22

A mediados de marzo, hacía dos meses que Julien y ella se enviaban e-mails a diario como dos enamorados a distancia. Desde Fin de Año se habían encontrado un par de veces. En primavera empezaba para él la época intensa de trabajo en la agencia, y a ella le salían encargos con los álbumes de comunión y las bodas.

Ninguna de las veces se había atrevido Alicia a comentarle su sospecha de que el muchacho de la fotografía de Baptiste pudiera ser, por una tremenda casualidad, su abuelo Biel.

Su interés en volver a visitar a Baptiste no se le iba de la mente. Iría, y así se las arreglaría para comparar las fotografías. Solo si resultaban ser la misma persona le diría la verdad a Julien, que se quedaría tan boquiabierto como ella.

Si se daba tan insólita coincidencia, tendría que averiguar la verdadera relación que existía entre Baptiste y Biel, ya que la explicación que le había dado de la fotografía del desconocido encontrada en la arena no la había convencido. Si Baptiste le había mentido, tendría que ir con pies de plomo para no estropear su relación con Julien.

Debería actuar con cautela, porque podía ocurrir que el anciano se negara a enseñársela de nuevo. «Al fin y al cabo, ¿quién soy yo?», trató de convencerse.

Mientras rumiaba todo aquello, Alicia se calzó las zapatillas deportivas y, tras ponerse los auriculares, salió a correr por el litoral.

Llegó hasta la playa de la Mar Bella y, de vuelta, se sentó delante del Hospital del Mar.

«Lo cierto es que... ¿quién guarda tantos años una fotografía de alguien a quien no conoce y de un lugar que le trae recuerdos tan duros que no quiere ni hablar de ellos?», se repetía, intentando dar con una respuesta que le permitiese arrinconar la pregunta.

Al levantarse de la arena para continuar, ya lo tenía decidido. Volvería al pueblecito de Francia. Debía ver otra vez la fotografía que Baptiste tenía dentro de la novela de Asimov.

Al final del paseo, se sentó en un barecito junto a la playa y, mientras se tomaba una clara, escribió un mensaje a su enamorado:

Julien, me gustaría volver a visitar a tu abuelo, dentro de dos semanas, si es posible.

Me falta información de testigos reales para mi reportaje. ¿Crees que podrá ser?

Te quiero.

Cuando subía la escalera de casa, el teléfono vibró y un sobrecito se hizo visible en el monitor:

Te he enviado un e-mail. Yo también te quiero.

Al abrir el ordenador encontró la respuesta de Julien.

Alis,

Me alegra que hayas vuelto a pensártelo y sigas con el reportaje. Avisaré a mi abuelo de que irás.

Lamentablemente, ¡yo estaré en Turquía por esas fechas! Me voy a Estambul en un par de semanas, así que no podremos coincidir, pero tengo una sorpresa para ti...

En el mes de mayo viajaré a Grecia. Allí tengo un amigo, Kostas. Queremos organizar un tour la próxima temporada a Citera. Es una pequeña y preciosa isla del mar Jónico donde vive su familia.

¿Te gustaría que hiciéramos ese viaje juntos? Aquello es el paraíso.

¡Te quiero!

Le entraron remordimientos por su falta de franqueza respecto del verdadero motivo de su visita. Sin embargo, había un sentimiento sobre el que no tenía la menor duda, y acto seguido escribió: «Yo también te quiero, y me muero de ganas de hacer ese viaje contigo.»

Quince días más tarde, tal como le había anunciado, Alicia estaba a punto de salir hacia el aeropuerto. Antes de subir al taxi, comprobó que la fotografía estuviera dentro del bolso, así como la copia impresa de la reserva de habitación hecha por internet.

Una vez en París, cogió el tren a la estación de Montparnasse. El paisaje que corría al otro lado del cristal de la ventanilla era muy diferente del que había contemplado en el viaje anterior. Ahora, en abril, aquellas extensiones doradas de trigo segado con sus monumentales pacas de paja todavía eran alfombras de tiernos tallos verdes mecidos como olas por el viento.

