Capítulo 4

La marquesa de Conyngham era obesa, devota, amable rica y ambiciosa.

A los cincuenta y dos años, con cuatro hijos mayores, casi no podía creer que su nuevo galán fuera el rey de Inglaterra.

Después de veintisiete años de matrimonio, su belleza empezaba a esfumarse y, aunque siempre había sido muy admirada, nadie podía decir que tuviera una inteligencia o un encanto extraordinarios.

Sin embargo, era más lista de lo que la mayoría de la gente creía, y su majestad la adoraba.

Desde hacía algún tiempo veía cada vez menos a lady Hertford, quien se mostraba llorosa y molesta por perder la atención del monarca y hablaba pestes de la marquesa con todos sus conocidos.

Una de las cosas que más hacían disfrutar a Elizabeth Conyngham eran las joyas. Le agradaban mucho la ropa y el dinero, pero una alhaja era algo que hacía brillar sus ojos y ante lo cual se mostraba extremadamente agradecida.

El rey se había dado cuenta de ello y le enviaba sin cesar diamantes, perlas y zafiros exquisitamente montados.

Quienes rodeaban al rey sabían que durante toda su vida había necesitado una mujer afectuosa y maternal que lo mimara, así que se había enamorado invariablemente de mujeres mayores que él.

La marquesa, en realidad, tenía cinco años menos que su majestad, pero ya se la consideraba en el grupo de las mujeres maduras, y todo el «gran mundo» reía a mandíbula batiente por el comentario del nieto de lady Hertford, lord Beauchamp, quien al ver al rey cabalgar por Hyde Park con la marquesa, exclamó:

—¡Dios mío! La abuela debe aprender a montar o estamos perdidos.

El rey encontró junto a la marquesa algo que ninguna otra de sus amantes le había ofrecido: una familia.

Amaba profundamente a sus hijos y nietos y solía escribirle a María, la nieta más pequeña de la marquesa, cartas afectuosas y conmovedoras.

El rey estaba tan enamorado que incluso se puso a dieta para tener un aspecto más atractivo y sus principales pensamientos, día y noche, eran cómo complacer a la marquesa.

Al principio, los cortesanos se mostraron incrédulos ante aquella nueva pasión del rey, pero después les divirtió.

Sin embargo, había también a quien le escandalizaba; por ejemplo, el hermano de la marquesa… y Alisa.

Ésta, primero rechazó la información alegando que sólo eran chismes de criados.

—¿Cómo te atreves a discutir esos temas con la servidumbre, Penélope? —preguntó a su hermana—. Sabes que mamá no lo aprobaría.

—¡Los sirvientes son los únicos seres realmente humanos en esta casa horrible! —protestó Penélope—. Además, he usado todo el tacto posible para preguntarle a Martha por qué tía Harriet no aprobaba a la marquesa de Conyngham, una señora respetable.

Martha era la doncella y ama de llaves de lady Ledbury. Aunque un poco estirada y sumamente puritana, a Alisa le agradaba.

Cuando eran más pequeñas, siempre había sido amable con ellas si las mandaban a la cama con una cena que su tía Harriet le parecía adecuada para ellas, pero deficiente en realidad.

En tales casos, Martha les subía después mermelada o fruta y, algunas veces, incluso algunos bombones.

—Martha dice —continuaba Penélope—, que la marquesa está tan gorda como el rey y los caricaturistas hacen unos dibujos escandalosos de ambos. Debemos verlos en cuanto tengamos oportunidad.

—Tal vez sea mejor que no visitemos a la marquesa —insinuó Alisa con voz vacilante.

—¿No visitarla? ¡Oh, Alisa! ¿Cómo puedes ser tan tonta?

—Pero si es incorrecto…

—Si ella tiene al rey en un puño, como dice Martha, imagina lo favorable que sería para nosotras que nos invitase a una fiesta. Allí podríamos conocer a todo el mundo, ¡a la flor y nata de la aristocracia!

Por la mente de Alisa cruzó la idea de que aquello incluiría al conde de Keswick, así que se apresuró a decir:

—Por favor, Penélope, no insistas en que le llevemos el regalo y tratemos de que nos ayude.

—Si te vas a portar tan tontamente como tía Harriet, ¡entonces iré yo sola a visitarla!

Aquello era algo que Alisa no podía permitir que su hermana hiciera.

Y al mismo tiempo, esperaba con fervor que lo que les habían dicho no fuera cierto. Tal vez Martha hubiera exagerado ciertos rumores…

Después de todo, la marquesa era demasiado mayor para flirtear con cualquier hombre, ya no digamos el rey. Quizá era sólo la envidia lo que provocaba que la gente dijera cosas desagradables de una dama a quien su majestad estimaba únicamente como amiga.

Rezó para que aquélla fuese la verdad, pero cuando a la tarde siguiente iban hacia la tienda de la señora Lulworth para probarse, Penélope insistió en detenerse frente a otra, en la misma calle Bond, donde vendían las caricaturas más recientes.

