CAPÍTULO XXV

SOPLA EL VIENTO DEL OESTE

Quienes se atreven a entablar semejante batalla divina no siempre vencen. Puede que noche tras noche el oscuro sudor de la agonía empape su frente; puede que el suplicante pida clemencia con esa voz muda con que habla el alma cuando su súplica se dirige a lo Invisible. «Salva a la persona a la que amo», tal vez implore. «Sana a la vida de mi vida. No me despojes de lo que el prolongado afecto entrelaza con mi naturaleza toda. ¡Dios de los cielos, atiéndeme, escúchame, ten piedad!». Y tras este grito y esta lucha, puede que el sol salga para peor. Puede que en ese amanecer, que antes lo saludaba con susurro de céfiros y canto de alondras, las primeras palabras que salgan de los amados labios, cuyo color y calor se han desvanecido, sean:

«¡Oh! He pasado una noche de padecimientos. Esta mañana estoy peor. He intentado levantarme. No puedo. He tenido sueños perturbadores a los que no estoy acostumbrado».

Entonces el que vela se acerca a la cabecera del enfermo y ve un nuevo y extraño moldeado de los rasgos familiares, comprender de inmediato que se acerca el momento insufrible, sabe que es Voluntad de Dios que se derribe su ídolo, y agacha la cabeza y somete su alma a la sentencia que no puede evitar y a duras penas resistir.

¡Feliz señora Pryor! Aún seguía rezando, sin darse cuenta de que el sol brillaba sobre las colinas, cuando su hija se despertó suavemente entre sus brazos. Ningún gemido lastimero e inconsciente —un sonido que merma nuestras fuerzas hasta el punto de que, aun habiéndonos jurado ser firmes, un torrente de irresistibles lágrimas barre nuestro juramento— precedió al momento de despertarse. No le siguió ningún intervalo de sorda apatía. Las primeras palabras pronunciadas no fueron las de alguien que va alejándose ya del mundo y a quien se le permite perderse de vez en cuando en reinos desconocidos para los vivos. Era evidente que Caroline recordaba con claridad lo que había ocurrido.

—Mamá, he dormido tan bien… Sólo he soñado y me he despertado dos veces.

La señora Pryor se levantó de un respingo para que su hija no viera las lágrimas gozosas que había hecho afluir a sus ojos esa cariñosa palabra, «mamá», y la tranquilizadora afirmación a la que precedía.

Durante muchos días, la madre tan sólo se atrevió a entregarse a un regocijo temeroso. Aquella primera vez que revivió parecía la última llamarada de una lámpara antes de apagarse: si bien la llama parecía refulgir un instante, al siguiente volvía a atenuarse. El agotamiento iba a zaga de la exaltación.

Había siempre un conmovedor afán por parecer mejor, pero con demasiada frecuencia la capacidad se negaba a secundar la voluntad; fracasaba con demasiada frecuencia el intento de resistir: el esfuerzo de comer, de hablar, de parecer alegre no daba sus frutos. Muchas horas pasaron en que la señora Pryor temió que las cuerdas vitales no volverían a recuperar la fuerza, aunque el momento de la rotura se retrasara.

Durante aquel período de tiempo, madre e hija parecieron prácticamente abandonadas por sus vecinos. Agosto tocaba a su fin, el tiempo era bueno, es decir, muy seco y polvoriento, pues un viento árido llevaba todo el mes soplando del este, y también muy despejado, aunque una tenue neblina, estancada en la atmósfera, parecía robar al cielo la intensidad de su tono azul, a la tierra, el frescor de su vegetación, y la luminosidad al día. Casi todas las familias de Briarfield estaban fuera. La señorita Keeldar y sus amigos se habían ido a la costa, igual que toda la familia de la señora Yorke. El señor Hall y Louis Moore, entre quienes parecía haber surgido una intimidad espontánea, producto seguramente de una armonía de opiniones y de temperamento, se habían ido «al norte», para hacer una excursión a pie por la región de los lagos. Incluso Hortense, que de buena gana se habría quedado para ayudar a la señora Pryor a cuidar de Caroline, había vuelto a Wormwood Wells, pues se había sentido obligada a atender los encarecidos ruegos de la señorita Mann, que esperaba aliviar unos dolores agudizados por el tiempo insalubre; en realidad, no era propio de ella negarse a una petición que al mismo tiempo apelaba a su bondad y —por la confesión de dependencia que suponía— halagaba su amor propio. En cuanto a Robert, de Birmingham se había ido a Londres, donde aún estaba.

