CAPÍTULO I

LEVÍTICO[1]

En los últimos tiempos ha caído una copiosa lluvia de coadjutores sobre el norte de Inglaterra; se posan en abundancia sobre las colinas; todas las parroquias disponen de uno o más de ellos; son lo bastante jóvenes para mostrarse muy activos y deberían hacer mucho bien. Pero no es de estos últimos años de lo que vamos a hablar aquí. Regresaremos al inicio de este siglo: los últimos años, los años presentes, son polvorientos, cálidos, abrasados por el sol, áridos; eludiremos el mediodía, lo olvidaremos durante la siesta, pasaremos por él dormidos, y soñaremos con el alba.

Si crees, por este preludio, lector, que se prepara algo parecido a una novela romántica, no habrás estado jamás tan equivocado. ¿Esperas sentimientos y poesía y ensoñación? ¿Esperas pasión y estímulo y melodrama? Modera tus expectativas, limítalas a algo más modesto. Tienes ante ti algo real, frío y sólido; algo carente de romanticismo como el lunes por la mañana, cuando todos los que tienen trabajo se despiertan con la conciencia de que deben levantarse y encaminarse a donde deben realizarlo. No se niega tajantemente que vayas a probar la excitación, quizá hacia la mitad y el final de la comida, pero está decidido que el primer plato colocado sobre la mesa será el que podría comer un católico —sí, incluso un católico inglés— en Viernes Santo: serán lentejas frías y vinagre sin aceite; será pan ácimo con hierbas amargas, y no habrá cordero asado.

En los últimos tiempos, digo, ha caído una copiosa lluvia de coadjutores sobre el norte de Inglaterra, pero en 1811 o 1812 esta abundante lluvia no se había producido aún; los coadjutores eran escasos entonces, no había ayuda pastoral, ni Sociedad de Coadjutores Adicionales para echar una mano a los viejos y agotados párrocos y beneficiados y darles lo suficiente para pagar a un joven y vigoroso colega de Oxford o Cambridge. Los sucesores actuales de los apóstoles, discípulos del doctor Pusey y herramientas de la Propaganda, se criaban entonces bajo las mantas de una cuna, o experimentaban la regeneración de un bautismo en las palanganas de los cuartos infantiles. Imposible de adivinar, mirando a cualquiera de ellos, que los dobles volantes almidonados de sus gorros de tul enmarcaban el rostro de un sucesor predeterminado y especialmente santificado de san Pablo, san Pedro o san Juan; imposible igualmente prever en los pliegues de sus largos camisones la blanca sobrepelliz que vestirían más adelante para hostigar cruelmente las almas de sus feligreses, y singularmente para asombrar a su anticuado párroco haciendo ondear en un púlpito la vestimenta semejante a una camisa que antes no había ondeado más allá de un atril[2].

Sin embargo, incluso en aquellos tiempos de escasez había coadjutores; la preciosa planta era rara, pero podía encontrarse. Cierto distrito favorecido del West Riding de Yorkshire podía alardear de que habían florecido tres bastones de Aarón[3] en un radio de treinta kilómetros. Disponte a verlos, lector. Entra en la pulcra casita con jardín de las afueras de Whinbury, avanza hacia la salita: allí están ellos, comiendo. Permíteme que te los presente: el señor Donne, coadjutor de Whinbury; el señor Malone, coadjutor de Briarfield; el señor Sweeting, coadjutor de Nunnely. Aquí se aloja el señor Donne, en lo que es la morada de un tal John Gale, un modesto comerciante de paños. El señor Donne ha tenido la amabilidad de invitar a sus hermanos a comer con él. Tú y yo nos uniremos al grupo, veremos lo que haya que ver y oiremos lo que haya que oír. Por el momento, empero, se limitan a comer, y mientras comen, nosotros haremos un aparte.

