II. LA RAZA PARDA

Mi viaje ecuestre termina en Navalcarnero, a cinco leguas de Madrid, en el camino de Extremadura.

Cansado de la monotonía y del polvo de la carretera, me detuve en aquel pueblo y al primer chalán que encontré le propuse en venta mi caballo. Ganoso de sacar siquiera lo que me había costado, hice al tratante el elogio del animal; ponderé su nobleza, su resistencia a la fatiga y aun creo que repetí la lección del gitano sobre la bondad de una mula; pero no valieron argumentos; hube de malvender el cuartago, del que me despedí, como de un compañero, acariciándole y deseándole buena suerte.

Quien la tuvo buena fui yo, encontrándome en la casa de postas con el «Anarquista de Valdeiglesias», o sea el naturalista Scherer. Ambos, al vernos, nos reconocimos enseguida.

—¿Usted por estos trigos, Scherer? —le dije—. ¿Encontró al fin el desorio de los ventisqueros? ¿Se vengó del sacristán? ¿Vio usted a la partiquina? Y de la reclamación ante el cónsul, ¿qué?

A este chaparrón de preguntas, el tirolés se tapó los oídos y luego fue dándome cumplida respuesta.

—Vamos por orden —contestó—. El endoso que usted me hizo de la Carmencita, fue un presente griego. Madre e hija me recibieron en palmas, pero en menos de tres días se me llevaron una mensualidad universitaria en cenas y regalos. Aligerados los bolsillos, me acordé que era naturalista y fui a ver al cónsul, al que pedí un adelanto sobre mi consignación y enteré del desaguisado de los civiles. La reparación fue completa; no ya el gobernador, sino el ministro de Gobernación diome mil excusas y me proveyó de un pasaporte especial, con instrucciones a los cabos de puesto para que me atendieran y auxiliaran en mis pesquisas. Con esto volví a Valdeiglesias. Comprendiendo que sería perder el tiempo hablar al cura del sacristán, perdoné al chupacirios y me encaminé a Guisando, reconstruyendo la escena tal como me sorprendieron los guardias la vez primera. En efecto, no tardaron estos en presentarse a pedirme los documentos, a cuyo tiempo tuve la satisfacción de restregarle al cabo por las narices el pasaporte ministerial. ¡Oh transformación!; la pareja me saludó militarmente y manifestó ponerse a mis órdenes. Di las gracias, pero no quise abusar: me contenté con aceptar un piscolabis con que me obsequiaron en la caseta del puesto. El cabo, sin embargo, quiso congraciarse conmigo y, al efecto, en un rato que picaba el sol y yo estaba descansando, se echó afuera con mi manga de cazar insectos, y me trajo considerable número de estos. Agradecí el obsequio, pero como eran bichos vulgares, los tiré al suelo, procurándome el gustazo de oír a las mujeres de los guardias dar saltos y chillidos y arremangarse las faldas ante aquella derrama de gusanos y escarabajos.

Satisfecho con esta pequeña venganza, dejé Guisando y erré muchos días por los altos del Guadarrama en busca de mi desorio; pero como la nieve iba faltando, desistí de mi exploración y no sé cómo he venido a caer a este pueblo de Navalcarnero, del que pienso salir hoy mismo para Madrid en la diligencia.

—Pues haremos el viaje juntos —díjele al final de su perorata—, si es que hay plaza en el coche.

No solamente había lugar disponible, sino que también sobrante. Con tanta pena del ordinario, como alegría nuestra, Scherer y yo éramos los únicos pasajeros que la diligencia llevaba a Madrid. Así, pues, corrimos la posta holgadamente, y pudimos hablar largo y tendido.

Como antes yo, al desembocar en la Mancha, y como todos los que viniendo de fuera se van acercando a Madrid, el tirolés se lamentaba de la aridez del paisaje.

—¡Oh, la estepa castellana! —decía—. ¡Qué triste, qué árida!

—La llanura castellana, señor Scherer —hube de decirle—, aunque parezca una estepa a primera vista, no es absolutamente triste cuando se anda por ella. Es, sí, de paisaje uniforme: una sábana de tierra de pan llevar, hasta una pequeña loma; en la loma, una hendidura, por la que baja un arroyo por entre adelfas, retamas y zarzamoras; el agua, ahondando la cañada pedregosa, erizada de cañas y juncos; en los secales, el tomillo, el espliego y el romero, bajo cuyas matas se ocultan conejos o perdices, y a las pocas leguas, la montaña pelada o erizada de encinas o carrascos.

