Capítulo 2

El teatro del Rey no se encontraba a gran distancia de la calle Bond, pero de cualquier manera Alisa se dio buena prisa, temerosa de que Madame Vestris se fuera antes de llegar ella.

Mientras caminaba, trató de recordar todo lo que sabía acerca de la actriz, que por fortuna era bastante.

Penélope se interesaba mucho por todo lo que se refería al teatro. Era ella quien le había comentado lo que los periódicos decían acerca de que Madame Vestris había cautivado Londres con su primera representación, que tuvo lugar cinco semanas después de la batalla de Waterloo.

Lucy Vestris, que era hija de artistas, estaba entonces casada con un actor italiano. Los periódicos siempre la describían como vivaz, extremadamente bonita y aseguraban que tenía, aunque a la joven le sonaba bastante impropio, las más hermosas piernas que aparecían en un escenario.

Durante algunos años su éxito se debió a su forma de bailar, pero recientemente —hacía de ello menos de un año—, los periódicos habían hecho el sensacional anuncio de que Madame Vestris interpretaría un papel masculino en la opereta titulada Giovanni en Londres.

El estreno fue un sonado éxito y, desde entonces, el teatro se llenaba todas las noches para ver las famosas piernas de la actriz enfundadas en pantalones.

—Me parece que es un acto valiente por su parte —había comentado Penélope.

—¿Y no te parece que es algo… falto de modestia? —le preguntó titubeante Alisa.

Habían discutido hasta que Alisa encontró una crítica sobre la actuación de Madame Vestris. Decía así:

Es un papel que ninguna mujer debería representar, a menos que haya descartado de su mente y de su persona todo los delicados escrúpulos que la distinguen.

—Me niego a estar de acuerdo hasta que la haya visto por mí misma —declaró Penélope—. Yo creo que debe ser bastante divertido vestirse de hombre.

—¡Caramba, Penélope! —exclamó Alisa—. ¿Qué otra barbaridad se te ocurrirá después?

Sin embargo, no podía evitar pensar que sería emocionante ver la opereta; pero cuando Penélope se lo sugirió a su padre, éste dijo que no era una diversión propia de jovencitas.

«¡Qué lástima que Penélope no venga conmigo!», pensó Alisa mientras se dirigía al Teatro del Rey.

Pero enseguida se percató de que habría sido un grave error, ya que, sin duda, se le habría ocurrido una nueva idea: que ambas pidieran trabajo como actrices para ganar dinero. Pensar en algo tan ridículo le hizo reír.

Después de entrar por la puerta de artistas, se dirigió a un hombre de edad sentado dentro de una especie de cabina con ventanas de vidrio.

—Quisiera ver a Madame Vestris.

—No lo creo posible, señorita, a menos que tenga cita.

—Traigo algo que Madame pidió a la señorita Lulworth.

—¿La de la calle Bond?

—Así es.

—Entonces creo que sí la recibirá.

El hombre salió de la cabina y echó a andar por un oscuro pasillo. Viéndolo, Alisa se dio cuenta de que la parte trasera de un teatro no es tan atrayente como la que ve el público.

Siguió al hombre hasta un lugar donde había varias puertas sin nombres pintados en ellas y tras las cuales se escuchaban voces y risas.

Esto puso a la joven más nerviosa aún de lo que ya estaba. Su guía se volvió a mirarla y le dijo:

—¡Espéreme aquí!

Alisa apretó con fuerza el bolso en que llevaba las cremas, mientras elevaba en silencio una plegaria en la que pedía tener éxito.

Estaba segura de que si Madame Vestris probaba cualquiera de las cremas, quedaría encantada. Nunca habían dejado de surtir un efecto beneficioso y, año tras año, la gente acudía en busca de los preparados naturales que hacía su madre.

El hombre había llamado a la puerta que tenía pintado, en grandes letras blancas, el nombre de Madame Vestris.

Al otro lado del corredor se abrió una puerta por la que salieron tres mujeres vestidas con la ropa que, sin duda, usaban en escena.

Hablando y riendo, avanzaron hacia donde estaba Alisa.

Ésta, viéndolas de cerca, se dio cuenta de que los trajes eran cursis y, en su opinión, tan cortos que resultaban indecentes.

Se hizo a un lado para dejarlas pasar y le dio en la nariz una vaharada de perfume tan fuerte como vulgar, que persistió en el aire aun después que ellas se alejaron.

El hombre había entrado en el cuarto. Le oyó hablar con alguien y de nuevo temió que Madame Vestris tuviera, como le había prevenido la señora Lulworth, uno de sus malos momentos.

Los periódicos habían publicado bastantes referencias poco amables acerca de su temperamento y Penélope le había contado —para Alisa resultaba un misterio cómo lo había sabido—, que todas las grandes actrices hacían escenas y molestaban a los demás actores tan sólo para mostrar su superioridad.

Al cabo de lo que le pareció un largo rato, aunque sólo habían sido unos minutos, el hombre volvió.

