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Mientras Alicia y Julien recuperaban las horas de amor perdidas, a pocas calles de distancia Biel acababa de afeitarse con esmero y se había puesto la camisa nueva. Había llegado el día de ver a Ágata.

El retorno al pasado lo estaba hiriendo más de lo que había imaginado.

La comida con Gloria y su familia había sido un estallido de emociones, con algunos momentos de placidez seguidos de intercambio de direcciones, teléfonos y promesas de futuras visitas entre las hermanastras.

En el fondo, a Biel lo había tranquilizado que Ágata no acudiera. No deseaba un reencuentro ante la mirada de todos.

Respiró hondo y se sentó a esperar a que volviese su nieto para acompañarlo.

—Julien..., quiero ir a ver a Ágata solo —le había dicho apenas levantarse.

—¡No me hagas sufrir, por favor! Dejaré que subas solo a su casa, pero hasta allí te acompañaremos Alis y yo. Después, nosotros esperaremos en algún bar cercano hasta que me llames para volver, ¿de acuerdo?

Aceptó el trato. En el fondo, Biel estaba asustado, y no se sentía tan fuerte como en su pequeño pueblo de Normandía.

Hora y media más tarde, cuando el taxi enfiló la ronda de San Pablo y el mercado de San Antonio le daba la bienvenida, Biel se sentía desasosegado como un adolescente.

Los dos jóvenes guardaban silencio en el asiento trasero. Comprendían que no era solo un recorrido de taxímetro lo que estaba haciendo su abuelo, sino otro camino mucho más profundo por los recovecos del recuerdo.

El vehículo se detuvo ante el antiguo portal que tan familiar le era al viejo anarquista.

Poco después, el ascensor daba un saltito al detenerse en el ático. Se quedó un instante sobrecogido ante aquella puerta que tantas veces había cerrado de golpe, furioso con su suegra.

Mientras Alicia y Julien ocupaban una mesa en el bar de la esquina, Biel esperaba en el rellano a que su antiguo amor le abriese la puerta.

Ágata se había pasado la noche buscando las palabras con que recibiría a Biel. Sin embargo, ahora cuanto quería decirle bailaba dentro de su cabeza. De repente solo la preocupaba que la encontrase vieja y fea y no la reconociese. Y temía que a ella le sucediera lo mismo con él.

Dejó que el timbre sonara por segunda vez.

Antes de abrir, atisbó por la mirilla. Al reconocer en aquel hombre rasgos del joven de veintidós años al que había despedido un invierno de 1938, aspiró hondo a fin de serenarse.

Solo entonces abrió la puerta.

En un gesto de coquetería, la mujer había arrinconado el andador y se apoyaba en un bastón.

—¿Es necesario que hagamos mucho protocolo, Biel? —preguntó para ocultar las sacudidas que se estaban produciendo en su interior.

El libertario negó con la cabeza. Habría reconocido la voz de Ágata con los ojos cerrados.

La barbilla le temblaba y un nudo en la garganta cerraba el paso a las palabras. Le ofreció el brazo a modo de respuesta y juntos caminaron por el corto pasillo hasta el comedor.

Ni uno solo de los días que había vivido entre aquellas paredes Biel había conseguido sentirse en su casa. Ahora, en cambio, descubría como allí seguían existiendo todos los años que habían colmado su ausencia.

Sobre el aparador, expuestas en sus marcos, estaban las fotografías de los acontecimientos familiares que se había perdido: la boda de su hija, las comuniones de las nietas, los cumpleaños de Ágata rodeada de su familia.

Se dio cuenta de que en todos los retratos de grupo se hallaba presente Juan García. Sobre un tapete blanco ribeteado de encaje estaba la foto del bautizo de Gloria. Su amigo carnicero miraba atento cómo el cura vertía agua sobre la cabecita de una niña de tres años mientras Ágata, a su lado, sostenía un cirio.

En el ángulo inferior izquierdo estaba la dedicatoria:

A mi ahijada con todo mi cariño. Junio de 1939.