—No me convence usted —me respondió Scherer. He viajado mucho; he visto las pampas de Buenos Aires, los llanos del Chaco y de Mojos, sitios que bien puede decirse tienen la poesía de la extensión. Pero aquí no la veo. Además, la brusca transición del llano a la montaña y de la montaña al llano, da al agro ibérico un tinte marcadamente gris, que se acentúa más y más, con el otro corte brusco y repentino entre el mundo y la soledad. La aparición de Madrid al extremo de la planicie desierta —porque ni Alcorcón ni Móstoles valen la pena de tenerse en cuenta—, reviste a la capital de un colorido esencialmente pardo.

—Vaya, Scherer, dígalo de una vez; repita aquello de que «Madrid es el pueblo más grande de la Mancha».

—No, por cierto; Madrid es una creación portentosa de la civilización contemporánea, y lo parece más, por el contraste de sus alrededores. Pero esto se ve cuando se está adentro; vista desde afuera, sobre todo entre el polvo de la carretera, la ciudad, repito, se presenta con colorido terroso, y esta impresión de color es la dominante en todos los pueblos de la meseta castellana. Ese tono de color, o porque persiste en la retina o porque es en realidad, me hace llamar a estos llaneros la raza parda.

—Amigo Scherer; paréceme que fuerza usted la nota y generaliza demasiado «pardamente», a mi juicio.

—Pudiera ser; pero no exageraré tanto, cuando ustedes mismos llaman «El Pardo» a las doce leguas de monte donde está emplazado el real sitio de este nombre; lo cual prueba que las espesas arboledas que crecían al pie de Madrid en tiempo que era candidato a capital de la nación, no amenguaron esa impresión de color a que me refiero. Pero lo que justifica mi título de raza parda, entre otras cosas, es la afición de estos llaneros a vestirse de pardo, y, en general, de color oscuro. No se ve entre ellos aquella algarabía de colores en indumentaria que tan agradable hace la perspectiva de los pueblos del norte, del sur o de levante; son pocos los que visten de blanco, o de encarnado o de verde, y los que lo hacen es por moda y no porque les salga de adentro. El negro o el pardusco son los colores favoritos suyos, como lo fueron de los hidalgos de ropilla y manto. De los campesinos no se diga, ¿no les llaman ustedes pardillos o pardales por el color de su indumentaria?

—Esto se debe sencillamente, amigo Scherer, no a la afición, sino a que la lana de que se hacen las capas, anguarinas, calzones, etc., de los labriegos castellanos, es parda, por ser este el color de los borregos de que se saca. Es tela sin teñir, por ser esto en la industria casera, y aun en la industria primitiva, más barato. No han escogido este color; se lo da la materia misma. No es, pues, asunto de psicología, sino de economía.

—Sea —concedió Scherer—; y puesto que habla de psicología, voy a este terreno. No me negará usted la gravedad castellana. Es el orgullo nacional y de ella se hacen lenguas los extranjeros. Los dos rasgos característicos de esta gravedad son el estoicismo y el buen sentido. Los castellanos son estoicos, graves de carácter; son la gente más sobria, más morigerada y más timorata de Europa; no abusan de nada, ni del placer, ni del trabajo, ni del pensamiento. El pardo es el color de la moderación y también del cerebro.

—Amigo mío, esa gravedad, ese estoicismo son circunstanciales; fueron impuestos a rebencazos. Prueba de que hasta el buen sentido nos faltaba, es que nuestros aventureros del siglo XV andaban buscando en La Florida la flor del Buen sentido, una flor fosforescente que irradiaba de noche la luz solar de que estaban impregnadas sus hojas, a manera de rocío.

—Eso se cuenta —repuso Scherer—; pero lo admirable es que cuando lo andabais buscando en América, diose de repente en España como una mimosa en el pantano de la Inquisición. De esta hecha vino la fiebre nacional del Buen sentido: esto es, los españoles os acostumbrasteis a disfrazar ideas y emociones, os volvisteis recelosos y desconfiados... Creo que no se molestará usted con estas manifestaciones.

