CAPITULO II

 

Era su última ficha y Percy Kallenby la contempló tristemente. No le pesaba de una forma particular la pérdida de las doscientas libras con que había iniciado el juego, pero sí la estupidez con que había accedido a la propuesta de un buen amigo, que le había llevado a aquel lujoso casino, que para Kallenby era más bien una timba en donde sólo la casa tenía la absoluta seguridad de ganar.

La casa de juego, con distintos departamentos, según las aficiones de los clientes, estaba repleta. Hermosas damas, con grandes escotes y profusión de joyas, caballeros vestidos de etiqueta, camareros amables, discretos y eficaces..., pero el dueño y sus empleados, todos ladrones, de los pies a la cabeza, pensó Percy, sin omitir siquiera a la atractiva muchacha, de cortos y brillantes cabellos negros que, contra la costumbre, era croupier en la mesa de ruleta, sobre la que se disponía a apostar su última ficha de diez libras.

Percy había estado observando largo rato las veleidades de la bolita. En ningún momento se había detenido en una casilla sobre la que se hubieran hecho puestas de importancia. Aquella ruleta, se habría dejado cortar un brazo, estaba trucada. Un freno de pie y...

En fin, pensó, gajes del oficio... y doscientas libras que anotaría en la cuenta de gastos como una especie de inversión para futuros negocios con el amigo al cual se había visto obligado a acompañar. Por supuesto, tenía más dinero encima, pero no pensaba cambiar un solo penique. Con lo perdido era suficiente.

La chica de la ruleta era muy bonita. Incluso le pareció fuera de lugar en aquel ambiente. Había otras «damas» en el casino y su aspecto resultaba inequívoco. Aquella muchacha no casaba demasiado bien con la atmósfera de la timba, lujosa, elegante y costosa, pero timba al fin y al cabo, en donde, con la mayor suavidad y bajo la resplandeciente luz de las arañas de cristal, se desplumaba a los clientes tan eficazmente como un ladrón en cualquier oscura callejuela del Soho.

Al fin, Percy se decidió y arrojó su ficha sobre un número cualquiera. La ruleta empezó a dar vueltas, después de que la bonita croupier anunciase que ya no se admitían más puestas. A Percy se le antojó que ella le hacía un disimulado guiño de ojos. Debía de ser ilusión suya. Si era realidad, había sido un guiño muy rápido, que sólo él podía haber visto.

¿Había alguna razón?, se preguntó.

Percy tuvo la respuesta segundos más tarde. La bolita cayó en su número. Había acertado un pleno. Treinta y seis veces la puesta. Trescientas sesenta libras.

Apresuradamente, recogió las fichas que la raqueta había empujado hacia su casilla. En medio de todo, la noche no se había dado mal. Ni que le jurasen una docena de plenos seguidos iba a arriesgar una sola libra más.

La croupier se levantó y cedió su puesto a un suplente. Percy fue a la caja y cambió sus fichas. Su amigo, apreció, estaba de palique con una escotada dama, de pelo rubio muy brillante y senos tan redondos y erectos que le hicieron pensar en unos globos hinchados con aire a alta presión.

El hombre parecía tan fascinado por la visión de Aquellas orondas redondeces, que no veía nada de lo que pasaba a su alrededor. Percy supo así que tendría que regresar solo a casa. No lo lamentó; su amigo, en ocasiones, se ponía verdaderamente pesado. Que lo aguantase la rubia de los pechos como balones de fútbol. Lo haría con gusto... y mediante un precio nada económico.

Percy buscó el lavabo. Al salir, creyó oír voces al otro lado de una puerta. Una de las voces pertenecía a una mujer.

De pronto, oyó el inconfundible chasquido de una bofetada, seguido de una queja hecha en agudos tonos.

Frunciendo el ceño, abrió la puerta. Aunque sabía que iba a meterse en terreno ajeno, no le agradaban los tipos que pegaban a las mujeres, aunque fuesen las propias. Entonces, con gran sorpresa, vio a la croupier, sentada en el suelo, con las faldas hasta más arriba de las rodillas y el pelo completamente revuelto.

Un hombre se inclinó hacia ella y, asiéndola por un brazo, la hizo ponerse en pie.

—¡Perra! ¡Te has puesto de acuerdo con ese tipo, para repartiros las ganancias...!

—Sin duda, el caballero se refería a mí —dijo Percy.

El hampón, porque lo era, pese a su elegante traje de etiqueta, se volvió, vivamente sorprendido.

