CAPÍTULO XXI
LA SEÑORA PRYOR
Mientras Shirley conversaba con Moore, Caroline fue a ver a la señora Pryor, a la que encontró profundamente abatida. La buena señora no quiso decir que la precipitación de la señorita Keeldar había herido sus sentimientos, pero era evidente que una herida interna la mortificaba. Sólo alguien que no tuviera un carácter compatible con el suyo la habría juzgado insensible a las atenciones tranquilas y cariñosas con las que la señorita Helstone quiso consolarla; pero Caroline sabía que, por impasible o poco conmovida que pareciera, se sentía estimada y reconfortada por ellas.
—No tengo decisión ni seguridad en mí misma —dijo por fin—. Siempre he carecido de esas cualidades. Sin embargo, creo que a estas alturas la señorita Keeldar debería conocer ya mi carácter para saber que siento siempre una preocupación, dolorosa incluso, por hacer lo más correcto, por actuar del mejor modo posible. La naturaleza inusitada de lo que se exigía de mi entendimiento me ha desconcertado, sobre todo viniendo después de la alarma de la noche. No me atrevía a actuar con prontitud en nombre de otra persona, pero confío en que mi falta de firmeza no haya causado graves perjuicios.
Se oyó un suave golpe en la puerta; la entreabrieron.
—Caroline, ven —dijo alguien en voz baja.
La señorita Helstone salió: encontró a Shirley en la galería con expresión contrita, avergonzada y compungida como la de una niña arrepentida.
—¿Cómo está la señora Pryor? —preguntó.
—Bastante desanimada —dijo Caroline.
—Me he comportado de un modo realmente vergonzoso, muy poco generoso y muy poco agradecido —dijo Shirley—. Ha sido una insolencia por mi parte volverme contra ella de esa manera por algo que, al fin y al cabo, no era un defecto, sino únicamente un exceso de escrúpulos. Pero lamento mi error de todo corazón; díselo, y pregúntale si me perdona.
Caroline cumplió el encargo con sincero placer. La señora Pryor se levantó, fue hasta la puerta; no le gustaban las escenas, las temía como cualquier persona tímida.
—Entre, querida —dijo con voz vacilante.
Shirley entró con cierto ímpetu: abrazó a su institutriz y, mientras la besaba con ardor, dijo:
—Ya sabe que tiene usted que perdonarme, señora Pryor. No podría seguir adelante si hubiera un malentendido entre usted y yo.
—No tengo nada que perdonar —replicó la antigua institutriz—. Olvidémoslo, por favor. En definitiva, el incidente ha demostrado con mayor claridad que no estoy a la altura cuando se presentan ciertos momentos críticos.
Y ése fue el doloroso sentimiento que se imprimió en la cabeza de la señora Pryor; por mucho que se esforzaron, ni Shirley ni Caroline consiguieron borrarlo. Podía perdonar a su pupila, que era la ofensora, pero no a sí misma, que era inocente.
La señorita Keeldar, que aquella mañana estaba destinada a verse continuamente requerida, lo fue de nuevo en aquel momento y tuvo que bajar. El rector fue el primero en visitarla. A su disposición tenía una bienvenida enérgica y una reprimenda más enérgica aún; él esperaba ambas cosas y, siendo su humor excelente, se las tomó igualmente bien.
En el curso de su breve visita, el rector olvidó completamente preguntar por su sobrina: el ataque, los atacantes, la fábrica, los magistrados, la heredera, absorbían todos sus pensamientos, excluyendo lazos familiares. Aludió al papel que habían desempeñado su coadjutor y él en la defensa del Hollow.
—Sobre nuestras cabezas se derramarán los pomos de la ira farisaica, a causa de nuestra participación en el asunto —dijo—, pero yo desafío a todos los difamadores. Estaba allí sólo para defender la ley, para cumplir con mi obligación como hombre y como británico, atributos que considero totalmente compatibles con los de sacerdote y levita, en su sentido más elevado. Su arrendatario, Moore —prosiguió—, se ha ganado mi aprobación. No hubiera preferido un jefe con menos sangre fría, ni menos resuelto. Además, ese hombre ha demostrado sensatez y buen juicio; primero, al prepararse concienzudamente para el suceso que se ha producido finalmente, y a continuación, cuando sus bien tramados planes le han garantizado el éxito, al saber cómo usar su victoria sin abusar de ella. Algunos magistrados se han llevado un buen susto y, como todos los cobardes, muestran cierta tendencia a la crueldad; Moore los refrena con admirable prudencia. Hasta ahora ha sido muy impopular en la comarca; pero, fíjese en lo que le digo, la corriente de opinión se decantará ahora en su favor: la gente descubrirá que no ha sabido apreciarlo y se apresurará a remediar su error; y él, cuando perciba que el público está dispuesto a reconocer sus méritos, se comportará de un modo más amable del que nos ha obsequiado hasta ahora.
El señor Helstone estaba a punto de añadir a este discurso unas advertencias, medio en serio medio en broma, sobre la rumoreada predilección de la señorita Keeldar por su talentoso arrendatario, cuando la campanilla de la puerta, anunciando a otro visitante, contuvo sus burlas. Vio que el otro visitante tomaba la forma de un viejo caballero de cabellos blancos con semblante agresivo y mirada despreciativa: en resumen, nuestro viejo conocido y viejo enemigo del rector, el señor Yorke. Así pues, el sacerdote y levita cogió su sombrero y, tras un escueto adiós a la señorita Keeldar y una solemne inclinación de cabeza para su nuevo huésped, se marchó bruscamente.