Estos caballeros están en la flor de la juventud; poseen toda la energía de esa interesante edad, energía que sus viejos y abatidos párrocos encauzarían de buena gana hacia sus deberes pastorales, pues expresan a menudo el deseo de verla empleada en la diligente supervisión de las escuelas y en las visitas frecuentes a los enfermos de sus parroquias respectivas. Pero a los jóvenes levitas esas tareas les parecen aburridas; prefieren derrochar sus energías en un proceder que, pese a que a otros ojos pueda verse más cargado de aburrimiento y más afligido por la monotonía que el extenuante trabajo de un tejedor en su telar, a ellos parece proporcionarles una fuente inagotable de diversión y actividad.

Me refiero a las continuas idas y venidas entre sus respectivos alojamientos: no una ronda, sino un triángulo de visitas, que mantienen durante todo el año, en primavera, verano, otoño e invierno. La estación y las condiciones meteorológicas no importan; con incomprensible celo desafían nieve y granizo, lluvia y viento, polvo y lodo, para juntarse a comer, o a beber té, o a cenar. Resultaría difícil decir qué los atrae. No es la amistad, pues siempre que se reúnen acaban peleándose. No es la religión, cosa que jamás nombran entre ellos; de teología puede que hablen de vez en cuando, pero de la piedad… jamás. No es el amor por la comida y la bebida; cualquiera de ellos podría comer un asado y un pudín igual de buenos, un té igual de fuerte y unas tostadas igual de suculentas así en su propio alojamiento como en el de su hermano. La señora Gale, la señora Hogg y la señora Whipp —sus respectivas patrañas— afirman que «no es más que para dar trabajo a la gente». Por «gente», las buenas señoras se refieren, naturalmente, a sí mismas, pues ciertamente este sistema de invasión mutua las tiene en un estado de «excitación» perpetuo.

El señor Donne y sus invitados, como digo, están comiendo. Les sirve la señora Gale, con una chispa apenas del tórrido fuego de la cocina en los ojos. Considera que el privilegio de invitar a un amigo a comer de vez en cuando sin cargo adicional (privilegio incluido en el alquiler del alojamiento) se ha ejercido más que de sobra últimamente. Nos hallamos tan sólo a jueves esta semana, y el lunes el señor Malone, el coadjutor de Briarfield, vino a desayunar y se quedó a comer; el martes, el señor Malone y el señor Sweeting de Nunnely vinieron a tomar el té, se quedaron a cenar, ocuparon la cama sobrante, y la honraron con su compañía durante el desayuno el miércoles por la mañana; ahora, jueves, están allí los dos, cenando, y ella está casi segura de que se quedarán a pasar la noche. «C’en est trop[4]», diría, si supiera hablar francés.

El señor Sweeting está desmenuzando la tajada de rosbif que tiene en el plato, quejándose de que está muy duro; el señor Donne dice que la cerveza es insípida. ¡Sí!, eso es lo peor de todo; si al menos fueran corteses, a la señora Gale no le importaría tanto; si al menos se mostraran satisfechos con lo que les sirven, a ella no le importaría, pero «estos sacerdotes jóvenes son tan altaneros y despreciativos que ponen a todo el mundo por debajo de ellos»; la tratan con nula cortesía no sólo porque no tiene criada, sino porque es ella en persona la que se encarga de todas las tareas domésticas, como su madre hizo antes que ella; «además, siempre están hablando mal de Yorkshire y de la gente de Yorkshire», y a causa de este mismo indicio, la señora Gale no cree que ninguno de ellos sea un auténtico caballero ni que proceda de una buena familia. «Los viejos párrocos valen más que todo ese montón de universitarios, saben lo que son las buenas maneras y son amables con ricos y pobres por igual».

—¡Más pan! —exclama el señor Malone en un tono de voz que, aun no habiendo pronunciado más de dos sílabas, lo delata de inmediato como nativo de la tierra de los tréboles y las patatas. La señora Gale detesta al señor Malone más que a los otros dos, pero también le tiene miedo, pues es un sacerdote alto y fornido, con auténticas piernas y brazos irlandeses y un rostro igualmente genuino; no es el rostro milesio[5], no es del estilo de Daniel O’Connell, sino del tipo que tiene las acentuadas facciones de un indio norteamericano, habitual en cierta clase de irlandeses de buena familia, y tiene un aire pétreo y orgulloso, más adecuado para un señor con esclavos que para el terrateniente de un campesinado libre. El padre del señor Malone se llamaba a sí mismo caballero: era pobre y estaba endeudado, y era un bruto arrogante; su hijo era como él.

