9
Baptiste estaba plantado ante el armario abierto del dormitorio. Dentro aún colgaban los vestidos que su querida Lucile no volvería a llevar. Acarició con el dorso de la mano uno azul celeste. Era su favorito.
Su hija, Céline, había querido retirarlos para ahorrarle tristezas, pero él le había pedido que los dejase.
Ya tendría tiempo de hacerlo más adelante.
Necesitaba verlos allí para acostumbrarse a su ausencia. Había sido el generoso amor de Lucile, con quien nunca había podido casarse porque él venía de un país donde no existía el divorcio, el que lo había liberado de todo sentimiento de culpa hacia Ágata.
Sin embargo, ahora que la verdadera compañera de su vida había muerto, la imagen de Ágata le volvía a la memoria como un fantasma del pasado.
Cuando vivía en El Prat de Llobregat y contemplaba el mar, añorando otros lugares, Baptiste no sospechaba que una sola vida pudiera albergar tantas diferentes. Los recuerdos que guardaba de quienes habían sido sus padres, Tomás y Luisa, de su hermano Pedrito y de su gemelo Vicente le resultaban tan lejanos que incluso debía esforzarse para aceptar que no eran un sueño.
Baptiste se sentía aliviado de que Céline hubiera vuelto ya a su casa de Caen. Su hija seguía empeñada en llevárselo a pasar el otoño y el invierno con ella.
Había sido una grata coincidencia que Julien lo visitara precisamente cuando estaba allí Céline. Su nieto se había ofrecido a quedarse unos días con él, prometiéndole a su madre que, si no lo veía en condiciones de quedarse solo, él mismo lo llevaría a Caen.
A Baptiste siempre lo había enfurecido que alguien decidiera por él o le cortase las alas. Lo enfadaba de veras que, desde que su mujer había muerto, quisieran convertirlo en una persona de la que se podía disponer.
Cerró el armario y salió a la sala, donde su nieto tecleaba en el ordenador mientras daba mordiscos a un bocadillo.
—Si no te tomas el trabajo con más calma, Julien, ninguna chica se quedará a tu lado —dijo mirando el monitor desde su espalda—. Las mujeres requieren atención. Ya tienes treinta y dos años, muchacho, debes planteártelo.
—No tengo prisa, abuelo —dijo al tiempo que cerraba el portátil y se llevaba a Baptiste del brazo hacia el sofá.
—Por cierto..., ¿entre tú y aquella española que trajiste hace unas semanas hay algo?
—¡Nada de nada! La conocí poco antes de presentártela. En realidad, a ella le interesabas tú. No quise decírtelo, pero Alis está haciendo un reportaje sobre los exiliados del treinta y nueve y le dije que tú habías sido uno de ellos.
—Ahora entiendo que hurgase tanto en mi vida... Deberías habérmelo dicho.
—La avisé de que no te gustaba hablar de ello y lo respetó.
—Me parece que no fuimos unos anfitriones muy atentos con ella.
El comentario inquietó a Julien, que se apartó el flequillo de la frente y dijo:
—Yo estaba demasiado ocupado en salvar un viaje a Egipto que amenazaba con irse al garete por la mala gestión de un amigo.
—Ninguno de los dos le dedicó demasiado tiempo —reflexionó Baptiste—. Tienes mi permiso para invitarla otra vez, si se da el caso.
—¡Me gustaría mucho! De hecho, es posible que tenga que viajar a Barcelona en octubre. Intentaré quedar con ella. Por cierto, abuelo, cuando te fuiste de España, ¿tenías novia?
—¡Eres tan fisgón como tu amiga, Julien! Yo era muy joven todavía —respondió saliendo por la tangente—. Solo tenía veintidós años cuando atravesé Portbou.
—Tus padres debieron de quedarse destrozados al saber que te ibas al exilio.
Baptiste miró hacia el cielo gris enmarcado por la ventana antes de contestar.
—En aquellos tiempos el miedo era más fuerte que la tristeza. Era cuestión de prioridades.
—Me dijo mi madre que jamás conoció a sus abuelos catalanes, ni supo nada de ellos. Que tú siempre contestabas: «Allí todos están muertos.» ¿Cómo es que nunca has querido visitar tu país de origen? Con mis padres, cuando Claudine y yo éramos pequeños, veraneamos en dos ocasiones en la Costa Brava. Podríais haber venido con nosotros la abuela y tú.
—Mi país es Francia, hijo. Hay pasados que no resultan gratos de recordar, y yo borré el mío en su día.