El señor Yorke no estaba de buen humor, y no fue comedido al expresar su opinión sobre el trajín de la noche: Moore, los magistrados, los soldados, los cabecillas de la turba; todos y cada uno de ellos recibieron una parte de sus invectivas, pero sus peores epítetos —y eran auténticos adjetivos de Yorkshire, groseros y mordaces— los reservaba para los sacerdotes luchadores, el rector y el coadjutor «sanguinarios y demoníacos». Según él, la copa de la culpa eclesiástica estaba ahora realmente llena.
—En bonito lío —dijo— se ha metido ahora la Iglesia, cuando llega el día en que los sacerdotes dan en pavonearse entre los soldados, disparando pólvora y balas, segando las vidas de hombres mucho más honrados que ellos.
—¿Qué habría hecho Moore si nadie le hubiera ayudado?
—Quien siembra vientos, recoge tempestades.
—Lo que significa que habría dejado que se enfrentara solo con la turba. Bien. Valor le sobra, pero ni el mayor heroísmo que haya guarnecido el pecho de un hombre serviría de nada ante doscientos.
—Tenía a los soldados, esos pobres esclavos que venden su sangre y derraman la de otros por dinero.
—Insulta a los soldados casi tanto como a los clérigos. Todos los que llevan casacas rojas son desperdicios nacionales a sus ojos, y todos los que visten de negro son timadores nacionales. El señor Moore, según usted, hizo mal en conseguir ayuda militar, y peor aún en aceptar cualquier otra ayuda. Lo que usted dice se resume en esto: el señor Moore debería haber entregado su fábrica y su vida a la ira de un grupo de locos desencaminados, y el señor Helstone y todos los demás caballeros de la parroquia deberían haberse quedado de brazos cruzados viendo cómo arrasaban la fábrica y mataban a su propietario, sin mover un solo dedo para salvar ninguna de las dos cosas.
—Si desde el principio Moore se hubiera comportado con sus hombres como debería comportarse un patrón, jamás habrían abrigado el odio que sienten hacia él.
—A usted le es fácil decirlo —exclamó la señorita Keeldar, que empezaba a enardecerse en la defensa de la causa de su arrendatario—. A usted, cuya familia ha vivido en Briarmains desde hace seis generaciones, a cuya presencia la gente se ha acostumbrado durante cincuenta años, conociendo su manera de ser, sus prejuicios y sus preferencias. Bien fácil es para usted actuar de tal manera que no se ofendan; pero el señor Moore llegó a la comarca como extranjero, pobre y sin amigos, y sin nada más que su energía como respaldo, nada más que su honor, su talento y su laboriosidad para abrirse camino. Ciertamente es un crimen monstruoso que, en tales circunstancias, no haya conseguido que se hicieran inmediatamente populares su carácter grave y sus modales reservados, ¡que no fuera jocoso y agradable y cordial con un campesinado desconocido para él, como lo es usted con sus paisanos! ¡Imperdonable pecado que, cuando introdujo mejoras, no lo hiciera del modo más diplomático y no diera entrada a los cambios gradualmente, con la misma delicadeza que un rico capitalista! ¿Por semejantes errores ha de convertirse en víctima de la ira de la turba? ¿Se le ha de negar incluso el privilegio de defenderse a sí mismo? ¿Se ha de injuriar como a malhechores a quienes tienen un corazón varonil en el pecho (y el señor Helstone, diga usted lo que diga de él, lo tiene) por haberle apoyado, por haberse atrevido a abrazar la causa de uno contra doscientos?
—Vamos, vamos, tranquilízate —dijo el señor Yorke, sonriendo ante la seriedad con que Shirley multiplicaba sus rápidas preguntas.
—¡Tranquilizarme! ¿Debo permanecer tranquila cuando oigo auténticas tonterías… tonterías peligrosas? Me gusta usted mucho, señor Yorke, como sabe, pero detesto algunos de sus principios. Todas esas hipocresías, perdóneme, pero repito la palabra, todas esas hipocresías sobre soldados y sacerdotes ofenden a mis oídos. Tanta exaltación ridícula e irracional de una clase, sea aristocrática o demócrata; tanto denigrar a otra clase, sea la clerical o la militar; tanta injusticia rigurosa contra los individuos, sean monarcas o mendigos, me repugna. Rechazo la lucha entre clases, el odio partidista, la tiranía disfrazada de libertad; nada de eso me interesa. Usted se considera un filántropo; cree que es un abogado de la libertad, pero le diré una cosa: el señor Hall, el párroco de Nunnely, defiende mejor la libertad y al hombre que Hiram Yorke, el reformador de Briarfield.
