CAPÍTULO XIII
NUEVOS MENSAJES DE NEGOCIOS
En la naturaleza de Shirley predominaba en ocasiones una cómoda indolencia: había períodos en los que se deleitaba con una vacuidad absoluta de los ojos y las manos; instantes en que sus pensamientos, su mera existencia, el hecho de que hubiera un mundo a su alrededor y un cielo sobre su cabeza, parecían procurarle una dicha tan plena que no necesitaba mover un dedo para aumentar su felicidad. A menudo, tras una mañana activa, pasaba la luminosa tarde tumbada en la hierba sin hacer nada, al pie de algún árbol de sombra amable: no necesitaba compañía alguna salvo la de Caroline, y le bastaba con tenerla cerca por si quería llamarla; no pedía más espectáculo que el del cielo de un intenso azul y el de las pequeñas nubes que navegaban a lo lejos, en lo alto, por su inmensidad; no pedía más sonido que el zumbido de las abejas y el susurro de las hojas. Su único libro en tales momentos era la borrosa crónica de la memoria o la página sibilina de la adivinación; de sus jóvenes ojos caía sobre cada volumen una luz gloriosa bajo la cual leer; en ciertos instantes asomaba a sus labios una sonrisa que permitía vislumbrar la historia o vaticinio: no era triste, no era sombría. El destino había sido benevolente con la feliz soñadora y prometía favorecerla una vez más. En su pasado había dulces pasajes; en su futuro, esperanzas prometedoras.
Sin embargo, un día en que Caroline se acercó para despertarla, pensando que ya llevaba tumbada tiempo más que suficiente, vio que las mejillas de Shirley estaban húmedas, como de rocío: en aquellos hermosos ojos brillaban las lágrimas al borde del llanto.
—Shirley, ¿por qué lloras? —preguntó Caroline, poniendo el acento involuntariamente en el «por qué».
La señorita Keeldar sonrió y volvió su encantadora cabeza hacia su amiga.
—Porque me complace enormemente llorar —dijo—; mi corazón está triste y alegre a la vez. Pero ¿por qué tú, mi buena y paciente niña, no me haces compañía? Sólo son lágrimas lo que lloro, lágrimas deliciosas y fáciles de enjugar. Tú podrías llorar hiel, si quisieras.
—¿Por qué habría de llorar hiel?
—¡Pájaro solitario y sin pareja! —fue la única respuesta.
—¿Y no te falta la pareja a ti también, Shirley?
—En mi corazón, no.
—¡Oh! ¿Quién anida en él, Shirley?
Pero Shirley se limitó a reír alegremente al oír esta pregunta y se puso en pie con viveza.
—Soñaba —dijo—, tan sólo soñaba despierta; desde luego el sueño era radiante, ¡seguramente sin sentido!
*
A aquellas alturas, la señorita Helstone no se hacía ya ilusiones; tenía una visión de futuro suficientemente grave e imaginaba saber muy bien hacia dónde se encaminaba su destino y el de algunas otras personas. Sin embargo, viejas relaciones conservaban su influencia sobre ella, y eran ellas y el poder de la costumbre lo que aún la atraía con frecuencia por la noche a la escalera de la cerca y al viejo espino que se cernía sobre el Hollow.
Una noche, la noche posterior al incidente de la nota, se hallaba apostada en su lugar habitual esperando ver su faro iluminado; esperando en vano: aquella noche no se encendió ninguna lámpara. Aguardó hasta que la aparición de ciertas constelaciones la advirtieron que se hacía tarde y que debía marcharse. Al pasar por delante de Fieldhead, a su regreso, la belleza del lugar iluminado por la luna atrajo su mirada y detuvo su paso unos instantes. Árbol y mansión se alzaban pacíficamente bajo el cielo nocturno y la luna llena; una palidez perlada teñía el edificio; un suave resplandor oscuro lo envolvía; sombras de un intenso color verde se cernían sobre su tejado rodeado de robles. El ancho paseo que había a la entrada emitía también un tenue resplandor; brillaba como si un hechizo hubiera transformado el oscuro granito en reluciente mármol de Paros[88]. Sobre aquel espacio plateado dormían dos negras sombras cuyo marcado perfil proyectaban dos figuras humanas. Estas figuras estaban mudas e inmóviles cuando las divisó; al poco, se movieron conjuntamente en armonioso paso y hablaron en voz baja y armoniosa. Seria era la mirada que los observaba cuando salieron desde detrás del tronco del cedro. «¿Son la señora Pryor y Shirley?».
Desde luego es Shirley. ¿Quién más posee una figura tan flexible, orgullosa y grácil? Y también su rostro es visible: su semblante despreocupado y pensativo, meditabundo y risueño, burlón y tierno. Como no teme al rocío, no se ha cubierto la cabeza; sus rizos están sueltos: velan su cuello y acarician sus hombros con sus zarcillos. Un adorno de oro reluce a través de los pliegues entreabiertos del pañuelo con que envuelve el busto, y una gran gema brilla en la blanca mano que lo sujeta. Sí, es Shirley.
Su acompañante, naturalmente, ¿es, pues, la señora Pryor?
Sí, si la señora Pryor mide un metro ochenta de estatura, y si ha cambiado su decoroso atavío de viuda por un disfraz masculino. La figura que camina junto a la señorita Keeldar es un hombre —un hombre alto, joven, majestuoso—; es su arrendatario, Robert Moore.
La pareja conversa en voz baja, las palabras no se distinguen: observar durante un rato no es espiar, y con una luna tan reluciente y unos rostros tan visibles, ¿quién puede resistirse a la tentación? Al parecer Caroline no puede, puesto que se queda.
Hubo un tiempo en que, en las noches estivales, Moore solía pasear con su prima, como ahora paseaba con la heredera. A menudo Caroline había subido por el Hollow después de la puesta de sol para oler la humedad de la tierra, donde un fragante herbaje alfombraba cierta estrecha terraza, bordeando un profundo barranco; desde la penumbra de su grieta llegaba un sonido como el del espíritu de la corriente solitaria, gimiendo entre sus piedras mojadas, entre sus orillas cubiertas de maleza y bajo su oscuro cenador de alisos.
«Pero yo solía estar más cerca de él —pensaba ahora—. No se sentía obligado a rendirme homenaje; yo sólo necesitaba amabilidad. Solía cogerme la mano: la de ella no la toca. Y sin embargo, Shirley no es orgullosa con los que ama. No hay altanería en ella ahora, tan sólo un poco en su porte, que es natural e inseparable de ella, que conserva igual en los momentos de mayor despreocupación como en los de mayor cuidado. Robert debe de pensar lo mismo que yo, que en este instante está contemplando un hermoso rostro; y debe de pensarlo con un cerebro de hombre, no con el mío. Shirley tiene un fuego tan generoso en los ojos, y, sin embargo, tan suave. Sonríe. ¿Qué hace tan dulce su sonrisa? He visto que Robert se percataba de su belleza, y debe de haberlo sentido con su corazón de hombre, no con mi vaga percepción de mujer. Los dos me parecen dos grandes espíritus felices: ese pavimento plateado me recuerda la playa blanca que creemos que se extiende más allá del río de la muerte: ellos la han alcanzado, han llegado hasta allí caminando unidos. ¿Y qué soy yo, aquí de pie, oculta entre las sombras, con pensamientos más negros que mi escondite? Soy de este mundo, no un espíritu: una pobre mortal condenada que pregunta, ignorante y desesperanzada, para qué ha nacido, cuál es el sentido de su vida; en cuya cabeza se repite una y otra vez la pregunta: ¿cómo hallará al final la muerte y quién será su sostén en ese trance?