La señora Gale le tendió el pan.

—Corte el pan, mujer —dijo su huésped, y la «mujer» lo cortó. De haber seguido sus inclinaciones, también habría cortado al coadjutor; su alma de Yorkshire se rebelaba contra su forma de dar órdenes.

Los coadjutores tenían buen apetito y, aunque el buey estaba «duro», dieron buena cuenta de él. Engulleron también una cantidad apreciable de la «cerveza insípida» mientras desaparecían, como las hojas devoradas por las langostas, un pudín de Yorkshire y dos fuentes de verdura. También el queso recibió distinguida muestra de su atención, y el «pastel especiado», que siguió a modo de postre, desapareció como por ensalmo y nunca más se supo de él. Su elegía la entonó en la cocina Abraham, el hijo y heredero de la señora Gale, un niño de seis veranos; había contado con su regreso y, cuando su madre llegó con el plato vacío, alzó la voz y lloró amargamente.

Los coadjutores, mientras tanto, seguían sentados bebiendo vino: un caldo de una cosecha sin pretensiones, que disfrutaron moderadamente. El señor Malone, de hecho, hubiera preferido con mucho beber whisky, pero el señor Donne, que era inglés, no disponía de tal licor. Mientras bebían, discutían, no de política, ni de filosofía, ni de literatura —estos temas carecían totalmente, entonces como siempre, de interés para ellos—, ni siquiera de teología, ni práctica ni doctrinal, sino sobre puntos nimios de la disciplina eclesiástica, frivolidades que parecían vacías como burbujas a todos menos a ellos. El señor Malone, que se las compuso para hacerse con dos vasos de vino, mientras sus hermanos se contentaban con uno, fue alegrándose poco a poco a su modo, es decir, se mostró algo insolente, soltó groserías con tono intimidatorio y rió estruendosamente para celebrar su propio ingenio.

Sus compañeros se convirtieron, por turno, en blanco de sus bromas. Malone disponía para su servicio de una buena retahíla de ellas, que tenía la costumbre de utilizar regularmente en ocasiones festivas como la presente, variando raras veces sus ocurrencias, lo cual no era en realidad necesario, puesto que no parecía considerarse jamás aburrido y no le importaba lo más mínimo lo que opinaran los demás. Al señor Donne le obsequió con indirectas sobre su extrema delgadez, alusiones a su nariz respingona, sarcasmos hirientes sobre cierta levita raída de color chocolate que dicho caballero solía lucir siempre que llovía o parecía probable que lloviera, y críticas sobre una serie escogida de frases en cockney londinense y formas de pronunciación, propias del señor Donne, que ciertamente merecían destacarse por la elegancia y refinamiento que conferían a su estilo.

Del señor Sweeting se burló por su estatura —era un hombre bajo, con una complexión de adolescente, comparado con el atlético Malone—; se rió de sus dotes musicales —tocaba la flauta y cantaba himnos como un querubín (así opinaban algunas de las señoras de su parroquia)—; le llamó «perrito faldero» con desprecio; se mofó de su mamá y sus hermanas, por las que el pobre señor Sweeting sentía aún cierta estima, y sobre las que era lo bastante tonto para hacer algún que otro comentario en presencia de aquel Paddy[6] del clero, en cuya anatomía se habían omitido por alguna razón las entrañas donde residen los afectos naturales.

Cada una de las víctimas recibió esos ataques a su manera: el señor Donne, con una pomposa suficiencia y una flema algo taciturna, único sostén de su dignidad, por lo demás maltrecha; el señor Sweeting, con la indiferencia de un carácter despreocupado y afable, que jamás pretendía poseer una dignidad que hubiera de mantener.