—Lárguese, no moleste —dijo de mal humor.

—Es usted el que me está molestando —contestó Percy, sin amilanarse por el tono hostil del sujeto.

Se acercó a la muchacha y vio que tenía encarnada la mejilla izquierda.

—Lo que me suponía, este tipo la ha golpeado —añadió. La chica asintió tímidamente. Percy sonrió.

De pronto disparó el puño izquierdo y lo hundió en el estómago del hampón, que se curvó agónicamente sobre sí mismo. Luego empleó el puño derecho contra la mandíbula del sujeto. Finalmente, simuló sacudirse el polvo de las manos y dirigió una alegre sonrisa a la muchacha.

—Listos —dijo, sin mirar siquiera a! hampón que yacía en el suelo, abierto de brazos y piernas—. Apostaría algo bueno a que está pensando en abandonar este elegante pero infecto tugurio —añadió.

—Así es, precisamente hoy iba a despedirme...

—Me llamo Percy Kallenby —se presentó el joven—. Puede llamarme Percy a secas y, si no me juzga como un vulgar conquistador, me agradaría mucho acompañarla hasta su casa, señorita...

—Dunghannon, Alice Dunghannon —contestó ella—. Acepto encantada su compañía, Percy. A decir verdad, ya estaba más que harta del empleo y pensaba marcharme hoy mismo, pero a Ted Gillian no le ha gustado demasiado mi decisión, aparte de otras cosas que no hay por qué mencionar, y por eso me ha pegado.

—Siento una desilusión enorme, Alice. Creí haber oído algo de repartir ganancias conmigo —dijo Percy alegremente—. ¿O necesito una buena limpieza de oídos?

—No, ha escuchado bien —replicó la chica—. Pero... Percy agarró desenvueltamente el brazo de Alice.

—Me lo contará por el camino —la interrumpió—. ¿Tiene algo que recoger, muchacha?

—Mi abrigo y el bolso, Percy.

—Muy bien, vamos, pues, en su busca y... De repente, un hombre les cortó el paso.

—Hola —dijo Heoghill secamente—. He oído decir que te marchas, Alice.

—Es cierto —respondió la chica.

—Se marcha, Norrie —confirmó Percy—. Alice no quiere continuar un día más en una casa donde se roba a la gente sin necesidad de ponerles una pistola al pecho. Ella no quiere seguir siendo cómplice de unos ladrones, y apruebo su conducta incondicionalmente.

La cara de Heoghill se puso aún más roja que de costumbre.

—Kallenby, usted y yo hemos chocado más de una vez, pero nunca con demasiada violencia. No me obligue a emplearla como yo sé.

—Señor Heoghill, la última vez que nos enfrentamos, usted sobornó o amedrentó a los testigos; por eso no es huésped preferente en una de las cárceles de Su Majestad. Pero le doy mi palabra que si no deja pasar a esta chica, será huésped del mejor hospital de Londres. ¿Está claro?

Heoghill apretó los labios. Vio a su acólito caído en el suelo y quiso saber lo ocurrido.

—¿Por qué le ha pegado, Kallenby?

—No me gustan los valientes que golpean a las mujeres. Y eso va también por usted, Norrie. Hasta ahora no me he enterado de que esta timba, a la cual he acudido por casualidad, le pertenece, pero puede estar seguro de que jamás volveré a poner los pies en ella. De modo que, si no quiere que la gresca continúe, apártese a un lado y déjenos marchar.

—No quiero jaleos —refunfuñó Heoghill—, En cuanto a su decisión de no volver más por mi casa, no puedo por menos de felicitarle.

—Gracias. ¿Vamos, Alice?

—Sí, Percy.

Cuando la joven pasaba por su lado, Heoghill extendió un índice amenazador:

—Alice, si un día necesitas un empleo, piensa que aquí siempre faltan mujeres de limpieza —dijo ofensivamente.

Percy se volvió rápidamente y, con los dos dedos juntos de su mano derecha, sacudió un vivo papirotazo en aquel índice todavía extendido. Se sintió muy complacido al oír el grito de dolor que lanzaba Heoghill y el gesto inevitable de llevarse la mano bajo el grasiento sobaco. Luego, riendo alegremente, empujó a la chica hacia el vestuario.

—No tarde, recuerde que la espero —dijo.