—La recibirá —le indicó lacónico, señalando la puerta que había dejado entornada. Después se alejó por el corredor.

Alisa empujó la puerta deseando no haber ido allí; pero a la vez decidida, por el bien de Penélope, a hacer todo lo que estuviera en su poder para convencer a Madame Vestris de que comprase sus cremas.

El camerino era tal cual lo había imaginado, sólo que más grande, y estaba lleno de flores. Pero por un momento, a Alisa le fue imposible mirar nada que no fuese una figura menuda que se hallaba de pie en el centro del cuarto: ¡una mujer con ajustados pantalones hasta la rodilla!

Todo lo que había pensado decir pareció esfumarse de su mente. Sólo podía mirar a Madame Vestris, ataviada para su papel de Giovanni en Londres, con ajustados pantalones que revelaban sus famosas piernas.

También llevaba una casaca roja, bordada con hilo de oro, que le llegaba hasta más abajo de las caderas, pero no hacía más respetable su apariencia.

Sólo con un gran esfuerzo logró Alisa mirar el rostro de la actriz, apartando la vista de la parte inferior de su cuerpo.

Era realmente muy guapa, con grandes y brillantes ojos oscuros y cabello negro rizado. Parecía italiana, pero hablaba con acento francés. Alisa recordó que sólo hacía un año que había llegado a Londres procedente de París.

—¿Me traes algo de parte de la señora Lulworth? —preguntó.

Turbada, Alisa recordó que debía hacer una reverencia.

—Sí, Madame. La señora Lulworth me informó de que necesitaba usted algunas cremas faciales nuevas y yo tengo unas excepcionales que nunca antes se han vendido en Londres.

—¿Será posible?

Con rapidez, Alisa abrió su bolso mientras buscaba con la mirada un sitio donde poner los frascos.

Todas las mesas del camerino estaban cargadas de flores. También había ramos en el suelo y apoyados contra las paredes.

Al mirar a su alrededor, Alisa se dio cuenta de que Madame no estaba sola, ya que en una cómoda butaca había un caballero sentado y con las piernas estiradas.

Ella sólo le echó una ojeada y se concentró en lo que había ido a hacer. Sacó un tarro.

—Esta crema se llama «Frescor de Primavera» —explicó—. Todos sus ingredientes provienen de nuestro jardín, suaviza la piel y elimina las manchas.

—Lo dudo mucho —sonrió escéptica Madame Vestris—. ¿Quién puede evitar que se le reseque el cutis con este horrible clima?

—Me permito sugerirle, Madame, que use «Frescor de Primavera» por la noche y, una o dos veces a la semana, «Atardecer rojo», que está hecha a base de zanahorias y limpia la piel de cualquier impureza.

Madame Vestris abrió los frascos y olió su contenido. Después como si viera a Alisa por primera vez, dijo:

—Habla como si se sintiera muy segura. ¿Usted usa las cremas o sólo la han contratado para venderlas?

Como le pareció algo impertinente, Alisa se puso tensa y dijo:

—Le aseguro Madame, que no sólo las uso yo misma, sino que también las preparo. Fue mi madre quién me enseñó a mezclar los ingredientes.

—Su piel es realmente muy bonita —admitió Madame Vestris a regañadientes.

Alisa creyó notar en ella cierto aire hostil, así que se apresuró a decir:

—Dentro de un mes podré preparar una maravillosa crema con fresas frescas. Es excelente para irritaciones cutáneas y…

—¡Yo no tengo ninguna irritación! —La interrumpió con brusquedad la actriz y, por un momento, Alisa temió haberla ofendido.

Con los dos frascos de crema en las manos, Madame Vestris se dirigió a su tocador, donde había una gran cantidad de frascos, tarros y pomos de perfume.

La actriz tomó asiento para aplicarse en cada mejilla una de las cremas elaboradas por Alisa y su hermana.

—Quisiera saber si son verdaderamente diferentes a las que he usado hasta ahora —dijo con tono desconfiado.

—Le aseguro que lo son —insistió Alisa—, y después de usarlas una noche notará una mejoría.

—Las cremas no me impresionan tanto como su cutis. No puedo evitar pensar que, o es usted la mejor publicidad que haya tenido jamás un producto o, de lo contrario, es tan buena actriz que debería estar en un escenario.

—¡Tal vez sea ambas cosas! —dijo una voz masculina detrás de ellas.

Alisa había olvidado que alguien más se encontraba en el camerino y se sobresaltó ligeramente. Madame Vestris se volvió entonces hacia el caballero con una amplia sonrisa.

—Aconséjeme, milord. ¿Debo probar algo nuevo?

—Eso es algo que, en el pasado, jamás titubeó en hacer —repuso el caballero y Madame Vestris se echó a reír.

—Es cierto. Y cuando me atreví jamás lo lamenté.

—¿Por qué habría de hacerlo si ha arrasado Londres como una tormenta?