En el escaparate había expuesta una de Rowlandson que mostraba al rey y a la marquesa, ambos sumamente gordos y en actitud indudable de flirteo.

Como Alisa opinaba que era degradante el simple hecho de verlas, sólo le echó una ojeada y continuó su camino, pese a que dejaba atrás a Penélope.

Cuando ésta la alcanzó, le dijo:

—Me parece incorrecto que te intereses por tales cosas. Y como eres tan joven, te ruego que si alguien menciona, aunque creo que no lo harán, la relación del rey con la marquesa, finjas que no sabes nada acerca de ello.

—Muy bien, señorita puritana.

Penélope habría querido decir algo más, pero como estaba decidida a salirse con la suya y visitar aquel mismo día a la marquesa, temía irritar a Alisa y que ésta se negara a acompañarla.

Los trajes de noche eran tan hermosos que Penélope estaba embelesada, y a su hermana se le hizo difícil seguir discutiendo el comportamiento de dos viejos extravagantes que eran como ella los consideraba, cuando tenían tanto por lo que estar agradecidas… aunque tampoco quería pensar a quién le debía tal gratitud.

Pero, sin duda, era una emoción desconocida darse cuenta en qué medida Penélope y ella podían verse tan diferentes y a la vez tan bellas con aquellas ropas que las hacía etéreas y gentiles como diosas griegas.

«Vestidas así, podríamos estar en una hornacina del comedor del conde», pensó involuntariamente Alisa y enseguida se reprendió por pensar en él de nuevo.

La señora Lulworth prometió que los trajes de noche se entregarían al día siguiente y añadió:

—A ustedes les sientan maravillosamente y, si alguien les pregunta dónde compran su ropa, espero que den mi nombre.

—Sabe que lo haremos —le aseguró Penélope.

—Le estamos muy agradecidas —añadió Alisa—. Ha sido muy amable con nosotras.

La señora Lulworth sonrió, cosa muy rara en ella.

—Ya he vendido diez envases de crema esta mañana —le informó— y, de seguir a ese ritmo, temo que pronto me quedaré sin ninguna.

—¡Espléndido! —exclamó Penélope—. Algún día de la próxima semana, volveremos al campo para hacer algunos más.

—Será mejor que esperemos y veamos —comentó precavida la señora Lulworth—, pero lo más probable es que sí lo necesitemos.

Mientras iban andando desde la calle Bond hacia la casa de la marquesa, Alisa deseó de nuevo que los rumores acerca de la relación del rey con la vieja amiga de su madre fueran infundados.

No podía imaginar que nadie de la generación de su madre se lanzara a vivir aventuras románticas, ni siquiera con un rey, y aun cuando admitía su ignorancia en tales cuestiones, suponía que la gente enamorada se besaría de la misma forma en que el conde la había besado a ella.

¡Pero no era amor lo que él le había ofrecido!

Al mismo tiempo, comprendía lo poco que conocía acerca de lo que un hombre siente por una mujer, o una mujer por un hombre, y era un tema que no deseaba discutir con Penélope.

«Si mamá viviese», pensó con tristeza, «se lo preguntaría a ella».

Pero enseguida tuvo que admitir que ni siquiera a su madre habría podido confesar que la habían besado, como tampoco describirle la extraña sensación que había anulado su voluntad.

Se acercaban a la impresionante mansión en que vivía la marquesa con sus hijos, ambos solteros, según le había explicado Martha a Penélope.

—Estoy rezando, Alisa, y espero que tú también, para que la marquesa esté en casa —le dijo su hermana en voz baja.

Pero Alisa deseaba todo lo contrario. Prefería que la marquesa no estuviese, dejar la nota que llevaba preparada y marcharse. Sin embargo sabía que la mayoría de las damas aristócratas recibían a sus amistades en un día especial de la semana, y lo más corriente era que fuera el miércoles o el jueves.

Era miércoles y, como si de nuevo la suerte estuviera del lado de Penélope, ambas vieron que frente a la casa había varios carruajes elegantes, lo cual hacía evidente que era el día en que la marquesa «estaba en casa».

Penélope, con aquella confianza en sí misma que Alisa admiraba, considerando que debía ser más suya que de su hermana menor, dijo al mayordomo:

—¿Está en casa su señoría?

—Sí, señorita, milady recibe hoy.

—¿Sería tan amable de entregar a la señora marquesa esta nota y preguntarle si acepta la visita de las señoritas Alisa y Penélope Wynton?

El mayordomo tomó la nota y la envió con un lacayo. Éste subió la gran escalera que llevaba a una habitación de la cual llegaba ruido de voces.

Mientras las dos hermanas esperaban en el vestíbulo, un carruaje se detuvo frente a la casa y de él descendieron dos damas vestidas con mucha elegancia. Llevaban preciosos sombreros adornados con plumas de avestruz, y sus vestidos estaban diseñados a la última moda. Entraron a la casa y subieron la escalera.