Cuando las burlas de Malone se volvieron demasiado ofensivas, lo que no tardó mucho en ocurrir, ambos aunaron sus esfuerzos para volver las tornas, preguntándole cuántos mozalbetes le habían gritado al pasar «¡Peter irlandés!» (el nombre de pila de Malone era Peter, el reverendo Peter Augustus Malone); quisieron que les informara de si era moda en Irlanda que los clérigos llevaran pistolas cargadas en el bolsillo y un garrote en la mano cuando hacían visitas pastorales; inquirieron el significado de palabras como vele, firrum, hellumo storrum (así pronunciaba Malone invariablemente vela, firme, timón y tormenta)[7]; y emplearon para desquitarse cuantos métodos les sugirió el innato refinamiento de su intelecto.

Esto, claro está, no sirvió de nada. Malone, que no tenía buen carácter ni era flemático, fue presa de un violento ataque de ira. Vociferó, gesticuló; Donne y Sweeting se rieron. Él los insultó llamándolos sajones y esnobs con el tono más alto de su aguda voz gaélica; ellos le echaron en cara haber nacido en una tierra conquistada. Él amenazó con rebelarse en nombre de su counthry[8] y dio rienda suelta a su amargo odio al dominio inglés; ellos hablaron de andrajos, mendicidad y pestilencia. La salita se había convertido en un campo de batalla; hubiérase dicho que ante tantos y tan virulentos insultos, el duelo era inminente; parecía increíble que el señor y la señora Gale no se alarmaran por semejante alboroto y enviaran a buscar a un alguacil para que reinstaurara el orden. Pero estaban acostumbrados a tales manifestaciones; sabían muy bien que los coadjutores jamás comían ni tomaban el té sin un pequeño ejercicio de aquel género, y no temían en absoluto las consecuencias, sabiendo como sabían que aquellas disputas clericales eran tan inofensivas como ruidosas, que quedaban en agua de borrajas y que, cualesquiera que fueran las condiciones en que se despidieran los coadjutores por la noche, a la mañana siguiente volverían a ser con toda seguridad los mejores amigos del mundo.

Mientras la respetable pareja permanecía sentada frente al fuego del hogar en la cocina, escuchando el sonoro y repetido contacto del puño de Malone con la superficie de caoba de la mesa de la salita y los consiguientes golpes y tintineos de licoreras y vasos tras cada asalto, la risa burlona de los contendientes ingleses aliados y el tartamudeo de las protestas del aislado hibernés; mientras estaban así sentados, oyeron pasos en los peldaños de la puerta principal y la aldaba se estremeció con un fuerte golpe.

El señor Gale se dirigió a la puerta y la abrió.

—¿A quién tienen ustedes arriba, en la salita? —preguntó una voz, una voz peculiar, de tono nasal y pronunciación entrecortada.

—¡Oh!, señor Helstone, ¿es usted, señor? Apenas lo distingo en la oscuridad; ahora anochece tan pronto. ¿No quiere usted entrar, señor?

—Primero quiero saber si merece la pena entrar. ¿A quién tiene arriba?

—A los coadjutores, señor.

—¡Qué! ¿A todos?

—Sí, señor.

—¿Comiendo aquí?

—Sí, señor.

—Está bien.

Con estas palabras, entró una persona: un hombre de mediana edad vestido de negro. Atravesó la cocina directamente hacia la otra puerta, la abrió, inclinó la cabeza y se quedó a la escucha. Desde luego había qué escuchar, pues arriba el ruido era justamente entonces más fuerte que nunca.

—¡Eh! —exclamó para sí; luego, volviéndose hacia el señor Gale, añadió—: ¿Tienen ustedes que soportar este jaleo a menudo?

El señor Gale había sido mayordomo[9] y se mostraba indulgente con el clero.

—Son jóvenes, ¿comprende, señor?, son jóvenes —dijo con tono de desaprobación.

