15
Selene contempló la luna creciente brillando en el negro cielo y musitó:
—Madre de todos, haz que viva mi madre…
Se encontraba de rodillas, acunando la cabeza de Mera sobre su regazo. Hacía un rato, le había dado a su madre unos sorbos de agua que le provocaron un violento acceso de tos; Selene no se atrevía a moverla de nuevo. Pasada la medianoche, Mera abrió los ojos y miró a su hija.
—Ha llegado el momento —dijo en un susurro—. Mi hora está próxima.
—No, madre…
—No te aflijas, hija mía —musitó Mera, respirando afanosamente—. Ahora ya no hay tiempo más que para la verdad. Por consiguiente, escúchame con atención. Tengo cosas importantes para decirte, y me cuesta mucho trabajo hablar. —Trató de cambiar de posición mientras su rostro se contraía en una mueca de dolor. Respiró hondo y su garganta emitió un crujido—. Yo no tenía que llegar a Palmira, hija mía. Ya he cumplido mi misión. Te he devuelto…
—Madre —dijo Selene, acariciando el cabello de Mera—. No entiendo lo que me dices. ¿Qué significa eso de que me has devuelto?
—Hace dieciséis años… Fuiste especialmente elegida…
Selene frunció el ceño mientras estudiaba los azulados labios de su madre, tratando de desentrañar el significado de aquellas palabras.
«¿Elegida? —pensó—. Elegida, ¿para qué?».
—Tu padre… —añadió Mera, haciendo un supremo esfuerzo— dijo que procedías de los dioses. Dijo que les pertenecías.
Selene miró a su madre, perpleja. Mera le había hablado del pescador muerto en un naufragio antes de que ella naciera. Pero jamás había vuelto a hablar del hombre del que era viuda. ¿Cómo era posible que un sencillo pescador hubiese afirmado que su hija procedía de los dioses?
Las lágrimas asomaron a los ojos de Mera, la cual maldijo el cuerpo que la traicionaba y que ahora se había convertido en su enemigo. «Hubiera tenido que decírselo hace unos días, cuando todavía conservaba mis fuerzas. ¿Por qué? ¿Por qué he esperado hasta ahora para decirle la verdad?».
Mera cerró los ojos. Conocía la respuesta: «Porque tenía miedo. Quería conservarla un poco más a mi lado; quería que fuera mi hija unos cuantos días más. No podía soportar que, tras haber negado mi maternidad, ella pensara en aquella pobre mujer que unos soldados de rojo manto se llevaron a rastras. No hubiera podido mirar a los ojos a mi hija, sabiendo que ya no era mía».
—Selene, tú has sido lo más hermoso de mi vida. Viniste a mí cuando estaba sola. Fui egoísta. Quise hacerte totalmente mía, pero sabía que algún día los dioses te reclamarían. Te marcaron al nacer, y aún llevas la marca. Cada vez que maldices tu lengua, tal como yo sé que haces, recuerda, Selene, que así te hicieron los dioses y que ésa es la marca de su favor hacia ti…
Mera enmudeció de golpe mientras Selene la miraba, confusa.
Desde su lugar junto a la hoguera, Ignacio contempló la silueta de las dos mujeres en la improvisada tienda. Hacía dos días que la caravana les había dejado en el camino de Palmira con ocho camellos, quince personas y un asno cansado. Cuando la inmensa caravana se alejó y la enorme polvareda se posó de nuevo en el suelo, el desierto sirio les pareció más vasto y amenazador que nunca. Ignacio pasaba la noche en vela, montando guardia. Llevaba un puñal al cinto y había ordenado a sus esclavos que portaran armas.
Aunque la muchacha afirmaba que un amigo la seguía por el camino y llegaría de un momento a otro, Ignacio lo dudaba. En caso de que ello fuera cierto, el tal amigo ya hubiera tenido tiempo de llegar.
—Naciste con un propósito determinado, Selene —añadió Mera al cabo de un rato—. Eres un ser especial. Un destino singular te aguarda, el destino para el que naciste y para el que yo te he preparado durante dieciséis años. Es el destino que ahora debes buscar. No tengo respuestas para ti, Selene. Tú misma las deberás descubrir. Ésa será tu misión.
