JORNADA SEGUNDA
EL PARADOR DE BRUNETE

LA meridiana sería cuando en otra jornada llegué a Brunete. Importándome el pueblo bien poca cosa, me apeé ante un parador del ejido.

En estos aledaños de Madrid, en ventas y mesones, se recibe al caminante con desconfianza. Como este pague el gasto con pesetas, el ventero se convierte en tasador de moneda; si con un duro, el disco rueda de mano en mano y son tasadores el ventero, su mujer y uno por uno todos los arrieros que van llegando. No conciben que se pueda dejar Madrid teniendo un peso fuerte en el bolsillo.

A mi llegada al parador sale a recibirme un perrazo que, meneando la cola y dando saltos de alegría, me guía adentro. Confieso que estas carantoñas perrunas halagaron mi amor propio, pues ellas daban a entender que el can veía en mí un huésped de calidad y de provecho.

Precedido del mastín, entro en una estancia, a un tiempo taberna, cocina y zaguán. Techo y paredes están enjalbegados y el solado revestido de casquijo. En el fondo se destaca la campana del hogar ennegrecida por el humo.

En medio de la sala, de cara a la puerta, está una mujer lavando en una artesa. Es la mesonera; joven, guapota y frescachona, tipo de esas mujeres fuertes de Castilla, que lo mismo saben defender su hacienda que su honra. Como lleva el refajo levantado y asobarcadas las mangas, muestra con púdico desenfado una pierna de Diana cazadora y unos brazos que para sí quisiera la Venus manca de Milo.

—¿Qué quería el señor? —me preguntó levantando la cabeza, pero sin interrumpir su trabajo.

—Buenas tardes, señora —contesté—. Deseaba echar un pienso al animal y que me sirvieran un plato caliente.

—Señor Vicente —gritó ella—, haga usted el favor de venir.

Obediente a la llamada, apareció un hombre por la puerta de la cuadra.

—Haga el favor de llevar al pesebre el caballo de este señor y de medir un pienso de avena.

Este tratamiento de usía para mandar a un mozo de cuadra me llama la atención y hace que me fije en el señor Vicente. Es un hombre que pasa de los cincuenta; va en mangas de camisa, y a juzgar por las manchas de cal que salpican su barba y sus manos, ha de ser un albañil.

Haciendo memoria recuerdo haberle visto en Madrid. Es, en efecto, un tipo popular; un bendito que recorre los paseos y las afueras de la Corte repartiendo estampas a los niños y contándoles vidas de santos, entre la rechifla de la golfería. El señor Vicente, como así le llaman todos, viste siempre negra hopalanda y sombrero hongo, pero aquí le veo despojado de esa indumentaria que le da aspecto de apóstol de levita o de muñidor de cofradías.

—Este hombre no me es desconocido —digo a la mesonera, que sigue lavando.

—Siendo usted de los madriles, sí le conocerá —me responde—. Es un infeliz que se pasa la vida predicando a los cuatro vientos y rezando en las iglesias. Aquí está de paso como peregrino al Santuario de Guadalupe, que dicen está muy lejos; y mi marido le ha ocupado en el blanqueo de la cuadra para que el pobre se gane unas perras.

—Qué, ¿es usted casada?

—Sí, señor; mi marido fue a Madrid con una carga de vino.

A este punto se oye un vagido en un rincón de la estancia. La mujer se enjuga las manos y corre presurosa a una cuna en la que yo no había reparado. Alza la criatura, la besa, la piropea, y el niño, sonriendo, se agarra a la ubérrima teta de la madre.

—¡Qué gordito y qué hermoso está! —exclamo—. Salud para criarlo, señora.

—Y usted que lo vea —responde ella complacida.

En esto vuelve el señor Vicente de la cuadra con mis alforjas al hombro y una medida de granos en la diestra. Cuelga aquellas de una escarpia, saco yo las perdices para que respiren, y él me dice:

—Supongo que con un cuartillo habrá bastante.

Yo asiento y él pide a la mujer la llave del granero.

—Señor Vicente —dice la mesonera devolviendo a la cuna el infante ya dormido—. Este señor le conoce a usted.

El señor Vicente me mira bajo, se sonríe y no dice nada; pero como se acaricia la barba, deduzco que se siente halagado. Colma la medida de grano y se retira.

La mesonera acabó de lavar; toma a dos manos la artesa, la suspende con robustos brazos y anadeando las caderas va a volcarla afuera. Luego, abrochándose el escotado seno y bajando los remangos, se encara a mí, diciendo:

—Diga el señor qué quiere comer.

—Ni yo mismo lo sé; algo que esté hecho pronto.

Convenimos en una tortilla y una buena chuleta con patatas. Como en la casa no hay carne de solomillo, el señor Vicente se encarga de ir a comprarla al pueblo, que está a dos tiros de piedra.

—Tome usted un duro para la compra —le digo.

—No hace falta, señor —replica la mesonera—. Le darán el cambio en calderilla, y como el gasto, contando el vino que usted tome, no ha de pasar de ocho reales, se cargaría usted de cobre.

—Como usted quiera, señora.