»Éste es el peor trance que tengo que pasar: aun así, estaba preparada. Renuncié a Robert, y renuncié a él en favor de Shirley, el día en que oí por primera vez que ella había venido, desde el momento en que la vi por primera vez: rica, joven y encantadora. Ahora lo tiene ella: él es su amado; ella es su amor: aún lo será más cuando estén casados; cuanto más la conozca, más se aferrará su alma a ella. Serán felices, y no les echo en cara su dicha, pero me lamento de mi propia aflicción. Sufro lo indecible. Lo cierto es que no debería haber nacido; tendrían que haberme asfixiado al primer llanto».
Aquí, Shirley se apartó para coger una flor empapada de rocío, y ella y su acompañante siguieron por un sendero que estaba más cerca de la verja: parte de su conversación se hizo audible. Caroline no quiso quedarse a escucharla; se alejó sin hacer ruido y la luz de la luna besó el muro que su sombra había oscurecido. El lector tiene el privilegio de quedarse e intentar sacar conclusiones de lo que oiga.
—No puedo entender por qué la Naturaleza no le ha dado una cabeza de dogo, dado que tiene la misma tenacidad —decía Shirley.
—No es una idea muy halagüeña. ¿Tan vil soy?
—Y también tiene algo de ese animal por el modo sigiloso en que actúa: no avisa; se acerca con sigilo por detrás, hace presa y la retiene.
—Eso es pura especulación; no ha presenciado usted tal hazaña por mi parte. En su presencia no he sido un dogo.
—Su mismo silencio delata su raza. ¡Qué poco habla en general y, sin embargo, qué no trama en su interior! Es previsor, es calculador.
—Sé cómo actúa esta gente. He recogido información sobre sus intenciones. Mi nota de anoche le informaba de que el juicio de Barraclough ha concluido con una condena de deportación; sus secuaces tramarán la venganza. Yo trazaré mis planes para frustrarla, o al menos para estar preparado, eso es todo. Ahora que le he ofrecido la explicación más clara que puedo darle, ¿debo entender que tengo su aprobación para lo que me propongo hacer?
—Estaré de su lado siempre que se mantenga a la defensiva. Sí.
—¡Bien! Creo que, sin ayuda alguna, incluso con su oposición o su desaprobación, habría actuado exactamente tal como me he propuesto, pero con otro estado de ánimo. Ahora me siento satisfecho. En conjunto, disfruto con mi posición.
—Ya lo creo, eso es evidente. Disfruta con el trabajo que tiene ante usted más aún de lo que disfrutaría cumpliendo un pedido del gobierno para vestir al ejército.
—Ciertamente, me parece agradable.
—También le complacería al viejo Helstone. Es verdad que hay una sombra de diferencia en sus motivos; muchas sombras, quizá. ¿Quiere que hable con el señor Helstone? Lo haré, si usted me lo pide.
—Actúe como mejor le plazca; su sentido común, señorita Keeldar, la guiará certeramente. Yo también confiaría en él en un momento de crisis aún mayor, pero debo informarle de que el señor Helstone está algo predispuesto contra mí en estos momentos.
—Lo sé, me han hablado de sus diferencias. Puedo asegurarle que desaparecerán; no podrá resistir la tentación de una alianza en las circunstancias presentes.
—Me alegraría tenerlo por aliado: está hecho de buen metal.
—Yo también lo creo.
—La hoja es vieja y algo oxidada, pero el filo y el temple aún son excelentes.
—Bueno, lo tendrá, señor Moore; es decir, si puedo ganármelo.
—¿A quién no puede ganarse usted?
—Quizá al rector, pero haré el esfuerzo.
—¡Esfuerzo! Se rendirá a cambio de una palabra, de una sonrisa.
—En absoluto. Me costará varias tazas de té, tostadas y pastel, y una amplia medida de protestas, reproches y persuasión. Empieza a hacer frío.
—Veo que tiembla. ¿Hago mal en retenerla aquí? Pero se respira tanta paz: una paz que incluso me parece cálida, y una compañía como la suya es un raro placer para mí. Si llevara un chal más grueso…
—Me quedaría más tiempo y olvidaría lo tarde que es; eso disgustaría a la señora Pryor. Seguimos un horario estricto en Fieldhead, señor Moore, y estoy convencida de que su hermana hace lo mismo.
—Sí, pero Hortense y yo tenemos el acuerdo más práctico del mundo: que cada uno obra como le place.
—¿Qué es lo que le place a usted?
—Tres noches a la semana duermo en la fábrica, pero necesito poco descanso, y cuando hay luna y hace buen tiempo, a menudo recorro el Hollow hasta el amanecer.
—Cuando era una niña pequeña, señor Moore, mi niñera solía contarme historias sobre ese Hollow y las hadas que se habían visto allí. Fue antes de que mi padre construyera la fábrica, cuando no era más que un barranco solitario; caerá usted bajo su hechizo.
—Me temo que ya he caído —dijo Moore en voz baja.
—Pero hay cosas peores que las hadas de las que protegerse —prosiguió la señorita Keeldar.
—Cosas más peligrosas —observó él.
—Mucho más. Por ejemplo, ¿qué le parecería encontrarse con Michael Hartley, ese tejedor, ese loco calvinista y jacobino? Dicen que es un entusiasta de la caza furtiva y que a menudo sale de noche con su escopeta.
—Ya he tenido la suerte de topar con él. Tuvimos una larga discusión, él y yo, una noche. Fue un incidente menor, pero extraño: me gustó.
—¿Le gustó? ¡Admiro su gusto! Michael no está en sus cabales. ¿Dónde se lo encontró?
—En el lugar más recóndito y sombrío del valle, donde el agua discurre bajo la maleza. Nos sentamos cerca del puente de tablas. Había luna, pero oculta tras las nubes, y hacía mucho viento. Estuvimos charlando.
—¿Sobre política?
—Y religión. Creo que había luna llena, y Michael demostró que está loco: soltó extrañas blasfemias a su estilo antinomista.
—Perdone, pero creo que debía de estar usted casi tan loco como él para quedarse a escucharlo.
—Sus divagaciones ejercen una extraña fascinación. Ese hombre sería medio poeta si no fuera porque es un demente, y quizá un profeta, si no fuera porque es un libertino. Me comunicó solemnemente que el infierno era mi destino inevitable, que había visto la marca de la bestia en mi frente, que había sido un proscrito desde el principio. Dios, dijo, preparaba su venganza contra mí, y afirmó que en una visión nocturna había visto el modo y el instrumento de mi condenación. Yo quería saber más, pero se fue tras decir estas palabras: «El fin aún no ha llegado».
—¿Lo ha vuelto a ver desde entonces?
—Un mes después, más o menos, al regresar del mercado, me encontré con él y con Moses Barraclough, ambos en un avanzado estado de embriaguez: estaban rezando en la cuneta con frenético fervor. Se dirigieron a mí llamándome Satanás, gritando «vade retro» y clamando por ser librados de la tentación. Una vez más, hace apenas unos días, Michael se tomó la molestia de aparecer en la puerta de la oficina de contabilidad, sin sombrero y en mangas de camisa, pues su casaca y su castor habían quedado retenidos en prenda en la taberna. Me soltó el mensaje tranquilizador de que era deseable que el señor Moore pusiera en orden sus asuntos, puesto que probablemente su alma le sería reclamada en breve.
—¿Se toma usted a la ligera esas cosas?
—El pobre hombre llevaba semanas bebiendo y se hallaba al borde del delírium trémens.
—¿Y qué? Más probable es entonces que procure que se cumplan sus propias profecías.
—No se puede permitir que incidentes de ese tipo le afecten a uno los nervios.