Julien abrazó a su abuelo favorito antes de volver al ordenador y Baptiste salió al huerto a trabajar.
Mientras arrancaba las malas hierbas, el anciano se decía que quizá no había sido la amiga de su nieto quien le había reavivado nostalgias, sino que lo que le removía aguas pasadas era la proximidad de la muerte.
El destino le había jugado tan malas pasadas que había acabado por resignarse a su voluntad.
Aunque tal vez no siempre, pensó. Él mismo había forzado un cambio en su futuro a raíz de la decisión de su padre, quien, intranquilo por las advertencias de su cuñado Vicente, en junio de 1933 decidió quedárselo de nuevo en El Prat y alejarlo de Barcelona.
Cuatro años atrás, con la celebración de la Exposición Internacional, la ciudad se había transformado con modernas infraestructuras y nuevas tecnologías. El dinero corría a raudales por los bajos fondos.
Como si la crisis económica que sufría el mundo hubiera pasado por alto aquel trozo de ciudad, el Paralelo era una mezcla demencial de activismo, drogas, pistolas y desenfreno. Una ciudad noctámbula que bullía, bajo luces rojas, al son de tangos y cabarets.
El piso donde Biel vivía con sus tíos Vicente y Adelina estaba en la calle Tapioles, muy cerca del Paralelo.
Habían pasado ya cinco años desde que su tío se lo había llevado a trabajar con él al puesto del mercado y el hombre estaba preocupado por las ideas libertarias que se le habían metido al muchacho en la cabeza. No sabría qué explicaciones dar a Tomás y a Luisa si su hijo, del que se había comprometido a cuidar, se descarriaba con malas compañías.
A Vicente le costaba frenar a aquel joven de diecisiete años que, para acabarlo de arreglar, era motivo de discusiones diarias con su mujer.
El matrimonio no había tenido hijos propios y, ya en su día, Adelina había digerido mal que Vicente le llevara a casa a aquel sobrino arisco de doce años.
La mujer había insistido largamente a su marido en que adoptasen a un niño de la inclusa, pero él se había negado.
—No están los tiempos para sufrir por un hijo, Adelina. Ya tenemos a Biel que nos ayuda.
—Yo no quiero ayuda en el mercado. ¡Quiero ser madre y tu sobrino ya tiene una! Incluso los fines de semana se va con ellos. Me siento más una criada que una tía. En cuanto a ti, más vale que no te encariñes tanto con él. En el momento en que Tomás lo necesite, te lo reclamará.
La convivencia a lo largo de aquellos cinco años no había predispuesto mejor a Adelina. Muy al contrario, cada día la estorbaba más aquel sobrino.
—Pues ahora soy yo quien no quiere sufrir por el hijo de otra, Vicente. A tu sobrino lo han visto por la calle Robadors y por los billares del Café Español.
—Se está haciendo mayor, mujer. Es normal que busque distracciones. No va a quedarse a jugar en el patio del mercado, como hacía de pequeño.
—No me hables como si ese zopenco fuese mi hijo. ¡No lo es! Para colmo, ahora se ha hecho amigo de Ramón el de la pescadería. Cualquier día nos vendrá con una pistola.
—¡Deja de decir memeces! —protestó Vicente.
Aparte de que el muchacho fuera un estorbo para su mujer, él mismo tenía motivos para estar preocupado. Hacía un año que, en cuanto cerraban el puesto, Biel desaparecía por el Paralelo hasta la hora de cenar.
Los años veinte habían dejado en aquella avenida un poso de gesta épica que, al igual que una herencia, mantenía vivas las ideas libertarias pese a la clandestinidad. Las tres chimeneas de la compañía eléctrica, en la parte baja del Paralelo, eran testigos mudos de todo aquello que se forjaba entre el barrio chino y Pueblo Seco.
Biel había sufrido el primer deslumbramiento de masas tres años atrás, en abril de 1930. Por entonces tenía catorce. Un día, estaba a punto de cruzar el Paralelo camino de casa cuando, a la altura de la calle Conde del Asalto, vio a una multitud delante del Teatro Nuevo. Habían enviado al exilio a Miguel Primo de Rivera y la CNT celebraba su primer acto público tras ser de nuevo legalizada.
Biel, que volvía del trabajo, se tropezó con Ramón, que iba para allá. El chico le llevaba cuatro años y él le tenía cierta admiración. Al mozo de la pescadería le faltó tiempo para agarrarlo de los hombros y arrastrarlo con él hacia el gentío.