La ventera da al señor Vicente una moneda de dos pesetas; parte el mandadero, se va la mujer a su menester y yo me siento en un poyo de la estancia pensando en lo que dan que hacer ocho reales.

Las personas ociosas se distinguen de las que trabajan en que aquellas dicen: «Una peseta», «un duro»; y estas, «cuatro reales», «veinte reales». Veinte reales representan, en efecto, una suma de esfuerzos, una labor, una ganancia difícilmente obtenida. Un duro no es nada; es un disco de plata tirado al aire, echado al acaso; un duro nada más.

El rico dice: «un duro»; el trabajador: «veinte reales» . El paleto llama diez céntimos a lo que el pródigo golfo madrileño una perra.

Los vicios, y también algunas virtudes del rico, no menos que las estrecheces del pobre, están contenidos en esta diferencia de palabras.

Por ocho reales va al pueblo el señor Vicente, y la ventera se apresta a freír aceite, cascar huevos y pelar patatas; con dos pesetas pagaré todo esto...

La aparición de dos nuevos personajes me distrae de estas reflexiones crematísticas. Son dos chulos de los barrios bajos de Madrid, a juzgar por el tipo y la indumentaria: cara afeitada, pantalón ajustado y chaquetilla corta. Usan sombrero alado y uno de ellos lleva un hatillo al hombro, cruzado por un estoque. A la cuenta, son toreros trashumantes, chicos que van a las capeas de los pueblos a ganar los garbanzos de la semana y adiestrarse en el arte taurino.

El viaje fue fructífero, a juzgar por lo que piden de comer.

—Muy buenas, patrona —dice uno de ellos—. A ver si podrá ser. Queríamos que nos apañara usted una buena cazuela de arroz con pollo y una ensalada de huevos.

—Pero pronto, patrona —añade el otro—, porque aprieta la gazuza.

—Enseguida que haya servido a este caballero —replica la mesonera.

—Pues mientras, denos usted un cuartillo de vino.

Sírvenselo, y uno de los jóvenes escancia y se levanta a ofrecerme un vaso. Aunque no acostumbro beber vino en ayunas, acepto por cumplir con el protocolo tabernario, y correspondo ofreciéndoles tabaco.

Los dos chulos fuman y beben sentados en un poyo frontero al mío. En alta voz comentan las incidencias y los resultados de la excursión. Hará dos días que fueron a una capea de Valdeiglesias a pie y sin dinero, y si regresan a pata no es por falta de metales, según declaran, sino porque la estación convida a andar y les sobra el tiempo.

De sus llamadas se desprende que uno es Manolín y otro Manazas.

Conocen también al señor Vicente, que ya es vuelto del mandado, porque le llaman por su nombre y se guasean de él. Le convidan a vino, pero el buen hombre declara ser abstinente.

En esto, una de mis perdices, tendidas en el suelo, aletea y obliga a aletear a la compañera.

—Bonitas piezas— dice uno de los chulos—, de buena gana les hincaría el diente. ¿Se puede, patrona?

—No son mías —contesta—, son de este caballero.

—¿Las va usted a despachar ahora? —me interroga el chulo, plantándose delante—. Lo pregunto porque podíamos hacer negocio. Se las mercamos.

Las dichosas perdices ya me estorbaban; guardábalas para la noche y tenía que cargar con ellas. Sentíame dispuesto a vendérselas al chulo, pero temía perjudicar a la ventera.

Esta comprendió mis escrúpulos.

—Caballero —me dijo—, que no se quede por mí. Si es usted gustoso en venderlas, al avío. Me hará un favor en ello, porque, a la verdad, un pollo me queda y siento matarlo, pues ya va para gallito.

—Pues vendidas están —dije al chulo.

—¿Y cómo se llaman? —repuso este.

—Pues una peseta, lo mismo que me costaron.

—Perfectamente; al pagar la cuenta a la patrona, cambiaré y se le pagarán a usted.

El chulo tomó las perdices del suelo y se las dio a la mujer, añadiendo:

—Lo dicho, dicho, señora; pero en vez de pollo, perdices. ¿Qué te parece, Manazas? Vaya un almuerzo de mistó.

—¡Pero que ni Machaco! —contestó el chulo segundo. La ventera, para aviar más pronto, llama a su ayudante y le dice:

—Despáchelas usted.

—¡Animalitos! —exclama el cuitado, con el mismo acento que san Francisco pondría para decir: ¡Hermano lobo!

La mujer hace un mohín de impaciencia; desata las aves y con sendos cogotazos las desnuca. Luego, entregando las víctimas al santo varón, dice:

—Ea, avíe usted enseguida.

Lo que es por esta tarde puede despedirse el señor Vicente de la llana y de la brocha de albañil; ha de desplumar las perdices, atizar el fuego del hogar y ayudar en lo posible a la mesonera, que está sola.

Hízose ya mi condumio y ante él me siento a una mesa de pino. Pido una botella del tinto y convido, a mi vez, a los toreros. Concluyendo de comer, salgo a dar un vistazo al caballo y paseo luego por la sala, para ayudar la digestión.