—¡Señor Moore, váyase a casa!
—¿Tan pronto?
—Vaya campo a través, no dé la vuelta por el sendero y las plantaciones.
—Aún es temprano.
—Es tarde; por mi parte, yo voy a entrar en casa. ¿Me promete que no vagará por el Hollow esta noche?
—Si usted me lo pide.
—Se lo pido. ¿Puedo preguntarle si considera usted que la vida no tiene valor?
—En absoluto. Muy al contrario, últimamente doy a mi vida un valor inestimable.
—¿Últimamente?
—Ahora la existencia no carece de sentido ni de esperanza para mí, como hace tres meses. Entonces me estaba hundiendo y deseaba que todo acabara de una vez. De repente, me tendieron una mano, una mano tan delicada que apenas me atrevía a confiar en ella; su fortaleza, sin embargo, me ha salvado de la ruina.
—¿Está usted realmente salvado?
—Por el momento; su ayuda me ha dado una nueva oportunidad.
—Viva para aprovecharla. ¡No se convierta en blanco de Michael Hartley, y buenas noches!
*
La señorita Helstone había prometido pasar la velada del día siguiente en Fieldhead: cumplió su promesa. En el ínterin, tristes habían sido sus horas. Se había pasado la mayor parte del tiempo encerrada en su dormitorio, del que sólo había salido, en realidad, para comer con su tío, y se había adelantado a las preguntas de Fanny, diciéndole que estaba ocupada retocando un vestido y que prefería coser arriba para que no la interrumpieran.
Sí que cosió: empleó la aguja sin cesar, pero su cerebro trabajaba más deprisa que sus dedos. Una vez más, y con mayor intensidad que nunca, deseó un empleo fijo, por muy oneroso o insoportable que fuera. Tendría que rogárselo una vez más a su tío, pero primero consultaría con la señora Pryor. Su cabeza se afanó en fraguar proyectos con la misma diligencia con que sus manos fruncían y cosían la fina textura del vestido veraniego de muselina extendido sobre el pequeño sofá blanco a los pies del cual se sentaba. De vez en cuando, mientras estaba así doblemente ocupada, sus ojos derramaban una lágrima que caía sobre sus ajetreadas manos, pero este signo de emoción era raro y se borraba rápidamente: la aguda punzada pasaba, la visión borrosa se aclaraba; volvía a enhebrar la aguja, volvía a colocar pliegue y adorno, y seguía cosiendo.
A última hora de la tarde, se vistió sola, se fue a Fieldhead y apareció en el gabinete de roble justo cuando se servía el té. Shirley le preguntó por qué llegaba tan tarde.
—Porque me he estado cosiendo el vestido —contestó Caroline—. Estos agradables días soleados empezaban a hacer que me avergonzara de mi vestido invernal de merino, así que he arreglado un vestido más ligero.
—Con el que estás tal como a mí me gusta verte —dijo Shirley—. Eres una personita con el aspecto de toda una dama, Caroline; ¿no es cierto, señora Pryor?
La señora Pryor no hacía jamás ningún cumplido, y pocas veces se permitía comentarios, favorables o no, sobre la apariencia personal. En aquella ocasión, se limitó a echar los rizos de Caroline hacia atrás acariciando el perfil ovalado de su mejilla, cuando se sentó junto a ella, y a señalar:
—Ha adelgazado un poco, cariño, y está un poco pálida. ¿Duerme bien? Sus ojos tienen una expresión lánguida. —Y la miró con inquietud.
—A veces tengo sueños melancólicos —respondió Caroline— y, si permanezco despierta una hora o dos en medio de la noche, no dejo de pensar en que la rectoría es un lugar viejo y triste. Ya sabe usted que está muy cerca del cementerio: la parte posterior de la casa es muy antigua y se dice que las dependencias de las cocinas estuvieron dentro del cementerio en otro tiempo y que debajo de ellas aún quedan tumbas. Siento grandes deseos de abandonar la rectoría.
—¡Querida mía! ¡No será supersticiosa!
—No, señora Pryor, pero creo que empiezo a sufrir de lo que llaman nerviosismo. Veo las cosas bajo una luz mucho más sombría que antes. Tengo miedos que antes no tenía, no de fantasmas, sino de presagios y calamidades, y siento un peso indescriptible sobre mi espíritu; daría cualquier cosa por librarme de él y no puedo.
—¡Qué extraño! —exclamó Shirley—. Yo nunca me siento así. —La señora Pryor no dijo nada.
—El buen tiempo, los días agradables, los paisajes placenteros son incapaces de complacerme —prosiguió Caroline—. Las noches serenas no lo son para mí: la luz de la luna, que antes me parecía plácida, ahora sólo es lúgubre. ¿Es esto debilidad mental, señora Pryor, o qué es? No puedo evitarlo; a menudo lucho contra ello, intento razonar, pero la razón y el esfuerzo no dan ningún fruto.
—Debería hacer más ejercicio —dijo la señora Pryor.
—¡Ejercicio! Hago ejercicio más que suficiente; hago ejercicio hasta caer rendida.
—Querida mía, debería irse de casa.
—Señora Pryor, me gustaría irme de casa, pero no para hacer una excursión o una visita sin sentido. Deseo ser institutriz como lo ha sido usted. Le agradecería infinitamente que hablara con mi tío al respecto.
—¡Tonterías! —interrumpió Shirley—. ¡Menuda idea! ¡Institutriz! Antes esclava que eso. ¿Qué necesidad tienes? ¿Cómo se te ha ocurrido un paso tan penoso?
—Querida mía —dijo la señora Pryor—, es muy joven para ser institutriz, y no es lo bastante robusta: los deberes que debe cumplir una institutriz a menudo son rigurosos.
—Y yo quiero deberes rigurosos que me mantengan ocupada.
—¡Ocupada! —exclamó Shirley—. ¿Cuándo estás ociosa? Jamás había visto a una joven más industriosa que tú; siempre estás trabajando. Ven —prosiguió—, ven, siéntate a mi lado y tómate un reconfortante té. ¿Tan poco te importa mi amistad, entonces, que deseas abandonarme?
—Me importa mucho, Shirley, y no deseo abandonarte. Jamás encontraré una amiga más querida que tú.
Al oír estas palabras, la señorita Keeldar cogió la mano de Caroline en un ademán impulsivo y afectuoso, que acentuó con la expresión de su rostro.
—Si eso crees, harías mejor en tratarme bien —dijo—, en lugar de huir de mí. Detesto separarme de las personas a las que he cogido cariño. También la señora Pryor habla a veces de dejarme y dice que podría encontrar una compañía mucho más provechosa que la suya. Sería lo mismo que si pensara en cambiar a una madre anticuada por otra más moderna y elegante. En cuanto a ti, pues empezaba a creer que éramos realmente amigas, que a ti te gustaba Shirley casi tanto como tú le gustas a ella, Shirley no escatima su afecto.
—Me gusta Shirley, me gusta más y más cada día, pero eso no me hace fuerte ni feliz.
—¿Y te haría fuerte y feliz irte a vivir como subordinada entre completos desconocidos? No, en absoluto, y el experimento no debe probarse. Yo te aseguro que fracasaría; no tienes carácter para soportar la vida desolada que suelen llevar las institutrices; caerías enferma. No quiero oír hablar más de ello.
Y la señorita Keeldar hizo una pausa, tras haber pronunciado esta prohibición en tono muy decidido. Pronto siguió hablando, todavía con aire courroucé[89]:
—Pero si mi mayor placer ahora es buscar cada día el pequeño sombrero y el chal de seda asomando entre los árboles del sendero, y saber que mi tranquila, sagaz y pensativa compañera e instructora vuelve a mí; que la tendré sentada en la habitación para poder mirarla, hablarle o dejarla tranquila, como a ella y a mí nos plazca. Puede que mi manera de hablar sea egoísta, sé que lo es, pero es la manera de hablar que brota de mis labios con toda naturalidad; por tanto, la utilizo.