—Pero ¿de qué estás hablando, madre? —preguntó Selene, mirándola desconcertada.
—Escúchame bien, hija mía. Ahora debes conocer la verdad…
Selene inclinó el cuerpo hacia adelante y, mientras los resecos labios de Mera trataban de formar las palabras, oyó, en el vasto silencio del desierto, el aullido de un viento que hacía crujir las puertas y las ventanas y que llevaba consigo un rumor de cascos de caballos mezclado con gritos de soldados romanos.
Mera evocó aquella noche de hacía dieciséis años y lo hizo con tanta eficacia que Selene creyó ver con sus propios ojos la escena: el apuesto patricio romano y su joven esposa; la casita de Mera en las afueras de la ciudad; el nacimiento del primer hijo, un niño llamado Helios; el azaroso nacimiento del segundo, una niña llamada Selene; la irrupción de los soldados romanos; el escondrijo de Mera en el granero; y, finalmente, el noble romano tendido en medio de un charco de sangre, diciéndole a Mera que le sacara el anillo que llevaba en el dedo.
—Dijo… que procedías de los dioses, Selene. Dijo que eras una persona especial. La diosa te llevó hasta mí, sola y estéril, y yo he mantenido a cambio mi pacto con ella. Te he devuelto a Palmira, tal como me ordenó el oráculo, para encaminarte por el sendero de tu destino.
Selene miró a su madre, asombrada. Trató de asimilarlo todo —la increíble historia de su nacimiento, los progenitores cuyos rostros no podía ver, las proféticas palabras del romano a la hora de morir—, pero le fue tan imposible como abarcar con los brazos el cielo y las estrellas.
—Ha llegado el momento, Selene —dijo Mera, levantando una temblorosa mano—. Dame la rosa.
—¿La rosa?
—El collar que te coloqué alrededor del cuello el día de la ceremonia de la vestidura. Es hora de que veas lo que contiene y de que yo te explique su contenido.
—Pero… es que ya no tengo la rosa de marfil, madre. La regalé.
—¿Que… la regalaste? —repitió Mera, abriendo enormemente los ojos—. Selene, ¿qué estás diciendo?
Selene se acercó la mano al pecho y palpó, a través de la tela de la túnica, el contorno en forma de ojo del collar de Andrés.
—Se la di… a Andrés. Nos comprometimos el uno con el otro. Él me dio su Ojo de Horus y yo…
De la garganta de Mera escapó un gemido que llegó hasta las estrellas y llenó el desierto. Los camellos se agitaron e Ignacio y sus esclavos experimentaron un sobresalto.
—¿Qué he hecho? —exclamó Mera, golpeándose el pecho con el puño—. ¿Qué he hecho? ¡En mi ceguera y locura te mantuve en la ignorancia! ¡Te lo hubiera tenido que decir hace tiempo! ¿Qué he hecho?
—Tranquilízate, madre, te lo ruego.
Mera le habló a Selene entre sollozos de la sortija de oro que, según el romano moribundo, le hubiera revelado su origen. Llevaba grabados un rostro y una inscripción en un idioma desconocido que Mera no pudo descifrar. «Dáselo cuando sea mayor —le dijo el romano—. Él la conducirá a su destino».
—Pero ahora, ¿cómo te podrás guiar sin la sortija? —dijo Mera entre sollozos—. Había también un rizo del cabello de tu padre y un trozo de la manta que recibió a tu hermano al nacer…, eran unos vínculos muy poderosos, Selene, y ahora todo eso se ha perdido. ¡Ha desaparecido! ¿Qué he hecho?
Selene imaginó la rosa sobre el pecho de Andrés. Ahora comprendía que le había dado algo más que su propia persona: había puesto en sus manos todo su destino.
—Escúchame, hija mía. Debes regresar a Antioquía y pedirle a Andrés que te devuelva el collar. Ábrelo, hija mía. Examina la sortija…
Selene miró a su madre en silencio. «Volver a Antioquía junto a Andrés…».