Mientras el soplo de los desiertos asiáticos siguiera cuarteando los labios de Caroline e inflamara sus venas, su convalecencia física no podía ir a la par con la paz de espíritu recobrada, pero llegó el día en que el viento dejó de sollozar en el aguilón del lado este de la rectoría y en el mirador de la iglesia. Una pequeña nube como la mano de un hombre surgió en el oeste: desde allí llegó con las ráfagas de viento, extendiéndose ampliamente; tempestades y aguaceros se desataron durante un tiempo. Cuando cesaron, el sol brilló con un suave calor, el cielo recuperó su límpido azul y la naturaleza su verdor; el lívido matiz del cólera se desvaneció de la faz de la tierra, las colinas se alzaron nítidamente en el horizonte, liberadas de la pálida neblina de la malaria.

La juventud de Caroline podía ahora servirle de algo, y también los solícitos cuidados de su madre; ambas cosas, con la bendición divina que llegaba en forma de puro viento del oeste, fresco y suave, soplando a través de la celosía siempre abierta de la habitación, reavivaron sus energías tanto tiempo mermadas. Por fin la señora Pryor vio que la esperanza era posible: la auténtica convalecencia física había comenzado. No sólo la sonrisa de Caroline era más radiante o su ánimo más alegre, sino que su rostro y su mirada habían perdido cierta expresión, terrible e indescriptible, pero que recordará fácilmente cualquiera que haya velado a un enfermo en peligro de muerte. Mucho antes de que su enflaquecida silueta y su rostro demacrado volvieran a llenarse, o de que regresara el color desvanecido, se produjo un cambio más sutil: todo en ella se hizo más suave y cálido. En lugar de una máscara de mármol y unos ojos vidriosos, la señora Pryor recostaba sobre la almohada un rostro macilento y hundido, sin duda, tal vez más mortecino que antes, pero menos aterrador, pues era una muchacha enferma, pero viva, y no un mero molde blanco o una rígida estatua.

Tampoco se pasaba ya el día pidiendo agua. La frase «Tengo tanta sed» dejó de ser su queja. Algunas veces, después de engullir un bocado, decía que la revivía; no todas las descripciones de alimentos le repugnaban por igual: en ocasiones era posible inducirla a indicar una preferencia. ¡Con qué trémulo placer y ávido esmero preparaba su enfermera lo que ella elegía! ¡Cómo la observaba mientras comía!

Con el alimento recobró las fuerzas. Pudo sentarse. Luego expresó el deseo de respirar aire fresco, de volver a ver sus flores y si los frutos habían madurado. Su tío, siempre generoso, había comprado una silla de jardín para su uso exclusivo: él personalmente la bajó en brazos y la instaló en ella, y William Farren la esperaba allí para empujar la silla, dar un paseo por los senderos del jardín, mostrarle lo que había hecho con sus plantas y recibir nuevas instrucciones.

William y ella tenían mucho de que hablar, tenían una docena de temas en común, interesantes para ellos, sin importancia para el resto del mundo. Sentían una misma afición por animales, pájaros, insectos y plantas, sostenían doctrinas similares sobre el trato humano que merecían las criaturas menores, y compartían una aptitud similar para la observación minuciosa en cuestiones de historia natural. El nido y la conducta de unas abejas mineras que habían hecho un agujero en la tierra bajo un viejo cerezo fueron uno de esos temas; otro lo constituyeron las madrigueras de ciertos acentores comunes y el bienestar de ciertos huevos nacarados y crías implumes.

De haber existido el Chambers’ Journal[130] en aquella época, no cabe duda de que habría constituido la publicación predilecta de la señorita Helstone y de Farren. Ella se habría suscrito y le habría prestado a él todos los números sin faltar uno; ambos habrían saboreado sus maravillosas anécdotas sobre la sagacidad animal, poniendo una fe absoluta en ellas.

Esto era una digresión, pero basta para explicar por qué Caroline no quería que otra mano, salvo la de William, guiara su silla, y por qué su compañía y su conversación bastaban para hacer apetecibles los paseos por el jardín.

La señora Pryor, que paseaba cerca de ellos, se preguntaba cómo su hija podía sentirse tan a gusto con un «hombre del pueblo». A ella le era de todo punto imposible dirigirse a él si no era con un tono envarado. Se sentía como si un gran abismo se abriera entre su casta y la de él, y le parecía que trasponer aquel abismo, o encontrarse con él a mitad de camino, era rebajarse. Amablemente preguntó a Caroline:

—¿No temes, cariño, hablar con esa persona de manera tan abierta? Podría abusar y volverse locuaz en exceso.