Apiñadas ante la puerta del Teatro Nuevo había más de dos mil personas que querían entrar. Por más que Ramón intentó colarse, no lo consiguió. Dentro ya no cabía ni un alfiler.
—¡Vamos a los billares! —dijo entonces, tirándole del brazo.
Aquella sería la primera de las muchas veces que Biel bajaría al sótano del Café Español.
Los días siguientes, de la mano de Ramón, supusieron un continuo descubrimiento de nuevos rincones del barrio chino, que nunca se habría atrevido a explorar con Juan García.
Sobre todo, Biel descubrió el mundo de los libertarios, un movimiento que habría de cambiarle la vida.
La tía Adelina tenía sus motivos para estar preocupada. Era muy proclive a sufrir «por lo que pueda pasar», no vivía en paz. Por más que en abril del treinta y uno se hubiera proclamado la Segunda República, el fin de la dictadura de Primo de Rivera no había cerrado las discrepancias entre patronos y obreros. Tras un año lleno de muertos y detenidos, 1933 se había estrenado con tiroteos en todos los barrios de Barcelona.
Por eso, cuando en junio de ese año Adelina descubrió en su casa un ejemplar de Solidaridad Obrera, tomó una decisión.
—¡Mira lo que tenía escondido debajo del colchón tu pariente! —gritó blandiendo el periódico tan pronto como Vicente entró en el piso—. Si no haces nada, tu sobrino nos traerá desgracias. Lo quiero fuera de casa.
Al hombre aquella guerra doméstica lo tenía agotado, de manera que muy a regañadientes decidió devolver a Biel a sus padres.
Aquel sábado por la tarde permitió que su sobrino condujera la camioneta hacia El Prat. El muchacho iba feliz. Su tío, muy callado en el asiento del copiloto, se sentía un judas. No había querido comunicar su decisión a Biel hasta habérselo explicado a su padre.
Aún no lo había dejado en El Prat y ya lo echaba de menos.
Vicente aprovechó que su cuñado le enseñaba la cosecha y estaban los dos solos para charlar.
—Tenemos que hablar de tu hijo, Tomás.
—¿Te ha hecho alguna trastada?
—No me quejo de su cometido, es trabajador. Pero... ya sabes que es un poco rebelde, y me preocupa que se descarríe con malas compañías.
—¿No iba con aquel chico sensato de los carniceros?
—Todavía va con él, pero ha ampliado su círculo de amistades. —Vicente no sabía cómo justificar delante de su cuñado los temores de su mujer. Conocía el impetuoso temperamento de Tomás y no deseaba enemistarlo con su hijo—. Tiene el barrio chino y el Paralelo demasiado a mano y, ya sabes..., son calles llenas de tentaciones de todo tipo.
Tomás entendió enseguida a qué se refería. Hasta entonces Biel nunca había demostrado que fuera un mujeriego. Ya le habría gustado, ya, pero por otra parte tenía a su hijo por un rebelde y un idealista.
Un par de años atrás, en El Prat, los cenetistas y la Guardia Civil habían acabado a tiros. En julio del treinta y uno, los trabajadores de la fábrica de la Seda habían iniciado una huelga que duró diecinueve días.
Por nada del mundo quería que su hijo acabase como un proletario.
—Entonces, será mejor para todos que me lo quede en el campo.
Vicente agradeció a su cuñado que no fuera él quien tuviera que pronunciar esas palabras. Quería al muchacho. Ciertamente era huraño, pero también servicial, y cuando reía, lo hacía con entusiasmo. Tenía una de esas risas que salen de muy adentro y contagian a todo el mundo, incluida Adelina.
El domingo, apenas levantarse, Tomás pidió a Biel que lo ayudase a cargar el carro volquete con gravilla del río para venderla en Barcelona. En primavera el Llobregat había dejado muchos sedimentos.
Aprovechó que hacían un descanso para comunicar a su hijo la decisión tomada.
—No volverás a Barcelona con los tíos, Biel —dejó caer mientras le tendía la petaca para que se liase un cigarrillo—. Aquí tenemos mucho trabajo y te necesitamos. El tío Vicente está de acuerdo.
El muchacho se quedó helado con la noticia. Barcelona había llegado a serlo todo para él. Bastante le había costado mantener la palabra dada a su padre de que pasaría con la familia fines de semana y festivos.
—¿Y qué pasa si no quiero volver aquí? ¡Lo has decidido sin siquiera consultarme!
—A ti aún no te corresponde decidir nada.
