24

Escapar. Selene sólo pensaba en escapar.

Huir de Magna, regresar junto a Andrés y reanudar la búsqueda de su destino.

El riesgo era enorme. Primero, corría el peligro de que la sorprendieran en el momento de huir del palacio. Lasha imponía unos terribles castigos a las personas que se atrevían a desafiarla. Selene recordaba a la pobre doncella que intentó fugarse con un oficial de la guardia: al hombre lo castraron y a ella la enterraron viva. Después, una vez fuera de los muros del palacio, tendría que enfrentarse con el hostil desierto, infestado de bandidos y alacranes. Y, sin embargo, Selene estaba dispuesta a correr el riesgo. Ni la reina ni su ejército de guardianes mudos le impedirían ir al encuentro de su destino. Los dioses la habían marcado —eran las palabras de Mera—, y un romano moribundo había asegurado que su nacimiento tenía un propósito determinado.

«¿Cómo podré cumplir esta misión en este desdichado encierro?», se preguntó Selene mientras bajaba presurosa por el pasillo en dirección al harén. La atención de las dolencias imaginarias de los caprichosos personajes reales poco tenía que ver con el verdadero arte de la curación. Estaba segura de que había nacido para hacer cosas mejores y cumplir una sagrada misión en el mundo. Lo comprendió al abrirle Andrés nuevas puertas. Sin embargo, jamás vería realizado aquel sueño si no conseguía regresar junto a él y recuperar el anillo que, según Mera, se lo revelaría todo.

Lasha estaba con uno de sus amantes, un muchacho traído de la ciudad con el que pensaba pasar la tarde en privado. Selene aprovechaba aquellas ocasiones para dirigirse al harén del rey y visitar a su única amiga, Samia, la joven hindú capturada con ella hacía dos años. Allí, en la intimidad del estanque de los lotos del harén —las esclavas de Selene no podían entrar en aquel recinto—, ambas muchachas comentaban sus planes de huida mientras las demás mujeres hacían la siesta.

Durante el mes siguiente a su «ejecución», dos años atrás, mientras el palacio era un hervidero de actividad en medio de los preparativos de la fiesta del solsticio de invierno, Selene había tenido ocasión de reunirse con Samia, la cual no había conseguido —como tampoco las restantes jóvenes capturadas— devolver al rey su potencia viril y, en consecuencia, estaba relegada al harén donde transcurrían sus días ignorada y olvidada. Casi inmediatamente, ambas empezaron a forjar planes para la huida y se pasaron varios meses sin apenas hablar de otra cosa.

Selene volvió la cabeza. Había espías y enemigos por todas partes. El hecho de que gozara de la protección de la reina no constituía ninguna garantía de seguridad, sobre todo, teniendo en cuenta que su mayor enemigo era un hombre casi tan poderoso como Lasha, un hombre con ojos y oídos en todos los rincones de palacio, un hombre que sólo vivía para vengarse de la joven que le había humillado y a la cual podía destruir con sólo mover un dedo. Este hombre era Kazlah, el primer médico de la corte.

Al pasar por delante de una puerta que daba acceso a un jardín, Selene vio el sol estival y se entristeció de repente al recordar el día de su primer encuentro con Andrés, hacía dos años. Estaba a punto de cumplir dieciséis años y creía tener toda la vida por delante. Pero ¿qué ocurrió después? De repente, el sueño se esfumó y un extraño destino la llevó a la situación en que ahora se encontraba.

«¿Qué ha sido de mi amado? —se preguntaba—. ¿Qué hizo cuando no me encontró? ¿Me seguirá buscando? ¿Me habrá olvidado? No es posible; estamos unidos el uno al otro para siempre».

La gente la saludaba con una inclinación de cabeza al cruzarse con ella en el pasillo, reconociendo en aquella joven a la sanadora personal de la reina. Por fuera, Selene era una típica cortesana de aquel esplendoroso palacio. Como todas las mujeres, lucía un velo que le cubría la parte inferior del rostro, muestra inequívoca de la fuerte influencia árabe en Magna, llevaba el negro cabello, que ahora ya le había crecido hasta los hombros, peinado en apretadas trenzas y recogido bajo un velo de color lavanda, y lucía sobre la frente una hilera de monedas de oro. Su holgado y vaporoso vestido se ajustaba a la cintura mediante una faja con incrustaciones de piedras preciosas. Cumpliendo el deseo de la reina, Selene utilizaba ahora afeites por primera vez en su vida.

