IV. El sheriff Duncan
Theodore Duncan, hijo del anciano doctor Clark Duncan y la enfermera Mary Martins, era una buena persona en el lado de Érika. Al otro, ponía la mano para que Duffy pudiese huntársela debidamente y así conseguir que todo un sheriff hiciese la vista gorda. Duffy proporcionaba mil dólares semanales a Duncan que bien valían la tranquilidad de su negocio.
Conducía un Mustang con ciertos elementos de competición, claramente financiados por su silencio. ¿Qué había podido ocurrir en su vida para que alguien que a un lado era capaz de salir a patrullar a las tres de la madrugada a buscar el gato perdido de la pequeña Alice Derek, pudiese ser sobornado y consumiese cocaína de forma habitual en el otro?.
Érika caminaba por la acera con destino a su oficina. Planeaba explorar el estado de las cosas, quién era quién y cómo era, cuando se cruzó con el sheriff, que mascaba un palillo con la espalda apoyada sobre el Mustang, vehículo que prefería usar para patrullar en vez del Ford oficial. Fue verla a cincuenta metros y no quitarle ojo, hasta el punto de que se deshizo de sus gafas reglamentarias.
-Supongo que a ambos lados le gustan mis piernas, pero allí no era tan descarado. -Pensó mientras se acercaba balanceando la minifalda con el extraordinario y femenino vaivén de sus caderas.
-Hola Érika. -Dijo él.
-¿Qué tal, sheriff?. ¿Qué tal las cosas por aquí?.
-Es un pueblo aburrido donde nunca pasa nada, ya lo sabes.
Duncan no dejaba de mirarla lascivamente, algo que a Érika la incomodó sobremanera.
-Voy a ver a Carmelo.
-Se alegrará, qué suerte... -Contestó él.
Cuando caminó varios metros aún podía sentir los ojos del sheriff en el cogote, de modo que giró la cabeza y lo pilló escudriñando su anatomía. No hizo nada por disimular.
De camino a la oficina del Sheriff, donde Carmelo Batalla hacía guardia, se detuvo en la tienda de Hassan Nazif con la excusa de comprar un reproductor de música. Cuando la puerta comenzó a abrirse sonaron las campanillas de aviso. Pudo ver con claridad cómo Hassan hablaba por el móvil en la trastienda, y se asomaba con aspecto temeroso tras la cortinilla al oír el tintineo.
-Un momento señorita Clayton. -Masculló desde el fondo con su particular acento.
Érika aprovechó para dar un vistazo a la tienda. La distribución era algo distinta y el trabajador de Hassan al otro lado, un chino de nombre impronunciable, había sido sustituido por una mujer árabe que portaba la típica vestimenta. Se encontraba al otro lado de la tienda, plumero en mano, quitando el polvo y recolocando aparatos de todo tipo.
-¿Qué desea señorita Clayton?. -Interpeló Hassan situándose tras el mostrador.
Pudo notar cómo el sudor caía de su frente hasta las cejas y la nariz, y percibió el notable nerviosismo del vendedor.
-Un reproductor mp3 que no sea muy caro.
-Nueve dólares -en realidad no usó la tilde- por más barato.
-Bien, démelo Hassan.
Mientras éste cogía el modelo de exposición y lo incorporaba a su polvorienta caja entraron tres clientes más al local. Eran sin duda árabes y su aspecto era más de matones que de amigos. Érika se puso nerviosa, aunque no tanto como Hassan y la mujer, y se fue rápidamente soltando un hasta luego que no fue correspondido.
Estaba claro que algo extraño sucedía, probablemente que Hassan se había metido en algún lío. Sin embargo, no dejaba de pensar en las palabras de Amanda cuando le contaba la tirria que sentía el reverendo Jackson por Hassan Nazif y sus sospechas de que se trataba de un terrorista islámico.
Al salir de la tienda se encontró de nuevo con el sheriff Duncan, postrado en la acera de enfrente. Había ido a deleitarse de nuevo con la escultural Érika, lo que la incomodó hasta la indignación.