Alisa se dio cuenta de que ambos se referían a la osadía de Madame Vestris de presentarse en escena vestida de hombre con prendas sumamente reveladoras.

La actriz, mientras esparcía la crema sobre sus mejillas para empolvarlas después, preguntó:

—¿Cuánto espera la charlatana de la señora Lulworth que pague por ellas? ¡Estoy segura de que será una suma exorbitante!

Alisa contuvo el aliento, pero antes que ella pudiera contestar, Madame Vestris añadió:

—Sé muy bien que si las uso, mañana todo Londres querrá seguir mi ejemplo, así que en realidad se me debería pagar por imponer una nueva moda, y no esperar que sea yo quien pague.

Alisa sintió una punzada de temor al pensar que si Madame se negaba a pagarlas, la señora Lulworth no se las compraría.

Entonces, la voz masculina dijo:

—Sugiero que eso lo deje de mi cuenta. Como bien sabe, Lucy, estoy dispuesto a ser su banquero.

Madame Vestris rió de nuevo.

—Sería, sin duda, un regalo muy original… y bastante más barato que un brazalete de diamantes.

—¿Es eso lo que desea?

Madame Vestris se alzó de hombros, en un ademán típicamente francés.

—¿Qué mujer tiene nunca diamantes suficientes? —dijo con suavidad.

—No lo olvidaré. Ahora, lamentablemente, debo dejarla, pero esta noche vendré por usted al terminar la función y le prometo que no se sentirá desilusionada con la fiesta que se ha organizado en su honor.

—En ese caso deberé lucir su último obsequio, milord.

El caballero se acercó al tocador y Alisa se dio cuenta de que era alto y de anchos hombros. Vestía con elegancia extrema y ella admiró el brillo de sus botas y la forma irreprochable en que llevaba anudada la corbata blanca.

Sabía muy bien lo difícil que era lograr tal perfección, ya que con frecuencia ayudaba a su padre en tal menester.

También el rostro del caballero le llamó la atención, era sumamente atrayente, aunque de expresión imperativa.

Sus facciones firmes, cejas espesas y mandíbula cuadrada, le hicieron sospechar que tenía un carácter dominante y quizá incluso agresivo.

Se le ocurrió que tal vez sería aquél el tipo de hombre que Penélope conocería en Londres. Pero enseguida se dijo que aquel caballero era demasiado grande para su hermana. Y de cualquier manera, no deseaba que a Penélope la cortejaran hombres que solían relacionarse con actrices y bailarinas de moral dudosa.

Aunque vivían en el campo, no ignoraban los excesos que cometían el príncipe regente y el círculo que lo rodeaba. Hasta en su escondida población se comentaba con escándalo las relaciones del príncipe de Gales con la señora María Fitzherbert y después con lady Jersey, que a su vez fue sustituida por lady Hertford.

Para Alisa eran sólo nombres, pero en las conversaciones de su padre con algunos amigos se mencionaban con frecuencia. También Eloise y su madre, la señora Kingston, tenían mucho que contar cada vez que volvían de Londres. Según ellas, había caballeros que cortejaban a las actrices bonitas y a mujeres que ninguna dama accedería a conocer.

Ahora, mientras el caballero se llevaba a los labios la mano de Madame Vestris, Alisa se dijo que debía tener mucho cuidado de que Penélope no se ilusionara con ningún hombre que coqueteara con ella sin intención de proponerle matrimonio.

—Hasta la noche —se despidió el amigo de Madame, y a continuación se volvió hacia Alisa para indicarle—: Venga conmigo. Yo le pagaré la cuenta.

Alisa estaba a punto de preguntar por qué debía ir con él, cuando se oyó un fuerte golpe en la puerta y una voz gritó:

—¡A escena, Madame!

La actriz lanzó una exclamación de sorpresa, cogió un sombrero adornado con plumas que había sobre una silla y se despidió en francés:

—Au revoir, milord. Esperaré con ansiedad esta noche.

Enfatizó las últimas palabras y dirigió al hombre, lo que a Alisa le pareció, una mirada provocativa.

Luego salió y su taconeo se oyó por el pasillo camino del escenario.

Alisa levantó la mirada y descubrió que el caballero la observaba con una mirada penetrante que la turbó.

—Como me imagino que no tiene carruaje —dijo él con voz fría y de aquella forma pausada en que al parecer hablaba siempre—, la llevaré adonde quiera ir.

—No hay necesidad —respondió Alisa de inmediato—. Vine andando y puedo volver a pie.

—¿A dónde?

—A la calle Bond.

—Como vivo en la plaza Berkeley, llevamos la misma dirección y creo que mi faetón resultará más rápido que sus pies.

Como le pareció que sería absurdo rehusar, Alisa se limitó a decir:

—Gracias.

Salió de la habitación por delante, mientras pensaba que, en comparación con la elegante apariencia del caballero, ella debía de ofrecer un aspecto muy pobre e insignificante.

Llegaron donde se encontraba el hombre que la había guiado hasta el camerino y, al pasar junto a él, a Alisa le pareció que le sonreía.