—¿Abusar William, mamá? Tú no lo conoces. Jamás lo haría, es demasiado orgulloso y sensible. William tiene sentimientos muy delicados.

Y la señora Pryor sonrió con escepticismo ante la ingenua idea de que aquel payaso de manos callosas, cabellos desgreñados e indumentaria de fustán pudiera tener «sentimientos delicados».

Farren, por su parte, ponía mala cara a la señora Pryor. Sabía que no le juzgaban correctamente, y tendía a volverse intratable con quienes no sabían apreciar sus méritos.

La noche devolvía a Caroline enteramente a su madre, y a la señora Pryor le gustaban las noches, pues entonces, sola con su hija, no había sombra humana que se interpusiera entre ella y el objeto de su amor. Durante el día, su comportamiento era rígido y tenía sus momentos de frialdad, como de costumbre. Con el señor Helstone mantenía una relación muy respetuosa, pero extremadamente formal; cualquier cosa semejante a la familiaridad habría sido causa de desprecio para uno de ellos o para los dos, pero a fuerza de cortesía estricta y una distancia bien medida, se llevaban divinamente.

Con las criadas, la actitud de la señora Pryor no era descortés, sino cohibida, hostil, nada cordial. Tal vez fuera la timidez más que el orgullo lo que le daba una apariencia tan altiva, pero, como era de esperar, Fanny y Eliza no supieron hacer tales distinciones y, en consecuencia, la señora Pryor era impopular. El efecto que esto producía no le pasaba desapercibido: hacía que a veces se sintiera insatisfecha consigo misma por defectos que no podía evitar y con todos los demás se la veía distante, desanimada y taciturna.

Este estado de ánimo cambió por influencia de Caroline, y solamente por ella. La amorosa dependencia del objeto de sus cuidados, el afecto natural de su hija, le sobrevinieron suavemente: su frialdad se derritió, su rigidez se plegó, se volvió risueña y complaciente. No es que Caroline manifestara su amor verbalmente; a la señora Pryor no le habría gustado, lo habría interpretado como una prueba de hipocresía; pero se aferraba a ella con sumisión desenvuelta, depositaba en ella una confianza libre de temores: estas cosas contentaban el corazón de la madre.

Le gustaba oír a su hija decir: «Mamá, haz esto». «Mamá, por favor, tráeme aquello». «Mamá, léeme». «Cántame un poco, mamá».

Nadie más —ni un solo ser viviente— había reclamado así sus servicios, ni había solicitado su ayuda. Otras personas eran siempre más o menos reservadas o estiradas con ella, de igual forma que ella era reservada y estirada con los demás; otras personas dejaban traslucir que conocían sus flaquezas y que las irritaban: Caroline demostraba la misma falta de hiriente sagacidad y de sensibilidad censora que cuando era una criatura de pecho de tres meses de edad.

Aun así, también Caroline sabía encontrar defectos. Ciega a los defectos constitucionales que eran incurables, tenía los ojos muy abiertos para los hábitos adquiridos que se podían remediar. Sermoneaba con naturalidad a su madre sobre ciertas cuestiones, y la madre, en lugar de sentirse dolida, se complacía en descubrir que la hija se atrevía a darle sermones, hasta tal punto se sentía a gusto con ella.

—Mamá, estoy decidida a no dejarte llevar ese vestido viejo nunca más; esa moda no te favorece: la falda es demasiado estrecha. Te pondrás el vestido de seda negra todas las tardes. Con ese vestido estás muy bien, te sienta bien, y tendrás un vestido de raso negro para los domingos, de raso auténtico, nada de rasete ni de imitaciones. Y, mamá, cuando tengas el nuevo, debes ponértelo.

—Cariño mío, pensaba que el de seda negra me serviría aún muchos años como mejor vestido, porque quería comprarte a ti varias cosas.

—Tonterías, mamá. Mi tío me da dinero para comprarme cuanto necesito; ya sabes que es muy generoso, y estoy decidida a verte vestida de raso negro. Cómprate la tela en seguida y que te haga el vestido una costurera que yo te recomendaré; déjame a mí elegir el modelo. Estás empeñada en disfrazarte de abuela, quieres persuadir a los demás de que eres vieja y fea… ¡ni hablar! Muy al contrario, cuando vas bien vestida y estás alegre eres realmente atractiva. Tu sonrisa es muy agradable, tus dientes son muy blancos y tus cabellos tienen aún un bonito color claro. Y, además, hablas como una señorita joven, con una voz muy clara y fina, y cantas mejor que cualquier otra señorita a la que haya oído cantar. ¿Por qué llevas esos vestidos y esos sombreros, mamá, que están tan anticuados?