—Te escribiría, Shirley.
—¿Y qué son las cartas? Tan sólo una especie de último recurso. Toma un poco de té, Caroline, come algo; no comes nada. Ríe, anímate y quédate en casa.
La señorita Helstone meneó la cabeza y suspiró. Se daba cuenta de las dificultades que tendría que vencer para convencer a todos de que la ayudaran o de que sancionaran aquel cambio en su vida que ella consideraba deseable. De poder seguir únicamente su propio criterio, creía que sería capaz de encontrar una cura para sus sufrimientos, dura quizá, pero efectiva. Pero su criterio, basado en circunstancias que no podía explicar totalmente a nadie, y menos aún a Shirley, eran incomprensibles y fantásticos a los ojos de todos menos a los suyos y, en consecuencia, todos se oponían.
En realidad no existía necesidad pecuniaria alguna que la obligara a dejar un cómodo hogar para «buscar empleo», y existían todas las probabilidades de que su tío tomara medidas para asegurar su porvenir. Así pensaban sus amigas, y en la medida en que les permitía ver lo poco que sabían, razonaban correctamente; pero de los extraños sufrimientos de Caroline, que tan ardientemente deseaba superar, o escapar de ellos, nada sospechaban. Era a la vez imposible e inútil explicarlo: esperar y resistir era su único plan. Muchos que carecen de ropa y alimentos llevan vidas más alegres y con perspectivas más halagüeñas que las que ella tenía; muchos, agobiados por la pobreza, sufren un tormento menos doloroso.
—Bien, ¿se ha tranquilizado tu espíritu? —preguntó Shirley—. ¿Consentirás en quedarte en casa?
—No la abandonaré si lo desaprueban mis amigas —fue la respuesta—, pero creo que con el tiempo se verán obligadas a pensar igual que yo.
Durante esta conversación, la señora Pryor parecía lejos de sentirse a gusto. Su extremada reserva habitual muy raras veces le permitía hablar con libertad o interrogar a los demás detenidamente. Se le ocurrían multitud de preguntas que no se atrevía a hacer jamás; mentalmente daba consejos que su lengua no pronunciaba. De haber estado a solas con Caroline, posiblemente habría dicho algo sobre aquel asunto; la presencia de la señorita Keeldar, aun estando acostumbrada a ella, selló sus labios. Entonces, como en un millar de ocasiones parejas, inexplicables escrúpulos nerviosos le impidieron entrometerse. Se limitó a mostrar su preocupación por la señorita Helstone de un modo indirecto, preguntándole si el fuego le daba demasiado calor, colocando un biombo entre la chimenea y ella, cerrando una ventana de donde imaginaba que procedía una corriente de aire, y mirándola a menudo con inquietud. Shirley volvió a hablar.
—Tras haber frustrado tu plan —dijo—, cosa que espero haber hecho, trazaré uno nuevo de mi propia cosecha. Todos los veranos hago una excursión. Este año tengo la intención de pasar dos meses en los lochs escoceses o en los lagos ingleses, es decir, iré siempre que accedas a acompañarme; si te niegas, no moveré un solo pie.
—Eres muy buena, Shirley.
—Sería muy buena, si tú me dejaras; estoy totalmente predispuesta a ser buena. Es mi desgracia y mi costumbre, lo sé, creerme superior a todos los demás, pero ¿quién no es como yo a ese respecto? Sin embargo, cuando al capitán Keeldar se le complace, cuando se le proporciona cuanto desea, incluida una compañera sensata y agradable, es su mayor placer dedicar los esfuerzos sobrantes a hacer feliz a esa compañera. ¿Y no seríamos felices, Caroline, en las Highlands? Iremos a las Highlands. Iremos, si resistes el viaje por mar, a las islas: las Hébridas, las Shetland, las Oreadas. ¿No te gustaría? Ya veo que sí. Señora Pryor, usted es testigo de que su rostro resplandece ante la mera mención del viaje.
—Me gustaría mucho —replicó Caroline, para quien, ciertamente, la idea de un viaje así no era sólo agradable, sino gloriosamente vivificante. Shirley se frotó la manos.
—Vaya, puedo hacer algo bueno —exclamó—. Puedo hacer una buena obra con mi dinero. Mis mil libras al año no son sólo sucios billetes de banco y amarillas guineas (pero dejadme que hable con respeto de ambas cosas, pues las adoro), sino que pueden ser salud para los decaídos, fuerza para los débiles, consuelo para los tristes. Estaba resuelta a usarlas para algo mejor que una hermosa y antigua casa en la que vivir y vestidos de raso que llevar; algo mejor que la deferencia de los conocidos y el homenaje de los pobres. Ya tengo por donde empezar. Este verano, Caroline, la señora Pryor y yo iremos a la costa del Atlántico Norte, más allá de las Shetland, quizá a las islas Feroe. Veremos focas en Suderoe y, sin duda, sirenas en Stromoe. Caroline se ríe, señora Pryor; yo la he hecho reír, le he hecho bien.
—Me gustaría ir, Shirley —repitió la señorita Helstone—. Anhelo oír el ruido de las olas, de las olas del océano, y verlas tal como las he imaginado en sueños, como lomas agitadas de luz verde, cubiertas de coronas de espuma más blancas que las azucenas que se desvanecen y reaparecen. Me encantaría pasar frente a las playas de esas solitarias isletas rocosas donde las aves marinas viven y crían sin impedimento. Seguiremos los pasos de los antiguos escandinavos, de los nórdicos: veremos casi las playas de Noruega. Es un deleite muy vago el que siento, transmitido por tu proposición, pero es un deleite.
—¿Pensarás ahora en Fitful-Head[90] cuando estés desvelada por las noches, en las gaviotas chillando en torno a la casa y las olas golpeándola, en lugar de pensar en las tumbas que hay bajo las cocinas de la rectoría?
—Lo intentaré, y en lugar de meditar sobre restos de mortajas y fragmentos de ataúdes y huesos humanos y moho, imaginaré focas tumbadas al sol en playas solitarias a las que ni pescadores ni cazadores se acercan jamás; en las grietas de las rocas llenas de huevos nacarados, sobre un lecho de algas marinas; en pájaros que cubren las arenas blancas en bandadas felices que no conocen el temor.
—¿Y qué se hará de esa inexpresable carga que, según dices, pesa sobre tu ánimo?
—Intentaré olvidarla fantaseando sobre el vaivén de todo el Gran Océano sobre una manada de ballenas nadando velozmente desde las zonas heladas a través del estruendo lívido y líquido: un centenar, quizá, sumergiéndose, emergiendo, dejándose arrastrar por la estela del patriarca, la ballena macho, lo bastante grande para haber sido engendrada antes del Diluvio: una criatura como la que el pobre Smart tendría en la cabeza cuando dijo:
Strong against tides, the enormous whale
emerges as he goes[91].
—Espero que nuestra barca no tropiece con semejante banco, o manada, como lo llamas tú, Caroline. Supongo que te imaginas a los mamuts marinos pastando al pie de las «colinas eternas», devorando un extraño forraje en los vastos valles sobre los que se agitan las olas del mar. No me gustaría que la ballena patriarca nos hiciera volcar.
—Supongo que esperas ver sirenas, Shirley.