—Nada de eso, señor Scherer; cada nación carga con su sambenito: los italianos, avaros; los alemanes, soñadores; los franceses, frívolos; los ingleses, excéntricos; los turcos, celosos; los españoles, devotos y además cazurros, según usted. A bien que no le falta razón, porque nuestra sabiduría popular da por el mejor código de sapiencia «la Gramática parda»; y ahora soy yo el que pardeo.

—Sí, pardeemos —replicó el tirolés alegremente, señalándome la muestra de un parador, que decía: «Al buen pardillo de la tierra», y en el que hizo alto la diligencia para refrescar el tiro.

Bajamos del coche; en una mesa del ándito tomamos un vaso del tinto, acompañado de aceitunas; convidamos al mayoral y al postillón, y a los pocos minutos volvimos a correr la posta y a anudar nuestra conversación. Pero antes que empezáramos a hablar, nuestros compañeros del pescante, animados por las agujetas en vino que les diéramos en el descanso, preludiaron uno de estos aires flamencos, tristes y acansinados, desleídos en ayes y jipíos.

—¡Ay!... ¡Ay!... ¡Ay!... —salmodiaba el postillón, en tanto que el mayoral hacía restallar la fusta para que las mulas no cambiaran de paso.

—¿Qué le dolerá a este hombre que así se queja? — dijo Scherer.

—No se queja —respondí—; canta, o va a cantar una soleá.

—Ya lo sé —replicó Scherer—; no es la primera vez que oigo estos cantes andaluces, que llevan el nombre cambiado.

—¿Cambiado, dice usted?

—¿Acaso no es un contrasentido llamar andaluz, nombre que es todo sol y alegría, a un canto triste, cuyo asunto es el llorar, mejor que cantar? He observado que vuestros aires nacionales son, o descompasadamente alegres, o profundamente tristes; de ordinario, melancólicos. Ya sé que el cante flamenco no es el genuinamente español; pero como se ha convertido en motivo de espectáculo público, los «cantaores» y «cantaoras» de los cafés cantantes le han dado patente nacional. En lo demás, la verdadera música española es vaga, melancólica, incolora, «parda», casi moruna. De ahí que Bizet instrumentara su Carmen, ópera tan española, con aires populares argelinos. No hay que atribuir a los gitanos, a los flamencos, el origen de esta melopea española, sino a los árabes, o a sus sucesores, los moros. Los españoles tenéis más levadura árabe de lo que se os imagina.

—Esta es la opinión de los extranjeros, que pueden juzgarnos mejor que nosotros mismos; por mi parte la suscribo.

—Vuestro atavismo moruno es innegable —siguió diciendo Scherer, animado por mi asentimiento—. La toma de Granada señala una era nueva en el carácter castellano. Llamáis «Reconquista» lo que es precisamente el principio de una gestación nacional, la amalgama de la sangre goda con la árabe. Tal como Grecia se vengó de Roma inoculando a esta sus vicios, tal los moros se vengaron de los castellanos pasándoles los suyos, y el primero de todos el fanatismo religioso.

—No sé a qué viene esto —argüí—, cuando desde un principio los españoles lucharon por su independencia bajo el lábaro de la Cruz. Caballeros moros y caballeros cristianos luchaban por su fe y por su honor militar.

—Pues yo le mostraré las diferencias que se operaron en la Religión y en la Milicia españolas a partir de la época indicada —contestó Scherer—. Al término de la Reconquista, el brioso temple del español se empleó en sostener categórica y resueltamente el dogma católico: el fervor religioso se convirtió en fanatismo; la natural propagación de la fe, en persecución. A veces coexistían estos elementos y entonces era de ver el contraste de lo novísimo con lo antiguo: Torquemada quemando judíos y Las Casas abogando por los amerindios; Talavera aprendiendo el árabe para hacerse entender de los vencidos granadinos, y Cisneros haciendo auto de fe de los manuscritos arábigos en la plaza de Bibarrambla; los místicos delirando de amor divino, y los inquisidores de cólera.

