13

Desde que su hijo se había declarado anarquista, Tomás casi no se hablaba con él. Todas las semanas, cuando Biel visitaba a su madre, él se iba al café del pueblo para no verlo. Al volver a casa, se las arreglaba para que Luisa le soltara todo lo que el hijo le había contado.

Solo si Biel iba acompañado de Ágata se quedaba a hacer la sobremesa, disimulando la alegría que sentía ante la perspectiva de convertirse en abuelo muy pronto.

Cada vez que veía las siglas CNT-FAI pintadas en los laterales de su camioneta, al campesino se le revolvían las entrañas.

Aquella había sido la última pelea entre padre e hijo a finales de julio. Tomás se quedó blanco al ver lo que su desheredado le hacía al vehículo.

—¿Qué estás haciendo, muchacho?

—Te la requiso en nombre del sindicato.

—¡Por los clavos de Cristo, desagradecido! ¡No te la llevarás de aquí ni a la fuerza!

—Estoy salvando tu propiedad, padre. Debo hacerlo yo si no quieres que lo hagan otros.

—Deja que lo haga, hermano —intercedió Enrique, que ya estaba mojando un pincel en el bote de pintura, decidido a trazar las mismas letras en el otro lado de la camioneta.

—No nos queda otro remedio que socializar la riqueza si queremos acabar con el paro, padre.

—¡Lo que hacéis es robar! —gritó impotente y lleno de rabia.

—Tenemos el apoyo de los trabajadores.

—¡No todos os siguen! —se enfrentó Tomás a su hijo, tan cerca de él que sus alientos se confundían.

Biel guardó silencio. En parte su padre tenía razón. Si bien al principio se habían opuesto a la insurrección militar, ahora los que denominaban trabajadores de corbata no estaban por la labor de renunciar a la propiedad privada.

En el campo catalán, tampoco la CNT tenía demasiado que ganar. La fuerza como sindicato la tenía la Unió de Rabassaires. Los aparceros de fincas alquiladas a término no estaban a favor de colectivizar las tierras que trabajaban. Ni estaban dispuestos a perder los derechos por los que habían luchado antes del treinta y seis con el fin de rebajar el porcentaje del fruto que debían entregar a los propietarios de la tierra.

Sin embargo, los padres de Biel, aunque eran propietarios, no tenían alquilado ni un palmo. Lo cual no los libraba de entregar una parte importante de la cosecha al comité revolucionario del pueblo.

—¿Por qué lo haces, Biel? —le preguntó Enrique—. Mal que te pese, por tus venas corre sangre campesina. Sabes lo que cuesta obtener cosecha.

—Hay gente que pasa hambre, tío. No todo el mundo tiene trabajo.

—Vivir de limosna no es bueno. ¡Cada cual debe ganarse el pan que come!

—¿Y qué me dices de los milicianos que están en el frente defendiéndonos? Han dejado a sus familias en la ciudad sin su sostén. Hay que recaudar el impuesto revolucionario para mantenerlos.

Enrique suspiró con paciencia. Estaba acostumbrado a observar el cielo para adivinar qué tiempo haría. De joven había tenido que dar parte de lo que era suyo a los ladrones que les salían a la altura de Belviche para salvaguardar la vida. Ahora debían entregarlo a otros por el mismo motivo. Al fin y al cabo, se dijo, él sería campesino toda la vida.

—Muy bien, sobrino. Cuando soplen otros vientos, nosotros seguiremos aquí.

Biel arrancó la camioneta. Al mismo tiempo que requisaba el vehículo familiar, el aprendiz de asentador se despedía de su trabajo en el Borne y se ponía a disposición del comité revolucionario de San Antonio, ubicado en los Escolapios de la ronda de San Pablo, para transportar intendencia a los hospitales y comedores escolares.

Desde la madrugada en que Biel se había ido a las barricadas, para Ágata nada había vuelto a ser como antes. Pese a que en Barcelona se había atajado el golpe militar, su marido casi no paraba en casa. Había días en que apenas se veían unos minutos cuando él iba a cambiarse de ropa. A menudo llegaba a medianoche y salía muy temprano.

Consumida por la soledad, solo la ilusión de que pronto sería madre le impedía caer en un pozo de tristeza.

El miedo de Ágata a que Biel se marchara definitivamente si se sentía cuestionado le pesaba como una losa. Se consolaba rogando a Dios en silencio que al menos su marido no fuera enviado a la guerra antes de que ella pariera a su hijo.