Entretanto, se fue haciendo la paella y los chicos se disponen a yantar. Comen a dos carrillos y doblan las raciones de pan y de vino; piden aceitunas y a los postres queso. La patrona les sirve complaciente, encantada de tan buenos parroquianos. Ya, a lo último del banquete, la veo cuchichear con su ayudante, arreglando la cuenta céntimo por céntimo. Ella cuenta con los dedos; él, haciendo números y sumándolos.

Oportunamente, uno de los mozalbetes grita:

—Señora, ¿qué se debe?

—Pues, diez y seis reales y buen provecho —contesta la mujer.

—Ya lo oyes, Manolín; a dos del ala por barba...

—... Te juego mi parte.

—Advierto a ustedes —replica la ventera— que aquí no servimos baraja.

—Ni falta que hace, patrona. Es cuestión de piernas, a ver quién corre más. El Manolín lleva ganada una partida y yo le gano ahora, o pierdo dos...

—Si te empeñas en convidarme —interrumpe Manolín, con tono guasón.

—Falta verlo —replica el Manazas, amoscado—. Oiga usted, señor Vicente, va a hacernos el favor de venirse afuera con nosotros, que vamos a fijar el trecho de la carrera. Estos señores (la ventera y yo) sentenciarán desde la puerta cuál de nosotros llega antes de vuelta.

A la ventera le hace gracia la ocurrencia de los mozos.

—Ea, señor Vicente, vaya usted con ellos. Nos distraeremos un rato.

También a mí me parece de perlas.

—Patrona —exclama Manolín, con súbita inspiración—, ya que este se empeña en convidar, refrescaremos. Sáquese una botella de cerveza, pero de las grandes.

Bebida que fue entre todos a la salud del futuro vencedor, salen Manolín y el Manazas, a paso largo, seguidos del señor Vicente y del mastín del parador, atraído por la gresca de los dos rivales.

Precisamente enfrente de la puerta se alargaba la carretera cosa de unos cien metros, y a esta distancia describía una curva siguiendo las ondulaciones de unos altozanos que, por aquella parte, limitaban el horizonte.

Esta hectárea de camino recto constituía, en verdad, una pista apropiada para carreras a pie o a caballo. La ocasión era, además, muy oportuna, porque a esta hora no se veía ser viviente en el camino.

Llegados los contendores a la revuelta, en compañía del señor Vicente y del perro, quitáronse las chaquetas, dejándolas al cuidado del primero, y empezaron los preliminares de la carrera. A guisa de tanteo o ensayo, dieron el primer recorrido por la cancha, entre las risotadas de la ventera y los ladridos del moloso, que, alborozado, les corría a los talones.

—Patrona —dijo de pronto Manolín acercándose a nosotros—, haga usted el favor de atar el animal, porque si no, es imposible.

La mujer, cada vez más interesada por el espectáculo, llama al perro y, asiéndole de la carlanca, lo encierra en la cuadra. De vuelta a mi lado, ya estaban Manolín y el Manazas en línea, dispuestos a tomar carrera. La arrancada sería a la tercera palmada que yo diera.

La ventera y yo éramos los jueces de campo en este lado, como en el otro lo sería el señor Vicente, a quien se veía de pie, inmóvil, como estafermo de almiar.

—Cuando usted quiera, caballero —dijo Manolín.

¡Una, dos y tres! Los corredores salen disparados. ¡Qué piernas! ¡Qué agilidad! Ni la ventera ni yo apreciamos ninguna ventaja entre los dos, porque ambos corren casi alineados.

—Pero ¿qué es esto? —exclama de repente mi compañera de jurado.

Es que, al llegar Manolín y el Manazas al sitio donde estaba el señor Vicente, de un encontronazo le derriban, alzan las chaquetas del suelo y, corriendo como gamos, desaparecen por la curva de la carretera.

—¡Bandidos, canallas, hijos de mala madre! —grita desaforada la ventera, dando unos pasos adelante—. Corra usted, señor Vicente.

Pero el señor Vicente está quebrantado del susto y de la caída, y, sacudiéndose el polvo, viene hacia nosotros y dice santiguándose:

—Nos la han pegado, señora María. Vaya un timo, caballero. ¡Quién lo creyera!

—¿Pero qué hace usted, hombre? —replica la ventera empujándole—. ¿Por qué no los corrió usted? ¿No ha oído decir que a un diestro un presto?

—Ya no hay remedio —arguyo sentenciosamente—. Ya ve usted, también volaron mis perdices.

Estas palabras sacan de tino a la mujer. Sí; no hay remedio, pero estallará su cólera.

—Señor Vicente —grita—, es usted un idiota. ¿Cómo no se le ocurrió que nos la iban a pegar? Ea, que trae usted muy mala pata. Lárguese usted de aquí. Líe el petate y líbreme de su mala sombra.

—Pero señora... —pruebo a decir yo.

—Calle usted, caballero; no conoce usted este hombre. Es capaz hasta de secarme los pechos. Razón tenía mi marido en decir de él que da mal de ojo.

Por única compensación halló después la ventera que el hatillo de marras contenía un mal trapo de capea y un estoque de palo.