—Ningún hombre debe mandar sobre otro. ¡Yo no soy tu esclavo!
—¡Es cosa hecha y no se hable más! Volvamos al trabajo.
—¡Háztelo tú solo, el trabajo!
Su padre lo tiró al suelo de un tortazo.
Desde que había vuelto a ser madre, cuatro años atrás, Luisa había recuperado las ganas de vivir. El nacimiento de Pedrito había aliviado el duelo dejado por Vicente.
Mientras Tomás y su hijo cargaban la gravilla del río y Enrique limpiaba la cuadra, ella estaba en el patio de la masía pelando patatas. A su lado, su suegra remendaba pantalones. Ninguna de las dos dejaba de vigilar al niño, que, unos pasos más allá, se entretenía en tirar de las orejas al perro, el cual aguantaba con estoicismo al pequeño amo. Paulina, la dulce y paciente muchacha con quien se había casado Enrique, estaba tendiendo la ropa.
—Tendremos problemas, Dolores —dijo Luisa con un suspiro al ver acercarse a su hijo mayor por el camino—. Biel viene tirando piedras con mala baba contra el campo.
La anciana levantó la vista y meneó la cabeza como quien hace acopio de paciencia.
Pedrito se puso contento al ver que venía su hermano y corrió hacia él, pero Biel lo apartó y no se lo subió a hombros como hacía siempre. Ni siquiera lo cogió de la mano. El niño corría tras él para pillarlo, y el perro correteaba entre los dos meneando el rabo.
—Te juro, madre, que no me quedaré aquí como no sea muerto —la amenazó al pasar por su lado camino de la cuadra en busca de la bicicleta.
—Te lo advertí en su día, Luisa —le recordó su suegra—. Te avisé que si mi nieto probaba la ciudad, no volvería al campo.
Luisa no respondió y fue a ayudar a su cuñada con la ropa.
Conocía lo bastante a su hijo para saber que no acataría las órdenes de su padre. Se lo había anticipado a su marido la noche anterior, cuando este le comentó la preocupación de Vicente.
Tomás le había dado la espalda, pero ella lo hizo darse la vuelta. Se quitó el camisón y, sin dejar de besuquearlo, le despertó el deseo.
Esta vez, Luisa estaba decidida a ser feliz contra viento y marea.
El mal ambiente de tiempos pasados volvió aquel domingo a la mesa. Las miradas airadas entre Tomás y Biel hablaban por sí solas. El resto de la familia comía en silencio, a la espera de que uno de los dos abriera la caja de los truenos.
A Paulina aquello la cogía de nuevas y estaba asustada. Con una mano sujetaba la cuchara y la otra no la apartaba de su abultado vientre.
A su lado, Enrique permanecía atento a su mujer.
Luisa daba cucharaditas de sopa a Pedrito, que empezaba a dar síntomas de rabieta, inquieto por el tenso ambiente que se respiraba. Por su parte, la abuela Dolores fingía no darse cuenta de nada, atenta a la comida que tenía en el plato. A su edad solo la preocupaba seguir contando los días, convencida de que paso a paso se va lejos.
Apenas terminada la comida, Biel se puso de pie.
Su padre apoyó ambas manos en la mesa y tensó la espalda ante la expectativa de tener que responder a su gesto. El resto aguantaron la respiración.
—¿Quieres que vayamos a cazar ranas, Pedrito? —preguntó de pronto Biel a su hermano.
El niño saltó de la silla y corrió a buscar el artilugio que le había construido Biel. Se trataba de un trozo de madera plana y redonda, ribeteada en su perímetro por una hilera de clavos largos, fijada a un mango. El conjunto hacía las veces de jaula para el batracio, que, atrapado con el artefacto contra el suelo, quedaba preso entre los barrotes. En la otra mano el pequeño llevaba una vieja funda de almohada para meter las ranas cazadas.
—Me lo llevo a la acequia de riego, madre.
—Ten cuidado de que no se lastime, hijo.
La tensión de los que seguían sentados a la mesa se relajó.
Una vez en el exterior, Biel subió al niño a la barra de la bicicleta, delante de él, y pedaleó hasta el canal secundario por donde corría el agua que entraba de la acequia grande.
Mientras el pequeño se entretenía con la caza, él se rebelaba para sus adentros contra su padre y el tío Vicente, y cavilaba cómo montárselo para quedarse en la ciudad si su tío se negaba a tenerlo en casa.