Petra estaba que trinaba al ver tan abandonada a su hija. La relación entre suegra y yerno iba cada día de mal en peor.

A decir verdad, la primera de la casa en recibir un golpe revolucionario había sido la Inmaculada Concepción que presidía el recibidor desde hacía nueve años. Aquella imagen religiosa había costado a Petra seis meses de ahorrar.

El destrozo provocado por Biel los enemistó definitivamente.

—¡Es la Virgen, descreído! —había gritado ella llorando y propinándole puñetazos en la espalda.

—Eso solo es un trozo de yeso pintado —dijo señalando al suelo—. No me busque problemas, Petra. ¿O acaso no sabe que han quemado Belén y los Escolapios?

Ignacio y Ágata ni siquiera se habían movido de la mesa al oír el alboroto. Hacía tiempo que habían optado por no tomar partido y mantenerse al margen de las peleas entre aquellos dos. Bastante tenían con la guerra declarada en el país como para inmiscuirse en la familiar.

Mientras Ágata se consumía a solas, Biel se sentía libre por primera vez, pese al caos que reinaba por doquier.

Sus quebraderos de cabeza eran otros. Quien más lo preocupaba por entonces era Arturo, de quien se sentía responsable como un padre. El muchacho no se separaba de Ramón, y la admiración que su joven amigo sentía por el de la FAI no le gustaba nada. Entre otros sueños de heroicidad, Arturo hervía de impaciencia por tener un fusil e irse de voluntario a Aragón.

A Biel lo inquietaba ver cómo perdía ascendencia sobre el benjamín de los García y cómo Ramón se convertía en su referente.

Se había dado cuenta el 23 de julio. Los tres estaban mezclados con la multitud en el paseo de Gracia. Despedían a los convoyes con más de dos mil milicianos y milicianas de la columna Durruti que, entre aplausos, se iban a Zaragoza para liberarla del ejército rebelde.

—No sé qué hago aquí diciéndoles adiós con la manita como si fuera un cachorro —se quejó el adolescente—. Debería estar subido a uno de esos camiones.

—Te enseñaré a conducir, Arturo —se ofreció Biel rodeándole los hombros con el brazo—. ¿Qué me dices?

El otro, enfadado, lo apartó.

—¡Algún día irás, valiente! —lo animó entre risas Ramón—. Si no hoy, pronto. Aquí habrá trabajo para todos.

Arturo pronunció un rotundo sí y levantó el puño.

Los dos meses siguientes de aquel 1936 estuvieron rebosantes de actividad y cambios. La revolución social avanzaba a buen ritmo hasta que, a finales de septiembre, a Biel le sobrevino el primer descalabro.

Ramón le había pedido que a las seis de la tarde pasara a buscarlo con la camioneta. Lo necesitaba para recoger un cargamento. Era la cuarta vez que lo requería para sus asuntos, y eran precisamente esos encargos lo que Biel más odiaba.

Gracias a su astucia y habilidad, el expescadero se había vuelto indispensable para el secretario del comité revolucionario del barrio. El edificio ocupado era al mismo tiempo el almacén de intendencia, abastecido con las cosechas requisadas en las zonas rurales. Ante la escasez que, a los pocos meses del comienzo de la guerra, ya empezaba a notarse, aquel era el aspecto de la revolución que a Biel se le antojaba menos amargo, porque paliaba la miseria.

A la hora indicada, el joven detuvo la camioneta ante la puerta del antiguo colegio.

Una vez en el interior, vio a Ramón dando órdenes. Apenas hubo acabado, salió como quien tiene prisa por llegar a algún sitio. Antes de subir al vehículo, comprobó que llevaba la pistola bajo la chaqueta.

Biel condujo ronda de San Antonio arriba y cruzaron Universidad para enfilar Aribau. A la altura de la calle Rosellón giraron y, llegados ante un gran portal de madera, le ordenó que se detuviera.

Dejando de lado el ascensor, subieron por la escalera al principal. Una de las dos puertas del rellano estaba abierta. En el suelo del amplio recibidor, apoyados contra la pared, había una docena de cuadros de diversos tamaños, un gran espejo con marco dorado y un baúl del que sobresalía ropa por los lados.

