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Selene atravesaba la plaza del mercado cuando ocurrió el accidente. Se encontraba en una parte de la ciudad que raras veces frecuentaba —el suburbio del norte, con sus amplias avenidas y las fastuosas villas de los ricos— porque aquel caluroso día de julio tenía que ir a una tienda donde se vendían hierbas medicinales poco corrientes. Su madre necesitaba semillas de beleño para preparar un brebaje narcótico. Lo que Mera no cultivaba en su huerto o no podía adquirir en el gran mercado de la ciudad baja, Selene lo iba a comprar a la tienda de Paxis, el griego. Por eso cruzaba la plaza del mercado en el momento en que el mercader de alfombras sufrió el accidente.

Selene lo vio. El hombre estaba cargando unas alfombras enrolladas sobre el lomo de su asno y, cuando se inclinó para recoger el cabo de la cuerda, el animal le propinó repentinamente una coz que le alcanzó la parte lateral de la cabeza.

Selene permaneció inmóvil un instante; después corrió a su lado y, dejando en el suelo el cesto con su valioso contenido, se arrodilló junto al hombre inconsciente y tomó su cabeza, apoyándola sobre sus rodillas. Sangraba profusamente y el rostro se iba oscureciendo peligrosamente.

Algunos viandantes se detuvieron con cierta curiosidad, pero nadie ofreció su ayuda. Selene levantó los ojos y miró a su alrededor.

—¡S-socorro! —gritó—. E-e-s…

Intentaba infructuosamente hablar. La gente se la quedó mirando en silencio. Ella interpretó el significado de sus expresiones. «No puede hablar —pensaban—. La muchacha imbécil».

—¡E-e-stá heri-do! —balbució, las manos cubiertas de sangre.

Los presentes se miraron unos a otros.

—Ya no se puede hacer nada por él —dijo un mercader de tejidos que había salido presuroso de su tienda y ahora miraba a hurtadillas las valiosas alfombras, preguntándose cómo podría apoderarse de ellas—. El magistrado se encargará de que le entierren.

—¡No está muerto! —gritó Selene, tratando de hacerse entender.

La gente empezó a retirarse, indiferente. Selene pidió que la ayudaran, que hicieran algo. No era justo, no podían abandonarle de aquella manera. ¿Qué podía hacer ella, una muchacha que aún no había cumplido los dieciséis años, en un barrio desconocido de la ciudad?

—¿Qué sucede? —preguntó una voz.

Selene levantó los ojos y vio que un hombre se abría paso entre la gente. Tenía modales autoritarios y vestía la blanca toga de los ciudadanos romanos.

—El a-a-sno le ha dado una coz —contestó ella, procurando pronunciar las palabras con la mayor claridad posible—. En la cabeza.

El desconocido la miró. Las cejas le conferían una expresión airada a causa de la permanente arruga que se observaba en su entrecejo, pero los ojos parecían amables.

—Muy bien —dijo el hombre al ver su mirada suplicante y sus temblorosos labios. Después, hincó una rodilla para examinar con más detenimiento al herido y añadió—: Ven conmigo. Quizá podamos salvarle.

Para alivio de Selene, el desconocido hizo señas a un corpulento y musculoso esclavo, el cual alzó al hombre inconsciente y lo cargó sobre sus anchas espaldas. Echaron a andar rápidamente calle abajo sin que Selene, que era muy alta, se quedara rezagada. Había olvidado el cesto en la plaza donde un mendigo acababa de encontrarlo con inmensa alegría. No pensó tampoco en su madre, que esperaba, en el barrio pobre de Antioquía, las semillas de beleño necesarias para el aborto que iba a practicar aquella tarde.

Entraron por una puerta abierta en un alto muro y Selene les siguió a través de un hermoso jardín repleto de flores estivales. En su vida había visto una casa tan enorme y con habitaciones tan grandes y bien ventiladas. Sus sandalias jamás habían pisado unos suelos de mosaico tan relucientes y nunca hubiera podido imaginar unas paredes de mármol tan bellas ni unos muebles tan lujosos y elegantes. Miró a su alrededor mientras andaba tras el desconocido y su esclavo. Pasaron un atrio para entrar finalmente en una estancia mucho más grande que su propia casa, amueblada tan sólo con unos triclinios, unas sillas y unas mesas de patas doradas.