El poder eclesiástico, de acuerdo con la potestad civil, aplicó la ley marcial a los enemigos del dogma, y el pueblo se aficionó a las expiaciones religiosas. De ahí esa religión espantable, a la española como decimos los extranjeros, que aún perdura en procesiones y romerías, con el espectáculo de penitentes que se flagelan en torno de imágenes patibularias y que arrastran pesadas cruces, como esas que se ven en las cimas de algunos montes o en los patios de muchas casas lugareñas.

—Amigo Scherer —dije—, yo creo que esto no debe referirse a españolería, sino a una religión que es todo dolor y sacrificio.

—Y que los españoles se empeñan en adolorir más todavía —replicó el tirolés—. Vea usted si no la diferencia de pueblo a pueblo, en representar la Pasión, el episodio más trágico del Cristianismo. La Semana Santa de Sevilla, a pesar del lujo de pasos y cofradías, parece una procesión penitencial, debido a los encapuchados que simulan fantasmas, a las saetas de los cantores y a las doloridas imágenes que van en andas. La Semana Santa de Sevilla no es triste del todo; pero la de Toledo, sí. En su Viernes Santo revive la España penitencial, gimiendo bajo el peso de la Cruz y de lúgubres ropones. Pues comparemos estas escenas con la Pasión de Jesucristo, de Oberamengan.

Oberamengan es un modesto pueblo de Baviera, a seis horas de Munich, donde se representan cada diez años los dolores del Mesías. Como he visto el espectáculo, puedo describirlo. La representación se verifica en un vasto escenario; los espectadores, en número de ocho o diez mil, permanecen a la intemperie durante doce horas largas que aquella dura, y que sólo se interrumpe para que coma la gente. La Pasión se divide en tres partes principales, que se subdividen a su vez en diez y siete cuadros al vivo. Los trajes son riquísimos y de una exactitud histórica maravillosa. Durante la representación un coro de cantores entona aires de Mendelssohn y otros sinfonistas. El espectáculo, la función, o como quiera llamarse, deja en el alma profunda impresión, pero no ciertamente de congoja; algo por el estilo de lo que se experimenta en el «drama sacro de La Asunción» en Elche, que siendo usted español ya conocerá 1.

—Esto le probará a usted —contesté— que la religiosidad española no es triste en absoluto.

—Pues a mí me lo parece; porque funciones sacras, como la de Elche, son una excepción en España desde que cesaron de representarse los Autos sacramentales, en tanto que en el extranjero menudean para solaz de almas sencillas y fervorosas. Hasta en una aldea inglesa del Worcesterhire se representan episodios de la Pasión, en los que intervienen unas cincuenta personas, entre niños, adultos y ancianos, haciendo el cura del pueblo el papel de Jesucristo. ¿Cuándo un cura español se prestaría a hacer lo mismo? Entre vosotros, el cura es siempre el «sacerdote», el representante de una casta. Ese eclesiástico cervantino que acrimina a los duques porque dan vaya al hidalgo, al que llama don Tonto, es la personificación del clero nacional. En la época de Cervantes era, además, el delegado teocrático en palacios, consejos y campamentos. A su espalda se veía la sombra del Santo Tribunal; bien así como detrás del delegado de la Convención proyectaba la suya el Comité de Salud Pública. ¿Cuándo un rey de España se atrevería a decir a un obispo, lo que Luis de Baviera al prelado que le reprendía por sus amores con Lola Montes:

Bleibs du mit deiner stola und lass mir meiner Lola?9

—¿Olvida usted, señor Scherer, aquellas valientes palabras que el Romancero pone en labios del Cid, encarándose con un prelado:

Llevad vos la capa al coro; yo el pendón a la frontera?

—Esto le demostrará a usted —repuso el tirolés, sin desconcertarse— el cambio operado en el carácter castellano, a que antes me refería. Don Quijote, que a vivir en los tiempos del Cid hubiera envidado al clérigo con iguales palabras, se sulfura, tiembla de ira, pero todo se le va en sutilezas y vana palabrería.