—Muchísimas gracias —le dijo y salió.

Frente a la puerta de artistas, que daba a un callejón lateral, se encontraba el coche más grande y elegante que Alisa había visto jamás. Era un faetón y tiraba de él un magnífico par de caballos.

Se detuvo para admirarlo hasta que el caballero dijo con una leve sonrisa:

—Estoy esperando para ayudarle a subir.

—¡Oh, perdone! —dijo ella con timidez mientras le tendía la mano derecha.

Él, tras ayudarla a sentarse, ocupó el puesto del conductor y tomó las riendas de manos del palafrenero. Éste saltó al pequeño asiento situado en la parte trasera del vehículo.

Cuando los caballos se pusieron en marcha, Alisa pensó que nunca en su vida había viajado en un carruaje tan impresionante.

«A Penélope le dará mucha envidia cuando se lo cuente», pensó.

—Me gustaría saber en qué piensa —dijo una voz junto a ella.

Alisa sonrió.

—Pensaba en lo magnífico que son sus caballos, señor, y en que su faetón es el vehículo más elegante que he visto nunca.

Se calló, por no parecer demasiado provinciana, ya que jamás había viajado con caballos que llevaran arneses de plata.

—Me complace su opinión, pero a la vez lamento que no se haya formado ninguna opinión parecida del conductor —manifestó él.

Durante un momento, Alisa no supo a qué se refería. Luego, con rapidez y sin pensar, contestó:

—Mi madre siempre decía que era incorrecto hacer alusiones personales.

El caballero se echó a reír.

—Veo que no es tan reservada y seria como parece.

Alisa pensó que tal vez se refería a su manera de vestir y por un momento titubeó, indecisa entre decirle o no la verdad. Finalmente consideró que no había razón para no hacerlo.

—Es que tenía que venir sola a Londres y no quería… llamar la atención.

Hubo un ligero temblor en las últimas palabras porque recordó al hombre que había estado a punto de hablarle en la calle Bond.

—Muy sensato por su parte. Imagino que vive en el campo y allí prepara esos productos milagrosos que vende a las actrices famosas.

A la joven le pareció que lo decía como si se tratara de una ocupación aburrida y decidió que sería un error contestar, así que se limitó a mirar al frente, levantando un poco más la barbilla.

Él añadió:

—He pensado que como tengo que llevarla primero a mi casa para hacerle un cheque por el importe de la compra, tal vez acepte comer conmigo antes de proseguir sus ventas o volver a su casa.

Al oír hablar de comida, Alisa se percató de que estaba hambrienta.

Debía de ser ya más de mediodía, hora en que la señora Brigstock solía servir la comida, y había pasado ya mucho tiempo desde el desayuno.

Ahora sentía un vacío en el estómago y la idea de comer algo la reconfortaba.

—Es usted muy amable al sugerirlo… pero no quisiera ser… ninguna molestia —dijo titubeante.

—Por supuesto que no lo será —le aseguró el caballero—. E imagino que no querrá gastar en comer parte del dinero que voy a pagarle. Aquí en Londres los restaurantes suelen ser caros.

—¡No, por supuesto que no! El dinero es para… para algo muy especial… pero tal vez sea mejor… que espere hasta llegar a casa.

Mientras hablaba pensó que para entonces estaría ya desfallecida de hambre.

Además, no tenía idea de dónde comprar algo para comer y estaba segura de que su padre se enfadaría muchísimo si supiese que se había atrevido a comer sola en un lugar público.

—Comerá conmigo y me lo contará todo acerca de usted —decidió el caballero—. Me interesa saber cómo hace sus cremas y porqué.

Alisa pensó de pronto que tal vez quisiera comprar algunas para sí mismo, pero descartó la idea por ridícula.

Había mucho tráfico y el caballero ya no habló hasta que llegaron a la calle Albemarle.

—¿Viene a Londres con frecuencia? —le preguntó entonces a la muchacha.

Alisa negó con la cabeza.

—Hace dos años que no venía y me parece que ahora hay muchos más carruajes en las calles. Pero claro, como es el año de la coronación…

—Sin duda ésa es la causa, pero si aumenta continuamente esta misma proporción el tráfico de Londres, inevitablemente llegará el momento en que no se podrá circular, porque todos los círculos quedarán atascados.

Alisa rió; le parecía una idea divertida. En aquel momento, los caballos se detuvieron frente a una casa muy grande e impresionante de la plaza Berkeley. La joven recordó haberla visto antes y que le pareció muy hermosa.

Dos lacayos con pelucas empolvadas salieron apresuradamente y extendieron una alfombra roja desde el pórtico de la mansión hasta el coche.

Alisa esperó hasta que el caballero dio la vuelta al faetón para estar a su lado. Bajó entonces y, emparejados, se dirigieron al amplio vestíbulo del cual partía una impresionante escalera y unas paredes que se hallaban adornadas con numerosos cuadros de marco dorado.