Penélope las observó y después le dijo a Alisa en voz muy baja:

—Son elegantes, pero no tan guapas como nosotras. ¡Deja de temer, querida! Éste es el momento que esperábamos y te prometo que no te sentirás defraudada.

Alisa trató de responder con una sonrisa; pero en realidad estaba deseando hallarse en su casa, con su vestido de diario, contemplando los narcisos del jardín y haciendo cremas para la cara de acuerdo con las recetas de su madre.

Después al mirar a su hermana, pensó que nadie podría ser más atractiva que ella.

La señora Lulworth había insistido en que los vestidos de ambas fueran diferentes, pero que el conjunto de cada una fuera en un solo color.

—Madame Vestris —les había dicho mientras se probaban la ropa—, siempre insiste que una primera dama del espectáculo debe atraer la atención de los espectadores, sin permitir que se distraigan por un montón de pequeños detalles diferentes, y eso puede aplicarse también en lo que se refiere al color.

Alisa pensó en la chaqueta roja que llevaba puesta Madame Vestris y recordó que también su sombrero y sus botas eran del mismo color.

La única excepción eran los ajustados pantalones blancos; pero eso, por supuesto, nada tenía que ver con su hermana ni con ella.

El vestido de Penélope era rosa, el color de «su flor», pensó Alisa con una leve sonrisa. Su sombrero iba adornado con capullitos y lazos de satén del mismo tono. Incluso los zapatos, cuyas puntas asomaban bajo el vestido, eran color rosa.

Eran un gran mérito de la señora Lulworth que ni el tono ni el estilo fueran teatrales, aunque al mismo tiempo habría sido imposible que Penélope pasara desapercibida.

Con Alisa a su lado, nadie que tuviera ojos podría dejar de mirarlas.

Alisa iba vestida de azul muy claro, el color del cielo primaveral y sus ojos, en contraste con la tez de extraordinaria blancura, parecían tener misteriosas profundidades.

La señora Lulworth había adornado su sombrero con miosotis y, alrededor del ala, llevaba un pequeño volante de tul azul.

—¡Parece que surgieras del rocío de la mañana! —había observado Penélope cuando la vio ya vestida.

—Te pones poética —sonrió Alisa y al instante recordó los libros de versos que poseía el conde de Keswick.

Ahora el lacayo se apresuraba a bajar las escaleras, y ambas jóvenes contuvieron el aliento. Habló con el mayordomo y, un poco temerosa, Alisa pensó en lo desilusionada que se sentiría Penélope si no las recibían.

El mayordomo se acercó a ellas y se dirigió a la más joven.

—La señora estará encantada de recibirlas, señoritas —dijo en tono cortés y las precedió por la escalera.

Al entrar en el gran salón que ocupaba toda la parte trasera de la casa y daba a jardín, Alisa sintió como si se sumergiera en un mar humano y no pudiera ver más que olas de rostros frente a sus ojos.

Y sin embargo, no había demasiada gente, como pudo notar cuando su vista se aclaró. Entonces no le fue difícil reconocer a la marquesa, que era exactamente como la mostraban en las caricaturas.

—Las señoritas Alisa y Penélope Wynton, señoría —anunció el mayordomo, y una figura obesa avanzó hacia ellas con las manos extendidas.

—¡Queridas mías! ¡Qué encanto conoceros! —exclamó—. Con frecuencia he pensado en vuestra querida madre y lamento profundamente saber que ya no está entre nosotros.

Alisa hizo una reverencia y después levantó la mirada hacia la marquesa, en cuyo rostro vio una amplia sonrisa. Resultaba evidente que estaba complacida de verlas.

Alisa pensaba que se habría percatado enseguida de si la marquesa sólo fingía amabilidad por cortesía, cuando la oyó manifestar:

—Os parecéis las dos a vuestra madre, pero cada una de un modo distinto. ¡Y qué lindas sois las dos! ¡Estoy segura de que lograréis un éxito completo ahora que habéis venido a Londres! ¿Os acompaña vuestro padre?

—No, señora; está en Escocia —contestó Penélope—. Nos mandó a casa de su hermana, lady Ledbury, pero estar con ella es tremendamente aburrido, así que tenemos la esperanza de que usted, en recuerdo de mamá, sea amable con nosotras.

Alisa contuvo el aliento.

En ningún momento había imaginado que Penélope fuera tan atrevida como para solicitar la ayuda de la marquesa nada más conocerla.

Pero un momento después se dio cuenta de que Penélope, como siempre, había sabido aprovechar una oportunidad que tal vez no se presentara de nuevo.

Mientras la marquesa charlaba con ellas, nadie intentó llamar su atención.

—Eso, queridas, es algo que me procuraría un gran placer —manifestó la dama.

—Mamá siempre nos contaba lo bondadosa que fue con ella cuando era niña —añadió Penélope—, y por eso mi hermana Alisa y yo le hemos traído algo que le perteneció. Esperamos que a usted le agrade conservar.

—¡Qué detalle tan delicado!