Selene aminoró el paso al acercarse al harén, y las tres esclavas que la seguían chocaron entre sí. Las esclavas la acompañaban a todas partes, estaban a su lado todo el día, espiándola, vigilándola, informando a la reina de todos sus movimientos. Una de las esclavas —Selene no sabía cuál de ellas— encontró la carta que ella pretendía sacar secretamente de palacio para su entrega a un viajero que se dirigía a Antioquía con el fin de que la hiciera llegar a Andrés. La esclava se la envió a Lasha y desde entonces, incluso en el baño o cuando dormía o atendía a los cortesanos en sus dolencias, Selene no había vuelto a estar sola ni un momento.

Dos guardianes le abrieron ahora la enorme puerta de doble hoja, tras la cual unos eunucos le abrieron la puerta interior. Finalmente sola, mientras las esclavas aguardaban fuera, Selene entró en una espléndida sala inundada de sol vespertino.

Se bajó el velo que le cubría el rostro y miró con una sonrisa al apuesto y joven eunuco de los ojos tristes. Se llamaba Darío y se había incorporado recientemente al ejército de eunucos que guardaban a las mujeres del harén de Zabbai. En pocas semanas se había convertido en el objeto de muchos corazones sedientos de amor.

Darío había sido vendido como esclavo a una edad muy temprana, de la que sólo conservaba el vago recuerdo de un patio, una mujer que cantaba y un verde río al otro lado del muro. Veía a menudo en sus sueños unas manos que se apoderaban de él, un saco que le cubría la cabeza y un largo galope a caballo, alejándose del verde río. Después, la compañía de otros muchachos y, finalmente, la incesante pesadilla de la sangre, de un dolor casi insoportable, de un período de convalecencia y del descubrimiento de la mutilación de su cuerpo. Hacía tanto tiempo, que Darío no estaba seguro de si era un sueño o una realidad. Ahora le quedaba tan sólo el presente en el harén de Magna, después de haber vivido tantos años pasando de amo en amo, y un triste futuro de soledad.

Selene no podía por menos que compadecerse de aquel joven y sensible eunuco que sufría sin la menor culpa por su parte. Ni él podía evitar ser tan dulce y hermoso como era, ni las desdichadas mujeres a las que servía podían evitar las pasiones y frustraciones que sentían por su causa.

El harén era un lugar que le fascinaba y le repelía a un tiempo. No era natural vivir enjauladas de aquella manera, pensaba Selene. Muchas mujeres no habían vuelto a ver el pasillo del otro lado de la puerta desde el día en que las llevaron allí, siendo niñas; algunas habían nacido incluso dentro del harén y sólo habían visto el retazo de cielo que cubría como un dosel el jardín interior; las había de todas clases, jóvenes y viejas, hermosas y vulgares, tontas y listas, sin otra preocupación que la de decidir qué velo ponerse. Se pasaban el día en baños perfumados, contando chismes, criando a los niños pequeños y languideciendo. No era de extrañar por tanto que el harén fuera campo abonado para las intrigas y las conspiraciones, las camarillas y las facciones; había entre ellas relaciones de amor y de celos, y, de vez en cuando, odios y pendencias a causa de eunucos bellos como Darío.

Un joven como él podía aprovechar semejantes circunstancias en su propio beneficio. Muchos eunucos de la corte habían utilizado sus favores sexuales para medrar, dado que algunas mujeres del harén eran ricas y poderosas por ser hijas o hermanas de soberanos orientales. Darío tenía la suerte de poder ejercer sus funciones sexuales, ya que en el harén de Zabbai no importaba que las mujeres tuvieran amantes, siempre y cuando no quedaran embarazadas. Darío tenía la suerte de no ser un eunuco como los que montaban guardia en todas las puertas, totalmente privados de sus órganos sexuales e incapaces por tanto de acostarse con las mujeres.