Tras tender al inconsciente vendedor de alfombras sobre un triclinio y colocarle unas almohadas en la espalda, el desconocido se quitó la blanca toga y examinó la herida.

—Me llamo Andrés —le dijo a Selene— y soy médico.

El esclavo empezó inmediatamente a abrir cajones y cajas; llenó una jofaina de agua, y sacó de donde estaban los lienzos e instrumentos necesarios. Selene observó boquiabierta cómo el médico rasuraba hábilmente la cabeza del mercader y le limpiaba la sangrante herida con una mezcla de vino y vinagre.

Mientras el hombre trabajaba, Selene aprovechó para observar disimuladamente la habitación. ¡Qué distinto era todo del cuartito donde Mera realizaba sus curas! En casa de Selene, a la que se llegaba por un sendero dibujado con el tiempo por una enorme multitud de pacientes, la única estancia de la vivienda estaba atestada de útiles de trabajo: muletas apoyadas en las paredes, estantes llenos de jarras, hierbas y raíces colgadas del bajo techo, cuencos amontonados unos encima de otros, y vendas por todas partes. Era un seguro refugio para los enfermos y heridos del barrio pobre de Antioquía, y el único hogar que Selene había conocido en sus dieciséis años todavía no cumplidos.

¡Qué sala tan impresionante! Grande y aireada, con su piso brillante y una ventana a través de la cual penetraba el sol a raudales, iluminando varias mesitas llenas de instrumentos y esponjas y pequeñas jarras colocadas en cuidadosas hileras. Y, en un rincón, una estatua de Esculapio, el dios de la medicina. Selene dedujo que aquélla era la sala de tratamiento de un médico griego. Había oído hablar muchas veces de los grandes conocimientos de aquellos médicos.

Al ver cómo Andrés cortaba el cuero cabelludo del mercader con un cuchillo y aplicaba unas hilas a la herida, comprendió que no se había equivocado en sus suposiciones. ¡Aquel hombre debía de haber aprendido el arte de la medicina en Alejandría!

Antes de seguir adelante, Andrés le dijo:

—Puedes esperar en el atrio. Mi esclavo te llamará cuando termine.

Selene sacudió la cabeza sin moverse de sitio.

Tras mirarla inquisitivamente un instante, volvió a su labor.

—Primero tenemos que ver si hay algo roto —dijo Andrés con tranquilidad, en un griego culto que Selene raras veces escuchaba en su barrio—. Y, para averiguarlo, aplicamos esto…

Cuando Andrés extendió una densa pasta negra sobre el cráneo descubierto, Selene se acercó, fascinada. Vio que las manos del hombre eran suaves y alargadas. Al cabo de un momento, Andrés retiró la pasta.

—Aquí —dijo, indicando una línea negra en el hueso—. Hay fractura. ¿Ves esta melladura que empuja hacia abajo? Aquí el cerebro está comprimido. Tengo que aliviar esta presión o este hombre morirá.

Selene no podía dar crédito a sus ojos. En todos los años que llevaba ayudando a su madre, trabajando al lado de Mera y aprendiendo el antiguo arte de la curación, nunca había visto un cráneo abierto.

Andrés tomó a continuación un instrumento muy parecido a la broca que Selene y su madre utilizaban para encender el fuego de leña.

—Malaco —le dijo al esclavo—, sujétalo bien, por favor.

Selene lo contemplaba todo, asombrada; las manos de Andrés se movían hacia adelante y hacia atrás sin interrupción, a un ritmo constante. De vez en cuando, Malaco limpiaba la herida con agua.

Al final, la broca se detuvo y Andrés la dejó a un lado, diciendo:

—Aquí está, el huevo que hubiera matado a este hombre o le hubiera dejado paralizado para toda la vida.