Alisa entregó a la marquesa el paquetito que llevaba, envuelto en un trozo del papel de seda con que la señora Lulworth había enviado sus vestidos y atado con un lazo azul.

—Lo abriré más tarde, cuando no esté tan ocupada —dijo la marquesa—. Entonces podré hablaros de vuestra querida madre y deciros lo adorable que era y el gran cariño que nos teníamos.

Sonriendo, agregó:

—Pero ahora debo presentaros a mis amistades. Y mañana por la noche tendremos aquí una pequeña fiesta para mi hija Elizabeth. La gente joven bailará después de cenar y espero que vengáis las dos.

—¡Oh, gracias, señora! —exclamó Penélope—. Alisa y yo temíamos tanto no tener oportunidad de bailar en Londres… es algo que a mí me encanta.

—Me encargaré de que tengáis bastantes oportunidades de bailar… y de conocer a jóvenes encantadores —prometió la marquesa.

Después las llevó a recorrer el salón para presentarles a sus visitantes.

* * *

Regresaron a casa de su tía en un carruaje alquilado, porque Penélope dijo que estaba demasiado cansada para caminar, y también porque ya era un poco tarde para que anduvieran solas por la calle.

—¡No puedo creer que sea verdad lo que nos sucede! —exclamó Penélope.

—Tú tenías razón y yo estaba equivocada —admitió Alisa—. La marquesa es justo el tipo de amiga que mamá tendría y no creo ni una palabra de esos rumores desagradables acerca de ella y el rey.

—No, claro que no.

A Alisa le pareció notar algo falso en la contestación de Penélope, pero estaba tan contenta por lo que había sucedido que prefirió desechar suspicacias.

Habría sido imposible para ellas no darse cuenta de que la forma en que las recibió la marquesa había impresionado a todas las visitas.

La mayoría eran señoras de la edad de la dueña de la casa, pero algunas iban acompañadas de su marido. Los caballeros las habían mirado, pensaba Alisa, de una forma que seguramente evitaría que sus esposas respectivas las invitaran a ninguna fiesta que dieran.

Dos o tres damas, sin embargo, habían dicho que le pedirían a la marquesa su dirección y prometieron invitarlas a alguna recepción durante la temporada. Eran sólo las jóvenes quienes les habían dirigido miradas evidentemente hostiles. Sin duda no deseaban tener tratos con dos presuntas rivales.

La perspectiva de cenar el jueves en casa de la marquesa provocaba tal deleite a Penélope, que no habló de otra cosa en todo el trayecto.

—¡Estamos lanzadas, Alisa! ¿Te das cuenta? ¡Empezamos a formar parte del «todo Londres»! ¡Es lo más emocionante que nos ha sucedido jamás!

—Todo se debe a ti, querida —afirmó Alisa—. ¡Sólo espero que nuestras frágiles embarcaciones no naufraguen!

—¿Por qué habían de hacerlo? ¡Ah, por cierto! ¡Necesitaremos más de un vestido cada una!

—¡Oh, no! —Casi gritó Alisa—. ¡No tenemos con qué pagarlos!

—¿Acaso la señora Lulworth no necesita más cremas? Eres una cobarde, Alisa. Además, si gastamos más de lo que tenemos, pagaremos nuestras cuentas una vez casadas.

—¡No tan aprisa, Penélope! Apenas nos han invitado a un baile y ya hablas de casarte. ¡Y sin duda con un duque!

—¡Oh, no pensaba nada menos que en un príncipe! —respondió Penélope.

Y ambas se echaron a reír de tal modo que les fue imposible continuar la conversación.

* * *

Mientras paseaba por el jardín trasero de la casa de la marquesa, iluminado por farolillos chinos colgados de los árboles, Alisa se sentía como si viviera un sueño.

Le resultaba difícil creer que el loco plan de Penélope hubiera tenido éxito, y era imposible negar que había una gran similitud entre la historia de las hermanas Gunning y la suya.

La invitación que había enviado la marquesa a la casa de la plaza Islington al día siguiente, sorprendió mucho a lady Ledbury.

Y lo extraño fue que esto silenció cualquier protesta que hubiera deseado hacer oponiéndose a que sus sobrinas la aceptaran. Aquella misma mañana les llegaron dos invitaciones más de señoras a las que no recordaban haber sido presentadas por la marquesa. Era posible que sólo hubieran oído hablar de ellas.

—Una vez que empiecen a comentar sobre nosotras —dijo Penélope—, todos querrán invitarnos.

—¿Cómo sabes esas cosas? —le preguntó Alisa.

—Recuerdo la historia de las hermanas Gunning. En el momento que la gente empezó a hablar de ellas, las invitaron a todas partes. A las damas aristócratas les gusta lucir las últimas novedades en sus salones.

—¿Es eso lo que nosotras somos ahora, una novedad?

—Así lo espero —había dicho Penélope con fervor. Pero incluso ella estaba un poco temerosa cuando se dirigían a la fiesta.

