía, se apresuraron hacia el elegante carruaje del duque, que ya aguardaba.

Una vez en el camino, Alisa dijo titubeante:

—Si el duque te pide esta noche que te cases con él… por favor, querida, piénsalo seriamente antes de aceptar.

—¿Qué hay que pensar?

—Si serás realmente feliz con él. Será tu marido y pasaréis juntos el resto de vuestras vidas.

—¿Te imaginas tener siempre un carruaje como este que te lleve a donde quieras? ¿Ser la dueña de una mansión en el Park Lane y un castillo en Kent? Y creo que tiene además, como media docena de residencias por toda Inglaterra.

—No se trata sólo de lo que posee… sino de lo que es.

—¡Duque!

Era inútil, decidió Alisa, tratar de hacerle entender a su hermana lo que quería decirle.

Deseaba la felicidad de Penélope más que cualquier otra cosa en el mundo y no podía dejar de pensar que sería muy difícil que fuese dichosa con el duque de Hawkeshead.

Enseguida pensó en el hombre que Penélope llamaba su duque y comprendió que lo mismo podía aplicarse a su caso.

¿Qué importaba, una vez a solas, que fuera duque o un hombre corriente? Serían marido y mujer y él, además, padre de sus hijos…

Y de súbito, comprendió que no podría casarse con el duque de Exminster a pesar de lo que su hermana dijera.

Se puso tan nerviosa que habría deseado detener el vehículo, bajar y correr de vuelta a Islington. O mejor aún, regresar al campo para que el duque jamás la encontrara.

Se dijo que era una tonta al pensar así. Quizá no se le declarase…

Pero su intuición le indicaba cuál era la realidad.

Era sólo cuestión de tiempo que el duque le propusiese matrimonio y, si lo rechazaba, tendría que enfrentarse a los reproches y la furia de Penélope.

«¡No puedo, no puedo!», se repitió con desesperación, sintiendo como si el elegante carruaje no la condujera a un baile, sino a la guillotina.