—¡Jóvenes! Una buena vara es lo que necesitan. ¡Malos!, ¡malos! Si fuera usted un evangelista disidente[10] en lugar de ser un hombre de la Iglesia como Dios manda, harían lo mismo: se pondrían en evidencia; pero yo…

A modo de conclusión de la frase, traspasó la puerta, la cerró tras él y subió la escalera. Una vez más se detuvo a escuchar unos minutos cuando llegó a la habitación de arriba. Entró sin avisar y se halló frente a los coadjutores.

Y éstos callaron; se quedaron paralizados, igual que el intruso. Él —un personaje corto de estatura, pero de porte erguido y con cabeza, ojos y pico de halcón sobre los anchos hombros, coronado todo ello por un Roboam[11], o sombrero de teja, que no consideró necesario alzar o quitarse en presencia de los que ante sí tenía— se cruzó de brazos y examinó a sus amigos —si tal eran— con toda tranquilidad.

—¡Cómo! —empezó, articulando las palabras con una voz que ya no era nasal sino grave, más que grave: una voz deliberadamente hueca y cavernosa—. ¡Cómo! ¿Se ha renovado el milagro de Pentecostés? ¿Han vuelto a descender las lenguas que se dividen? ¿Dónde están? Su sonido llenaba la casa entera hace apenas unos instantes. He oído las diecisiete lenguas en todo su esplendor: partos, medos y elamitas, los moradores de Mesopotamia, de Judea y de Capadocia, de Ponto y de Asia, los de Frigia, de Panfilia y de Egipto, los de la Libia, colindante con Cirene, y los que han venido de Roma, tanto judíos como prosélitos, los cretenses y los árabes; todos ellos debían de estar representados en esta habitación hace dos minutos[12].

—Le ruego que me perdone, señor Helstone —empezó diciendo el señor Donne—. Tome asiento, por favor, señor. ¿Quiere un vaso de vino?

Sus cortesías no recibieron respuesta; el halcón de la levita negra prosiguió:

—¿Qué digo yo del don de lenguas? ¡Menudo don! He equivocado el capítulo, el libro y el testamento: el Evangelio por la Ley, Hechos por el Génesis y la ciudad de Jerusalén por la llanura de Shinar. No era el don sino la confusión de las lenguas lo que se parloteaba y me ha dejado sordo como una tapia. ¿Apóstoles, ustedes? ¡Cómo!, ¿ustedes tres? Desde luego que no. Tres engreídos albañiles de Babel es lo que son, ¡ni más ni menos!

—Le aseguro, señor, que nos limitábamos a charlar bebiendo un vaso de vino después de una amigable comida, poniendo a los disidentes en su sitio.

—¡Oh! ¿Así que poniendo a los disidentes en su sitio? ¿Ponía Malone a los disidentes en su sitio? A mí me ha parecido más bien que ponía en su sitio a sus compañeros apóstoles. Se estaban peleando, haciendo casi tanto ruido, ustedes tres solos, como Moses Barraclough, el sastre predicador, y todos los que le escuchan allá abajo, en la capilla metodista, donde se hallan en el fragor de una asamblea evangelista. Yo sé quién tiene la culpa; la culpa es suya, Malone.

—¿Mía, señor?

—Suya, señor. Donne y Sweeting estaban tranquilos antes de que usted llegara, y tranquilos estarían si se marchara usted. Ojalá hubiera dejado atrás sus costumbres irlandesas cuando cruzó el canal. Los hábitos de un estudiante de Dublín no son apropiados aquí; las maneras que tal vez pasen desapercibidas en un pantano salvaje o en una zona montañosa de Connaught, harán recaer la deshonra en quienes las adopten en una parroquia inglesa decente y, peor aún, en la sagrada institución de la que son únicamente unos humildes apéndices.