—Tenemos una invitada para la comida, Dawkins —indicó el caballero al mayordomo—. Supongo que la señorita deseará subir arreglarse un poco.

A una seña del mayordomo, un lacayo se acercó a Alisa y le indicó:

—Sígame por favor, señorita.

Obediente, subió tras él la escalera, sintiendo que sus pies se hundían en la gruesa alfombra que la cubría.

«Esto es una aventura», pensó, «y debo fijarme bien para recordarlo todo y contárselo a Penélope».

El lacayo la condujo a un dormitorio del primer piso, que tenía las paredes tapizadas en brocado, cama con dosel, un tocador con cubierta de muselina orlada de encaje y cortinas drapeadas.

Alisa lo miraba todo con los ojos dilatados por el asombro, cuando entró una doncella.

—Vengo a ayudarla, señorita —se presentó.

Alisa se quitó la capa y se sentó ante el bonito tocador para quitarse el sombrero.

Había un juego de peine y cepillos con mangos de oro, con los que podría retocarse el peinado.

Se alegró de haberse lavado el cabello el día anterior. Le caía en ondas naturales a ambos lados de la cara y, aunque sabía que no lucía un peinado muy elegante, sin duda resultaba bonito y bien arreglado.

El azul oscuro del vestido acentuaba la blancura de su piel, y pensó con cierta sensación de gratitud que era precisamente su cutis lo que había provocado el interés por las cremas, primero en la señora Lulworth y después en Madame Vestris.

Recordó emocionada lo que ambas habían dicho acerca de que habría demanda de sus productos, y empezó a calcular cuántos tarros tendrían que preparar ella y Penélope antes de irse a vivir con su tía Harriet.

Esperaba que, si Madame Vestris se mostraba complacida, la señora Lulworth les vendiera a crédito por lo menos un traje para cada una.

La doncella cruzó el dormitorio con un cubo de agua caliente que alguien le había entregado en la puerta, hasta un rincón donde se veía un lavabo. La jofaina y el aguamanil eran de fina porcelana esmaltada con flores.

Tras lavarse el rostro y las manos, se sintió fresca y libre del polvo que se le había pegado durante el viaje en la diligencia, porque ésta lo levantaba del camino como una espesa nube.

Mientras se secaba las manos, preguntó:

—Cuando baje las escaleras, ¿habrá alguien que me indique a donde debo dirigirme?

—Por supuesto, señorita. El señor Dawkins, el mayordomo, la estará esperando.

Hablaba la doncella como si el que el mayordomo no lo hiciera fuera una grave falta social, y Alisa sonrió mientras le agradecía sus atenciones.

Trató de recordar todo lo que su madre le había contado de las grandes mansiones y lo que sucedía cuando uno era huésped de ellas.

Esperaba no cometer muchos errores en el caso de que, si las oraciones de Penélope eran escuchadas, las invitaran a fiestas de gente importante.

Se preguntó si aquel caballero, que era tan amable de invitarla a comer, podría serle de alguna utilidad para ese propósito, pero de nuevo se sintió segura de que no era el tipo de persona con quien le gustaría que se relacionara su hermana.

El mayordomo, que la esperaba al pie de la escalera, sin decir una palabra la condujo hasta una puerta situada al fondo del vestíbulo.

Al entrar, Alisa vio que se trataba de una biblioteca decorada en verde y oro, con todas las paredes cubiertas de libros.

No pudo reprimir una exclamación de asombro mientras volvía los ojos hacia su anfitrión, que la esperaba de pie junto a la chimenea.

—¡Qué hermosa biblioteca! —comentó—. Es usted afortunado al poseer tantos libros.

Surgió una leve sonrisa en los labios del hombre antes que éste contestase:

—Es la posesión por la que menos felicitaciones recibo.

—¿Por qué? —preguntó Alisa, sorprendida, mientras se acercaba a él.

—He descubierto que poca gente tiene tiempo para leer, y las mujeres menos que nadie.

—¡Qué extraño! —murmuró Alisa.

Su sorpresa era auténtica. Su padre leía sin cesar, ella también y su madre tenía una sección completa de la biblioteca para sus libros favoritos.

—Supongo, por ese comentario, que a usted le gusta leer —dijo el caballero.

—Por supuesto.

—Antes que continuemos nuestra charla, permítame ofrecerle una copa de champán. ¿O prefiere madeira?

Alisa titubeó.

Sentía la tentación de aceptar el champán, que había probado en pocas ocasiones especiales, tales como cumpleaños o Navidad, pero recordó que no había comido nada desde el desayuno.

—Creo que no debo beber —dijo tras una larga pausa.

—¿Por qué?

La manera seca y brusca en que fue hecha la pregunta intimidó a Alisa.

—Es que… hace muchas horas que desayuné.

—Así que se porta con sensatez, ¿eh? ¿Lo hace siempre así o lo cree necesario únicamente en esta ocasión?

Alisa parpadeó desconcertada.