—¿Te molesta, Caroline?

—Mucho; incluso me mortifica. La gente dice que eres una tacaña, y no lo eres, pues das con liberalidad a los pobres y a las instituciones religiosas, pero tus regalos los haces tan a la chita callando que sólo lo saben quienes los reciben. Pero yo misma seré tu doncella; cuando esté un poco más fuerte me pondré manos a la obra, y tú tienes que ser buena, mamá, y hacer lo que yo te pida.

Y Caroline se sentó junto a su madre, le arregló el pañuelo de muselina y le alisó los cabellos.

—¡Una mamá propia —siguió diciendo, como complaciéndose en la idea de su parentesco—, que me pertenece y a la que yo pertenezco! Ahora soy una joven rica, tengo algo que amo y a lo que no temo amar. Mamá, ¿quién te dio este pequeño broche? Déjamelo para mirarlo bien.

La señora Pryor, que solía rehuir los dedos entrometidos y el contacto, se lo dejó quitar con satisfacción.

—¿Te lo regaló papá, mamá?

—Me lo regaló mi hermana, mi única hermana, Cary. ¡Ojalá tu tía Caroline hubiera vivido para ver a su sobrina!

—¿No tienes nada de papá, alguna joya, algún regalo suyo?

—Tengo una cosa.

—¿Que guardas como un tesoro?

—Que guardo como un tesoro.

—¿Bella y valiosa?

—Para mí no tiene precio.

—Enséñamelo, mamá. ¿Está aquí o en Fieldhead?

—Me está hablando ahora mismo, inclinada sobre mí, abrazándome.

—¡Ah, mamá! Te refieres a tu impertinente hija, que no te deja nunca en paz, que, cuando te vas a tu habitación, no puede evitar correr a buscarte, que te sigue arriba y abajo como un perro faldero.

—Y que tiene unas facciones que aún me producen extraños escalofríos en ocasiones. Todavía recelo de tu hermosura, hija mía.

—No, no, no puedes recelar. Mamá, lamento que papá no fuera bueno; desearía con todas mis fuerzas que lo hubiera sido. La maldad estropea y envenena todas las cosas agradables, mata el amor. Si tú y yo pensáramos la una de la otra que somos malas, no podríamos querernos, ¿verdad?

—¿Y si no pudiéramos confiar la una en la otra, Cary?

—¡Qué desgraciadas seríamos! Madre, antes de conocerte, tenía el temor de que no fueras buena, de que no pudiera apreciarte. Ese miedo desalentaba mi deseo de verte, pero ahora mi corazón se regocija porque he descubierto que eres perfecta… casi; buena, inteligente, bonita. Tu único defecto es que eres anticuada, y de eso te curaré yo. Mamá, deja la labor, léeme algo. Me gusta tu acento del sur, es tan puro y tan dulce. No tiene esa dura pronunciación gutural ni ese gangueo nasal que casi todo el mundo tiene aquí, en el norte. Mi tío y el señor Hall afirman que eres una excelente lectora, mamá. El señor Hall dice que jamás había oído leer a ninguna otra señora con expresión tan correcta ni con tan puro acento.

—Ojalá pudiera corresponder a su cumplido, Cary, pero la verdad es que la primera vez que oí leer y predicar a esa excelente persona que es tu amigo, no entendí nada por culpa de su cerrado acento del norte.

—¿A mí me entiendes, mamá? ¿Te ha parecido que hablo mal?

—No, aunque casi deseaba que así fuera, igual que deseaba que tus modales fueran toscos. Tu padre, Caroline, hablaba bien por naturaleza, con corrección, suavidad y fluidez; todo lo contrario que tu respetable tío. Tú has heredado ese don.

—¡Pobre papá! Siendo tan simpático, ¿cómo es que no era bueno?

—Pues era como era, y es una suerte, hija mía, que tú no puedas hacerte una idea del porqué. Yo no lo sé; es un misterio. La respuesta está en manos del Creador; déjalo tal como está.

—Mamá, no haces más que coser y coser. Deja eso; no me gusta que cosas. Ocupa tu regazo y lo quiero para mi cabeza; ocupa tus ojos, y los quiero para leer. Aquí está tu favorito: Cowper.

Estas impertinencias eran el deleite de la madre. Si alguna vez se hacía de rogar, era sólo para oírlas repetidas y disfrutar de la amable premura de su hija, entre festiva y enojadiza. Y luego, cuando se sometía a sus deseos, Caroline decía maliciosamente:

—Me mimas demasiado, mamá. Siempre pensé que me gustaría ser mimada, y lo encuentro muy agradable.

También la señora Pryor.