A un hombre, el señor Yorke no le hubiera aguantado palabras semejantes, ni tampoco las hubiera admitido en algunas mujeres, pero creía que Shirley era a la vez honrada y hermosa, y su sincera explosión de ira le divertía; además, en el fondo disfrutaba oyéndola defender a su arrendatario, pues hemos insinuado ya que deseaba realmente lo mejor para Robert Moore y, si deseaba vengarse de la severidad de su interlocutora, sabía que tenía los medios a su alcance: creía que una palabra bastaría para domarla y reducirla al silencio, para cubrir su amplia frente con la sombra rosada de la vergüenza y velar el fulgor de sus ojos, obligándola a bajar los párpados.
—¿Qué más tienes que decir? —preguntó cuando ella hizo una pausa, más bien, al parecer, para tomar aliento que por haber agotado el tema o el celo con que lo exponía.
—¿Decir, señor Yorke? —respondió, caminando deprisa de una pared a otra del gabinete de roble—. ¿Decir? Tendría mucho que decir si consiguiera expresarlo con lucidez, cosa que nunca consigo hacer. Tengo que decir que sus opiniones y las de la mayoría de los políticos extremistas no son más que las que pueden sostener los hombres que no tienen responsabilidades, que con sus opiniones no pretenden más que llevar la contraria, hablar, pero jamás actuar en consecuencia. Si le hicieran primer ministro de Inglaterra mañana, tendría que abandonarlas. Insulta a Moore por defender su fábrica: de haber estado usted en el lugar de Moore, el honor y el sentido común le habrían impedido actuar de un modo diferente al de él. Insulta al señor Helstone por todo lo que hace: el señor Helstone tiene sus defectos, algunas veces obra mal, pero es más frecuente que obre bien. Si a usted lo ordenaran rector de Briarfield, no le resultaría fácil mantener todas las acciones que su predecesor emprendió y en las que perseveró en beneficio de la parroquia. Me pregunto por qué la gente no es capaz de hacer justicia a los demás ni a sí mismos. Cuando oigo a los señores Malone y Donne parlotear sobre la autoridad de la Iglesia, la dignidad y los derechos del sacerdocio, la deferencia que se les debe como clérigos; cuando oigo los exabruptos de su mezquino desdén hacia los disidentes; cuando veo sus estúpidos celos y sus despreciables pretensiones; cuando resuena en mis oídos su cháchara sobre formas, tradiciones y supersticiones; cuando contemplo su conducta insolente con los pobres, su servilismo, a menudo degradante, con los ricos, creo verdaderamente que la Iglesia oficial se halla en una situación lamentable, y que tanto ella como sus hijos están muy necesitados de una reforma. Volviendo la espalda, afligido, a las torres de las catedrales y a los campanarios de las iglesias de pueblo, tan afligido como un mayordomo que advierte la necesidad de encalar su iglesia y no tiene con qué comprar cal, recuerdo sus insensatos sarcasmos sobre los «obispos obesos», los «párrocos consentidos», la «vieja madre Iglesia», etcétera. Recuerdo sus críticas contra todo lo que difiera de usted, recuerdo cómo condena de manera radical a clases e individuos sin tener en cuenta ni circunstancias ni tentaciones, y en lo más profundo de mi corazón, señor Yorke, me embarga la duda de que existan hombres lo bastante clementes, razonables y justos a los que pueda confiarse la tarea de la reforma. No creo que usted sea uno de ellos.
—Tiene muy mala opinión de mí, señorita Shirley. Jamás me había dado su parecer con tanta sinceridad.
—Jamás se me había presentado la oportunidad de hacerlo, pero me he sentado en el taburete de Jessy junto a su silla en el gabinete de Briarmains muchas noches, escuchando con emoción su discurso, admirando en parte lo que decía, mientras otra parte se rebelaba contra ello. Creo que es usted todo un caballero de Yorkshire, señor; estoy orgullosa de haber nacido en la misma comarca y en la misma parroquia que usted, porque es leal, recto e independiente como una roca anclada bajo el mar; pero también es duro, rudo, intolerante e implacable.
—Con los pobres no, muchacha, no con los mansos, sólo con los orgullosos y arrogantes.
—¿Y qué derecho tiene usted, señor, a hacer tales distinciones? No existe hombre más orgulloso ni más arrogante que usted. Le resulta fácil hablar llanamente con sus inferiores; es demasiado altanero, demasiado ambicioso y envidioso para ser cortés con los que están por encima de usted. Pero todos son iguales. Helstone también es orgulloso y está lleno de prejuicios. Moore, aunque más justo y considerado que usted o que el rector, también es altanero, grave y, en cuanto a lo público, egoísta. Es bueno que de vez en cuando se encuentren hombres como el señor Hall: hombres de un corazón más bueno y generoso, que aman a toda la raza humana, que perdonan a los demás por ser más ricos, más prósperos o más poderosos que ellos. Puede que tales hombres tengan menos originalidad, un carácter menos fuerte que el suyo, pero sirven mejor a la causa de la humanidad.
—¿Y cuándo será? —preguntó el señor Yorke, levantándose.
—¿Cuándo será el qué?
—La boda.
—¿Qué boda?
—Pues la de Robert Gérard Moore, señor de Hollow’s Cottage, con la señorita Keeldar, hija y heredera del difunto Charles Cave Keeldar de Fieldhead Hall.
Shirley miró a su interlocutor con un rubor creciente, pero la luz de su mirada no vaciló: seguía brillando… sí… ardía en su interior.