Sin embargo, a Darío no le interesaba participar de las intrigas y conspiraciones palaciegas, ni utilizar sus aptitudes sexuales a cambio de favores porque, precisamente la noche en que le llevaron a palacio, vencido y humillado, se había enamorado por primera vez en su vida.

Ahora saludó a Selene con el firme apretón de manos propio de la sincera amistad.

—¿Estamos seguros? —preguntó Selene, mirando a su alrededor.

El joven asintió en silencio, indicándole por señas que Samia la esperaba junto al estanque de los lotos.

Darío se sentía un poco cohibido en presencia de Selene, y lo mismo les ocurría a casi todos los cortesanos. El joven no vivía en palacio cuando ella operó del ojo a la reina Lasha ni más tarde, cuando el rey Zabbai recuperó su potencia viril. Pero sabía, porque se lo habían contado, que aquella muchacha de Antioquía había devuelto la salud a la familia real. Se rumoreaba por los pasillos de palacio que Fortuna llevaba en las venas la sangre de una antigua hechicera egipcia.

Selene saludó a Samia con la mano desde el otro lado del patio. Era Samia quien la había ayudado a curar las heridas de las otras jóvenes durante la primera noche que pasaron en palacio; y era ella quien la acompañó en su dolor y su tristeza cuando las demás jóvenes fueron conducidas una a una ante el rey. Finalmente, ella misma había sido llevada ante el soberano. Se había resistido aferrándose a su amiga con lágrimas en los ojos. Aquellos días de encierro compartido crearon un vínculo muy fuerte entre ambas. Samia era la primera amiga auténtica que jamás hubiera tenido Selene, aparte de Mera.

Tras abrazar a su amiga, Selene se sentó al borde del estanque ansiosa de comunicarle la noticia. Al principio, no vio la expresión del rostro de Samia.

—Vendrán dentro de dos semanas —dijo atropelladamente. Volvió la cabeza y vio a Darío, montando guardia junto a la arcada—. Una delegación de Roma. Llevará un séquito muy numeroso. ¡Les van a abrir toda una nueva ala del palacio! ¡Imagínate, Samia! ¡Pondrán todo el palacio patas arriba, y seguro que encontraremos una ocasión para escapar!

Cuando Samia levantó los ojos, Selene observó que los tenía hinchados de tanto llorar.

—Ya sé lo de los romanos —dijo la muchacha, mirando con tristeza al joven eunuco—. Se van a llevar a mi amado Darío.

Sorprendida, Selene se volvió a mirar a Darío.

—¿Cómo? —preguntó en un susurro, inclinándose hacia Samia—. ¿Cómo es posible?

—El rey regalará veinte de sus mujeres al emperador Tiberio —contestó sin poder reprimir las lágrimas—. Y Darío las acompañará.

—¿A Roma? —preguntó Selene—. ¿Van a enviar a Darío a Roma?

Mientras contemplaba la superficie del estanque de los lotos, de cuyos peces los rayos del sol arrancaban destellos dorados cuando nadaban a flor de agua, Selene recordó la noche de hacía cuatro meses en que había conocido a Darío. Samia la mandó llamar a través de una secreta cadena oral que pasó de los eunucos a los guardianes y de éstos a los criados. Entonces bajó furtivamente por los oscuros pasillos, confiando en que la reina no se despertara y preguntara dónde estaba Fortuna. Encontró a su amiga en la parte de atrás de aquel jardín, acurrucada bajo un sauce y empapada de agua de lluvia mientras acunaba en sus brazos el cuerpo inconsciente del joven eunuco recién llegado al harén. Había intentado ahorcarse con un velo de seda, y Samia lo descubrió. Selene la ayudó a cuidarle hasta que se recuperó.

Apreciaba enormemente a aquellos dos jóvenes enamorados que compartían su cautiverio. Samia y Darío eran los únicos que conocían la historia de su amor por Andrés y de la búsqueda de su identidad. Eran los únicos que la llamaban Selene en lugar de Fortuna, un nombre que ella aborrecía con toda su alma; el hecho de que conocieran sus secretos y la llamaran por su verdadero nombre la ayudaba a conservar la identidad y el pasado que Lasha pretendía arrebatarle.