—Por aquellas fechas yo aún estaba en Argelès...

—¡También aquí tuvimos años muy duros! —lo interrumpió ella.

Había explicaciones que Ágata no estaba dispuesta a dar.

—Tu madre tenía razón, Juan García te convenía más que yo.

—Tengo que sentarme, Biel —dijo sin responder a su comentario—. Las piernas no me aguantan de pie tanto rato.

Caminaron hasta el sillón junto al balcón abierto y él se acercó una silla para sentarse a su lado.

Por un instante, Ágata y Biel se miraron fijamente. Comprobaron cómo la inquietud del principio se iba desvaneciendo hasta que, de repente, una transformación se obró en su interior.

Ante aquella mirada, la cruda realidad de su envejecimiento desapareció.

Biel quitó las gafas a Ágata para contemplar de nuevo aquellos ojos dulces que lo habían enamorado el día de San Juan de 1933 en el cine Coliseum.

Entretanto, en la calle una nube vertía un pequeño chaparrón de verano, insuficiente para ocultar el sol.

Ante ellos tenían el mercado de San Antonio. Desde aquel mismo balcón, la mañana del 19 de julio del treinta y seis, habían visto juntos al gentío que corría a las barricadas.

—Me gusta Gloria —quebró el silencio Biel—. Te he visto a ti en ella, Ágata. Os parecéis mucho.

Cogiéndole la mano entre las suyas, agradecida por la observación, ella se sinceró.

—Habría sido mejor que no hubieras venido, Biel. Me dolerá verte partir una vez más.

—Estoy contento de haberlo hecho, Ágata. Tal vez nuestros nietos recorrerán el camino que tú y yo no recorrimos.

—¿Y lo apruebas?

—No quiero que repitan nuestra historia. Ahora están abajo, juntos. Seguro que están haciendo planes de futuro, y deseo que los dos sean menos cabezotas que nosotros y puedan cumplirlos.

—Quise muchísimo a Juan García, pero jamás habría renunciado a ti, querido libertario —susurró ella con los ojos enrojecidos—. Mi madre no tenía razón.

Emocionado, Biel le oprimió la mano para que no lo soltara.

En el silencio compartido que se produjo a continuación desfilaron por sus pensamientos Arturo y Juan García. También los días de juegos, de besos furtivos y miradas que se buscaban aunque a menudo fingiesen estar enfadados el uno con el otro.

Ninguno de los dos evocó los malos momentos que habían vivido después, ni las confrontaciones inútiles en que se habían enredado tantas veces.

Un pequeño caracol escapaba de la maceta de geranios rojos colgada en la barandilla del balcón en busca de las gotas de agua dejadas por la lluvia. Ágata se fijó en cómo exploraba lentamente el aire con los ojos, alargando los tentáculos.

—Tú y yo somos como él, Biel —dijo señalando con un gesto de la cabeza al animalito—. Como diría nuestra nieta, Alis, somos corredores de fondo.

Biel depositó un beso largo y silencioso en aquellas manos que había abandonado cuando aún lucían una piel joven.

Siguieron cogidos de la mano, sin más conversación que las emociones que expresaba el tacto de sus dedos entrelazados, hasta que Biel dijo con voz temblorosa:

—Se hace tarde... Han pasado tres horas como si nada, Ágata.

—Se diría que el destino nos ha condenado a vernos siempre deprisa y corriendo.

La ayudó a levantarse del asiento y la abrazó muy fuerte, olfateando aquel cabello, ahora blanco, por última vez.

Al separarse, ella se miró en aquellos ojos, de distinto color el uno del otro, que tanto había anhelado en otros tiempos. Se dieron un dulce beso en los labios que corroboraba de nuevo la separación, esta vez para siempre.

Apoyada en su brazo, Ágata lo acompañó hasta el recibidor.

Un minuto después, el ruido del ascensor al detenerse en el rellano sellaba el último adiós.