XXIII
Swanbeck dejó el auricular.
—Denver opina que nos queda muy poco tiempo. Los Chinches empiezan a llevar sus fuerzas a territorio nuevo. Denver nos puede proporcionar el éter. Pero hay que meterlo dentro de las cabezas de proyectil, de forma que se escape por el aire, y no se inflame...
—La única forma de llevarlo allí dentro es en uno de esos aviones.
—¿Y cómo?
Hubo un tenso silencio en torno a la mesa. Holden miró a Higgins.
—Usted saltó de uno de esos aparatos y aún vive. ¿Fue un salto muy bajo?
—De unos diez pies sobre las copas de los pinos —respondió Higgins—, cuando el avión aflojó la marcha y varió de rumbo.
—No es frecuente —afirmó Swanbeck—. Pero de noche, cuando ellos protegen los pasos de la Barrera, a veces bajan hasta cincuenta o setenta y cinco pies sobre el suelo.
Holden asintió y se volvió hacia Higgins.
—Usted estuvo en un avión. ¿Poseen algún rasgo especial?
—Seguro. Las paredes son tan resistentes como el acero y de unas tres pulgadas de espesor.
—Los aviones tienen ventanillas. ¿Cómo son los cristales?
—Como una gruesa armadura.
Holden, exasperado, apartó la cajita para estudiar las fotografías que había debajo. Estudió el avión del tren de aterrizaje fijo. La tosquedad del mismo pareció azotarle el rostro.
—Bien —exclamó—. ¿Y este equipo inferior? ¿No podríamos disparar una flecha con un sedal de pescar entre el eje y el fuselaje?
—Hum... —hizo Swanbeck.
—¿Con un sedal atado? —se interesó Higgins. Miró a Delahaye, que asintió, y luego lastimeramente golpeó el cabestrillo de su compañero y sus muletas. Higgins pareció alicaído, pero en seguida se reanimó—. Podemos atraerlos hacia abajo. Incluso podríamos volver allá.
—¿Cómo? —preguntó Holden.
—Vigilamos mientras estuvimos allí. Poseen mucha fuerza, por lo que el Chinche medio no necesita reflexionar.
—Adelante.
—Bien, mientras estuvimos allí dentro, nuestro interrogador nos preguntó casualmente por Sherlock Holmes. ¿Sufría nuestra moral por no haber dicho personaje tomado parte en la guerra, ayudándonos?
Holden parpadeó, sobresaltado.
—¿Por qué les preguntó esto?
—Sólo existe una razón concebible. Creen que es un ser real.
—El tiempo vuela —intervino Swanbeck, consultando su reloj.
—Un momento —pidió Holden—. ¿Cuál es la relación?
—Nosotros introducimos la idea en sus mentes de que actualmente existe una civilización marciana. Si creen en una ¿por qué no creer en otra?
—¿Pero por qué tienen que creer en ambas?
—Porque existe la rutina, y por ella tienen equipos ocupándose de nuestra literatura, los llamados «Recuerdos Planetarios». Su forma de pensar es diferente de la nuestra, y todavía no captan ciertas cosas.
—¿Qué adelantamos con engañarles?
—Pensarán que un ejército marciano está dispuesto a descender sobre ellos. Al menos, perderán tiempo imaginando qué podría pasar en tal caso.
—¿Y cómo nos ayuda en conseguir que bajen? —quiso saber Holden.
—Tuvimos acceso —prosiguió Higgins— a las máquinas de efecto terrestre, y a las facilidades para fabricar grandes y pequeñas piezas de metal rápido.
—¿Bien, y qué?
—Sólo esto —contestó Higgins. Y cogiendo un pedazo de papel, comenzó a dibujar con rapidez, hablando al mismo tiempo en voz baja.