—Procuro ser sensata siempre —repuso con sencillez.

—Entonces, sáltese por una vez la regla y acepte un poco de champán para celebrar nuestro primer encuentro.

A Alisa le pareció extraño que dijera aquello; pero como se pensaba de forma tan impersonal, con el mismo tono que había hablado antes, pensó que sería sólo una forma de hablar, sin que en realidad tuvieran nada que celebrar.

Él cogió una botella de champán de un recipiente de oro y mi vio un poco en una copa que entregó a la joven.

Ella, al aceptarla, dijo:

—Tal vez parezca una pregunta tardía pero… ¿podría darme su nombre?

—Tiene razón. Olvidaba que no nos hemos presentado. Soy el conde de Keswick. Ahora dígame quién es usted.

—Soy Alisa Wyn…

De pronto se le ocurrió que si iban a Londres como se proponían, sería un gran error que alguien supiera cómo habían podido comprarse sus vestidos y, más que nadie, aquel hombre autoritario y de aire cínico.

—… Winter —terminó—. Alisa Winter.

—Un apellido inadecuado. Pero su nombre es encantador… no creo haber conocido antes a nadie que lo llevase.

—Es griego.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Siempre lo he sabido. Supongo que me lo pusieron porque mi madre se interesaba mucho por la mitología griega.

El conde arqueó una ceja, pero no hizo ninguna observación porque en aquel momento anunció el mayordomo:

—La mesa está servida, señoría.

Alisa tomó otro sorbo de champán y dejó la copa sobre una mesa.

Luego siguió al conde y, al pasar por el vestíbulo, vio que la doncella que le había ayudado colocaba su capa, su sombrero y el bolso que contenía las cremas sobre una silla.

Esto le recordó que no debía entretenerse mucho con la comida. Tenía que darse prisa para volver a la calle Bond, decirle a la señora Lulworth lo que había sucedido e ir después a Islington para tomar la diligencia. Sería un desastre que la perdiera.

El comedor era una estancia preciosa, de forma oval, pintada en suave tono verde y con hornacinas en los que se veían estatuas de figuras mitológicas.

Tras sentarse en el lugar que le indicaron, las admiró emocionada y dijo:

—Me pregunto si seré capaz de reconocer a quién representa cada una de sus esculturas… seguro que la que tengo enfrente es la de Apolo.

—Tiene razón; pero antes que empecemos a hablar otra vez de mis propiedades, sugiero que me hable de usted, señorita Winter —frunció el ceño y agregó—: No, no la llamaré Winter. Usted debe ser Alisa. Es un nombre precioso y le va muy bien.

Alisa casi no prestaba atención a lo que el hombre decía, preocupada porque consideraba que sería un grave error que supiera mucho de ella.

Después se dijo que tal vez sus temores fueran infundados.

Pese al proyecto de Penélope de ponerse en contacto con la marquesa de Conyngham, tenía la desagradable sensación de que terminarían cosiendo para los nativos africanos y copiando folletos. Y los lamentos de tía Harriet por la maldad del mundo las obligarían a ir a la iglesia un mínimo de seis veces a la semana.

«Si pudiéramos ir a una casa como esta…», pensó.

Al empezar a comer, se dio cuenta de lo hambrienta que estaba y también de que aquélla era la comida más deliciosa que había probado en su vida.

El conde rechazó el vino tinto que le ofrecía el mayordomo y pidió que le llevaran blanco. Cuando se dirigió a Alisa, ésta ya casi había terminado el primer plato.

—Estoy esperando —señaló.

—No… no hay nada que contar —contestó enseguida la joven—, a menos que desee que le hable de la vida campestre, como la llegada del cuco, el primer corderito nacido en el terreno junto al jardín y la belleza de los narcisos silvestres.

Hablaba en tono de broma, como cuando charlaba con Penélope, y el conde dijo:

—Tenía razón Madame Vestris en lo que dijo sobre usted: es sin duda una consumada actriz.

—¡Oh! —rió ella—. Si lo fuera podría hacer mucho dinero. Recuerdo haber leído en el periódico que Madame Vestris percibe un enorme salario cada semana y que en las funciones especiales gana más que nadie.

—Así que eso es lo que quiere; dinero…

—No mucho, únicamente lo suficiente para algo muy… algo muy especial que hará feliz a mi hermana.

—¿Y qué es?

Alisa se dio cuenta de que había cometido una indiscreción y se preguntó si sería el champán lo que le hacía hablar de más.

—Es un secreto, señor. Ahora hábleme de usted. Jamás había visto una casa tan bella ni que contuviese tantos tesoros.

—¿En especial mis libros?

—También he reparado en los cuadros magníficos que hay por todas partes.

—¿De qué quiere entonces que hablemos?

—Es difícil decidir lo más importante… cuando mire los libros que tenemos en casa, pensaré en los suyos y lo mismo me ocurrirá con las pinturas.

—¿Y dónde está su casa?

—En una pequeña villa de Hertfordshire. No creo que haya oído hablar de ella.