—Ésta es la prueba crucial —comentó entonces.

—¿De qué? —preguntó su hermana.

—De si vamos a causar sensación o no. Al fin y al cabo hasta ahora no hemos tenido ninguna competencia, pero esta noche no sólo habrá en la fiesta jóvenes de nuestra edad, sino que estarán también las bellezas fascinantes y artificiosas que asedian a todos los galanes de la alta sociedad, mientras que sus maridos respectivos persiguen a la esposa de otro.

Alisa se puso rígida.

—¡No deberías decir ese tipo de cosas, Penélope!

—Sólo a ti te las digo. Pero si tú no me escuchas, tendré que buscar quien lo haga.

Sólo bromeaba, pero Alisa sabía que la única defensa contra la impetuosidad de Penélope era la sinceridad con que se hablaban, y esperaba, aunque no estaba muy segura de lograrlo, poder canalizar la tendencia de su hermana a actuar sin reflexionar antes.

No le agradaba que Penélope estuviera enterada, y por lo tanto hablara de ello, de los excesos cometidos por el rey o por cualquier otra persona.

Entonces, de forma inevitable, recordó sobresaltada su propio comportamiento con el conde y prefirió distraerse pensando en otra cosa.

La impresionante mansión de la marquesa se veía muy atrayente de noche con las flameantes antorchas, la alfombra roja extendida ante la puerta y la fila de elegantes carruajes que, uno a uno, dejaban a sus ocupantes en la entrada.

Alisa pensó que tal vez habían sido groseras al no asegurarse de que se incluyera a su tía en la invitación, pero tenía sus dudas acerca de cómo la habría recibido.

Cuando le comentó a Penélope que le parecía poco cortés dejarla, su hermana había exclamado:

—¡Por amor de Dios, Alisa! Lo que menos nos conviene es llevar con nosotras a tía Harriet, que parecería un esqueleto en la fiesta y sin duda le echaría un sermón al rey en contra de la inmoralidad.

Alisa no pudo evitar reírse. Después preguntó en voz baja:

—¿Crees que el rey asistirá?

—No, claro que no —pero de nuevo advirtió Alisa algo falso en la voz de su hermana.

Al entrar en la mansión de la marquesa le pareció que había un ejército de sirvientes vestidos con librea dorada, pantalones blancos hasta la rodilla y peluca empolvada.

Después de quitarse las estolas, que hacían juego con los vestidos y que Alisa, estaba segura, eran un gasto extraordinario más que habrían de pagar tarde o temprano, subieron las escaleras.

La marquesa, reluciendo con sus diamantes como si estuviera envuelta en la Vía Láctea, las recibió sonriente y las besó en ambas mejillas.

—¡Bienvenidas, bienvenidas, pequeñas! —las saludó efusiva moviendo la cabeza, en la que llevaba una gran pluma de avestruz sujeta con un broche de diamantes.

—Son las hijas de lady Wynton, querido —le indicó a su hijo el marqués, que recibía a su lado. Cuando lo hubieron saludado, les presentaron a Elizabeth, la hija en cuyo honor se daba la fiesta.

Durante la cena, Alisa estuvo sentada junto a un hombre de edad madura que le dirigió varios cumplidos. Cuando supo que vivía en el campo y le interesaban los caballos, se enfrascó en un relato largo y poco interesante de los méritos y triunfos de diversas cuadras de carreras.

Al otro lado tenía Alisa a un joven bastante simple, que le pareció un petimetre por lo alto y apretado de su corbata, la cual apenas le permitía comer.

Hizo un esfuerzo por entablar conversación con él, pero le pareció demasiado aburrido y volvió, con alivio, a charlar con su amigo aficionado a los caballos.

Supo que era viudo y padre de una jovencita que, como Penélope, tenía diecisiete años. Aquélla era sólo la segunda fiesta en que participaba.

Cuando la conoció algo más tarde, Alisa sintió pena por ella. Se notaba que era muy tímida y el físico le ayudaba poco.

Al terminar la cena, las damas se retiraron para que los caballeros bebieran su oporto. Todos sin excepción, se mostraban sumamente corteses con Alisa y Penélope.

Empezaron a llegar más invitados y Alisa descubrió que, lejos de ser una pequeña fiesta, como la marquesa había dicho, parecía que iba a ser bastante importante.

En la planta baja había un salón de baile decorado con guirnaldas de flores. Las ventanas, que daban al jardín, permanecían abiertas. La música de la orquesta la transportaba a un mundo de ensueño que había creído posible únicamente en los libros.

Los caballeros a los que había conocido durante la cena se mostraban más que deseosos de bailar con ella y, por la expresión de su hermana, se daba cuenta de lo feliz que se sentía.

El jardín era como un país de fantasía, pensó Alisa mientras paseaba por él con su maduro compañero de mesa.

Pero sabía que no debía alejarse de las luces de la casa ni dejarse conducir hasta uno de los asientos colocados a la sombra de los arbustos.