—Desde luego una: no me conformaré con menos, y ha de aparecer del modo siguiente. Yo estaré paseando sola por la cubierta en una noche de agosto, contemplando y siendo contemplada por la luna llena; algo blanco aparecerá en la superficie del mar, sobre el que esa luna asciende en silencio y pende gloriosamente; el objeto resplandece y se hunde. Vuelve a emerger. Me parece oírle gritar con voz articulada. Te llamo para que subas desde el camarote: te muestro una imagen, blanca como el alabastro, surgiendo de la ola borrosa. Las dos vemos la larga cabellera, los brazos alzados, blancos como la espuma, el espejo ovalado fulgente como una estrella. Se acerca deslizándose: un rostro humano se hace plenamente visible, un rostro del estilo del tuyo, cuyos rasgos rectos y puros (disculpa la palabra, es apropiada), cuyos rasgos rectos y puros no desfigura la palidez. Nos mira, pero no con tus ojos. Veo una atracción preternatural en su astuta mirada: nos hace señas. De ser hombres, saltaríamos ante aquella señal, nos aventuraríamos en las frías aguas en pos de la hechicera aún más fría; como somos mujeres, estamos a salvo, aunque no sin temor. Ella comprende nuestra mirada impávida; se siente impotente; la ira cruza su rostro; no puede hechizarnos, pero nos horrorizará: se yergue y se desliza, descubriendo todo su cuerpo, sobre el oscuro borde de las olas. ¡Terrorífica seductora! ¡Semblanza monstruosa de nosotras mismas! ¿No te alegras, Caroline, cuando por fin, y con un chillido salvaje, se zambulle?
—Pero, Shirley, ella no es como nosotras: nosotras no somos seductoras, ni terroríficas, ni monstruos.
—Se dice que algunas de nuestro sexo son las tres cosas. Hay hombres que adscriben tales atributos a «la mujer» en general.
—Queridas mías —interrumpió aquí la señora Pryor—, ¿no les parece que su conversación ha sido bastante fantástica en los últimos diez minutos?
—Pero no hay ningún mal en nuestras fantasías, ¿no cree, señora?
—Sabemos que las sirenas no existen, ¿por qué hablar de ellas como si existieran? ¿Cómo puede interesaros hablar de un ser inexistente?
—No lo sé —dijo Shirley.
—Querida mía, creo que llega alguien. He oído pasos en el sendero mientras hablaban; ¿no es la verja del jardín la que chirría?
Shirley se acercó a la ventana.
—Sí, viene alguien —dijo, dándose la vuelta despacio y, cuando volvió a sentarse, un sensible rubor animaba su rostro, mientras un rayo tembloroso encendía y suavizaba sus ojos a la vez. Se llevó la mano a la barbilla, bajó la vista y pareció reflexionar mientras esperaba.
La sirvienta anunció al señor Moore y Shirley se volvió cuando el señor Moore apareció en la puerta. Su figura parecía muy alta cuando entró, comparada con la de las tres mujeres, ninguna de las cuales podía alardear de una estatura por encima de la media. Tenía buen aspecto, mejor que en los últimos doce meses: una especie de juventud renovada brillaba en sus ojos y daba color a sus mejillas, y una esperanza reforzada y un propósito decidido afirmaban su porte: la firmeza de su semblante se dejaba ver aún, pero no la austeridad; parecía tan risueño como serio.
—Acabo de regresar de Stilbro —dijo a la señorita Keeldar, después de saludarla—, y he pensado en venir a verla para comunicarle el resultado de mi misión.
—Ha hecho bien en no dejarme en la incertidumbre —dijo ella—, y su visita es muy oportuna. Siéntese; aún no hemos acabado el té. ¿Es usted lo bastante inglés para disfrutar con el té o se aferra lealmente al café?
Moore aceptó el té.
—Estoy aprendiendo a ser un inglés naturalizado —dijo—. Mis costumbres extranjeras me abandonan una por una.
Presentó entonces sus respetos a la señora Pryor, y lo hizo bien, con la grave modestia que convenía a su edad. Luego miró a Caroline —no por primera vez; su mirada se había posado ya antes sobre ella—: se inclinó ante ella, que seguía sentada, le dio la mano y le preguntó qué tal estaba. La luz de la ventana, a la espalda de la señorita Helstone, no la iluminaba: una respuesta tranquila, pero en voz baja, una actitud serena y la amigable protección del crepúsculo incipiente ocultaron todo signo delator. Nadie podía afirmar que hubiera temblado o se hubiera sonrojado, que su corazón se hubiera conmovido, ni que sus nervios se hubieran estremecido; nadie podía probar emoción alguna: jamás se intercambió un saludo menos efusivo. Moore se sentó en la silla vacía que había junto a Caroline, frente a la señorita Keeldar. Se había situado bien: su vecina, protegida de su escrutinio por su misma proximidad, y amparada más aún por la oscuridad que crecía por momentos, pronto recobró, no la mera apariencia, sino el dominio real de los sentimientos que se habían rebelado en cuanto se anunció el nombre de Moore por primera vez.
Moore dirigió su conversación hacia la señorita Keeldar.
—He ido al acuartelamiento —dijo—, y me he entrevistado con el coronel Ryde: ha aprobado mis planes y me ha prometido la ayuda que yo quería; en realidad, me ha ofrecido una fuerza mucho más numerosa de lo que le pedía; media docena bastarán. No es mi intención verme rodeado de casacas rojas. Los necesito más para intimidar que otra cosa; sobre todo confío en mis civiles.
—Y en su capitán —añadió Shirley.
—¿Quién, el capitán Keeldar? —preguntó Moore con una leve sonrisa, sin levantar la vista: el tono burlón con que lo dijo era muy respetuoso y contenido.
—No —replicó Shirley, respondiendo a su sonrisa—, el capitán Gérard Moore, que se confía sobre todo al valor de su brazo derecho, creo.
—Equipado con su regla de la oficina de contabilidad —añadió Moore. Volviendo a adoptar su gravedad habitual, prosiguió—: Con el correo de la tarde he recibido una nota del ministro del Interior en respuesta a la mía: al parecer les preocupa el estado de cosas aquí, en el norte; condenan sobre todo la indolencia y la pusilanimidad de los dueños de las fábricas; dicen, como siempre he dicho yo, que en las circunstancias actuales, la falta de iniciativa es criminal y que la cobardía es crueldad, puesto que ambas sólo pueden estimular el desorden y conducir finalmente a sublevaciones sanguinarias. Aquí está la nota; se la he traído para que la lea, y aquí tiene unos cuantos periódicos en los que se da cuenta de las acciones emprendidas en Nottingham, Manchester y los demás sitios.
Moore sacó cartas y periódicos y los desplegó ante la señorita Keeldar. Mientras ella los examinaba, él se tomó su té tranquilamente, pero, aunque su lengua estaba quieta, sus dotes de observación no parecían ociosas ni mucho menos. La señora Pryor, sentada más lejos, quedaba fuera del alcance de su vista, pero las dos señoritas se beneficiaban de ella plenamente.