—En otras palabras, se niega a decírmelo. ¿Por qué es tan reservada?

—¿Puedo preguntar a mi vez, milord, por qué es usted tan inquisitivo?

—Creía que la razón era evidente —dándose cuenta de que la había intrigado, añadió—: La he observado y me pregunto qué hace para que su cutis sea tan claro que casi parece transparente y tenga la textura de un pétalo de rosa.

Nuevamente el tono seco de su voz dio la sensación de que leía algo en un libro más que decir un halago, lo que hizo que Alisa sonriera.

—¿De qué se ríe?

—De que nunca me habían dicho que parezco una rosa. Es a mi hermana a quien siempre la comparan con esa flor. Yo soy una violeta, alguien sin importancia, una pequeña y humilde violeta.

—Que uno debe buscar entre las hojas.

—¡Casi se ha puesto usted poético, milord!

—Encontrará muchos libros de poesía en mi biblioteca.

Alisa suspiró.

—Quisiera poder leerlos todos… pero a papá no le interesa la poesía, así que tenemos muy pocos libros de versos en casa.

El conde se sirvió de nuevo antes de preguntar:

—¿Así que viene poco a Londres?

—Sólo en raras ocasiones, aunque tal vez lo hagamos en un futuro cercano.

—¿Para vender sus cremas?

—Sí, por supuesto.

—Me parece una triste vida para una joven residir en el campo, donde hay tan pocas diversiones, haciendo cremas para embellecer a otras mujeres.

—Espero que a Madame Vestris le agraden.

En la voz de Alisa se reflejó una nota de ansiedad al pensar lo desilusionada que quedaría Penélope si, después de todos sus planes, tenían que usar en Londres la única ropa que tenían y nadie se interesaba por ellas.

Por un momento cruzó la idea de que con lo que costaba uno solo de los objetos de plata que adornaban la mesa, o uno de los platos del mismo metal en que se servía la comida, hubiese podido comprarse media docena de hermosos vestidos con los que, como las hermanas Gunning, causarían sensación.

«¡Oh, por favor, Dios mío, por favor!», rezó en silencio. «Haz que el cutis de Madame Vestris se beneficie con las cremas».

Estaba tan abstraída que se sobresaltó cuando le preguntó el conde:

—¿En qué piensa?

—En Madame Vestris.

—¿La admira?

—Me han dicho que es una actriz de mucho éxito.

—Eso no es lo que le pregunto. Me pareció, al verla entrar en el camerino, que la escandalizaba su apariencia.

—Tal vez esté mal que lo diga… pero me pareció… bueno, algo indecente.

—Es que lo es. Por eso la obra, que es bastante mala, se representa todas las noches a teatro lleno.

—Tengo entendido que Madame Vestris posee una buena voz de contralto.

—Al público le interesan más sus piernas.

Alisa se ruborizó; le parecía incorrecto hablar acerca de las piernas de otra mujer.

—Si viene a Londres, descubrirá que tiene que adaptarse a la época. Así que quizá sea un error suyo venir —opinó el conde.

—¿Un error? —repitió Alisa.

—Sin duda en poco tiempo se volvería presumida, vanidosa y estaría dispuesta a lucirse…

—Me parece poco amable por su parte decir eso —le interrumpió Alisa—. ¡Estoy segura de que no haría nada de eso! De todos modos, no es probable que reciba ningún cumplido.

Mientras hablaba pensó que los clérigos con los cuales se relacionaba su tía Harriet no le dirigirían ninguna alabanza. Podría darse por contenta sólo con que advirtiesen su presencia.

—Y si no piensa escuchar cumplidos, ¿a qué va a dedicarse?

—A coser ropa para que los misioneros la lleven a los negros africanos.

El conde la miró como si no pudiera creer lo que oía.

Alisa, como si se percatara de que había sido un error mostrarse tan sincera, añadió enseguida:

—No hay razón para que se interese por ello, milord… por favor, como tengo que irme pronto, ¿podría ver una vez más sus libros?

—Por supuesto.

Alisa se dio cuenta de que el mayordomo llevaba a la mesa la licorera de oporto y se apresuró a decir:

—¡Discúlpeme! No ha terminado y es una gran incorrección mía meterle prisa cuando ha sido tan amable conmigo.

—No se preocupe. No me apetece tomar oporto, así que podemos pasar a la biblioteca.

Convencida de que había actuado con poco tacto, Alisa se puso en pie y echó a andar delante del conde, algo nerviosa, hacia Ja puerta del comedor.

Al entrar en la biblioteca, vio que la luz del sol que penetraba por las ventanas parecía envolverlo todo en su luz dorada y le daba apariencia de cuento de hadas.

Los libros, encuadernados en piel y con letras y cantos dorados, producían tal efecto sobre el fondo verde de la pared, que hubiera querido pintarlo al óleo.

Encima de la chimenea, en lugar del habitual espejo, había un cuadro de caballos excelente. A la joven le parecía que había sido pintado por Stubbs.