—¡Prométemelo, Selene! —dijo Mera, incorporándose para asir la muñeca de Selene con inusitada fuerza—. Hija mía, Isis es tu diosa. Te ha elegido con un propósito especial. Debes averiguar cuál es. Es tu deber. Tienes que averiguar quién eres, encontrar a tu hermano y reunirte con él…
Mera enmudeció por segunda vez y cerró los ojos. Selene permaneció largo rato acunando la cabeza de su madre sobre sus rodillas. Al final, se estremeció, mientras unas ardientes lágrimas le empañaban la visión en medio de la bruma nocturna. «¿No eres mi verdadera madre? —preguntó a la mujer dormida—. Entonces, ¿quién…?».
Selene levantó los ojos y contempló las colinas del lejano horizonte. Detrás de aquellas colinas se encontraba Palmira, su ciudad natal.
«¿Estará todavía allí mi verdadera madre? ¿Y mi hermano gemelo Helios? ¿Sabrá encontrarme Andrés en aquella ciudad? ¿Acudirá en mi busca, siguiendo este camino? ¿O será mejor que yo regrese a Antioquía y vuelva la espalda a una madre y un hermano que tal vez se encuentren en aquella ciudad desconocida…?».
Selene se puso a llorar.
¿Cómo era posible que aquella dulce mujer no fuera su verdadera madre? Ella, que había enjugado sus lágrimas infantiles, calmado los temores de su infancia, curado los arañazos de sus rodillas y explicado amorosamente los movimientos de la luna y los planetas. Aquella mujer le había enseñado los secretos de la curación por medio de las plantas y la magia. Fue Mera quien la guió por el oscuro camino de su alma y le enseñó a conjurar la llama de la vida.
Todo lo había hecho aquella sencilla mujer que pasara tantas noches cosiendo una preciosa túnica azul para que su hija resplandeciera de belleza el día más importante de su vida.
No, pensó Selene. Su destino no podía estar en aquella lejana ciudad desconocida. Estaba en Antioquía, con la medicina y con su amado Andrés.
Cuando Mera intentó hablar Selene le acarició la ardorosa frente, diciéndole:
—No te inquietes ahora, madre. Duerme.
—No tengo por delante otra cosa más que el sueño, hija mía. Quiero que me prometas que tomarás mi manto, seguirás los caminos que te enseñé, respetarás el antiguo arte de la curación y siempre te acordarás de la diosa. Ahora debes asumir la responsabilidad de tu propia persona y de todo lo que representas, Selene. Prométemelo, hija mía…
Selene tomó llorando la mano de su madre y se lo prometió.
—Ahora… prepárame una sepultura —dijo Mera, lanzando un suspiro de alivio.
—¡No!
—Los cadáveres se descomponen con más rapidez bajo la luz de la luna que bajo la del sol, tal como yo te enseñé. Date prisa. No nos queda mucho tiempo.
Sin dejar de llorar, Selene acomodó la cabeza y los hombros de su madre cuidadosamente sobre el manto. Cuando estaba a punto de levantarse, la mano de Mera la detuvo.
—Es una insensatez temer la muerte, hija mía —dijo Mera con dulzura—. Es como dormirse. Cuando despierte, estaré con la madre de todos. Y tú y yo volveremos a reunirnos, hija mía, el día de la resurrección. La diosa nos lo promete. Te esperaré…
Tendida bajo la tienda formada por el manto de Selene y las «cosas rodantes», Mera oyó el rumor de la excavación de una tumba en la dura arena del desierto y se entristeció de repente. Ojalá hubiera vivido lo bastante como para averiguar quién era Selene y contemplar al final la grandeza del destino que le aguardaba. Por primera vez en su vida, Mera no deseaba cumplir la voluntad de la diosa.
En sus últimos momentos, tuvo una súbita visión. Volviendo la cabeza hacia un lado, contempló amorosamente a la afligida muchacha y pensó: «Algún día regresarás a Antioquía y buscarás a tu amado Andrés. Pero eso no ocurrirá tal como tú esperas ni en las circunstancias que imaginas…».
Las últimas palabras de Mera a su hija, poco antes de morir, al filo de la madrugada, fueron:
—No rompas nunca tu amistad con Isis.