Había cierta dignidad en la forma en que el menudo y anciano caballero reprendía a aquellos jóvenes, aunque no era, quizá, la dignidad más apropiada para la ocasión. El señor Helstone —más tieso que una vela—, con el rostro afilado de un milano y pese a su sombrero clerical, su levita negra y sus polainas, tenía más el aire de un veterano oficial reprendiendo a sus subalternos que el de un sacerdote venerable exhortando a sus hijos en la fe. La bondad evangélica, la benevolencia apostólica no parecían haber extendido su influencia sobre aquel afilado semblante moreno, pero la firmeza había fijado las facciones y la sagacidad había esculpido sus arrugas en torno a ellas.

—Me he encontrado con Supplehough —prosiguió—, que caminaba a marchas forzadas por el barro en esta noche lluviosa para ir a predicar a la iglesia rival de Milldean. Como les decía, he oído a Barraclough bramando en su conciliábulo de disidentes como un toro poseso; y a ustedes, caballeros, los encuentro perdiendo el tiempo con media pinta de oporto turbio y riñendo como viejas arpías. No es de extrañar que Supplehough haya sumergido en el agua a dieciséis adultos convertidos a su fe en un solo día, como ocurrió hace una quincena; no es de extrañar que Barraclough, que no es más que un pícaro y un hipócrita, atraiga a todas las tejedoras, con sus flores y sus cintas, para ser testigos de que sus nudillos son más fuertes que el borde de madera de su púlpito; como tampoco es de extrañar que demasiado a menudo, dejados de la mano, sin el respaldo de sus rectores, Hall y Boultby y yo mismo, celebren ustedes el oficio divino para las paredes desnudas de nuestra iglesia, y lean su pequeño y árido sermón para el sacristán, el organista y el bedel[13]. Pero, basta ya de este asunto; he venido a ver a Malone; tengo un encargo para ti[14], ¡oh, capitán!

—¿Cuál? —inquirió Malone, descontento—, no puede haber ningún funeral a esta hora del día.

—¿Lleva usted armas encima?

—¿Armas, señor? Sí, y piernas —dijo, y enseñó los fuertes miembros.

—¡Bah! Me refiero a armas de fuego[15].

—Llevo las pistolas que me dio usted mismo; nunca me separo de ellas, las dejo amartilladas en una silla junto a mi cama por la noche. Llevo mi garrote.

—Muy bien. ¿Querrá ir a la fábrica de Hollow?

—¿Qué ocurre en la fábrica de Hollow?

—Todavía nada, ni ocurrirá quizá, pero Moore está solo allí, pues ha enviado a Stilbro a todos los obreros en los que puede confiar; únicamente han quedado con él dos mujeres. Sería una buena oportunidad para que alguno de sus amigos le hiciera una visita, sabiendo que tiene el camino despejado.

—No soy uno de sus amigos, señor; me trae sin cuidado.

—¡Vaya! Malone, tiene usted miedo.

—Ya sabe usted que no. Si realmente creyera que existe la posibilidad de que haya jaleo, iría, pero Moore es un hombre extraño y receloso al que nunca he conseguido entender, y no daría un solo paso por disfrutar de su compañía.

—Pero es que la posibilidad de que haya jaleo existe; aunque no se produzca un auténtico motín, de lo que ciertamente no veo señales, es improbable que la noche transcurra sin incidentes. Ya sabe usted que Moore ha decidido adquirir la nueva maquinaria y espera que esta noche lleguen de Stilbro dos carros cargados con telares y máquinas tundidoras. Scott, el capataz, y unos cuantos hombres escogidos han ido a buscarlos.

—Los traerán con toda seguridad y tranquilidad, señor.

—Eso dice Moore, y afirma que no necesita a nadie; sin embargo, alguien tendrá que ir, aunque sólo sea como testigo por si ocurriera algo. A mí me parece muy imprudente. Moore está en la oficina de contabilidad con las persianas abiertas; va por ahí de noche, se pasea por la hondonada, bajando por el camino de Fieldhead, entre las plantaciones, como si fuera estimado en la vecindad, o, dado que lo detestan, como si fuera el «favorito de la fortuna», como dicen en los cuentos. No le ha servido de lección el destino de Pearson ni el de Armitage, muertos a tiros, uno en su propia casa y el otro en el páramo.