Selene lo vio. El huevo del diablo, encajado entre el cráneo y el cerebro como consecuencia de la coz del asno. Siempre que llevaban a su casa a alguien con una herida en la cabeza, la madre de Selene preparaba un emplasto de opio y pan y se lo extendía sobre la cabeza a modo de gorro. Después pronunciaba una plegaria, le entregaba al herido un amuleto y lo mandaba a casa. Mera nunca utilizaba un cuchillo para abrir la cabeza y casi todos aquellos enfermos solían morir. Selene se preguntó ahora, con el corazón desbocado, si no estaría a punto de presenciar un milagro.

Andrés tomó una especie de paleta roma, la introdujo suavemente bajo el cráneo y elevó con ella el hueso fracturado para que no rozara el cerebro. El hombre inconsciente emitió un gemido e inmediatamente le mejoró el color de la cara y se le regularizó la respiración.

Mientras Andrés trabajaba, Selene estudió su perfil. Tenía unos ojos grises azulados, una nariz aguileña muy en consonancia con su expresión enfurruñada, unos labios finos y una mandíbula firme y cuadrada, pulcramente subrayada por una corta barba negra. Selene le calculó unos treinta años aunque en sus sienes brillaban ya algunas canas, señal de que Andrés tendría el cabello plateado cuando cumpliera los cuarenta.

El huevo salió entero, pero acompañado por un alarmante río de sangre. Andrés siguió trabajando en silencio.

Selene se sorprendió de su calma. Estaba muy serio, pero no porque tuviese miedo, sino a causa de su intensa concentración. Sus ojos apenas parpadeaban y su respiración era acelerada y superficial. Movía constantemente las manos y Selene estaba segura de que, en el momento menos pensado, arrojaría los instrumentos y gritaría: «¡No hay nada que hacer!».

Pero Andrés seguía incansablemente adelante, enteramente atento a su tarea, como si en todo el universo no existiera otra cosa. La decisión reflejada en su rostro llenó de respeto los ojos de Selene.

Al final, la hemorragia cesó. Andrés dejó los instrumentos, limpió la herida con vino, cubrió el hueco con cera de abejas tibia y después juntó los bordes de la herida. Mientras se lavaba las manos, le dijo a Selene:

—Si recupera el conocimiento dentro de tres días, vivirá. De lo contrario, morirá.

Selene le miró a los ojos durante un momento antes de apartar la mirada, deseando poder expresar claramente, con palabras, las muchas preguntas que se agolpaban en su mente.

Inesperadamente, el hombre tendido en el triclinio lanzó un grito y empezó a agitar los brazos. El esclavo Malaco, que le estaba vendando la cabeza, retrocedió de un salto.

—¡Un ataque! —exclamó Andrés, corriendo a su lado. Trató de sujetarle el brazo, pero no pudo—. ¡Trae una cuerda! —le dijo a Malaco—. ¡Y ve por Polibo! Necesitamos ayuda.

Selene observó al mercader de alfombras, todavía inconsciente y con el rostro terriblemente pálido, agitándose y arqueando la espalda sobre el triclinio como si lo atormentaran los demonios. Andrés intentó inmovilizarle para evitar que cayera al suelo, pero los puñetazos del enfermo se lo impidieron. El pobre hombre se golpeó varias veces la cabeza contra el borde del triclinio y se volvió a abrir la herida, de la que la sangre empezó a manar nuevamente bajo el vendaje. Un extraño gruñido escapó de su garganta mientras contraía los músculos del cuello.

Regresó Malaco en compañía de un gigantesco esclavo. Los tres hombres ataron los brazos y las piernas del herido al triclinio. Pero el ataque no cesaba. Selene oyó el crujir de sus huesos y de sus articulaciones y temió que estuvieran a punto de romperse.

—No podemos hacer nada —dijo Andrés con la cara muy seria—. Seguramente, se matará.

Selene observaba al médico; por un segundo, las miradas de ambos se cruzaron. Después, la muchacha volvió los ojos hacia el herido, pensando que aún quedaba una posibilidad…

Sin una palabra, Selene se adelantó, cerró los ojos y creó en su mente la imagen de una llama dorada, ardiendo en medio de la oscuridad. Sus pensamientos se concentraron en aquella visión hasta que su cuerpo empezó a percibir el calor de la llama y sus oídos escucharon el suave murmullo de su energía. Concentrándose en la llama que ardía en lo más recóndito de su ser, Selene empezó a respirar pausadamente para que su cuerpo se relajara. El proceso pareció durar horas y horas, pero, en realidad, sólo duró un instante, lo justo para que Selene reuniera toda su fuerza y la concentrara en la «llama».