—Ésta es su venganza —dijo lentamente, luego añadió—: ¿Sería un mal casamiento, indigno del representante del difunto Charles Cave Keeldar?
—Muchacha, Moore es un caballero; su linaje es tan puro y antiguo como el mío o el tuyo.
—¿Y nosotros dos valoramos la antigüedad de un linaje? ¿Tenemos orgullo familiar, aunque al menos uno de nosotros sea republicano?
Yorke inclinó la cabeza. Sus labios siguieron mudos, pero sus ojos confesaron la veracidad de la acusación. Sí, tenía orgullo familiar, se veía en su porte.
—Moore es un caballero —repitió Shirley como un eco, alzando la cabeza con alegre garbo.
Se contuvo; las palabras parecían atropellarse en su boca, a falta de ser pronunciadas, pero su expresión la delataba… ¿en qué?; Yorke intentó descifrarlo, pero no pudo; el lenguaje estaba allí, visible, pero intraducible; era un poema, un ferviente poema lírico en un idioma desconocido. Sin embargo, no era una historia sencilla, no era una simple efusión de sentimientos, no era una vulgar confesión de amor, eso estaba claro; era algo diferente, más profundo e intrincado de lo que él imaginaba. Yorke sentía que su venganza no había dado en el blanco, que Shirley había vencido; ella lo había pillado en falta, lo había desconcertado; ella, y no él, disfrutaba del momento.
—Y si Moore es un caballero, tú sólo puedes ser una dama, por lo tanto…
—¿Por lo tanto, la nuestra no sería una unión desigual?
—No.
—Gracias por su aprobación. ¿Me llevará usted hasta el altar cuando abandone el nombre de Keeldar para tomar el de Moore?
En lugar de responder, Yorke la miró con gran perplejidad. No acertaba a descubrir lo que significaba la expresión de Shirley, si hablaba en serio o en broma: en sus móviles facciones se mezclaban resolución y sentimiento, mofa y chanza.
—No te entiendo —dijo, volviendo el rostro. Ella se echó a reír.
—Anímese, señor, no es usted único en su ignorancia. Pero supongo que bastará con que Moore me entienda, ¿no le parece?
—De ahora en adelante, Moore puede resolver sus asuntos por sí mismo; yo no me entrometeré ni tendré nada más que ver con ellos.
Una nueva idea cruzó por la cabeza de Shirley; su semblante cambió mágicamente: ensombreciéndose de pronto su mirada y con expresión austera, preguntó:
—¿Le ha pedido que interviniera? ¿Me interrogaba usted en nombre de otra persona?
—¡Dios me libre! ¡Quienquiera que se case contigo habrá de tener mucho cuidado! Guárdate tus preguntas para Robert; yo no pienso contestar ninguna más. ¡Buenos días, muchacha!
*
Dado que hacía buen día, o al menos no era malo —pues unas finas nubes velaban el sol, y una neblina que no era fría ni húmeda daba un tono azulado a las colinas—, mientras Shirley estaba ocupada en recibir a sus visitantes, Caroline convenció a la señora Pryor para que se pusiera su sombrero y su chal de verano y diera un paseo con ella, subiendo hacia el extremo más estrecho del Hollow.
Aquí los lados opuestos del valle se acercaban el uno al otro y, cubriéndose de maleza y robles canijos, formaban un barranco boscoso; en el fondo discurría el arroyo de la fábrica, siguiendo un curso irregular, bregando con las piedras, desgastando las desiguales orillas, rizándose contra las retorcidas raíces de los árboles, espumeando, borboteando, luchando por avanzar. Aquí, cuando te habías alejado algo menos de un kilómetro de la fábrica, se disfrutaba de una profunda sensación de soledad: la encontrabas en la tranquila sombra de los árboles; la recibías por los trinos de numerosos pájaros, para quienes esa sombra era un hogar. Aquél no era un camino frecuentado: la frescura de las flores daba fe de que los pies del hombre raras veces las aplastaban: las abundantes rosas silvestres parecían nacer, florecer y marchitarse bajo el ojo atento de la soledad, como en el harén de un sultán. Aquí se veía el suave azul celeste de las campanillas y se reconocía en las flores de un blanco nacarado que salpicaban la hierba, un humilde lugar iluminado por las estrellas del espacio.
A la señora Pryor le gustaban los paseos tranquilos: siempre evitaba las carreteras y buscaba caminos apartados y senderos solitarios. Prefería un acompañante a la soledad total, pues en soledad era nerviosa: un vago temor a encuentros inoportunos empañaba el disfrute de sus paseos a solas; pero con Caroline no temía nada: en cuanto abandonó las moradas de los hombres y entró en el tranquilo reino de la Naturaleza, acompañada por su joven amiga, un cambio favorable pareció operarse en su espíritu y relucir en su semblante. Cuando estaba con Caroline —y sólo con Caroline— diríase que su corazón se liberaba de un peso, que su rostro apartaba un velo, que también su espíritu escapaba de una prisión; con ella era alegre, con ella, a veces, era cariñosa, a ella le transmitía sus conocimientos, le revelaba parte de su experiencia, le daba oportunidades para adivinar la vida que había llevado, de la cultura que había recibido, del calibre de su inteligencia y de cómo y en qué eran vulnerables sus sentimientos.
