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¿CUÁL ES EL SECRETO?
Después de una semana tomando el almuerzo frío de una fiambrera —en la redacción no había microondas—, Laura decidió darse un homenaje en aquel restaurante del que todos hablaban últimamente.
La Forja del Gato se había convertido en trending topic, al menos en la zona, y en los blogs de gastronomía abundaban las buenas críticas sobre la cocina casera de aquel establecimiento. También hablaban de un gato viejo como el mundo que, junto con su dueño, había ocupado antiguamente aquel local.
—¿Te vienes conmigo a comer? —preguntó Laura al administrativo, que se había pasado toda la mañana persiguiendo morosos.
—¿Adónde vas?
Cuando la periodista le dijo dónde se encontraba el local, el otro se llevó las manos a la cabeza.
—Ni hablar. Es un lugar deprimente, y la última vez que estuve creo que me sirvieron una tapa de moscas. Como dicen los gallegos, nunca máis.
—Creo que el restaurante es nuevo, o ha cambiado de orientación —insistió Laura, a quien no le gustaba almorzar sola—. Bueno, como quieras.
Diez minutos después se encontró ante una nutrida cola que esperaba para el segundo turno, a las tres y cuarto. Se le hacía cuesta arriba esperar sin nadie con quien charlar, así que por una vez se decidió a explotar su oficio de periodista.
Ni corta ni perezosa, interceptó a un joven y guapo camarero que cargaba con tres platos de sopa y le dijo:
—Trabajo en la revista del barrio y me han encargado que haga un reportaje sobre La Forja del Gato. ¿Tienes sitio para mí?
Laura esperó un buen corte por parte de aquel mozo. Pero, para su sorpresa, el camarero le dijo su nombre y le preguntó el suyo. Tras agradecerle su visita, le pidió que aguardara en la barra. Había cola para largo en las mesas, pero él le ofrecería un par de tapas a cuenta de la casa.
Impresionada con aquellos veinte segundos de amabilidad en medio del caos de las comidas, la periodista se apostó en el trozo de barra donde menos molestaba. Ángel no tardó en servirle una copa de vino y las tapas prometidas, mientras seguía trajinando para que los platos llegaran puntuales a las mesas.
A su lado, un hombre grueso y sudado al que identificó como el dueño del local parecía desbordado —y a su vez satisfecho— con toda aquella actividad. Al pasar junto al camarero, le pasó el brazo paternalmente por encima del hombro y le dijo:
—Tenemos que contratar a alguien más. O vienen refuerzos o moriremos de éxito.
Media hora más tarde, el ambiente se relajó con la llegada de los postres y los cafés. Ángel aprovechó el respiro para atender a la periodista. Ahora que se detenía a mirarla, se dio cuenta de que era realmente bonita. Y, como a todos los de su profesión, le gustaban las preguntas directas:
—¿Cuál crees que es el secreto de vuestro éxito?
Ángel se quedó pensativo. Luego respondió:
—No creo que sea una sola cosa, sino muchas. Pero, para resumirlo de algún modo, supongo que el secreto es el amor.
—¿El amor? —preguntó Laura intrigada.
—Sí, empieza por la mañana, cuando preparamos platos con cariño para las personas que nos honrarán con su visita. No queremos decepcionarlas. Visto desde fuera, parece que les demos de comer, pero en realidad es al revés. Ellos nos dan de comer a nosotros. Si no viniera nadie, sería nuestra ruina. Por eso celebramos la llegada de cada cliente como si fuera un benefactor. Merecen todo nuestro amor.