Andrés y sus esclavos la miraban con la impresión de que estaba sumida en un extraño sueño; su rostro no revelaba la intensa concentración de su mente ni el acopio de energías que tenía lugar en el interior de su cuerpo. Levantando lentamente las manos, Selene las colocó sobre el cuerpo del mercader con las palmas hacia abajo, pero sin tocarlo. Después, empezó a moverlas en pequeños círculos que se fueron agrandando poco a poco, hasta cubrir todo el cuerpo.

Selene contemplaba la llama de su mente. Para ella, no existía otra cosa. Su concentración era tan intensa como la de Andrés en el momento de abrir el cráneo del hombre. Cuando «tocó» la llama, el calor del fuego escapó de su mente y, a través de sus brazos y sus manos, se irradió sobre el cuerpo recostado del herido.

Andrés observó fascinado cómo la cimbreña figura de la muchacha comenzaba a balancearse lentamente. Su rostro, de pronunciados pómulos y carnosos labios, que parecía ser el de una persona más bien tímida y retraída, se mostraba ahora extrañamente sereno. Selene mantuvo extendidos los brazos y las manos hasta que, al cabo, el torturado cuerpo del mercader de alfombras dio muestras de calmarse, se agitó un poco, sufrió unos espasmos involuntarios y finalmente se quedó dormido.

Selene abrió los ojos y parpadeó como si acabara de despertarse.

—¿Qué has hecho? —le preguntó Andrés, frunciendo el ceño.

Selene apartó tímidamente los ojos. No estaba acostumbrada a hablar con desconocidos. Al oír los tartamudeos que se escapaban de su encantadora boca, la gente la miraba con asombro y hastío, como si dijesen «es una idiota». Ya tendría que estar acostumbrada a todo eso, se decía a menudo Selene, después de tantos años de soportar las crueles burlas de los demás niños, de ser ignorada en los tenderetes del mercado y de oír con tanta frecuencia los gritos de quienes le espetaban: «¡A ver si hablas claro, estúpida!». Su madre afirmaba que aquel defecto era una señal del favor de los dioses, puesto que había nacido muda, y después se le había soltado la lengua; sin embargo, ¿por qué otras gentes no la veían de la misma manera?

Con asombro descubrió Selene que en el hermoso rostro del médico griego no se observaba ninguna de las reacciones habituales. Selene hizo un esfuerzo por no apartar la mirada de aquellos oscuros ojos grises, severos y tiernos a la vez, y creyó ver en ellos un atisbo de compasión.

—Le he m-m-mostrado el c-camino del sueño —se atrevió a contestar.

—¿Cómo?

Selene habló con toda la lentitud de que era capaz. Le costaba hacerse entender; tardaba mucho y la gente perdía la paciencia.

—Es a-algo que me enseñó mi m-madre.

—¿Tu madre? —inquirió Andrés, arqueando las cejas.

—Es s-sanadora.

Andrés reflexionó un instante y después, recordando la herida reciente del mercader, se acercó al triclinio, retiró el ensangrentado vendaje y empezó a curarle.

Al terminar, tomó una punta de lanza oxidada y la rascó con un cuchillo sobre la herida.

—Esta herrumbre ayudará a que la herida cicatrice mejor —dijo. Al ver la perplejidad de Selene, explicó—: Es bien sabido que, en las minas de hierro y de cobre, las heridas de los esclavos sanan más velozmente que en ningún otro lugar. Aunque nadie sabe por qué. —Aplicó otro vendaje sobre la herida del mercader de alfombras, apoyó con sumo cuidado la cabeza del hombre sobre una almohada y, mirando a Selene, añadió—: Háblame de lo que hiciste para calmarle. ¿Cómo lo conseguiste?

Selene miró al suelo, ganada por la timidez.

—Yo n-no hice n-nada —contestó—. Yo s-saqué sus en-en… —Sus manos se cerraron en puño—. Sus energías de la con-confusión.