El tren parecía rodar en medio del césped.

A primera hora de la tarde Alicia se apeaba en Verneuil-sur-Avre. Enfiló la avenida Victor Hugo hasta la rotonda de la Victoria y, tras atravesar el canal del río Iton, giró a la izquierda hasta la plaza donde se encontraba el hotel. Era una construcción de 1875 con tejado de pizarra y una fachada con catorce balcones de barandillas artesanales, adornadas con geranios rojos.

Desde su acogedora habitación en el segundo piso contemplaba la esbelta iglesia de Sainte-Madeleine. El reloj de la imponente torre gótica marcaba las tres.

Esperó treinta minutos antes de llamar a Baptiste. No quería presentarse en su casa sin previo aviso.

A la espera de que contestasen, Alicia meditaba en que quizás habría sido más acertado sincerarse con Julien y exponerle su verdadero interés en aquel viaje.

Respondió al «Allô!» que le llegaba por el aparato.

—La esperaba mañana, Alicia —dijo una voz sorprendida al otro extremo del hilo—. Tal vez lo entendí mal, pero... puede venir cuando desee. Su habitación está a punto.

—Gracias, Baptiste, pero me alojo en el hotel de la plaza de la iglesia. No quería darle trabajo.

—¿En Le Saumon?

—Sí. Tengo una reserva para esta noche. Había pensado visitarlo mañana, a la hora que usted me indique. No deseo entorpecer su rutina.

—Al contrario, me vendrá bien que una muchacha bonita como usted rompa la monotonía. Puede venir esta misma tarde.

Una hora más tarde, Alicia cruzaba el pequeño jardín de aquella casa que adquiría vida propia cuando el sol de la tarde entraba de lleno por los ventanales. La paz que reinaba en la estancia la hacía sentir todavía más como una intrusa oculta bajo el disfraz de reportera.

—Mi nieto me contó que está haciendo un reportaje sobre los exiliados y que por eso quería entrevistarme.

A Alicia no le salió un sí demasiado rotundo. Más bien parecía un sonido gutural, que se apresuró a sofocar con un sorbo de café.

Antes de que tuviera tiempo de cambiar de tema, Baptiste prosiguió:

—¿Sabe una cosa, Alicia? Recuerdo aquel nueve de febrero del treinta y nueve como uno de los días más tristes y a la vez más esperanzadores de mi vida. Helaba de lo lindo. Uno jamás se acostumbra al frío. Para los niños y los viejos era un calvario. Allí, amontonados en la estación de Portbou, todos esperábamos la compasión de Francia. No podía apartar la vista del túnel que nos separaba de Cerbère. Yo estaba muy preocupado por Arturo. Encogido en el suelo, con la cabeza apoyada en la saca, tosía y la frente le ardía de fiebre.

—¿Era su hermano?

—No, pero lo quería como si lo fuera. Hacía una semana que habíamos dejado Figueras en medio de los bombardeos y, justo cuando estábamos a las puertas de Francia, Arturo no se tenía en pie.

—¿Estaba herido?

—Le había advertido que no se quitara las botas cuando vi que se las desataba al pasar por Colera. No me hizo caso. Era un cabezota que siempre iba a la suya. De hecho, también yo me habría descalzado gustoso. Habíamos caminado casi treinta y cinco kilómetros y empezaban a llagárseme los pies.

—¿Cómo es que usted no iba con el ejército, Baptiste? ¿Lo habían licenciado?

—Digamos que me licencié yo mismo. Meses antes, en Mora la Nueva, vi la oportunidad. Un médico peruano necesitaba con urgencia un conductor que llevara un camión lleno de heridos a Barcelona. Acabábamos de pasar el Ebro de retirada y los nacionales nos pisaban los talones. Yo andaba por allí buscando noticias de un chaval de la quinta del biberón. Si no recuerdo mal, creo que se llamaba Damián. Había resultado herido en un desprendimiento de tierra.

—¿Y estaba dentro de aquel camión?

