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Ferran Ripoll

Un agente fue a llamar a Ferran Ripoll. El hombre se encontraba esperando en una sala contigua al despacho donde Carme Torrents y el sargento Baz se preparaban para recibirlo.

Ferran y Adrián Ripoll eran los dos únicos hijos del senador del Partido de la Igualdad Andrés Ripoll. Pertenecían a una de las familias políticas más respetadas y conocidas de Barcelona. Mientras esperaba la entrada de Ferran, Carme se daba cuenta de que si bien Adrián ocupaba páginas en los periódicos y en las revistas de sociedad, de la vida de su hermano Ferran apenas se conocía nada.

Ferran Ripoll entró con aire abatido. No tendría más de cuarenta años, y su aspecto era el de alguien que disfrutaba de las cosas simples. Se presentó vestido con pantalones vaqueros y una camiseta azul marino por la que corría un reguero de manchas de arcilla y yeso. Era como si la noticia de la muerte de su hermano le hubiera sorprendido en pleno trabajo.

Carme Torrents lo saludó con amabilidad:

—Buenos días, señor Ripoll. Siento mucho conocerlo en estas circunstancias. Estamos haciendo lo posible por esclarecer las causas del accidente. Su hermano era una persona muy respetada en Cataluña.

Ferran miró a los dos policías alternativamente, como el que busca y necesita respuestas rápidas.

—¿Ya saben qué pasó? Adrián era muy prudente conduciendo… —dijo Ripoll, que, sin parar de hablar, hacía las preguntas y las contestaba al mismo tiempo, en una absurda búsqueda de alivio—. Pero, claro, en estas carreteras estrechas y mal asfaltadas… son frecuentes los accidentes, ¿no es así?

—Sí, sí, desgraciadamente, los policías de aquí lo sabemos bien —interrumpió Baz con un tono de fingido abatimiento—, cada año son varios los accidentes mortales en estas carreteras vecinales.

Carme escuchaba al sargento sin poder evitar la molesta sensación de que la respuesta de Baz no tenía tanto la intención sincera de calmar a Ferran como la de auparse a sí mismo al estatus de experto. Antes de que esta incómoda sensación diera lugar a un pensamiento de desprecio, se sorprendió al escuchar su propia voz cortando el discurso de su poco estimado compañero:

—Bueno, señor Ripoll, es pronto. Todavía estamos investigando… Quizás usted nos pueda ayudar algo más. Nos gustaría saber si su hermano lo visitaba con frecuencia. ¿Estaba usted al tanto del propósito de este viaje? ¿Cree que él estaba familiarizado con la carretera? Quizá conocía bien el camino hacia su casa… En fin, nos gustaría pedirle cualquier dato que le parezca importante… ¿Se veían ustedes con frecuencia?

—No, qué va… Bueno, hace años que no… Yo me había alejado de la familia… Me sorprendió su llamada… Ahora siento no haber podido encontrarme con él… Dijo que llegaría a mi casa de madrugada. —Ferran Ripoll se quedó en silencio, como adentrándose en sí mismo.

—¿Tiene usted idea de lo que quería? —le preguntó la inspectora con suavidad.

—No, no… no lo sé. Solo dijo que quería enseñarme algo, que era urgente y que esa misma noche salía para mi casa… pero lo siguiente que supe de él… fue a través de la llamada de la policía. —El rostro de Ferran se oscureció de nuevo.

—¿No le dijo nada más? —insistió Carme.

—No, lo siento, es curioso, porque… era su primera llamada en muchos años… —contestó Ferran, ahora con un gesto de nostalgia que se abría paso desde la tristeza.

—Lo siento, señor Ripoll, quizá más adelante le necesitemos de nuevo, aunque intentaremos molestarlo lo menos posible… Lo acompañaré a la puerta… Si hay algún otro detalle que recuerde más tarde y le parezca importante… esta es mi tarjeta.

Ferran Ripoll salió del despacho guardando en el bolsillo de su vaquero la tarjeta que le había ofrecido la inspectora y dejó de nuevo a solas a Carme Torrents y el sargento Baz.

El primero en romper el silencio fue Baz.

—Ya ve, inspectora… Las visitas a la familia pueden perjudicar gravemente la salud, je, je, je… —rio el sargento, buscando algún signo de complicidad en el rostro de la inspectora.