Aquel día, por ejemplo, mientras paseaban, la señora Pryor hablaba a su acompañante sobre los diversos pájaros que trinaban en los árboles, distinguiéndolos por especies, y comentando sus hábitos y peculiaridades. Parecía familiarizada con la historia natural inglesa. Reconocía todas las flores silvestres que bordeaban su camino; plantas diminutas que brotaban cerca de las piedras y asomaban por las rendijas de los muros antiguos —plantas en las que Caroline apenas se había fijado— recibían un nombre e indicaciones sobre sus propiedades; daba la impresión de haber estudiado la botánica de los campos y bosques ingleses minuciosamente. Al llegar al inicio del barranco se sentaron juntas sobre un saliente de musgosa roca gris, que sobresalía al pie de una escarpada colina verde que se cernía sobre sus cabezas. La señora Pryor miró en derredor y habló del lugar tal como ella lo había conocido antes, hacía mucho tiempo. Aludió a los cambios y comparó su aspecto con el de otras partes de Inglaterra, revelando en las sencillas e inconscientes pinceladas de sus descripciones un sentido de lo pintoresco, un discernimiento de lo bello y lo vulgar, una capacidad de comparación entre lo silvestre y lo cultivado, entre lo grandioso y lo insípido, que daba a su discurso un encanto gráfico tan agradable como modesto.
El placer reverente con que la escuchaba Caroline, tan sincero, tan tranquilo y, sin embargo, tan evidente, despertaba en las facultades de la señora Pryor una suave animación. Seguramente eran raras las ocasiones en las que ella, con su exterior impávido y repelente, su actitud tímida y sus costumbres poco sociables, sabía lo que era hacer brotar sentimientos de afecto sincero y admiración en una persona a la que ella podía amar. Deliciosa, sin duda, era la conciencia de que una joven por la que su corazón —a juzgar por la expresión conmovida de sus ojos y de sus facciones— parecía sentir un impulso de afecto, la considerara su maestra y buscara su amistad. Con un acento de interés algo más marcado de lo habitual, se inclinó hacia su joven acompañante, le apartó de la frente un rizo de color castaño claro que había escapado a la peineta, y dijo:
—Espero que este suave aire que viene de la colina le haga bien, mi querida Caroline; me gustaría ver un poco más de color en esas mejillas, pero ¿quizá no las ha tenido nunca sonrosadas?
—Las tuve en otro tiempo —respondió la señorita Helstone, sonriente—. Recuerdo que hace un año o dos, cuando me miraba en el espejo, veía un rostro diferente al que veo ahora, más redondo y sonrosado. Pero cuando somos jóvenes —añadió la muchacha de dieciocho años— nuestros pensamientos son despreocupados y nuestras vidas más fáciles.
—A su edad —prosiguió la señora Pryor, dominando con esfuerzo la timidez tiránica que le impedía, incluso en aquellas circunstancias, examinar el corazón de otra persona—. ¿Le preocupa el futuro a su edad? Créame, haría mejor en no preocuparse; deje que el mañana piense en las cosas que le son propias.
—Cierto, querida señora, no es por el futuro por lo que me consumo. Mi desdichado presente resulta opresivo a veces, demasiado opresivo, y anhelo escapar.
—Es decir… el desdichado presente… es decir… su tío quizá no… le cuesta comprender… él no sabe apreciar…
La señora Pryor no pudo completar sus frases inacabadas; no se atrevía a preguntar si el señor Helstone era demasiado duro con su sobrina, pero Caroline la entendió.
—Oh, eso no es nada —replicó—, mi tío y yo nos llevamos muy bien, nunca discutimos. No es duro conmigo; jamás me riñe. Algunas veces desearía que hubiera alguien en el mundo que me amara, pero no puedo decir que desee especialmente que él me tenga más afecto del que me tiene. Cuando era niña, quizá debí de notar la falta de atención; sólo los sirvientes eran muy buenos conmigo; pero cuando la gente nos demuestra su indiferencia durante mucho tiempo, su indiferencia acaba por sernos indiferente. En mi tío es natural no prestar atención ni a mujeres ni a niñas, a menos que sean damas con las que se relacione en sociedad; él no podría cambiar, y yo no deseo que lo haga en lo que a mí respecta. Creo que, si ahora fuera afectuoso conmigo, lo único que conseguiría sería fastidiarme y asustarme. Pero ¿sabe, señora Pryor?, difícilmente se puede decir que vivir sea medir el tiempo, y eso es lo que yo hago en la rectoría. Pasan las horas y yo las voy salvando como puedo, pero no vivo. Sobrellevo la existencia, pero raras veces la disfruto. Desde que usted y la señorita Keeldar llegaron he sido… iba a decir más feliz, pero eso no sería cierto. —Hizo una pausa.
—¿Cómo, no sería cierto? Usted aprecia a la señorita Keeldar, ¿no es verdad, querida?
—La aprecio muchísimo; me gusta y la admiro, pero me encuentro en unas penosas circunstancias; por una razón que no puedo explicar, deseo abandonar este lugar y olvidarlo.