—No lo encontré allí... ni volví a verlo nunca. Pero buscarlo me sirvió para estar en el lugar y el momento adecuados. Eso me permitió dejar mi brigada. Tras descargar a los heridos en el hospital Clínico, la fortuna me sonrió de nuevo. Un guardia de asalto me puso al volante otra vez para transportar hasta el cuartel de San Fernando, en Figueras, obras de arte de la Generalitat. El encargo me venía de perlas, porque me libraba de volver al frente y me acercaba a la frontera.

—He leído que el castillo de Figueras fue la última sede del Gobierno republicano en España —comentó Alicia para demostrarle que sabía de lo que hablaba—. Allí mismo, el presidente español exigió al Gobierno catalán que le entregase el fondo de la tesorería de la Generalitat.

Voilà! Madrid aún resistía y Negrín quería continuar la guerra a cualquier precio. Mi idea era escabullirme en cuanto se hubieran descargado las obras y seguir adelante con mi plan. El ejército republicano ya se retiraba hacia los Pirineos y se trataba de cruzar la frontera.

—Entonces... ¡desertó!

—Me habían alistado contra mi voluntad y ya estaba hasta las narices de obediencia ciega en las trincheras. Mire, Alis..., los que llevaban galones también intentaban salvar el culo —aclaró ante la mirada de extrañeza de la joven—. Yo estaba harto del ejército y, ya que me veía obligado a abandonar mi país, prefería hacerlo como civil y no a las órdenes de los comunistas.

—Pero usted luchaba con los republicanos..., por lo tanto debía de ser de izquierdas.

—¡Yo era anarquista! —se sulfuró—. Tal vez mi corazón siga siéndolo un poco. Las fidelidades son difíciles de erradicar.

—Y ese chico, Arturo..., ¿estaba con usted entonces?

—Él tenía que ir de Barcelona con un camión cargado de exiliados. Habíamos acordado que me recogería en Figueras y proseguiríamos juntos la retirada. Pero en una guerra resulta absurdo hacer planes. De hecho, allí me salvé de milagro. Había salido del cuartel para ir a encontrarme con él, cuando las bombas alcanzaron de lleno una caserna que estaba atestada de mujeres y niños y la derrumbaron. ¿Se lo imagina?

—Me he documentado mucho estos últimos meses y, si leerlo ya me hacía daño, puedo imaginar cuán doloroso fue vivirlo.

—Las calles de Figueras eran un hormiguero, una multitud que huíamos a Francia mientras la aviación alemana nos bombardeaba sin compasión. Había muertos y heridos por todas partes. Yo buscaba desesperadamente a Arturo. Con él también debían estar...

El viejo republicano interrumpió súbitamente su relato. Había intimidades que la amiga de su nieto no tenía por qué saber.

—¿Quién más venía con su amigo, Baptiste? —preguntó Alicia con curiosidad.

Él se aclaró la voz y, sin responder a su pregunta, prosiguió:

—Debía encontrar a Arturo a toda costa a fin de tramitar los visados, que nos eran imprescindibles para cruzar la frontera. Me subí a todos los camiones que pasaban, buscándolo sin éxito. Finalmente lo encontré en la misma cola del consulado.

—¿Y el camión?

—El motor había reventado a la entrada de Figueras, aunque tampoco nos habría servido de mucho. La carretera general estaba colapsada y los vehículos parados.

—¿Y consiguieron el visado, Baptiste?

—¡En absoluto! No podíamos entretenernos más y continuamos el camino a pie y sin papeles. ¿Sabe qué era lo que más me indignaba, Alis? Tener que huir ametrallado por los aviones como si fuera un ladrón. Parecía una caza de conejos. Por la carretera, niños, ancianos, mujeres, hombres..., todos corríamos a agacharnos en la cuneta, completamente aterrorizados.

»En uno de aquellos repasos de la aviación alemana conocimos a Manuel y a su familia. Con ellos viajaba también el padre de su mujer, Lucio. Estaban conmocionados porque la metralla de los cazas fascistas les había matado a la mula.