El de la FAI lo contempló todo casi con ojos de experto. Después levantó la tapa del baúl. Estaba lleno de ropa blanca. Todo un ajuar bordado, así como dos abrigos de pieles. Al lado, un aparatoso reloj de péndulo estaba tendido en el suelo. Las manillas paradas en las seis en punto delataban la hora exacta en que lo habían descolgado de su sitio.

Muy quieto al lado de Ramón, Biel lo observaba en silencio.

De repente se oyeron gritos procedentes del fondo del piso y ambos recorrieron a buen paso el largo y ancho pasillo. Del interior de una sala les llegaban las súplicas de un hombre que imploraba que dejasen tranquila a su madre. Otro hombre, que miraba desde el umbral de la puerta, se volvió al oír la voz de Ramón a su espalda.

—¿Qué pasa aquí?

—La vieja no quiere soltar el botín.

—Querrás decir su aportación a la causa revolucionaria, ¿no? —lo corrigió en tono seco.

—Así es —rectificó el otro agachando la cabeza.

Entraron en la estancia y todos miraron a Ramón. Sobre la mesa había una taza de chocolate con un trozo de bizcocho a medio mojar y una bandeja con el resto de la torta y un cuchillo. Sentada en un sillón tapizado de terciopelo verde, una mujer de unos setenta años apretaba con fuerza contra su pecho un cofrecillo nacarado.

—¡Vamos, andando! Dame eso —ordenó Ramón a la vieja, alargando la mano y chasqueando los dedos.

La mujer negó con la cabeza. El pánico se leía en sus ojos.

Ramón sacó el arma con parsimonia y la miró como quien comprueba que está en condiciones de ser utilizada. El hijo, un hombre de unos cuarenta y cinco años que vestía un batín estampado con motivos chinos, se situó delante de su madre.

—Déjeselo, por favor. —Acto seguido se sacó del bolsillo un reloj de oro y se lo entregó—. Tenga esto. Era de mi abuelo. Pero permita que mi madre se quede sus recuerdos de familia.

Sin mirarlo, Ramón se lo quitó de delante y apuntó a la mujer.

En un arranque de desesperación, el hijo cogió el cuchillo de encima de la mesa y se lanzó contra Ramón. Pese a que Biel reaccionó sujetándolo para salvar a su amigo, en una fracción de segundo un disparo aterrador abatía al hombre.

Del susto, Biel lo soltó, y resbaló muerto a sus pies, con el rostro desfigurado por el tiro e hinchado por la pólvora.

—¡Vosotros, al trabajo! —gritó Ramón a los dos ayudantes que lo miraban asustados desde la puerta—. Cargad de una puta vez la camioneta.

Una vez solos, se volvió hacia Biel, que se había dejado caer en una silla con el corazón a punto de estallar, y maldijo furioso:

—¡Me cago en su puta madre! ¡Es el primer cerdo que mato, joder! —Luego, como quien se resigna, añadió—: Bien, alguno tenía que serlo.

—¿Era necesario llegar tan lejos por cuatro joyas? —le espetó Biel, fuera de sí.

—¡Me he defendido! Ese burgués hijo de puta quería matarme.

—¡¿Y qué esperabas que hiciera?! —gritó levantándose de un brinco y enfrentándose a él—. ¡Apuntabas a su madre, cojones!

—A ver si te aclaras de una puta vez, Biel. ¡Estamos en guerra, hostia! No hay medias tintas: o matamos o morimos.

—¿Y hemos de asesinar a todo aquel que no piense como nosotros?

—¡Baja de la higuera, libertario! —Señalando a la mujer, que lloraba desesperada sobre el cadáver de su hijo, añadió—: O ellos o nosotros.

Biel lo miró fijamente, con odio.

—¿Cojo las joyas? —interrumpió uno de los hombres—. El resto de las cosas ya están cargadas.

Ramón miró la caja, que estaba en el suelo. La mujer la había tirado al oír el disparo. Como si hubiera sido destripada, un largo collar de perlas asomaba del interior.

—Dejemos que se las quede —respondió con desprecio—. ¡La vieja se las ha ganado de sobra!

El compañero se marchó y Biel lo siguió. Quería salir de allí lo antes posible. El charco que se iba ensanchando con la sangre del muerto hacía que le entraran náuseas.

Sin embargo, antes de que saliera del edificio, Ramón lo detuvo. Agarrándolo del brazo, tiró de él con fuerza hasta dos dedos de su cara.

