I. El pescado podrido

Un dervis (como se llama en Oriente a los hombres que viven pobremente para dedicarse al estudio y al ejercicio de la moral) llevó un día al bazar algunas madejas de algodón hilado por su esposa, para venderlo y con el producto subvenir a las necesidades de su familia.

Le fueron pagadas en un direm o monedita de plata equivalente a 20 céntimos de peseta, y ya se disponía a realizarlo en comestibles, cuando se topó con dos fulanos, los cuales se insultaban y aporreaban tan furiosamente que el pobre dervis creyó que allí iba a suceder una desgracia. Preguntó la causa de la riña, y se le dijo que se trataba de un direm.

El dervis pensó: Esta es precisamente la moneda que he recibido a cambio del algodón; ¿no sería justo darla ahora, para impedir la efusión de sangre y tal vez la muerte de un semejante? ¿No es este un deber más importante que el de proveer a mis necesidades personales?

Hechas estas reflexiones, optó por el hambre, y logró fácilmente reconciliar a los dos contendientes, entregando la única moneda que tenía.

Vuelto a casa con el corazón satisfecho y las manos limpias, contó sinceramente a su mujer lo que había pasado. Esta, digna de tal marido, no le hizo ningún reproche; pero la hora de comer llegaba y los hijitos pedían pan. La buena madre registró todos los rincones de la casa, y, finalmente, dio con un vestido usado y descolorido; y toma —le dijo a su marido—; procura vender este harapo y comprar algo de comer; pero date prisa porque los chicos están en ayunas desde ayer.

El dervis recorrió uno a uno todos los bazares de la ciudad, sin lograr su objeto. Mientras tanto sonaba en su oído la hora de comer y los gritos de su hambrienta prole. En esto, encontrose con un hombre que llevaba, colgado de un palo, un pescado grande. Por más que pregonaba su mercancía, todos los compradores se alejaban a causa de la fetidez que exhalaba el pescado corrompido.

He aquí el comprador de mi guiñapo —se dijo el dervis—, y sin preámbulos preguntó al pescador:

—Eh, amigo, ¿quieres cambiar tu podredumbre con la mía? ¿Tu pescado muerto con mi ropa? Ya ves que nadie quiere comprar nuestras mercancías, y que así estaremos si no nos arreglamos mutuamente.

—Sí, cambiemos —respondió el hombre del pescado podrido.

Y no hubo más, sino que el dervis se apresuró a llevar su compra a casa y la dio a su mujer para que limpiara el pescado y lo aderezara. Pero, ¡cuál fue su asombro, cuando al abrir el vientre del pescado tropezó con una magnífica perla! Llamó a su marido y le dijo:

—¿Sabes cuánto puede valer esta perla? ¿Puedes venderla?

—No lo sé —respondió el dervis—, pero tengo un amigo de probidad del cual puedo aconsejarme.

El dervis corrió, perla en mano, a casa de su amigo y con este fue a un joyero, quien aseguró que una perla tan grande y espléndida, nunca vista por los pescadores de la ciudad de Bahrain, valía muy bien 120.000 direms, o sea 24.000 pesetas, cantidad que dio al dervis cuando este dijo que se la vendía.

Cargado con tan considerable suma, el dervis volvía a su casa, cuando le salió al paso un mendigo que le dijo:

—Pues Alá te ha dado un hallazgo, asígname la porción que según la ley toca a los pobres.

El dervis reconoció la justicia de tal demanda, y, sin dudar un momento, separó 12.000 direms (2.400 pesetas), la décima prescrita por el Corán, y la entregó al mendigo, quien apenas se había alejado unos cuantos pasos llamó a su bienhechor, diciéndole:

—Mírame bien, ¿no me conoces?

Fijose el dervis y reconoció al mismo individuo que le había cambiado el pescado por el harapo; sin embargo, renunciando a cualquier derecho que podía asistirle, declaró que estaba pronto a devolverle todo el dinero, producto de la perla, como a propietario primero del pescado; pero aquel, restituyéndole la parte antes recibida, le dijo:

—Yo no soy ni pescador ni mendigo; soy el enviado de Alá, el cual me ordena decirte que —pues diste espontáneamente tu único direm para hacer cesar la discordia entre tus hermanos— el Altísimo te promete una vida feliz desde ahora, y a tu muerte una felicidad mil veces mayor, en recompensa de tu vida honrada y religiosa.