Carme Torrents le lanzó una mirada despreciativa, pero se quedó callada apretando los labios.

«Este cretino no deja de acumular méritos —pensó—: también es uno de los que se ríen de sus propios e ingeniosos comentarios».

El sonido del móvil vino a aliviar el tenso silencio. Carme miró la pantalla del aparato. Enric la llamaba desde Barcelona y la rescataba de una inevitable conversación con aquel inepto.

Mirando al sargento, Carme musitó una disculpa mientras salía del despacho para contestar a la llamada.

—Sí, sí… Enric, dime… ¿Tienes algo?

Desde el otro lado de la línea sonó la voz, a la vez amable y enérgica, de Enric.

—Si, algunas cosas… pero nada concluyente… Parece que Adrián Ripoll investigaba un asunto poco claro de concesión de licencias urbanísticas y recalificación de suelo rústico. La empresa Olaso estaba implicada. Ripoll se había ganado unos cuantos enemigos. Pero por lo demás no hay ninguna otra cosa de interés.

Cuando Enric terminó, se hizo un silencio en la comunicación, así que el mismo policía, desde el otro extremo del cable, continuó:

—Carme, ¿qué tienes tú? No parece que vayamos a sacar mucho más en claro de todo esto…

—No sé, no sé, ya veremos —murmuró Carme Torrents ensimismada.

Carme y Enric trabajaban juntos desde hacía más de cuatro años en Barcelona. Enric coordinaba un equipo de apoyo científico y tecnológico a las investigaciones de las brigadas policiales.

Allí, en Barcelona, Carme y Enric se habían encontrado varias veces despertando juntos en la misma cama. Enric había aceptado ya esta situación porque sus intentos de llegar a la intimidad de Carme de una forma intencionada, con el propósito claro de seguir un camino juntos, habían resultado inútiles. Con ella no conocía otra forma. Tenía que sorprenderla y conseguirla en cada ocasión como si fuera la única y la última, sin premeditación. Todo lo que oliera a planes de futuro la llevaba a la fuga. Y Enric se proponía acercarse a ella, ganarse su confianza, conseguir que, al menos, le permitiera seguir estando a su alrededor, con movimientos lentos y pausados como los de un adiestrador que se aproxima a un animal herido y asustado para cuidarlo. Desde la muerte de Pau, las cosas eran aún más difíciles entre ellos y la distancia de seguridad que Carme exigía se agrandaba cada día.

En esta ocasión, Enric percibió desde el otro lado de la línea que la voz de Carme se precipitaba a responder a su pregunta de modo automático, como el que está en una reunión social y contesta distraído lo que el interlocutor espera. Pero al mismo tiempo notó también cómo una segunda voz más profunda dentro de ella anunciaba otra respuesta.

—¿Crees que algo de esto puede tener que ver con el accidente? —preguntó Enric.

Carme no respondió.

—Bueno —siguió Enric—, por ahora no hay nada más. Ten cuidado, Carme… —Enric se disponía ya a colgar cuando, justo antes de hacerlo, se escuchó a sí mismo repitiendo el nombre de Carme y hablándole con temor, como el que se adentra en una propiedad privada sin permiso de los dueños—: Carme, no te obsesiones… a veces existen los accidentes fatales, las muertes accidentales… Mantén claro tu pensamiento, no permitas que los temas personales te nublen el razonamiento…

Carme Torrents reaccionó con violencia a la intrusión de su compañero. Como si despertara bruscamente de un sueño plácido le contestó:

—¡Eh, Enric! ¿Qué puñetas quieres decir?

—Carme, tú no pudiste hacer nada más… No te permitas ver fantasmas… Los muertos, muertos están… no vuelven —intentó responder Enric con suavidad.

Carme Torrents colgó bruscamente el teléfono sin despedirse de su amigo y entró de nuevo, con la fuerza de un vendaval, en el despacho de Baz.

—Oiga, sargento, me gustaría reconocer la zona del accidente mañana temprano.

—De acuerdo, inspectora. La recojo a las nueve de la mañana y vamos juntos —propuso Baz, intentando un nuevo acercamiento.

—No. No hace falta. Yo iré en mi coche y usted en el suyo. Nos veremos allí a las siete y media —zanjó Torrents con brusquedad.