A la señorita Keeldar, que estaba justo delante de él, la veía sin esfuerzo: ella era el objeto que sus ojos, cuando los alzaba, encontraban primero de forma natural, y, como lo que quedaba de la luz diurna —el resplandor dorado del oeste— le daba de lleno, su forma se destacaba en relieve sobre el oscuro revestimiento que quedaba a su espalda. Las pálidas mejillas de Shirley estaban aún teñidas del rubor que se había encendido en ellas hacía unos minutos: las pestañas oscuras de sus ojos mirando hacia abajo mientras ella leía. La oscura pero delicada línea de sus cejas, el brillo casi negro de sus rizos realzaban su cutis haciéndolo, por contraste, tan hermoso como una roja flor silvestre. Había una gracia natural en su actitud y un efecto artístico en los amplios y relucientes pliegues de su vestido de seda, un atuendo de formas sencillas, pero casi espléndido por el brillo cambiante de su color, pues trama y urdimbre eran de matices intensos y variables como el del cuello de un faisán. El brazalete centelleante que llevaba en el brazo ofrecía el contraste del oro y el marfil: había algo brillante en el conjunto. Es de suponer que Moore pensara esto mientras sus ojos se demoraban en ella durante largo rato, pero raras veces permitía que sus sentimientos o sus opiniones se exhibieran en su rostro: su temperamento tenía cierta cantidad de flema y prefería adoptar un aspecto reservado, que no era brusco, pero sí serio, a cualquier otro.
Mirando al frente, Moore no podía ver a Caroline, pues estaba sentada cerca de él; fue necesario en consecuencia maniobrar un poco para tenerla dentro de su campo de visión: Moore se recostó en la silla y la miró. En la señorita Helstone ni él ni nadie podría descubrir brillo alguno. Sentada en la sombra, sin flores ni adornos, con el modesto vestido de muselina que no tenía más color que sus estrechas rayas azul celeste, pálido el cutis, sin excitación, sus cabellos y ojos castaños invisibles bajo aquella tenue luz, era, comparada con la heredera, como un gracioso boceto a lápiz junto a un vivido cuadro. Desde la última vez en que Robert la había visto, un gran cambio se había operado en ella; puede que no averigüemos si él lo percibió o no: no dijo nada al respecto.
—¿Cómo está Hortense? —preguntó Caroline en voz baja.
—Muy bien, pero se queja de que no tiene en qué ocuparse: te echa de menos.
—Dile que la echo de menos y que escribo y leo algo de francés todos los días.
—Me preguntará si le has enviado saludos cariñosos: siempre es muy puntillosa. Ya sabes que le gustan las atenciones.
—Dale cariñosos saludos de mi parte, los más cariñosos, y dile que siempre que tenga tiempo para escribirme una nota, me alegrará recibir noticias de ella.
—¿Y si me olvido? No soy un mensajero fiable para los saludos corteses.
—No, no te olvides, Robert: no es un saludo cortés, lo digo muy en serio.
—¿Y por lo tanto ha de ser entregado puntualmente?
—Te lo ruego.
—Hortense soltará unas lágrimas. Se muestra muy sensible cuando se habla de su pupila; sin embargo, a veces te reprocha que hayas obedecido las órdenes de tu tío de forma tan literal. El afecto, como el amor, es injusto de vez en cuando.
Caroline no respondió a esa observación, pues ciertamente su corazón estaba turbado y se habría llevado el pañuelo a los ojos de haberse atrevido. De haberse atrevido, también, habría manifestado que hasta las flores del jardín de la casa del Hollow le eran queridas, que el pequeño gabinete de aquella casa era su paraíso terrenal, que anhelaba regresar a él, casi tanto como la primera mujer, en su exilio, debía de haber anhelado volver al Edén. No atreviéndose, empero, a decir esas cosas, guardó silencio: siguió callada junto a Robert, esperando a que él dijera algo más. Hacía mucho que no gozaba de aquella proximidad, que la voz de Robert no se dirigía a ella: de haber podido imaginar con algún viso de probabilidad, de posibilidad incluso, que aquel encuentro era placentero para él, habría supuesto para ella la más profunda dicha. Sin embargo, aun dudando de que a él le resultara agradable —temiendo que le molestara—, Caroline recibió la bendición de aquel encuentro como un pájaro encerrado celebraría la entrada de la luz del sol en su jaula; de nada servían argumentos, ni luchar contra la felicidad que sentía: estar cerca de Robert era revivir.
La señorita Keeldar dejó de leer.
—¿Y a usted le alegran todas estas noticias amenazadoras o le entristecen? —preguntó a su arrendatario.
—Ninguna de las dos cosas, exactamente, pero desde luego estoy avisado. Veo que nuestro único plan es mantenernos firmes. Veo que una preparación eficaz y una actitud resuelta son los mejores medios para evitar el derramamiento de sangre.
Moore inquirió luego a Shirley si había reparado en cierto párrafo en particular, a lo que ella respondió negativamente. Él se levantó para mostrárselo y continuó la conversación de pie ante ella. A tenor de lo que dijo, parecía evidente que ambos temían disturbios en la vecindad de Briarfield, aunque no especificaron de qué forma esperaban que se produjeran. Ni Caroline ni la señora Pryor hicieron preguntas: el asunto no parecía haber madurado lo suficiente para ser discutido abiertamente; en consecuencia, se permitió a la señora y a su arrendatario que se guardaran los detalles para sí, sin que los importunara la curiosidad de sus oyentes.
Al hablar con el señor Moore, la señorita Keeldar adoptaba un tono que era a la vez animado y digno, confidencial y decoroso. Sin embargo, cuando se trajeron las bujías encendidas y se atizó el fuego, y la abundancia de luz así conseguida volvió legible la expresión de su semblante, se dejó ver que Shirley era todo interés, vitalidad y seriedad; no había coquetería alguna en su comportamiento: fueran cuales fueran sus sentimientos hacia Moore, eran serios. Y serios eran también los sentimientos de Moore; además, por lo visto, su opinión ya estaba formada, pues no hacía ni el más mínimo esfuerzo por atraer, deslumbrar o impresionar. Ello no obstante, consiguió imponerse un poco, porque su voz más grave, aunque modulada con suavidad, y su intelecto algo más agudo de vez en cuando se imponían con alguna frase o tono perentorios, aunque de manera involuntaria, a la voz suave y la naturaleza susceptible, si bien elevada, de Shirley. La señorita Keeldar parecía feliz conversando con él, y su alegría parecía doble: una alegría por el pasado y el presente, por los recuerdos y las esperanzas.
Lo que acabo de describir son las ideas que tenía Caroline sobre la pareja; eso era lo que sentía. Sintiéndose así, intentaba no sufrir, pero grande era su sufrimiento. Lo cierto es que sufría de un modo espantoso: hacía unos minutos que su hambriento corazón había probado unas migajas del alimento que, dado con generosidad, habría devuelto la abundancia de vida donde la vida faltaba; pero el copioso festín le era arrebatado para serle servido a otra, y ella no era más que una mera espectadora del banquete.
El reloj dio las nueve: era la hora de que Caroline volviera a casa; recogió su labor, metió el bordado, las tijeras y el dedal en su bolsa, deseó buenas noches a la señora Pryor y ésta le apretó la mano con mayor efusión de la acostumbrada; Caroline se acercó a la señorita Keeldar.
—¡Buenas noches, Shirley!
Shirley se levantó de golpe.
—¿Cómo? ¿Ya te vas?
—Son las nueve pasadas.
—No he oído el reloj. Volverás mañana. Y esta noche estarás más contenta, ¿verdad? Recuerda nuestros planes.
—Sí —dijo Caroline—. No los he olvidado.
Caroline sospechaba que ni aquellos planes ni ningún otro podrían devolverle la tranquilidad del espíritu de manera permanente. Se volvió hacia Robert, que estaba muy cerca, detrás de ella. Cuando Moore alzó la vista, la luz de las bujías que había sobre la repisa de la chimenea dio de lleno sobre el rostro de Caroline: toda su palidez, todos los cambios, y la desesperanza que implicaban, quedaron plenamente expuestos. Robert tenía buen ojo y podía verlo si quería; pero tanto si lo vio como si no, no dio muestras de ello.
—¡Buenas noches! —dijo ella, temblando como una hoja y ofreciéndole con prisas su delgada mano, impaciente por separarse de él lo antes posible.