»Arturo y yo los ayudamos a desmontar el toldo del carro, que querían llevarse.

—¿Y ese amigo suyo también vive aquí, en Verneuil?

—No, al acabar la Segunda Guerra Mundial se instaló en Toulouse con su familia. Se había casado con Montse, la hija de Manuel.

—¿Y siguieron viéndose?

—Nos escribimos unos cuantos años... Después nos fuimos distanciando —recordó con tristeza—. En realidad, fue Arturo quien se distanció de todos cuando su hijo sufrió una gran desgracia.

Al viejo se le humedecieron los ojos. Como tantas cosas de su pasado, también su más fiel amigo había quedado enquistado en un recuerdo.

—Arturo murió hace ahora seis años —concluyó.

Ella se compadeció del dolor que afloraba en la mirada de aquel pobre hombre.

—Pero usted ha venido para saber de los refugiados, ¿no? Pues el caso es que en el treinta y nueve conseguimos entrar en Francia y salvarnos. —Como si hablara para sí mismo, susurró—: Eso sí, el precio fue muy alto.

—¡Me lo puedo imaginar! También mi abuela lo pagó. Perdió a su marido en Normandía. Como le pasa a usted, tampoco ha querido nunca hablar demasiado de ello. La guerra sigue siendo un tema tabú en casa.

El anciano asintió con la cabeza.

—Los que cruzamos los Pirineos en aquellas fechas veníamos de un infierno, Alis, y sufrimos otro después. Por eso hicimos voto de silencio y enterramos el dolor en lo más hondo del alma.

El sol que entraba por la ventana había tomado un ángulo que lo cegaba. Baptiste hizo un gesto, guiñando los ojos, y se puso la mano a modo de visera. Alicia fue a correr los visillos.

—¿Quiere otro café? —le ofreció él mientras se calzaba bien las zapatillas, que llevaba en chancleta.

—Si me tomo otro, Baptiste, pasaré la noche en vela.

—Yo me desvelaré como todas las noches, muchacha... A mi edad ya no se duermen las mismas horas.

En la cocina, lo ayudó a desenroscar la cafetera. Era una pequeña de aluminio, de dos servicios. Alicia aceptó un zumo de naranja embotellado.

—Me temo que Francia no se portó muy bien con ustedes, Baptiste. Quiero decir con los refugiados republicanos.

—¿Tiene idea de cuántos franceses murieron por defender la República española? Fueron el grupo más numeroso de internacionales.

—No lo sabía...

—Diez mil franceses que no eran soldados, sino gente corriente, abandonaron casa y familia para luchar contra Franco. Miles de ellos fueron enterrados de cualquier manera por bancales de España. La sierra de Pàndols todavía debe de estar llena. En julio del treinta y ocho, el día en que el ejército del Ebro iniciaba el cruce del río por Amposta, ya murieron una barbaridad, cosidos a tiros como si fuesen patos.

—Según tengo entendido, usted estuvo en la batalla del Ebro, ¿verdad? —preguntó ella, pensando en cómo reconducir la conversación hacia el terreno personal.

—¡Desde luego! Pero a mí, aquella noche de San Jaime me tocó cruzar el río por Ribarroja.

Alicia se pasó la mano por el cabello, con su tic de coger un mechón y enroscárselo en el dedo índice. Luego se dio un nuevo repaso rápido con la mano. Era un gesto del todo innecesario, ya que su melena lisa se mantenía siempre en perfecto estado.

Tras respirar hondo, confesó:

—Tengo que sincerarme con usted, Baptiste. No estoy convencida de seguir con el reportaje, y todo lo que me está contando tal vez no salga publicado en ninguna parte.

—No importa. Tengo todo el tiempo del mundo, o casi.

—Aún tengo un favor que pedirle, Baptiste. Hay una fotografía que usted tiene y que vi en el viaje anterior. No he dejado de pensar en ella. Me gustaría verla de nuevo. Es la de aquella pareja en la playa de Argelès. La guardaba dentro de una novela de Asimov.