Se quedó de pie mirando a su alrededor y se dio cuenta de que el conde se había dirigido al escritorio situado frente a una de las ventanas y se había sentado en él.

Supuso que no le importaría que ella recorriera la estancia y, mientras leía los títulos de los libros, advirtió que eran de publicación mucho más reciente que los que su padre tenía. Los de sir Hadrian eran en su mayoría de historia y de temas referentes a tiempos antiguos. La gente y las naciones de que hablaban ya se habían extinguido.

El conde tenía muchos libros de temas fascinantes, que a ella le habría gustado tener tiempo de leer. Al llegar a uno de los estantes, vio que contenía libros de poesía, sobre todo de lord Byron.

—¿Conoce a lord Byron? —preguntó volviéndose hacia el conde.

—Por supuesto.

—Me habría encantado conocerle cuando estuvo en Londres.

—Todas las mujeres encuentran irresistible su atractivo.

Había bastante ironía en el comentario del hombre.

—Yo no hablo de su físico, sino de su forma de escribir. Hay tal sensación de vida y emoción en su poesía, que es inevitable contagiarse de ella. Me hace desear bailar, cantar… incluso expresarme en verso también.

—Estoy seguro de que a George Byron le halagaría mucho la opinión que tiene usted de él.

El conde se apartó del escritorio al decir esto y Alisa sonrió.

—Gracias por permitirme ver sus libros. Casi siento como si hubiera penetrado en ellos y escuchado su música.

El conde le tendió un sobre.

—Aquí está el dinero que le debo.

—Pero… no le he dicho cuánto es.

—Creo que la cantidad le parecerá adecuada. Y ahora, antes que se vaya, tengo una sugerencia que hacerle.

A Alisa le pareció ver en su rostro una extraña expresión.

—Me parece por lo que me ha dicho —prosiguió él—, que desperdicia su juventud y su belleza en el campo, así que quiero hacerle una proposición que espero tome en cuenta cuando vuelva a su casa.

—¿Una… proposición?

—Sí, que me permita cuidarla y proporcionarle todas las cosas que harán que se la vea más adorable aún que en este momento.

Alisa le miraba confusa y él continuó:

—Tal vez se pudiera arreglar que venga usted a Londres sin que sus familiares hagan muchas preguntas, pero queden satisfechos al saber que estará segura y bien atendida.

—¿Cómo podría ser eso? No comprendo qué es lo que sugiere, milord.

El conde sonrió.

—Lo que propongo es hacerla feliz y proporcionarle un ambiente adecuado. O, dicho de otro modo, que no sea una violeta escondida del todo… ¡al menos para mí!

Mientras Alisa intentaba comprender lo que le decía, creyéndose una tonta porque se le hacía tan difícil, los brazos del conde la rodearon.

Y antes que pudiera darse cuenta bien de lo que sucedía, la había acercado a sí y, cuando ella levantó el rostro para mirarle sorprendida, los labios masculinos cayeron sobre los suyos.

Por un momento, quedó paralizada por el asombro. Luego, cuando se percató de que la besaban por primera vez en su vida y debía sentirse horrorizada y escandalizada de que tal cosa sucediera, sintió que la fuerza de los brazos del conde y la insistencia de sus labios le provocaban una sensación muy diferente a cuantas hubiera experimentado antes.

Era como si una ola de luz y calor ascendiera de su pecho hasta sus labios.

Era algo extraño, pero al mismo tiempo, y de una manera que no podía explicarse, tan glorioso que resultaba imposible hacer nada excepto dejar que sucediera…

Su mente había dejado de funcionar. De lo único que tenía conciencia era de aquel éxtasis que la embargaba.

Pero de súbito como si despertara de un sueño, se dio cuenta de que estaba en brazos de un extraño y que éste la besaba.

Sabía que aquello era lo más reprobable que podía sucederle y volvió a la realidad dejando escapar un gemido.

Puso ambas manos en el pecho del conde y le empujó, liberándose con una energía que él no esperaba.

Lanzando un grito que resonó en la estancia, Alisa corrió para alejarse del hombre, abrió la puerta y cruzó el vestíbulo.

Afortunadamente, logró recordar que sus cosas estaban en una silla y las recogió al pasar.

La puerta principal estaba abierta porque en aquel momento, un lacayo recibía un sobre que le entregaba un mensajero de librea.

Alisa pasó junto a ellos a la mayor rapidez que sus piernas le permitían y corrió por la plaza hasta que encontró una calle, dio la vuelta y siguió corriendo por ella hasta que desembocó en un parque.

Sólo cuando se dio cuenta de que era difícil que nadie la siguiera, dejó de correr y sin aliento, con el corazón latiéndole aceleradamente, se apoyó en el tronco de un árbol.

Cerró los ojos y, mientras intentaba controlar su respiración jadeante, se dijo que aquello no podía haber sucedido, que sólo era un sueño… un sueño que le convenía olvidar cuanto antes.