—Pero debería servirle de lección, señor, y también hacerle tomar precauciones —intervino el señor Sweeting—, y creo que las habría tomado si hubiera oído lo mismo que yo oí el otro día.

—¿Qué oyó usted, Davy?

—¿Conoce usted a Mike Hartley, señor?

—¿El tejedor antinomista[16]?

—Después de varias semanas seguidas sin parar de beber, Mike suele acabar visitando la vicaría de Nunnely para decirle al señor Hall lo que opina sobre sus sermones, denuncia la horrible tendencia de su doctrina sobre las obras, y le advierte de que tanto él como los que le escuchan se hallan sumidos en las tinieblas.

—Bueno, eso no tiene nada que ver con Moore.

—Además de ser antinomista, es un jacobino radical.

—Lo sé. Cuando está muy borracho, no hace más que darle vueltas a la idea del regicidio. Mike no está familiarizado con la historia y es muy gracioso oírle repasar la lista de tiranos de los que, como dice él, «la venganza de la sangre ha obtenido satisfacción». El hombre siente un extraño regocijo ante el asesinato de testas coronadas, o cualquier otra cabeza que acabe rodando por motivos políticos. Ya he oído insinuar que parece tener una extraña fijación con Moore; ¿es a eso a lo que se refiere, Sweeting?

—Ha utilizado usted la palabra precisa, señor. El señor Hall cree que Mike no siente un odio personal hacia Moore; Mike afirma incluso que le gusta hablar con él e irle detrás, pero tiene la fijación de que con Moore debería darse un ejemplo. El otro día lo ensalzaba ante el señor Hall como el industrial con más cerebro de Yorkshire, y por esa razón afirma que Moore debería ser elegido como víctima del sacrificio, como ofrenda de dulce sabor. ¿Cree usted que Mike Hartley está en su sano juicio, señor? —inquirió Sweeting con sencillez.

—No lo sé, Davy; puede que esté loco o puede que sólo sea astuto, o quizá un poco de ambas cosas.

—Afirma haber visto visiones, señor.

—¡Sí! Es todo un Ezequiel o un Daniel de las visiones. El viernes pasado por la noche vino cuando estaba a punto de acostarme para contarme una visión que le había sido revelada en Nunnely Park aquella misma tarde.

—Diga, señor, ¿qué era? —pidió Sweeting.

—Davy, tiene usted un enorme órgano del asombro en el cráneo. Malone, en cambio, no tiene ninguno; ni los asesinatos ni las visiones le interesan. Vean, en este momento parece un Saf inexpresivo.

—¿Saf? ¿Quién era Saf, señor?

—Imaginaba que no lo sabrían; pueden buscarlo: es un personaje bíblico. No sé nada más de él que su nombre y su raza, pero desde que era sólo un muchacho le he atribuido siempre una personalidad determinada. Pueden estar seguros de que era honrado, corpulento e infortunado; halló su fin en Gob a manos de Sobocay[17].

—Pero ¿y la visión, señor?

—Davy, tú la oirás. Donne se muerde las uñas y Malone bosteza, de modo que sólo a ti te la contaré. Mike no tiene trabajo, como muchos otros, desgraciadamente. El señor Grame, el administrador de sir Philip Nunnely, le dio un empleo en el priorato. Según contó Mike, estaba ocupado levantando una cerca a última hora de la tarde, antes de que anocheciera, cuando oyó a lo lejos lo que le pareció una banda: bugles, pífanos y el sonido de una trompeta; procedía del bosque y le extrañó oír música allí. Alzó la vista: entre los árboles vio objetos que se movían, rojos como amapolas o blancos como flores del espino; el bosque estaba lleno de aquellos objetos, que salieron y ocuparon el parque. Vio entonces que eran soldados, miles y miles de ellos, pero no hacían más ruido que un enjambre de moscas enanas en una noche estival. Se colocaron en formación, afirmó, y marcharon, un regimiento tras otro, por el parque; él los siguió hasta Nunnely Common; la música seguía sonando suave y distante. Al llegar al ejido, vio que ejecutaban una serie de ejercicios; un hombre vestido de escarlata los dirigía desde el centro; según dijo, se desplegaron a lo largo de más de cincuenta acres. Estuvieron a la vista durante media hora, luego se marcharon en completo silencio; durante todo ese tiempo, no oyó voz alguna ni ruido de pasos, nada salvo la suave música de una marcha militar.