Con esto vengo al terreno de la milicia. La generosidad y nobleza del antiguo caballero español cede a la rienda invisible de un poder oculto: la teocracia. Es hermoso, es épico el espectáculo de aquellos arzobispos de Toledo que acaudillaban mesnadas contra la morisma, montados en mula y llevando al frente el guión prelacial; como el del otro paladín que clavaba el Ave María a las puertas de Granada; pero es sombría la tragedia de Cajamarca, que se inicia con el «¡blasfemante!» del padre Valverde; y la rendición de México, que remata con la quema de Guatimocín, suplicio indigno de los castellanos y del héroe azteca, que si mereció la muerte, pudo hacérsele morir como guerrero, no como un hereje vulgar. Las pavesas de esta hoguera manchan de tizne vuestra epopeya indiana, como el humo de las hogueras de Flandes empaña la gloria militar de vuestro Duque de Hierro.

—¿Es usted también de los que miran las glorias españolas con criterio protestante, al través del prisma ahumado, del sectarismo religioso?

—No por cierto, porque soy también católico. Tanto polvo de grandeza cubre las manchas de vuestra historia, que no es posible no olvidemos faltas y no perdonemos extravíos para reconocer el alma de un gran pueblo; pero visto desde el extranjero, se atisba un no sé qué que hace parpadear el sol de la gloria española. Soy hispanófilo, conozco vuestro Siglo de Oro; pues bien, en los grandes escritores y pintores que florecieron en tal tiempo, veo algo indefinible, algo así como un matiz grisáceo que entenebrece sus obras.

—¿Cómo —repuse medio indignado—; grises Garcilaso, Quevedo, Cervantes? ¿Grises Velázquez, Murillo y Zurbarán? Señor Scherer, repito que abusa usted de la nota parda.

—Diré lo que pienso. En vuestros grandes artistas se adivina la característica del tiempo en que vivieron; el sobresalto de ánimo de quien teme persecución o censura. Léanse despacio vuestros clásicos: hipógrifos, violentos se disparan en alas de la imaginación, para pararse en seco o tergiversar el curso de sus lucubraciones, como si una mano oculta los sofrenara. Esto donde se ve a vista de ojos es en los autógrafos venerables conservados en la sección de manuscritos de la Biblioteca Nacional. No hay página sin tachas o enmiendas; el tizón de la censura es la antorcha siniestra que preside el parto de los ingenios españoles y quien les inspira la fórmula aquella entre altanera y quejumbrosa «Con caridad y suficiencia», mediante la cual impetran la aprobación de sus libros.

Hasta en las obras más desenvueltas, más naturalistas, como se dice ahora, se ve el tira y afloja, las excusas y protestas de quien se siente vigilado y teme. Con este pie forzado, Cervantes escribió su Don Quijote. Por cierto, que es donosa su manera de tocar en este libro el asunto de la expulsión de los moriscos. ¿Recuerda usted la ironía con que reprueba y pide al mismo tiempo la libertad de conciencia? 10

Pasajes así abundan en los clásicos españoles, por donde estos si no resultan tristes de remate, parecen tristones, porque se muestran serenos y resignados.

Pintura española —siguió diciendo Scherer, imperturbable como abogado que dice su alegato—. Color preferido de los pintores españoles ha sido el pardo, barniz de los pucheros de la tierra. Para Velázquez era el color de la vida, de la verdad; para Murillo, el de la idealidad, de la unción. Sólo por clasicismo, el último pintó rubia a su Concepción, como El Ticiano a Venus y Rubens a Eva. Hasta el Greco es gris, siquiera sus grises sean azuleantes cárdenos, casi purpúreos. De Zurbarán, de Juan de Juanes, no se diga.

—¿Y Goya, y Fortuny? —interrumpí.

—Estos intentaron colorear con toques alegres la pintura española, pero no consiguieron formar escuela nacional. Ahora mismo, Zuloaga se impone a Sorolla. La impresión de las salas españolas en el Museo del Prado, tal vez porque el tiempo haya atenuado matices más brillantes, es esencialmente gris. Por esto, el cuadro que llama más la atención en la galería de retratos, ¿sabe usted cuál es?: el Felipe Segundo de Pantoja, EL REY DE LA RAZA PARDA...

Fi... fi... fi... —silbó a este punto el ferrocarril de Villa del Prado corriendo por la cañada, paralelamente a nosotros—. Tantos eran los pitidos y tan estridentes, que desconcertaron a Scherer y le hicieron callar. ¿Serían para subrayar la crítica del tirolés, o en señal de protesta contra la nota parda?

A I LETTORI L’ARDUA SENTENZA.

FIN