—Escúchame bien, Biel. —Sus frentes casi se tocaban y sus miradas se taladraban—. Eres mi amigo. Solo por eso olvidaré ciertas palabras tuyas, pero si las repites en público no podré hacer la vista gorda y tendré que actuar. ¿Lo entiendes?

Biel se soltó de un tirón y se dirigió a su vehículo. Los otros dos camaradas estaban subidos al remolque con el material requisado, todo tapado con las gruesas cortinas de cretona arrancadas en el último momento en el recibidor del piso.

Durante el camino de vuelta al barrio no se dirigieron la palabra. Él y Ramón iban solos en la cabina del conductor.

Biel no lograba quitarse de la cabeza la absurda imagen del bizcocho abandonado dentro de la taza de chocolate de aquel hombre, que había muerto sin poder terminársela.

Ramón miraba por la ventanilla y saludaba puño en alto a otros camaradas con los que se cruzaban. Todos los vehículos llevaban pintadas las letras CNT-FAI en los laterales. De repente, el de la FAI ordenó:

—¡Para! Yo me bajo aquí.

Biel cumplió la orden sin hacer el menor comentario. Aquel hombre había dejado de ser su amigo. Ya fuera del vehículo y asomado a la ventanilla, le advirtió de nuevo:

—Recuerda, camarada, lo que te he dicho antes. Es importante que a partir de ahora te pienses mejor lo que dices.

Hacía treinta y seis horas que Biel no veía a su mujer. Había salido de casa a las ocho de la mañana del día anterior y por la noche se había quedado a dormir en la masía de sus padres. Ahora, tras las dos horas más salvajes de su vida, introducía la llave en la cerradura a las ocho de la noche.

Entró en el piso muy conmocionado, con el rostro desencajado y la moral por los suelos. Se odiaba a sí mismo. No era así como había soñado que ayudaría a crear un mundo mejor.

Petra salió a su encuentro apenas oír el tintineo de las llaves. Lo miró con una rabia que ya no se molestaba en ocultar.

—¿Dónde está Ágata? —preguntó Biel.

Antes de que Petra le respondiera, de la habitación salió un llanto de recién nacido.

—¡Es tu hija que llora, desgraciado! Mientras ella venía al mundo, vete a saber qué maldades hacías tú a diestro y siniestro.

Él se quitó de delante a su suegra para correr al lado de su mujer.

—¡Detente! —exclamó Petra, cerrándole de nuevo el paso con su cuerpo—. No permitiré que te acerques a ellas con la camisa manchada de sangre.

Él no se había dado cuenta y se apresuró a quitársela, estremecido.

Entró en la habitación en camiseta. Junto a la cama, sentado en una silla, Ignacio contemplaba embelesado a su nieta.

El hombre se apartó a fin de ceder el sitio a su yerno. Lo felicitó con un abrazo silencioso y salió de la habitación para dejarlos solos.

—Perdóname, Ágata, por no haber estado aquí —suplicó mientras la cubría de besos.

—No podías saberlo, Biel... Todo ha ido muy deprisa. No nos ha dado tiempo ni de llegar a la Maternidad de la Gran Vía. De la Lactancia me han enviado a una comadrona.

—¡Le pondremos de nombre Libertad!

—No, Biel... Nuestra hija se llamará Gloria. Hace tiempo que lo decidí por si era niña.

—No me habías dicho nada.

Ella esbozó una sonrisa triste y cogió los minúsculos deditos de la criatura, que dormía arropada a su lado. Hacía tanto tiempo que Biel estaba ausente de su día a día que ya se había conformado. Solo la esperanza de la maternidad le había dado fuerzas para no desfallecer de pena.

—Es un nombre rebosante de alegría. Me parece bien —aceptó Biel acariciándole el cabello.

No se sentía con derecho a contradecir a su mujer.

Cogió a la pequeña con sumo cuidado y la acunó.

Por la noche, incapaz de conciliar el sueño, Biel volvió a fumar después de mucho tiempo. En el intervalo de una hora, esa misma tarde había sostenido en sus brazos la muerte y la vida.

No conseguía borrar de su mente lo que había sucedido en el piso de la calle Rosellón. Volvía a revivir aquella escena apenas cerraba los ojos. Como tampoco podía olvidar la mirada de Ramón. Las amenazas del hombre al que hasta pocas horas atrás consideraba su amigo lo habían enviado directamente al mundo de los perdedores.

Esa noche de otoño, Biel lloró por aquella desgraciada mujer que había vivido para ver cómo asesinaban a su hijo.