—Me dijo en una ocasión que quería ser institutriz, pero, querida, recuerde que yo no alenté esa idea. Yo misma he sido institutriz durante gran parte de mi vida. Me considero sumamente afortunada de haber conocido a la señorita Keeldar: sus cualidades y su carácter realmente dulce me han facilitado el trabajo; pero cuando era joven, antes de casarme, sufrí lo indecible. Tuve la mala suerte de entrar a servir en una familia con grandes pretensiones sobre su alta cuna y su superioridad intelectual y cuyos miembros creían también que «en ellos era perceptible» el don de la «gracia cristiana» en proporción inusitada: que tenían el corazón regenerado y el espíritu particularmente disciplinado. Pronto me dieron a entender que, «puesto que yo no era su igual», no podía esperar «simpatía por su parte». No se me ocultó en modo alguno que me consideraban «una carga y un estorbo en sociedad». Descubrí que los hombres me tenían por una «mujer tabú», a la que «se les prohibía conceder los privilegios habituales de su sexo» y que, sin embargo, «los importunaba cruzándose con frecuencia en su camino». Las señoras dejaron también muy claro que yo les parecía «un tostón». Los sirvientes, se me dijo, «me detestaban»; el porqué no llegué nunca a comprenderlo. Sobre mis pupilos me dijeron que, «por mucho que pudieran quererme y por grande que fuera el interés que yo me tomara por ellos, no podían ser amigos míos». Se me indicó que debía «vivir sola y no traspasar nunca la invisible, pero rígida, línea que establecía la diferencia entre los que me empleaban y yo». Mi vida en aquella casa fue sedentaria, solitaria, incómoda, triste y penosa. La terrible represión de la energía nerviosa, la sensación siempre predominante de no tener amigos ni hogar fue el resultado de aquel estado de cosas, y no tardó mucho en producir efectos dañinos en mi constitución: enfermé. La señora de la casa me dijo con frialdad que era víctima de «la vanidad herida». Insinuó que, si no hacía un esfuerzo por reprimir mi «descontento impío», si no cesaba de «murmurar contra los designios de Dios» para cultivar la profunda humildad que convenía a mi posición, sin duda mi espíritu «se haría pedazos» en la roca contra la que naufragaban la mayoría de mis hermanas: un amor propio malsano, y moriría en un manicomio.
»No dije nada a la señora Hardman; habría sido inútil, pero a su hija mayor le dejé caer un día unos comentarios, a los que ella respondió así: reconocía que el trabajo de institutriz tenía sus dificultades, sin duda podía ser una dura prueba, “pero”, afirmó, de una forma que me hace sonreír ahora al recordarlo, “pero así debe ser”. Ella (la señorita Hardman) no pensaba que tales cosas fueran a remediarse, ni lo esperaba, ni lo deseaba, ya que ello era imposible, dada la constitución inherente de las costumbres inglesas, de sus sentimientos y prejuicios.
»—Las institutrices —señaló— deben mantenerse en una especie de aislamiento; es el único modo de preservar la distancia que exige la reserva de los modales ingleses y el decoro de las familias inglesas.
»Recuerdo que suspiré cuando la señorita Hardman se apartó de mi lecho; ella lo oyó y, dándose la vuelta, dijo con severidad:
»—Me temo, señorita Grey, que ha heredado usted en toda su extensión el peor pecado de nuestra naturaleza pecadora: el del orgullo. Es usted orgullosa y, por lo tanto, también ingrata. Mamá le paga un buen salario y, si tuviera usted un mínimo de sentido común, sobrellevaría con agradecimiento cuanto sea fatigoso hacer y molesto soportar, puesto que tan bien se le paga.
»La señorita Hardman, cariño, era una joven muy obstinada y con refinadas aptitudes; decididamente la aristocracia es una clase muy superior, ¿sabes?, tanto física, como moral e intelectualmente. Como tory estricta que soy, lo reconozco. No podría describir la dignidad de su voz y su porte cuando se dirigía a mí de aquella manera. Aun así, me temo que era egoísta, querida. No es mi intención hablar mal de los que están por encima de mí, pero creo que era un poco egoísta.
»Recuerdo —prosiguió la señora Pryor, tras una pausa— otra de las observaciones que la señorita Hardman pronunciaba con aire majestuoso.
»—Nosotros —decía—, nosotros necesitamos las imprudencias, extravagancias, equivocaciones y crímenes de cierto número de padres para plantar la semilla de la que recogeremos la cosecha de institutrices. Las hijas de los comerciantes, por bien educadas que estén, han de recibir por fuerza una educación inferior y, por tanto, no son adecuadas para compartir nuestras residencias, ni para ser guardianas de las mentes y personas de nuestros hijos. Siempre preferiremos confiar nuestra progenie a quienes han nacido y se han criado con algo de nuestro refinamiento.
—La señorita Hardman debía de considerarse mejor que sus congéneres, señora, puesto que creía que sus calamidades, e incluso sus crímenes, eran necesarios para servir a su conveniencia. Dice que era religiosa; su religión debía de ser la del fariseo, que daba gracias a Dios por no ser como los demás hombres, ni siquiera como el publicano[114].