—¿Vuelves a casa? —preguntó él, sin aceptar la mano.
—Sí.
—¿Viene a buscarte Fanny?
—Sí.
—Podría acompañarte parte del camino, pero no hasta la rectoría, no vaya a ser que mi viejo amigo Helstone me pegue un tiro desde una ventana.
Rió y cogió su sombrero. Caroline habló de una molestia innecesaria; él le dijo que se pusiera el chal y el sombrero. Pronto estuvo lista y pronto se hallaban ambos al aire libre. Moore atrajo la mano de Caroline hacia el hueco de su brazo, según su costumbre, de esa manera que a ella le parecía siempre tan amable.
—Puedes ir más deprisa, Fanny —dijo Moore a la doncella—, nosotros te alcanzaremos. —Y cuando la chica se hubo adelantado un poco, rodeó la mano de Caroline con la suya y afirmó alegrarse de que fuera una visitante asidua de Fieldhead; esperaba que su amistad con la señorita Keeldar sería duradera; tal relación sería no sólo agradable, sino beneficiosa.
Caroline contestó que le gustaba Shirley.
—Y no cabe duda de que el sentimiento es mutuo —dijo Moore—. Si demuestra amistad, puedes estar segura de que es sincera: no sabe disimular; desprecia la hipocresía. Por cierto, Caroline, ¿no vamos a verte en Hollow’s Cottage nunca más?
—Supongo que no, a menos que mi tío cambie de opinión.
—¿Te sientes muy sola?
—Sí, bastante. No disfruto con ninguna compañía más que la de la señorita Keeldar.
—¿Has estado bien de salud últimamente?
—Muy bien.
—Tienes que cuidarte. No te olvides de hacer ejercicio. ¿Sabes que me has parecido algo cambiada, algo delgada y pálida? ¿Se muestra amable contigo tu tío?
—Sí; igual que siempre.
—Es decir, no demasiado afectuoso, ni protector ni atento. ¿Y qué es lo que te aflige, entonces? Dímelo, Lina.
—Nada, Robert. —Pero se le quebró la voz.
—Es decir, nada que quieras contarme; no vas a depositar tu confianza en mí. Así pues la separación va a convertirnos en completos desconocidos, ¿no?
—No lo sé; algunas veces temo que sí.
—Pero no debería tener ese efecto. «¿Hemos de olvidar viejas amistades y viejos tiempos[92]?».
—Robert, no he olvidado nada.
—Creo que hace dos meses desde la última vez que estuviste en casa, Caroline.
—Desde que estuve dentro, sí.
—¿Has pasado alguna vez por allí mientras paseabas?
—Alguna que otra tarde he llegado hasta el límite de los campos y he mirado hacia el valle. Una vez vi a Hortense en el jardín, regando sus plantas, y sé a qué hora enciendes la lámpara en la oficina de contabilidad: de vez en cuando he esperado hasta ver su resplandor; y te he visto inclinado entre la lámpara y la ventana. Sabía que eras tú; casi podía trazar tu perfil.
—Qué raro que nunca nos encontráramos; algunas veces paseo hasta el límite de los campos del Hollow tras el ocaso.
—Ya lo sé; una noche estuve a punto de hablarte, de tan cerca como pasaste.
—¿En serio? ¡Pasé cerca de ti y no te vi! ¿Iba solo?
—Te vi dos veces, y ninguna de las dos estabas solo.
—¿Quién me acompañaba? Seguramente no sería más que Joe Scott, o mi propia sombra a la luz de la luna.
—No, ni Joe Scott ni tu sombra, Robert. La primera vez estabas con el señor Yorke, y la segunda vez, lo que llamas tu sombra era una figura con el cutis blanco y rizos morenos, y un reluciente collar alrededor del cuello; pero sólo os vi un momento a ti y a esa bella sombra: no esperé a oír vuestra conversación.
—Al parecer eres invisible. Esta noche me he fijado en el anillo que llevas; ¿es el anillo de Giges[93]? A partir de ahora, cuando esté solo en la oficina de contabilidad, en medio de la noche, quizá, me permitiré imaginar que Caroline está tal vez inclinada sobre mi hombro, leyendo conmigo el mismo libro, o sentada a mi lado entretenida en sus propias tareas, levantando de vez en cuando sus ojos invisibles hacia mi rostro para leer en él mis pensamientos.
—No debes temer tal imposición: no me acerco; me limito a quedarme apartada, contemplando lo que te sucede.
—Cuando pasee a lo largo de los setos por la tarde, después de cerrar la fábrica, o de noche, cuando ocupo el lugar del vigilante, imaginaré que el aleteo de los pajarillos sobre sus nidos y el susurro de las hojas son tus movimientos; las sombras de los árboles tomarán tu forma; en las blancas flores de los espinos imaginaré ver destellos de ti. Lina, tu imagen me perseguirá donde vaya.
—Nunca estaré donde tú no me desees, ni veré ni oiré lo que no quieras que vea ni escuche.
—Yo te veré en la fábrica a plena luz del día; la verdad es que ya te he visto allí una vez. Hace apenas una semana estaba en un extremo de una de las naves y las chicas trabajaban en el otro extremo, y entre media docena de ellas, moviéndose de un lado a otro, me pareció ver una figura que se parecía a la tuya. Fue un efecto de la luz o de las sombras, o del sol que me deslumbraba. Me acerqué a aquel grupo; lo que buscaba se había escabullido: me encontré entre dos rollizas muchachas con delantal.
—No te seguiré al interior de tu fábrica, Robert, a menos que tú me lo pidas.
—No es la única vez que la imaginación me ha jugado una mala pasada. Una noche, volviendo a casa del mercado, entré en el gabinete de casa pensando encontrar allí a Hortense, pero en lugar de verla a ella me pareció verte a ti. No había velas encendidas; mi hermana se había llevado la luz arriba; la cortina de la ventana no estaba corrida y la luz de la luna entraba a raudales. Allí estabas tú, Lina, junto a la ventana, un poco encogida hacia un lado, en una actitud bastante habitual en ti. Vestías de blanco, como te he visto en otras veladas. Durante medio segundo, tu rostro joven y vivaz parecía vuelto hacia mí, mirándome; durante medio segundo pensé en acercarme y cogerte la mano, en reprocharte tu larga ausencia y expresar mi alegría por tu regreso. Dos pasos hacia adelante rompieron el hechizo: el contorno del vestido cambió; los tintes de tu cutis se esfumaron, volviéndose informes; decididamente, cuando llegué a la ventana no quedaba nada más que el vuelo de una cortina de muselina blanca y una balsamina en un macetero, cubierta por un rubor de flores. Sic transit, etcétera.
—¿No era mi fantasma entonces? Por un momento he pensado que lo era.
—No, sólo gasa, loza y flores rosas: una muestra de las ilusiones terrenales.
—Me extraña que tengas tiempo para tales ilusiones, con lo llena de cosas que debes de tener la cabeza.
—Es cierto, pero en mí hay dos naturalezas, Lina: una para el mundo y los negocios, y otra para el hogar y el ocio. Gérard Moore es un hueso duro de roer, educado para fábricas y mercados; la persona a la que llamas primo Robert es a veces un soñador que vive lejos de la pañería y la oficina de contabilidad.
—Las dos naturalezas te sientan bien; creo que tu ánimo y tu salud son buenos: has perdido por completo ese aire atormentado que, hace unos meses, le dolía a uno verte en la cara.
—¿Es eso lo que ves? Desde luego me he desembarazado de ciertas dificultades: he sorteado los bancos de arena y estoy en mar abierto.
—¿Y con viento favorable, puedes esperar ahora realizar un viaje apacible?