—Tiene que haber algún medio para que vayas con él —dijo Selene, sintiendo el dolor de su propia herida y de la separación del hombre al que amaba.

—No hay ninguno. —Samia sacudió la cabeza—. Los dioses me han abandonado.

—¡Incorpórate al grupo de mujeres! —le aconsejó Selene en un susurro—. ¡Ve a Roma con ellas!

—Sólo irán veinte. Los guardianes las contarán y verán que hay una de más.

—Pues, entonces, ocupa el lugar de una de ellas. ¡Sobórnala!

—¡Selene, ya he pensado en todo eso! ¡He preguntado por ahí, y todas quieren ir! No tendría dinero para pagar a cambio de que una de ellas me cediera su puesto. ¡Todas quieren ver Roma!

Selene se volvió para mirar a Darío.

El día en que le habían llevado a palacio, tenía todo el cuerpo magullado y enrojecido a causa de los pellizcos de los guardianes. Las mujeres se congregaron a su alrededor, deseosas de verle, aumentando con sus comentarios y conjeturas la sensación de vergüenza que le dominaba. Darío creyó haber llegado al final de su desdichada vida y aquella noche salió al jardín y se acercó al árbol con su lazo de seda. Pero, en los cuatro meses transcurridos desde entonces, Samia y Selene le habían enseñado a volver a amar y confiar, a disfrutar de todas las cosas que tuviera a su alcance y a mirar al futuro con esperanza. Ahora, en caso de que Darío fuera conducido a Roma, ya no habría futuro para ninguno de los dos.

—Se me ocurre una idea —dijo Selene de repente—. Puesto que no puedes incorporarte al grupo porque los guardianes contarían una mujer de más y no puedes sobornar a ninguna de las mujeres para que te permita ocupar su lugar, no tendrás más remedio que quedarte y separarte de Darío.

—Eso ya lo sé, Selene.

—Pues, entonces, escucha. Si Darío también se queda, no tendrás que separarte de él.

—Pero, es que él… tiene que irse. Se lo han ordenado.

—Se quedará y yo ocuparé su lugar.

—¡Eso no es posible! —exclamó Samia.

—¿Por qué no? Tenemos la misma estatura y una complexión parecida. En la oscuridad de la noche y en medio de un grupo de mujeres, cuando los soldados las acompañen a toda prisa al barco que estará aguardando en el río…

—Selene, tú estás loca —dijo Samia en un susurro, aunque a duras penas podía disimular su interés.

Selene se lo explicó todo en voz baja. Sería muy fácil, dijo. No se notaría nada, siempre y cuando el eunuco que acompañara a las mujeres se cubriera la cabeza con el manto. El traslado sería muy rápido, tal como solían ser todos los traslados del harén. Y se llevaría a cabo en la oscuridad, puesto que la partida sería a medianoche. Además, ella y Darío tenían aproximadamente la misma estatura y la misma complexión.

—Pero, Selene —dijo Samia, mirándola esperanzada—, ¿cómo podrás viajar hasta Roma disfrazada? ¡Te descubrirán!

—Es que no tengo la menor intención de ir hasta Roma —contestó Selene—. Abandonaré el barco a la primera oportunidad. Me arrojaré al río en caso necesario. Lo único que me importa es huir de palacio.

Al final, Samia y Darío aceptaron el plan. La noche de la partida, Selene sería llamada al harén bajo una excusa cualquiera, por ejemplo una repentina indisposición. Ella se habría encargado previamente de verter unos poderosos polvos narcóticos en la copa de vino que solía tomar Lasha por la noche para que su ausencia no fuera advertida hasta el amanecer. Cuando el grupo de mujeres se reuniera con los esclavos, las arcas y los guardianes, Selene y Darío aprovecharían para hacer el cambio. Después, el joven se ocultaría en el palacio —lo bastante grande como para que un esclavo pudiera perderse en él— y elaboraría un plan para huir con Samia de Magna.