—Querida mía, no hablaremos sobre eso; yo sería la última persona que desearía inculcarle el descontento con la suerte que le ha tocado en la vida, o un sentimiento de envidia o insubordinación hacia los que son superiores a usted. En mi opinión, la sumisión implícita a las autoridades y la deferencia escrupulosa hacia los que son mejores que nosotros (categoría en la que, naturalmente, incluyo a las clases más altas de la sociedad) son indispensables para el bienestar de cualquier comunidad. Lo que quiero decir con esto, querida, es que haría mejor en no intentar ser institutriz, porque los deberes del empleo serían demasiado rigurosos para su constitución. No pronunciaría una sola palabra irrespetuosa sobre la señora Hardman y su hija, pero, recordando mi propia experiencia, no puedo por menos que pensar que, si llegara a encontrarse bajo los auspicios de personas como ellas, lucharía valientemente durante un tiempo contra su destino, luego desfallecería y se quedaría demasiado débil para realizar su trabajo, y volvería a casa, si aún tuviera casa, destrozada. Después vendrían esos años de languidecer, cuyo desconsuelo sólo sentirían la propia enferma y sus amigos íntimos, y sólo ellos conocerían su carga; la consunción o la postración serían su fin. Tal es la historia que han vivido otras muchas; no quisiera que fuera la suya. Querida, caminemos un poco, si le parece.
Se levantaron y pasearon lentamente por una verde terraza natural que bordeaba el abismo.
—Querida —volvió a empezar la señora Pryor al poco rato; una especie de brusquedad tímida y azorada caracterizaba su actitud al hablar—, las jóvenes, especialmente aquellas con las que la naturaleza ha sido favorable… a menudo… con frecuencia… esperan… anhelan el matrimonio como fin, como objetivo de sus esperanzas.
Y se interrumpió. Caroline acudió en su auxilio con prontitud, demostrando mucho más dominio de sí misma y más coraje que ella al abordar aquel trascendental asunto.
—Es cierto, y es lo más natural —dijo con un tranquilo énfasis que sorprendió a la señora Pryor—. Esperan casarse con alguien a quien amen como el destino más prometedor, el único destino prometedor que pueden esperar. ¿Se equivocan al hacerlo?
—¡Oh, querida mía! —exclamó la señora Pryor, juntando las manos, y de nuevo hizo una pausa. Caroline fijó su mirada ávida y penetrante en el rostro de su amiga, un rostro muy alterado—. Querida mía —musitó—, la vida es una ilusión.
—¡Pero el amor no! El amor es real, lo más real, lo más duradero, la cosa más dulce y amarga a la vez que conocemos.
—Querida mía, es muy amarga. Se dice que es fuerte, ¡fuerte como la muerte! La mayoría de los engaños de la existencia son fuertes. En cuanto a su dulzura, no hay nada más transitorio: dura un momento, apenas un pestañeo; su dolor es para siempre. Puede que perezca con el alba de la eternidad, pero su tortura persiste en el tiempo hasta alcanzar la noche más oscura.
—Sí, su tortura persiste en el tiempo —admitió Caroline—, salvo cuando el amor es mutuo.
—¡Amor mutuo! Querida, las novelas sentimentales son perniciosas. Espero que no las lea.
—Algunas veces… en realidad, siempre que cae alguna en mis manos, pero da la impresión de que los que las escriben no saben nada del amor, a juzgar por el tratamiento que le dan.
—¡No saben nada en absoluto! —asintió la señora Pryor con vehemencia—, ni tampoco del matrimonio. Y sus falsas descripciones merecen la mayor de la condenas. No son reales, sólo muestran la verde y tentadora superficie de la marisma, sin dar el menor indicio, fiel o verdadero, del cieno que hay debajo.
—Pero no siempre hay cieno —objetó Caroline—. Hay matrimonios felices. Cuando el afecto es recíproco y sincero y los espíritus están en armonía, el matrimonio ha de ser feliz por fuerza.
—No es nunca feliz del todo. Dos personas no pueden ser jamás una sola literalmente; existe, quizá, la posibilidad de contentarse en circunstancias específicas que raras veces se combinan favorablemente, pero es mejor no correr el riesgo; podrías cometer un error fatal. Conténtese con lo que tiene, querida; que todas las solteras se contenten con su libertad.
—¡Habla usted como mi tío! —exclamó Caroline con consternación—. Habla como la señora Yorke en sus momentos más sombríos; como la señorita Mann, cuando se siente más amargada e hipocondríaca. ¡Esto es terrible!
—No, sólo es cierto. ¡Oh, niña mía! Sólo ha vivido la agradable mañana de la vida; ¡el mediodía caluroso, agotador, la tarde triste, la noche sin sol aún le han de llegar! Dice que el señor Helstone habla como yo, y me pregunto cómo habría hablado la señora de Matthewson Helstone si viviera. ¡Murió! ¡Murió!
—Y, ¡ay!, también mi madre y mi padre… —exclamó Caroline, al acudir a su pensamiento un sombrío recuerdo.
—¿Qué les pasó?
—¿No le he contado que se separaron?
—Lo he oído comentar.
—Debieron de ser muy desgraciados.
—Ya ve que los hechos me dan la razón.
—En ese caso, el matrimonio no debería existir.
—Debe existir, querida, aunque sólo sea para demostrar que esta vida no es más que un tránsito, una prueba, en la que no se concede descanso ni recompensa.