—Puedo esperarlo, sí, pero la esperanza es engañosa: no hay modo de dominar ni el viento ni las olas; rachas y oleajes inquietan sin cesar el rumbo del marino, que no osa desechar de sus pensamientos la perspectiva de la tempestad.
—Pero estás preparado para el viento; eres un buen marino, un hábil capitán; eres un hábil piloto, Robert: capearás el temporal.
—Mi prima siempre piensa lo mejor de mí, pero tomaré sus palabras como auspicio favorable: pensaré que, al encontrarla esta noche, he encontrado uno de esos pájaros cuya aparición es para el marino presagio de buena suerte.
—Pobre presagio de buena suerte puede ofrecer la que no puede hacer nada, ni tiene ningún poder. Conozco mis carencias: no sirve de nada decir que tengo la voluntad de servirte, si no puedo demostrarlo; sin embargo, tengo esa voluntad. Deseo que triunfes; te deseo fortuna y auténtica felicidad.
—¿Cuándo me has deseado otra cosa? ¿Qué está esperando Fanny? ¿No le he dicho que se adelante? ¡Oh! Hemos llegado al cementerio; entonces, supongo que tendremos que despedirnos aquí; podríamos habernos sentado unos minutos bajo el pórtico de la iglesia si la chica no hubiera venido con nosotros. Hace una noche tan agradable, tan estival, que no me apetece volver todavía al Hollow.
—Pero ahora no podemos sentarnos bajo el pórtico, Robert.
Caroline decía esto porque Moore le hacía volverse hacia allí.
—Quizá no, pero dile a Fanny que entre; dile que ahora vamos; sólo serán unos minutos.
El reloj de la iglesia dio las diez.
—Mi tío saldrá a hacer su ronda habitual de vigilancia, y siempre pasa por la iglesia y el cementerio.
—¿Y qué? Aparte de Fanny, ¿quién sabe que estamos aquí? Me divertiría escabullirme y esquivarlo. Podríamos estar bajo la ventana del lado este cuando él vaya al pórtico; cuando diera la vuelta hacia el lado norte, podríamos volver hacia el lado sur. De ser necesario, podríamos escondernos detrás de alguno de los monumentos funerarios: ese tan alto de los Wynne nos ocultaría completamente.
—¡Robert, qué buen humor tienes! ¡Vete, vete! —añadió Caroline apresuradamente—. Oigo la puerta principal…
—No quiero irme; al contrario, quiero quedarme.
—Sabes que mi tío se encolerizaría: me prohibió verte porque eres un jacobino.
—¡Extraño jacobino!
—Vete, Robert, viene hacia aquí; le oigo toser.
—Diable! Es extraño… ¡qué pertinaz deseo de quedarme siento!
—Recuerda a Fanny y lo que le hizo a su… —empezó Caroline, pero se interrumpió bruscamente. Enamorado era la palabra que debería haber seguido, pero no pudo pronunciarla; parecía calculada para sugerir ideas que ella no tenía intención de sugerir; ideas ilusorias y perturbadoras. Moore tuvo menos escrúpulos.
—¿A su enamorado? —dijo de inmediato—. Le dio una ducha con la bomba, ¿no es eso? Seguro que a mí me haría lo mismo con sumo gusto. Me gustaría provocar al viejo turco, pero no quiero perjudicarte a ti. No obstante, distinguiría entre un primo y un enamorado, ¿no?
—¡Oh! No pensaría en ti como tal, desde luego que no; las discrepancias que os separan son exclusivamente políticas, pero no quisiera que la brecha se agrandara, y es muy irritable. Ahí está, en la verja del jardín. ¡Por tu propio bien y por el mío, Robert, vete!
Estas palabras se acompañaron de un gesto suplicante y de una mirada que aún lo era más. Moore cubrió un instante las manos enlazadas de Caroline con las suyas; respondió a la mirada de los ojos alzados de su prima, bajando la vista para mirarla; dijo: «¡Buenas noches!», y se fue.
Pasado un instante, Caroline siguió a Fanny por la puerta de la cocina; la sombra del sombrero de teja cayó en aquel mismo momento sobre una tumba iluminada por la luna; el rector emergió de su jardín tieso como una vela, y siguió andando lentamente con las manos a la espalda, atravesando el cementerio. Moore estuvo a punto de que lo pillaran: al final tuvo que «escabullirse», rodear el edificio de la iglesia y agachar su alta figura tras el ambicioso monumento de los Wynne. Allí se vio obligado a esconderse durante sus buenos diez minutos, con una rodilla hincada en tierra, el sombrero en la mano, los rizos expuestos al rocío, los ojos negros brillantes, y los labios entreabiertos por una risa interior motivada por aquel trance, pues el rector, mientras tanto, contemplaba las estrellas fríamente y aspiraba su rapé a menos de tres pasos de él.
Sucedía, empero, que el señor Helstone no albergaba la más mínima sospecha, pues, no estando por lo general más que vagamente informado de los movimientos de su sobrina, ni creyendo que valiera la pena seguirlos de cerca, no sabía que Caroline había pasado todo el día fuera y la suponía ocupada en una labor o un libro en su dormitorio, donde realmente estaba ahora, pero no absorta en la tranquila actividad que él le atribuía, sino de pie junto a la ventana con el corazón en vilo, asomándose con inquietud por detrás de la cortina, esperando que su tío volviera a entrar en la casa y que su primo pudiera escapar. Finalmente se vio complacida: oyó que el señor Helstone volvía a entrar y vio que Robert dejaba atrás las tumbas a grandes zancadas y saltaba el muro; entonces bajó para rezar. Cuando regresó a su dormitorio, fue para reunirse con el recuerdo de Robert. Mucho tiempo esquivó el sueño; mucho tiempo estuvo sentada junto a la celosía, mucho tiempo contempló el viejo jardín y la iglesia más vieja aún, y las tumbas grises y tranquilas y claras, desperdigadas a la luz de la luna. Siguió los pasos de la noche por su camino de estrellas hasta mucho después de la madrugada. Estuvo con Moore, en espíritu, durante todo el tiempo: estaba a su lado, oía su voz, tenía la mano en su mano, cálida entre sus dedos. Cuando el reloj de la iglesia daba las horas, cuando se oía cualquier otro sonido, cuando un ratoncito familiar en su dormitorio, un intruso para el que no permitiría jamás que Fanny colocara una ratonera, hacía tintinear sobre la mesa del tocador la cadena de su guardapelo, su único anillo y un par de dijes más, y mordisquear un trozo de galleta que había dejado allí para él, Caroline alzó la vista, devuelta momentáneamente a la realidad. Casi en voz alta, como desaprobando la acusación de alguien que, invisible e inaudible, la controlaba, dijo:
—No son sueños de amor. Sólo pienso porque no puedo dormir. Ya sé que se casará con Shirley.
Con el retorno del silencio, con la tregua del carillón y la retirada de su pequeño protegido desconocido y sin domesticar, Caroline reanudó una vez más el sueño, cercano a la visión, escuchándolo, conversando con él. Por fin se difuminó; a medida que se acercaba la aurora, las estrellas a punto de ponerse y el día a punto de nacer oscurecieron la creación de la fantasía; los trinos de los pájaros despertaron para acallar sus susurros. La historia llena de pasión y de inquietud se convirtió en un vago murmullo llevado por el viento matinal. La forma que, vista a la luz de la luna, vivía, tenía pulso y movimiento, el brillo de la salud y la frescura de la juventud, se volvió fría y de un gris espectral bajo el color rojo del sol naciente. Por fin Caroline se quedó sola; se arrastró hasta la cama, helada y triste.