—¿Es una cura?

—N-no cura —contestó la muchacha, sacudiendo la cabeza—. S-sólo alivia.

—¿Y siempre obtienes ese resultado?

—No.

—Pero ¿cómo? ¿Cómo lo hiciste?

Selene se mordió los labios y estudió el dibujo del pavimento de mosaico.

—Es un p-procedimiento muy antiguo. S-se ve una llama.

Andrés clavó sus oscuros ojos en ella. La muchacha era hermosa. Mientras la contemplaba, le vino a la mente una imagen: el recuerdo de una flor rara que había visto una vez, llamada hibisco. Las facciones de Selene eran muy bellas; sobre todo, la boca. Qué ironía, pensó, que una boca tan encantadora a la vista cumpliera sus funciones de forma tan imperfecta. La muchacha no era muda. ¿Por qué, pues, no hablaba correctamente?

Cuando el mercader de alfombras empezó a roncar, Andrés dijo con una sonrisa:

—Parece ser que tu llama ha obrado el prodigio.

Selene le miró de soslayo y vio hasta qué extremo la sonrisa transformaba su expresión. «Cuando no frunce el ceño, Andrés parece más joven», pensó Selene, preguntándose quién sería realmente aquel hombre.

Por su parte, Andrés sentía también una enorme curiosidad por ella. El defecto del habla debía de ser consecuencia de una deformidad corregida en la infancia, pero a una edad tardía y sin el complemento de una educación del lenguaje. Andrés intuyó cuántas zozobras causaría a la pobre muchacha aquel terrible problema. Era hermosa, pero dolorosamente tímida y retraída. ¿Por qué nadie la ayudaba?

Una sombra oscureció el rostro de Andrés, que volvió a fruncir el ceño con expresión meditabunda. Aquella prematura arruga en el entrecejo en un hombre de apenas treinta años era el fruto de una amargura largo tiempo alimentada.

«¿Y eso, a mí, qué me importa?», se dijo. Hacía años que todo había dejado de importarle.

Una brisa penetró por la ventana y agitó las finas cortinas. El cálido viento estival llevaba consigo el aroma del follaje, de las flores y del verde río que bajaba hacia el mar. La brisa atravesó la casa de Andrés, el médico, y le sacó de su ensimismamiento.

—Necesitarás ayuda para transportar a tu amigo —dijo Andrés, señalando a Malaco—. Mi esclavo te ayudará.

Selene le miró, desconcertada.

—Supongo que te lo querrás llevar a casa —añadió Andrés.

—¿A c-casa?

—Sí, para que pueda restablecerse. ¿Qué pensabas hacer con él?

—Yo n-no lo sé —contestó Selene, confusa—. No le conozco.

—¿No conoces a este hombre? —preguntó el médico.

—Yo cruzaba el m-m… —De repente, Selene se cubrió la boca con las manos—. ¡El cesto!

—¿Pretendes decirme que no conoces a este hombre? En tal caso, ¿por qué pedías ayuda?

—¡El cesto! —gritó de nuevo Selene—. El último d-dinero que nos quedaba…, la m-medicina

—Si tú no conoces a este hombre, al que yo, por supuesto, no conozco —dijo Andrés, impacientándose—, ¿me quieres decir qué hacemos aquí? ¿Y por qué yo me he tomado todas estas molestias? —añadió, señalando el triclinio con la mano.

—E-estaba herido —contestó, Selene, contemplando la cabeza vendada.

—Conque estaba herido, ¿eh? —repitió Andrés, viendo por el rabillo del ojo la sonrisa maliciosa de Malaco—. Toda una tarde curando a un desconocido —añadió, enojado—. ¿Y ahora qué tengo que hacer con él?

Selene le miró en silencio, sin saber qué responder.

La impaciencia de Andrés se trocó en irritación.

—Esperas que le atienda aquí, ¿verdad? Yo no albergo a los enfermos en mi casa. Ése no es el cometido de un médico. Yo le he curado. Ahora la familia tiene que cuidarle hasta que se recupere.

—¡P-pero yo no conozco a su familia! —exclamó Selene, mirándole con angustia.