«Debía haber advertido a Penélope que estuviera en guardia», se dijo.

No podía evitar pensar que, si el conde la había besado en su biblioteca después de la comida, el estar a solas con un hombre bajo las estrellas y con aquella suave música como fondo, era una invitación al atrevimiento.

—Espero que un día, señorita Wynton —decía el caballero—, venga a ver los caballos de carreras que tengo en Epsom. Estoy seguro de que le parecerán extraordinarios.

—Supongo entonces que habrá obtenido muchos triunfos con ellos —sonrió Alisa.

—Y espero conseguir muchos más. Especialmente, ganar la copa de oro en Ascot este año.

—¿Cuál de sus caballos competirá? Si me dice su nombre, rezaré para que gane.

—Se llama, muy apropiadamente, Victorioso. Y como estoy convencido de que nos veremos con frecuencia antes de Ascot, le recordaré su promesa.

—Mi padre me ha dicho que la copa de oro de Ascot es uno de los premios más codiciados.

—Cierto… pero Victorioso tendrá que derrotar, para ganarla, a un caballo excelente que, por desgracia, últimamente lo ha vencido varias veces ya casi en la meta.

—¿Y qué caballo es ése?

—Apolo. Estoy seguro de que habrá oído hablar de él porque pertenece al conde de Keswick.

—¿Al… al conde de Keswick?

Alisa no estaba segura de haber pronunciado el nombre en voz alta o sólo en su mente.

—Ha tenido una gran suerte con Apolo —repuso el caballero—, así que como ve, señorita Wynton, sin duda necesitaré sus oraciones.

Hablando, habían llegado al final de la vereda iluminada y ahora dieron la vuelta para volver a la casa.

Cuando se aproximaban a ella, el dueño de Victorioso exclamó:

—Hablando del rey de Roma, como suele decirse, ¡ahí está Keswick! Debía suponer que llegaría con el rey.

Alisa sintió que le era imposible respirar ya que, de pie junto a la ventana abierta del salón de baile se veía a Jorge IV y a su lado, alto, erguido y arrogante, se hallaba el conde de Keswick.

Durante un momento deseó echar a correr para esconderse, y huir como fuese de allí. Pensó que debía encontrar a Penélope y decirle que se encontraba enferma.

Pero después recordó que, en tal caso, estaría obligada a explicar a su anfitriona la causa de retirarse tan temprano… y sin duda la marquesa estaría con Jorge IV y el conde de Keswick.

Sentía su mente convertida en un torbellino y, por lo tanto, incapaz de tomar una decisión. Mientras, continuaba su camino rumbo al salón, sin que su pareja dejase de hablar.

—Espero que baile nuevamente conmigo, señorita Wynton —le decía en aquel instante—. En cuanto haya cumplido mi compromiso con dos damas que nos acompañaron a la cena, regresaré a su lado.

—Gracias —logró decir Alisa, pero su voz le sonó extraña.

Entraron en el salón por uno de los ventanales de estilo francés, mientras la joven intentaba tranquilizarse pensando que era muy poco probable que el conde la reconociese.

Sólo la había visto con su vestido viejo y estaba segura que ahora ofrecía un aspecto completamente diferente con su elegante atavío y peinada a la última moda.

Además, ni remotamente esperaría verla en casa de la marquesa de Conyngham.

Lanzó hacia él una rápida mirada a hurtadillas y dedujo de su expresión que estaba aburrido. Al mismo tiempo inspiraba temor, tal como le había parecido la primera vez que lo viera en el camerino de Madame Vestris.

Volvió la cara rápidamente para que si el conde miraba hacia donde ella estaba solo pudiera verle la espalda y, todavía escoltada por su pareja, se dirigió al extremo opuesto del salón, donde, con gran alivio, descubrió a su hermana.

Penélope charlaba muy animada con un apuesto y joven caballero que había estado junto a ella durante la cena.

Cuando Alisa se les aproximó, él hizo una reverencia y se apartó un poco. Penélope acogió a su hermana con una sonrisa.

—¡Alisa! Quiero que conozcas al mayor James Coombe, que ha prometido invitarnos a un brillante espectáculo ecuestre.

—Casi tan espectacular como usted y su hermana, señorita Wynton —fue el galante comentario del mayor.

Penélope rió.

—Es el tipo de cosas halagadoras que suele decir, pero yo no le creo ni una sola palabra.

—¡Eso no es justo! —protestó él—. Le juro que todo lo que le he dicho esta noche es cierto y proviene del fondo de mi corazón… si es que lo tengo.

Alisa rió también. Era evidente que el mayor estaba fascinado por la hermosura de Penélope y no le sorprendía.

No podía imaginar que nadie pudiera ofrecer un aspecto más fascinante que su hermana aquella noche.

Sus ojos brillaban como estrellas debido a la emoción y la felicidad.

Empezaba el siguiente baile, y media docena de jóvenes se apresuraron a pedirle una pieza a Alisa o a Penélope.