—¿Hacia dónde fueron, señor?

—Hacia Briarfield. Mike los siguió; al parecer pasaban por Fieldhead cuando una columna de humo, como la que podría vomitar todo un parque de artillería, se extendió silenciosa sobre los campos, el camino y el ejido, y llegó, dijo él, azul y tenue, hasta sus mismos pies. Cuando se dispersó, buscó a los soldados, pero se habían desvanecido; no los vio más. Mike, que es un sabio Daniel, no sólo me describió la visión, sino que le dio la interpretación siguiente: significa, anunció, que habrá derramamiento de sangre y conflicto civil.

—¿Le da usted crédito, señor? —preguntó Sweeting.

—¿Y usted, Davy? Pero, a ver, Malone, ¿por qué no se ha ido ya?

—Estoy sorprendido, señor, de que no se quedara con Moore usted en persona; a usted le gustan ese tipo de cosas.

—Eso debería haber hecho, de no haber sido porque, desgraciadamente, había invitado a Boultby a cenar conmigo después de la asamblea de la Sociedad Bíblica de Nunnely. Prometí enviarlo a usted en mi lugar, cosa, por cierto, que no me agradeció; habría preferido tenerme a mí, Peter. Si realmente fuera necesaria mi ayuda, iría a reunirme con ustedes; el silbato de la fábrica me daría el aviso. Mientras tanto, vaya usted, a menos —se volvió de repente hacia los señores Sweeting y Donne—, a menos que prefieran ir Davy Sweeting o Joseph Donne. ¿Qué dicen ustedes, caballeros? Se trata de una misión honorable, no exenta del aderezo de un poco de peligro real, pues el país se halla en estado de agitación, como todos saben, y Moore y su fábrica y su maquinaria son bastante odiados. Bajo esos chalecos suyos hay sentimientos caballerescos, hay un coraje que palpita con fuerza, no lo dudo. Quizá me muestre demasiado parcial hacia mi favorito, Peter; el pequeño David será el campeón, o el intachable Joseph. Malone, no es usted más que un Saúl grande y torpe, al fin y al cabo, bueno únicamente para prestar su armadura[18]. Saque las pistolas, coja su garrote; está ahí, en el rincón.

Malone sacó sus pistolas con una sonrisa significativa, y se las ofreció a sus hermanos, que no se apresuraron a cogerlas: con cortés modestia, ambos caballeros retrocedieron un paso ante las armas que les ofrecían.

—Jamás las he tocado; jamás he tocado nada parecido —dijo el señor Donne.

—Prácticamente soy un desconocido para el señor Moore —musitó Sweeting.

—Si jamás ha tocado una pistola, pruebe a tocarla ahora, gran sátrapa de Egipto. En cuanto al pequeño juglar, seguramente prefiere enfrentarse con los filisteos sin más armas que su flauta. Vaya a por sus sombreros, Peter; irán los dos.

—No, señor. No, señor Helstone, a mi madre no le gustaría —dijo Sweeting, implorante.

—Y yo tengo por norma no mezclarme nunca en asuntos de índole semejante —señaló Donne.

Helstone sonrió sarcásticamente. Malone soltó una risotada; volvió a guardarse entonces las pistolas, cogió sombrero y garrote y, afirmando que jamás se había sentido más entonado para una pelea en toda su vida, y que esperaba que una veintena de aprestadores asaltaran el domicilio de Moore esa noche, se fue, bajando la escalera en un par de zancadas. Toda la casa tembló cuando cerró de golpe la puerta principal.