Mientras, Heoghill entraba en el cuarto y despabilaba a puntapiés al inconsciente hampón. Se preguntó si Tod Gillian encajaría dentro del cuadro de las perspectivas que tenía para el futuro. Tres días más tarde, tenía que viajar a Shagmore Hall... y los tipos como Gillian no eran los más adecuados para actuar en aquella lujosa residencia.

 

* * *

Percy abrió la portezuela, para que Alice ocupara un sitio en el coche, y luego se sentó tras el volante. Dio el contacto, arrancó, buscó un hueco en el no demasiado abundante tránsito y, finalmente, se volvió sonriendo hacia la muchacha.

—Bien, Alice, y ahora dígame una cosa: ¿hizo o no hizo trampa conmigo?

—Lo admito —contestó ella—. Frené la bola..., pero fue porque me dio lástima.

—¿Lástima yo? —se asombró él.

—Claro. Tenía una cara de desesperado imponente. Ya me lo veía colgado de un árbol o con la sien atravesada por una bala...

—Oh, por favor, Alice, la vida es muy bella. Aparte de que no tengo en absoluto vocación de suicida, lo que usted vio en mí fue el fastidio de haber jugado más bien por acompañar a un amigo que por necesidad. Hombre, no desdeño las ganancias, pero si hubiese perdido el dinero que había decidido arriesgar... Bueno, tampoco lo hubiese lamentado hasta el punto de pensar en el suicidio.

—Vaya, entonces me engañé con usted —dijo la chica.

—Quizá, pero no hablemos ya de ello. ¿Es cierto que pensaba despedirse?

—Sí. En primer lugar, voy a residir una temporada con una tía anciana, en el campo, a sesenta millas de Londres. Me ha pedido que le haga compañía y no puedo negárselo. Es la única familia que me queda en este mundo, su salud ya no es muy buena y... Luego, claro, vienen los otros motivos. Estaba harta ya de robar a la gente.

—Entonces, en esa ruleta se hacen trampas. Alice rió amargamente.

—En todo el casino no hay un juego honesto —contestó—. Los que advierten algo sospechoso y protestan, son sacados discretamente y apaleados con una brutalidad de la que no puede usted hacerse una idea siquiera. Tengo entendido que han sucedido cosas más graves, pero no puedo asegurar nada al respecto. En todo caso, Norrie es un hombre que sabe actuar con una absoluta discreción.

—De eso no me cabe la menor duda —respondió Percy—. Pero, dígame, ¿cómo una chica de su clase pudo trabajar en ese antro?

—Las cosas se hacen siempre por ignorancia —respondió ella—. Primeramente, entré como camarera; no tenía trabajo, ofrecían un buen sueldo... y claro, cuando una es nueva, todo parece fácil y bonito... Luego, Norrie se fijó en mí y me dijo que procurase entrenarme para croupier; ganaría más, aparte de que ello atraía a los clientes... Entonces fue cuando empecé a introducirme en los secretos del negocio... y seguí durante una temporada, hasta que no pude más. De todos modos, si no hubiera sido por la llamada de mi tía, no sé qué hubiera hecho...

—Se compadeció de mí —rió el joven.

—Ya le he dicho que le confundí, y me alegro de ello. Usted, por lo visto, no siente demasiadas simpatías hacia Heoghill.

—Ninguna, Alice. Hemos tenido un par de encontronazos y la verdad es que no he salido muy bien parado, aunque tampoco lo lamento demasiado. Tarde o temprano, los tipos como Heoghill acaban mal.

—A mí ya no me importa lo que pueda sucederle. Espero no volver a verle en los días de mi vida.

La conversación tomó luego otros derroteros. Finalmente, llegó la hora de la despedida.

Percy se apeó frente a la casa donde vivía Alice y tomó sus manos con las suyas.

—Dígame dónde va a residir a partir de ahora —solicitó—. Quizá un fin de semana, si hace buen tiempo, vaya a invitarla a dar un paseo por el campo.

Alice sonrió.

—Estaré en Wilkeshire, Grobbs Farm —contestó.

—Iré a verla —prometió Percy.

Aquella noche, al meterse en la cama, Percy sé preguntó si no había formulado una promesa con demasiado ligereza. Alice era encantadora, pero quizá no valía la pena un viaje de sesenta millas de ida y otras tantas de vuelta, para estar unas horas con la muchacha. Pero, de todos modos, aún no había llegado el momento de la decisión, por lo que lo mejor era dar de lado el problema hasta que llegase el instante de atacarlo en un sentido u otro. Dio media vuelta, cerró los ojos y, a los pocos minutos, dormía como un tronco.