Los que eran rechazados pedían:

—Por favor, prométame la siguiente. ¡Prométalo!

Su madre le había explicado a Alisa que los bailes, por lo general, eran muy formales y ningún caballero solicitaría una pieza a una joven que no le hubiera sido presentada por alguien de respeto.

Pero ahora comprendía que aquél era un baile informal y por eso la marquesa se había referido a él como «pequeño».

Así era mucho más divertido, pero ahora su pareja la llevaba al otro lado del salón y ella temió que el conde pudiera descubrirla.

Todavía se encontraba cerca del rey, quien estaba sentado en un sofá con la mano de la marquesa entre las suyas mientras le hablaba al oído de una forma muy íntima.

No había duda, pensó Alisa, de que al conde se le veía todavía más aburrido que al llegar. Incluso le pareció ver que tenía fruncido el entrecejo.

Volvió la cabeza cuando pasaron junto a él, aunque tenía la sensación de que los pensamientos del conde estaban muy lejos. Se preguntó si habría tenido algún disgusto con Madame Vestris o si acaso se sentiría molesto por no poder llevarla aquella noche a cenar después de la función.

Trató de adivinar a dónde irían, y sobre qué versaría su conversación y si ésta sería tan interesante como a ella le había parecido la que sostuvieron cuando el conde la invitó a comer con él.

Los imaginó cenando, tal vez a la luz de las velas, en casa de Madame Vestris o en la suya, y se preguntó si la besaría en la biblioteca como la había besado a ella…

Alisa se sobresaltó al darse cuenta de que la música había cesado y su pareja esperaba la respuesta a una pregunta que le había hecho sin que ella la escuchase.

—Lo… lo siento… no he oído lo que me decía —se excusó.

Al hablar vio que el conde se había movido de donde estaba y se encontraba ahora a sólo unos pasos de ella.

Siguiendo un impulso ajeno a su voluntad, le miró a los ojos y vio en ellos una mirada de asombro. Era indudable que la había reconocido.

—Le preguntaba si aceptaría una invitación a mi casa mañana por la noche —repetía su pareja—. Mi madre da una fiesta en honor de mi hermana y yo podría pedirle que las invite a usted y su hermana. Por favor, dígame que sí.

—Gracias… muchas gracias —contestó Alisa, sin darse cuenta apenas de lo que decía.

Después, como si una fuerza superior la obligara a hacerlo, se alejó de su pareja para acercarse al conde de Keswick.

Hasta que no estuvo a su lado no supo lo que debía hacer, pero en cuanto se le ocurrió, decidió ponerlo en práctica enseguida.

Estaba demasiado turbada para mirarle a los ojos, así que fijó su mirada en su corbata, que llevaba anudada de manera más complicada aún que la primera vez que le vio, según notó vagamente.

—Por favor… ¿podría… hablar con usted? —le preguntó con voz vacilante.

—Por supuesto —repuso él con naturalidad—. ¿Salimos al jardín?

Al atravesar el salón, Alisa se sentía como si la condujeran al cadalso.

Pensaba que si él se negaba a hacer lo que iba a pedirle, ella y Penélope tendrían que rechazar todas las invitaciones que recibirán, algo que su hermana nunca le perdonaría.

El conde no la condujo hacia la vereda iluminada por la que había pasado antes, sino adonde había unos asientos acojinados y un sauce frondoso.

Esperó a que Alisa se sentara antes de hacerlo él. Apoyó un brazo en el respaldo y se quedó mirando a la joven.

Ella era profundamente consciente de que los penetrantes ojos masculinos permanecían fijos en su rostro y le resultaba imposible mirar al hombre a su vez.

Mientras se retorcía las manos nerviosamente, pensaba aturdida lo que debía decirle.

Por fin, como él no hablaba, murmuró:

—Por favor, perdóneme… sé que estuvo mal y usted debe de estar muy molesto… pero nos quedamos con el dinero porque significaba tanto para nosotras…

Se detuvo porque sus palabras le parecieron inadecuadas. El conde dijo entonces:

—Recuerdo que, según me dijo, deseaba hacer algo especial. Supongo que se refería a comprar el vestido que ahora luce.

A Alisa le pareció que era muy perspicaz por haber adivinado con tanta rapidez la razón.

—Yo… yo quería devolverle el cheque… pero si lo hubiera hecho creo que le habría roto el corazón a mi hermana… para ella fue como recibir un regalo de los dioses.

Había una leve sonrisa en los labios del conde cuando dijo:

—Los dioses cuidan a los suyos y, cuando huyó usted, supuse que había vuelto al Olimpo.

Ella creyó que se burlaba.

—Le puede parecer que le robamos su dinero… pero le juro que le pagaré… aunque es posible que me lleve mucho tiempo saldar la deuda.

—¿Con las ganancias de sus cremas?

—Ya hemos vendido bastantes. Precisamente eso es algo de lo que también quiero hablarle.

Calló Alisa porque le costaba un gran esfuerzo hablar. Era como si las palabras se atascaran en su garganta. Tras unos momentos de silencio, el conde la apremió:

—¿Y bien? Estoy esperando.