—Esa déjala, Pedrito. No es buena para comer —ordenó al niño, que tenía atrapada a una rana de zarzal verde—. Has de coger solo las ranas marrones.
—A mí no me gustan, Biel. ¿Podré quedarme alguna para jugar?
—Todas las que quieras. A mí tampoco me gustan.
La vida de Biel daría un giro inesperado al cabo de una semana.
Juan García lo había invitado a comer en su casa para celebrar su santo. Él y Arturo vivían con sus padres en la avenida Mistral. Era un amplio principal de cuatro habitaciones y patio en el interior de la manzana, donde crecía una magnolia en una gran maceta.
Al llegar saludó a los padres de su amigo, que estaban en el comedor a la espera de que llegasen los Escofet con su hija. Después siguió a Juan hasta el patio, donde Arturo jugaba a las chapas.
Hacía justo cinco minutos que Biel había empezado a contar a Juan el vuelco que había dado su vida por culpa de su padre y su tío, cuando apareció Ágata en el umbral de la puerta.
Ambos se quedaron boquiabiertos al verla.
No parecía ella. Lucía un peinado muy diferente del habitual. El corte de pelo por debajo de las orejas ya no era liso, con flequillo y adornado con un lazo, sino rizado con tenacillas, con raya al lado y un pasador con los colores de la bandera republicana.
Estrenaba vestido de señorita y, como por arte de magia, la niña desmañada y gritona que les sacaba la lengua y se enfadaba cuando no la dejaban jugar con ellos se había convertido en una joven sensual y bonita.
Coqueta, se sentó entre los dos amigos en el banco de madera, al pie de la magnolia. Biel y Juan miraban disimuladamente los pechos que se insinuaban bajo la ropa y las piernas estilizadas por los zapatos de tacón de chica mayor.
—¡Qué guapa! —exclamó Arturo, que, abandonando el juego, se sentó en su regazo al tiempo que le rodeaba el cuello con el brazo—. Cuando sea mayor me casaré contigo, Ágata.
—¡Quítate de ahí, grandullón! —reaccionó su hermano—. Le estás arrugando el vestido.
El niño se resistió y Juan lo arrancó de encima de su amiga de un tirón. Tras atizarle una patada, Arturo, enfurruñado, corrió al comedor con los adultos.
—No hacía falta que lo echaras —lo riñó Ágata mientras se alisaba el vestido con las manos.
—Con once años no debe sentarse en las rodillas de las chicas como si fuera un crío.
—A mí no me molesta, Juan.
—Pues yo estoy harto de arrastrarlo a todas partes como a una garrapata. ¡Nunca podemos ir al cine tú y yo solos!
—¡Desde luego que no! Si lo hiciéramos, todos pensarían que soy tu novia. —El chico se disponía a preguntarle si quería serlo, cuando ella se adelantó—: Y no quiero que lo piensen.
—Nunca contáis conmigo —rezongó Biel, al tiempo que se levantaba, lleno de celos—. Es como si no estuviera presente.
—¡Los domingos estás en El Prat con tus padres! —se justificó, sorprendido, su amigo—. Y ahora ni siquiera vivirás en Barcelona entre semana.
—¡Pero puedo arreglármelas para venir todos los domingos!
—Hoy estás aquí —dijo Ágata, que acababa de conocer la nueva situación de Biel—. Podríamos ir al cine esta tarde.
Si Baptiste tuviera que recordar el momento en que decidió que Ágata sería su prometida, pensaría en aquel sábado, 24 de junio de 1933, mientras veían en el Coliseum Bailando a ciegas, una película de la Paramount.
En la oscuridad de la sala, Biel se había vuelto a mirarla a la débil luz que irradiaba de la pantalla.
Ágata estaba sentada entre él y Juan. Tenía un perfil de muñeca, las pestañas le sobresalían espesas, enmarcando unos ojos de mirada tierna. Bajo la nariz, recta y pequeña, el contorno de los labios dibujaba un corazón, y la barbilla acababa en el punto en que una curva perfecta enlazaba con el cuello. Bajo el vestido de punto de color crema, los senos menudos se alzaban rítmicamente con su respiración.
Ágata debió de sentirse observada, porque se volvió hacia él y, entonces, las miradas de ambos se encontraron para expresar un sentimiento callado hasta el momento.
Cuando al cabo de tres domingos Juan le confió: «Mañana le diré a Ágata que la quiero», Biel tragó saliva.
El hijo mayor de los carniceros comprobaría al día siguiente que había llegado tarde.
Ágata ya había dado el sí al muchacho de El Prat.