—¿Y ha recorrido tantos kilómetros para ver una fotografía, Alis? —preguntó muy sorprendido—. ¿Qué interés puede tener para usted?

—Mire, Baptiste —dijo tendiéndole el retrato que había sacado del bolso—. Este era mi abuelo Biel.

El silencio reinó de repente en el salón. Solo al cabo de un minuto eterno, que Alicia no se atrevió a interrumpir, Baptiste le devolvió el retrato y dijo:

—No creo que pueda complacerla. Extravié el libro, y si la fotografía estaba dentro, también se habrá perdido.

La decepción se dibujó en el rostro de la muchacha.

—Si la encuentra, le ruego que se la dé a Julien para que me la envíe. Prometo devolvérsela.

—Alicia..., ¿lo que hay entre mi nieto y usted es serio? —Su voz era débil, con un dejo de preocupación—. Quiero decir si tienen planes de futuro.

—De momento solo somos buenos amigos. —Si Julien no le había hablado de la relación entre ellos, no sería ella quien lo hiciera—. Vuelvo a París mañana por la mañana, Baptiste. Allí vive mi sobrina, que está estudiando un máster, y le he prometido que pasaré el fin de semana con ella. Así que tendremos que despedirnos hoy.

—¿Se verá con Julien?

—Me gustaría, pero ahora está en Turquía. ¿No lo sabía?

—Sí. Lo había olvidado, perdone.

Alicia salió de la casa con ganas de llorar. Le dolía haber hecho aquel viaje y no lograr su objetivo, que parecía tan simple. Tampoco esta vez la había convencido la actitud de distanciamiento que de repente había adoptado el anciano.

Presentía algo extraño en aquel hombre.

Antes de encerrarse en la habitación de su hotel en Verneuil, fue a cenar a una pizzería de la plaza. La hicieron subir al primer piso, porque la planta baja era solo para los clientes que se llevaban el encargo a casa.

Mientras esperaba a que la sirvieran, Alicia se fijó en un aparador con cajones, en los balcones con visillos ribeteados de blonda y en los cuadrales de aquella casa de estilo pans de bois, con las características vigas vistas en la fachada.

Empezó a fabular sobre la extraña actitud del viejo. Ni siquiera le había hecho un triste comentario de consuelo al mostrarle la fotografía de su abuelo Biel. Al fin y al cabo, había sido un exiliado como él.

Por otra parte, no acababa de creerse que alguien que hubiera guardado tanto tiempo el retrato de unos desconocidos lo perdiera de repente como si tal cosa.

Le sirvieron una pizza al roquefort y empezó a comerla con apetito. En todo el día no se había llevado al estómago otra cosa que un bocadillo de jamón york con mantequilla untada. Se lo había tomado en una brasserie de la estación de Montparnasse mientras esperaba a que el panel eléctrico indicase la vía de la que salía su tren.

«Tiene que ser eso... Baptiste esconde una historia turbia que no conocen ni los suyos», se inventó mientras daba un sorbo de vino blanco.

Se distrajo observando las otras mesas. La que tenía el privilegio de la ventana la ocupaba una pareja de unos treinta y cinco años. Ella hablaba mucho más que él, pero en voz baja. Alicia llegó a la conclusión de que no estaban casados ni tampoco debían de ser novios o amantes. Se notaba que la mujer quería deslumbrarlo más con la conversación que con su atuendo. Su ropa no mostraba el menor detalle destinado a la seducción. De hecho, tampoco él parecía demasiado deseoso.

Terminada la pizza, Alicia pidió dos bolas de helado de vainilla y volvió a pensar en Baptiste.

¿Y si el hombre mentía y había sido un colaboracionista de Pétain que se había ocultado bajo una nueva identidad? La Segunda Guerra Mundial rebosaba historias sobre espionaje y traiciones.

«Tendré que resignarme y dejar de pensar chorradas —concluyó—. Si Julien y yo seguimos juntos, ya habrá ocasión de averiguar más.»

Acto seguido pidió la cuenta.