—Verá… la marquesa de Conyngham y mi madre, pese a su diferencia de edad, fueron amigas hace muchos años… ahora, nos invitó a venir esta noche… y también tenemos otras invitaciones…

Se detuvo un momento para mirar suplicante al caballero.

—Por favor —continuó con valentía—, le ruego que no… que no diga a nadie que vendemos cosméticos ni que… me quedé con el dinero de su cheque.

—¿Cree que haría algo semejante?

Alisa hizo un leve ademán de impotencia con las manos.

—Si lo hiciese, sabe bien que nos darían de lado y nadie nos volvería a hablar siquiera.

—Y eso, por supuesto, significaría que tendrían que volver a trabajar para los misioneros.

—Sí, es verdad —admitió Alisa con voz semejante a un sollozo—. Es lo que nuestra tía esperaba que hiciéramos durante nuestra estancia en Londres, pero en cambio…

Su voz se apagó y el conde terminó por ella.

—En cambio, gastaron las cincuenta libras que le di en ropa.

Alisa hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y dijo con la misma voz suplicante de antes:

—¿Cómo podríamos ir a ningún lado o conocer a nadie vestidas con la ropa que nosotras mismas nos hacíamos y que estaban completamente pasadas de moda? Ya vio usted mi aspecto cuando nos conocimos.

—En el camerino de Madame Vestris, lo recuerdo. El sitio menos adecuado para una debutante.

—Sé que estuvo mal ir allí… pero pensamos que la única manera de conseguir un poco de dinero era vendiendo las cremas que mamá nos enseñó a preparar. Luego la señora Lulworth me dijo que si Madame Vestris las aprobaba, todo mundo querría comprarlas… ¡y se están vendiendo!

—¿No ha pensado que la señora Lulworth puede traicionarlas?

—No. Ella nos dio palabra de que no revelaría a nadie la procedencia de esas cremas; lo que temo ahora es otra cosa.

—¿Qué es lo que teme?

—Pues… que usted lo comente y… y también…

Se hizo el silencio nuevamente.

—Me gustaría escuchar el final de esa frase —demandó el conde.

Alisa se ruborizó al recordar el beso y lo que había sentido. Como le resultaba imposible hablar de ello, apartó la mirada de su interlocutor sintiendo que le ardían las mejillas.

—Supongo —dijo el conde al cabo de lo que le pareció un largo rato—, que se escandalizó por lo que le propuse.

—¡Mucho!

—Lo comprendo… pero es que no se me ocurrió que una vendedora de cosméticos pudiera ser una dama.

—Se burla usted de mí —le acusó Alisa con voz débil—. Sé que estuvo mal, muy mal, que comiera con usted a solas… pero tenía hambre y temía que mi padre se enfadara si llegaba a saber que había comido sola en un lugar público.

—¿Cuándo se ha dado cuenta de que estaba mal? No pareció creerlo así durante la comida.

—Penélope, mi hermana, me dijo que no debía haber aceptado la invitación de un desconocido… yo me di cuenta de mi incorrección cuando ya era… demasiado tarde.

—Demasiado tarde para evitar que la besara.

Alisa dejó caer la cabeza.

—Estoy… muy avergonzada —murmuró.

—No hay nada de qué avergonzarse. Me pareció, aunque es posible que me equivocase, que era la primera vez que la besaban, pero no le resultó desagradable del todo.

—No, claro que no… pero debía haberlo impedido.

—Creo que no habría podido evitar que sucediera.

Alisa pensó que en aquello tenía razón y él dijo con tono sereno:

—Olvide lo que sucedió.

—¿Olvidará usted que me conoció antes de esta noche?

—Digamos que no se lo comentaré a nadie.

—¿Lo dice en serio? ¿Me lo promete?

Miró ansiosa al conde y, al encontrarse con sus ojos, sintió como si él desplegara su hechizo y se hallase otra vez entre sus brazos.

Como si se repitiese la escena que tanto le había turbado, sintió surgir en su interior nuevamente aquella extraña y enervante sensación que le subía del pecho a los labios.

Era algo tan embriagador como la música que les llegaba desde lejos, uniéndose al suave rumor de los árboles agitados por el vientecillo nocturno. Durante unos momentos, a Alisa le fue imposible apartar la mirada del hombre. Apenas se atrevía a respirar.

—Le doy mi palabra, Alisa —repuso él al fin con voz grave—. Ahora diviértase y confíe en que los dioses no quiten lo que han concedido.

Antes de que ella pudiera decir nada, el conde se puso en pie y añadió:

—Vamos. La llevaré de nuevo al salón de baile. No debemos dar pie a murmuraciones, lo cual será inevitable si continuamos aquí más tiempo.

A su voz había vuelto el tono cortante y sarcástico, pero Alisa, mientras caminaba a su lado hacia la mansión brillantemente iluminada, sentía que cantaba su corazón.