—Pero ¿y su matrimonio, señora Pryor?
La señora Pryor se encogió y se estremeció como si un dedo desconsiderado hubiera apretado un nervio al descubierto. Caroline percibió que había tocado lo que no resistía el contacto más sutil.
—Mi matrimonio fue desdichado —dijo la señora Pryor, armándose de valor al fin—, aun así… —vaciló.
—Aun así —sugirió Caroline—, ¿no fue indescriptiblemente miserable?
—El resultado al menos no lo fue. No —añadió, bajando la voz—, Dios vierte algo del bálsamo de la clemencia incluso en los frascos que están llenos del infortunio más corrosivo. Les da tales vueltas a los acontecimientos que el mismo acto ciego e irreflexivo del que nace la mitad de nuestra vida puede ser la bendición de la otra mitad. Por otra parte, tengo un carácter muy peculiar, lo reconozco: lejos de ser fácil, sin dirección, excéntrico en algunos aspectos. No debería haberme casado; no es sencillo hallar una naturaleza gemela a la mía, ni adaptarla a otra diferente. Yo sabía perfectamente que no era adecuada para el matrimonio y, de no haber sido porque mi vida de institutriz era muy desdichada, jamás habría debido casarme; además…
Los ojos de Caroline le pidieron que siguiera, le rogaron que desgarrara la densa nube de la desesperación que sus anteriores palabras parecían haber extendido sobre la vida.
—Y además, querida, el señor… es decir, el caballero con el que me casé era, tal vez, una excepción, un carácter que se salía de lo común. Espero, al menos, que hayan sido pocas las que hayan pasado por una experiencia como la mía, o que pocas hayan vivido sus sufrimientos como los he vivido yo. A mí estuvieron a punto de hacerme perder la razón, pues desesperaba de hallar alivio para ellos y de lograr ponerles remedio. Pero, querida, no quiero desanimarla, sino tan sólo advertirle, y demostrar que los solteros no deberían tener prisa por cambiar de estado, pues el cambio podría ser a peor.
—Gracias, mi querida señora, comprendo perfectamente sus bondadosas intenciones, pero no es de temer que caiga en el error al que usted alude. Yo, por lo menos, no tengo intención de casarme y, por esa razón, quiero labrarme una posición por algún otro medio.
—Querida, escúcheme bien. Lo que voy a decirle lo he meditado cuidadosamente; en realidad el asunto me ha estado dando vueltas en la cabeza desde la primera vez que expresó el deseo de conseguir un empleo. Ya sabe que por el momento resido con la señorita Keeldar en calidad de señora de compañía; si se casara (y múltiples circunstancias me inducen a creer que no tardará en hacerlo), yo dejaría de ser necesaria como tal. Debo decirle que tengo un pequeño capital, obtenido en parte con mis ahorros y en parte gracias a una herencia que recibí hace algunos años. Cuando abandone Fieldhead, me instalaré en una casa propia; no podría vivir en soledad, y no tengo amistades a las que me interese invitar a compartirla, pues, como debe de haber observado, y como yo misma he admitido ya, mis hábitos y mis gustos tienen sus peculiaridades. No necesito decirle que le tengo mucho cariño; con usted soy más feliz de lo que he sido con ningún otro ser viviente. —Esto lo dijo haciendo hincapié en sus palabras—. Su compañía sería para mí un grandísimo privilegio, un privilegio inestimable, un consuelo, una bendición. Así pues, debe venir a vivir conmigo. Caroline, ¿me rechazará? ¿Me quiere?
Y tras estas dos súbitas preguntas, guardó silencio.
—Pues claro que la quiero —respondió Caroline—. Me gustaría vivir con usted, pero es usted demasiado buena conmigo.
—Todo lo que tengo —prosiguió la señora Pryor— se lo dejaría; tendría el porvenir asegurado. Pero no diga nunca que soy demasiado buena. ¡Me parte el corazón, hija!
—Pero, mi querida señora…, esta generosidad… no tengo derecho…
—¡Silencio! No debe hablar de ello. Hay ciertas cosas que no soportamos oír. ¡Oh! Es demasiado tarde para empezar, pero puede que aún viva unos cuantos años. No puedo borrar el pasado, ¡pero quizá disponga aún de un breve espacio de tiempo en el futuro!
La señora Pryor parecía muy agitada: gruesas lágrimas temblaban en sus ojos y rodaban por sus mejillas. Caroline la besó a su dulce modo, diciéndole suavemente:
—La quiero muchísimo. No llore.
Pero la señora Pryor se sentó, toda ella estremecida, dobló la cabeza hasta las rodillas y lloró a lágrima viva. No hubo consuelo posible hasta que la tormenta interior hubo pasado. Por fin, la agonía remitió por sí sola.
—¡Pobrecita! —musitó, devolviéndole el beso a Caroline—. ¡Pobre corderillo solitario! Pero vamos —añadió bruscamente—, vamos, tenemos que volver a casa.
Durante un corto trecho, la señora Pryor caminó muy deprisa; poco a poco, sin embargo, se calmó hasta recobrar su porte acostumbrado y adoptar su paso característico —que era tan peculiar como todos sus movimientos—, y cuando llegaron a Fieldhead volvía a ser la de siempre, callada y tímida.