Andrés clavó los ojos en ella. ¿Cómo era posible que aquella niña se preocupara tanto por la suerte de un desconocido? ¿Qué más le daba a ella? Nadie se preocupaba por semejantes cosas. ¿Cuándo se había tropezado por última vez con una persona tan ingenua como aquella muchacha? Hacía muchos años, en Corinto había contemplado un día su propia imagen reflejada en un estanque y visto el terso rostro de un joven imberbe a punto de cruzar el umbral del desengaño.

Andrés reprimió su cólera. Aquella joven se encontraba todavía al otro lado de aquel umbral inevitable, era todavía inocente y no conocía la falsedad. Una muchacha que apenas podía hablar se había detenido en el mercado para prestar ayuda a un desconocido.

Al ver la expresión de su rostro, Selene volvió a recordar algo que la inquietaba desde que tenía uso de razón: la cuestión aparentemente insoluble del qué hacer con la gente.

Selene lo veía una y otra vez en casa de su madre; llegaban los forasteros a su puerta para que aliviara sus males, sin tener dónde pasar la convalecencia. Personas que vivían solas, viudas sin amigos, inválidos que permanecían encerrados en sus casas, a todos ellos los atendía Mera en sus camas, pero después no tenían quien les cuidara. En las calles era todavía peor. Sobre todo en el sórdido barrio del puerto, donde los niños vagaban sin rumbo, las prostitutas parían en las callejas y los marineros caían enfermos y morían en el empedrado. Todos aquellos miserables yacían en el suelo porque no tenían a dónde ir y nadie se preocupaba por ellos.

—P-por favor, ¿tú no p-podrías cuidarle…?

Andrés la miró en silencio, lamentando haberse metido en aquel lío… ¡hasta el más inexperto de los estudiantes sabía que primero había que preguntar! Los ojos de Selene le conmovieron.

—Muy bien —dijo al final—, enviaré a Malaco a averiguar en el mercado. Puede que alguien conozca a este hombre. Entre tanto —añadió, tomando su blanca toga y echándosela sobre el hombro—, se podrá quedar en los aposentos de mis esclavos.

Selene esbozó una sonrisa de agradecimiento.

«Esta muchacha posee un magnetismo inexplicable», pensó Andrés. Su forma de vestir revelaba que no procedía de un hogar acomodado. ¿Cuántos años tendría? Aún no había cumplido los dieciséis, porque aún llevaba un vestido de niña hasta la rodilla. Sin embargo, no estaba lejos el día en que recibiría la túnica y el manto de las mujeres adultas. Su boca poseía una sensualidad casi irresistible. Era una boca carnosa como la flor tropical que una vez más acudió a la mente de Andrés, el hibisco abierto en el extremo del tallo. Era exótica, seductora y misteriosamente bella. Andrés confió en que la muchacha no fuera consciente de la jugarreta que le habían gastado los dioses, dotándola de un rasgo que era a la vez su mejor cualidad y su peor defecto. Qué sorprendente le había resultado el oír con qué torpeza surgían las palabras de aquellos labios. Como a todo aquel que la oyese por primera vez. Era como una burla de la belleza, y se sintió inexplicablemente conmovido por ello.

—¿Qué perdiste en el mercado? —le preguntó de pronto.

—B-beleño —contestó la muchacha, levantando los dedos para indicar la cantidad.

—Dale lo que necesite —dijo Andrés, dirigiéndose a Malaco—. Y también un cesto.

—Sí, mi amo.

Sorprendido, el esclavo se acercó a una hilera de jarras.

—Procura en el futuro no detenerte a socorrer al primer desconocido que te encuentres por la calle. La casa de otro hombre podría no ser tan segura como ésta.

Selene se ruborizó intensamente mientras Malaco le entregaba el cesto. Después dio desmañadamente las gracias a Andrés y se marchó corriendo.

Andrés permaneció de pie, escuchando el rumor de sus pisadas al alejarse por el pasillo. ¡Menuda tarde!, pensó. Primero había atendido a un desconocido que, con toda probabilidad, no le pagaría; después, había despedido a la responsable de todo, con una buena provisión de una costosa medicina. ¡Y ni siquiera conocía su nombre!