CAPÍTULO IX

 

El coche pasó a marcha lenta por el centro de la calle mayor de Wilkeshire. Edith Frisby lo vio desde la ventana de su casa. Consultó la hora. Iban a dar las seis y media de la tarde.

Sonrió para sus adentros. Una hora más tarde, sería dueña de dos mil libras esterlinas. A! día siguiente, tomaría un taxi que la llevaría a la estación de Hampstell Court. En esta localidad, antes de subir al tren, hablaría con un agente de fincas, que se encargaría de vender su casa. Luego...

A las siete y media, ya noche cerrada, avistó las luces de Shagmore Hall. Enfiló el camino que conducía a la puerta principal, pero apenas franqueada la entrada del parque, una sombra se destacó del tronco de un gran olmo que había en aquel lugar.

Edith sintió una especie de golpe en el pecho.

—Uf, me ha asustado —exclamó, casi en el acto—. Creí que me aguardaría en su casa...

El hombre no contestó. Seguía avanzando con paso mecánico hacia ella.

—Oiga, no me gustan las bromas... ¡Señor Weston! —De súbito, Edith lanzó una exclamación ahogada—. ¡Usted no es Weston!

Fue lo último que dijo. Dos manos, de poderosos dedos, se cerraron en torno a su cuello. Edith pataleó y se debatió, pero todo fue inútil.

Demasiado tarde comprendió que había ido al encuentro de una trampa. Ya no se podía rectificar.

«Rock» ladró agudamente en aquel momento. Alice, sentada junto al fuego, se sobresaltó.

Los ladridos del perro se convirtieron en un lamentoso ulular. Alice se puso en pie, caminó hacia la ventana y apartó los visillos.

La noche era muy oscura. No se veía nada.

Pero el perro presentía algo siniestro. De súbito, Alice concibió una idea.

Corrió a una consola, abrió el primer cajón y sacó una linterna. Se asomó a la cocina, dijo a su ama de llaves que iba a salir unos momentos y luego se dirigió hacia la puerta posterior.

Atado a la cadena, «Rock» gemía lastimeramente. Alice se inclinó un momento y le acarició la cabeza varias veces. El perro calló.

Inmediatamente, Alice echó a correr. El instinto le decía que iba a ver algo horrible y, aunque sentía un miedo espantoso, no se hubiera vuelto atrás por nada del mundo.

Si sus presentimientos eran ciertos, ganaría en velocidad al hombre muerto en 1701. Lord Edgard, si realmente había vuelto a la vida, no podía caminar de distinta forma a la que ella había visto en una ocasión.

De cuando en cuando, encendía unos instantes la linterna, para evitar tropezones desagradables. Antes de un cuarto de hora, estaba en el lindero del cementerio.

Agazapada tras una Sápida vertical de buen tamaño, esperó. Diez minutos después, creyó oír pasos.

Una silueta, que se movía con cierta lentitud, apareció ante sus ojos. Súbitamente, movida por un impulso irresistible, Alice se puso en pie, saltó hacia adelante y enfocó los rayos luminosos de su linterna a la cara del sujeto.

Estuvo a punto de gritar. Ahora, el asombro, más que el terror, la hicieron dar un paso atrás. Lord Edgard pasó por su lado, sin dar muestras de haberla visto, impasible, con el rostro tan inmutable como si estuviese tallado en piedra.

Alice giró lentamente a medida que el muerto-vivo pasaba por delante de ella. En silencio, le vio llegar junto al panteón, abrir la verja de hierro y penetrar en su interior.

Ya no quiso seguir mirando más. Dio media vuelta y huyó.

 

* * *

 

Había terminado de cenar hacía poco y revisaba mentalmente todo lo que tenía preparado para su próximo viaje a Grobbs Farm. De pronto, sonó el teléfono.

Percy se acercó el aparato a la oreja.

—Kallenby —dijo.

La voz de la muchacha sonó con gran excitación.

—¡Percy, le he visto! —Gritó Alice—. Ahora estoy segura. Es él, Lord Edgard... Está vivo... Bueno, al menos se mueve como si estuviera vivo...

—¡Muchacha! —Respingó Percy—. ¿Estás segura?

—Sí. Fui al cementerio... Me escondí detrás de una lápida y aguardé unos minutos. Luego vi venir a un hombre, que caminaba de la misma forma que te conté... No sé de dónde saqué las fuerzas, pero me puse frente a él...

—¡Imprudente! —se estremeció el joven.

—Tenía que hacerlo, compréndelo. Había llevado una linterna y quería comprobar mis sospechas. No, no cabe la menor duda; es él, Lord Edgard.

—Y bien, ¿qué pasó a continuación?

—Me retiré un poco. El no se detenta, ni yo quería pararlo... Le vi llegar al panteón, abrir la cancela, meterse dentro...

—¿Miraste luego dentro del panteón?

—Oh, no... Creo que ya me había acobardado bastante... Pero, Percy, eso que te estoy contando ha sucedido no hace todavía una hora, ¿comprendes?

—Hay algo que me extraña —dijo él—. Si está en el sarcófago, ¿cómo puede levantar la tapa de granito? Más todavía, ¿cómo la coloca después?

—No lo sé... ¿No me dijiste tú que tenías la solución para ese problema?

—Yo sí, pero desde afuera. Desde dentro, la cosa, como puedes comprender, varía. Pero no te preocupes; mañana encontraremos la solución y saldremos definitivamente de dudas.

—No sé si podré dormir esta noche...

—Cierra bien puertas y ventanas y deja suelto al perro; es la mejor protección —aconsejó él.

—Así lo haré, Percy.

—Ah, olvidaba decirte una cosa. Ya conozco, o creo conocer, mejor dicho, los motivos de Weston.

—¿Sí?

—El dinero. He llegado a saber que de todo lo que hay en Shagmore Hall no le pertenece ni el valor de un cenicero de propaganda.

—¡Percy!

—Como lo oyes. Está arruinado hace mucho tiempo y concertó con un Banco una fortísima hipoteca sobre Shagmore Hall. También me he enterado de que es muy aficionado a las carreras de caballos.

—No me digas...

—Bueno, a las apuestas. Eso es lo que le ha llevado a la ruina.

—Pero hace poco ganó cincuenta mil libras —le recordó ella.

—Oh, habrá conseguido de este modo una prórroga del Banco o tal vez destinó el dinero a pagar los intereses..., sin olvidar que también tiene que vivir. En fin, en cierto modo, es algo secundario... Pero ahora que caigo, ¿cómo se te ocurrió ir al cementerio, a tiempo para ver a Lord Edgard?

—Es verdad, lo había olvidado —respondió Alice—. Te lo dije en una ocasión, creo.

«Rock» empezó a ladrar y a aullar lastimeramente. No sé por qué, pero presentí que podía suceder algo...

—Y ha sucedido.

—Sí.

—Lord Edgard estaba fuera de su tumba. ¿Por qué? Pero era una pregunta a la que Alice no podía contestar. La que sí hubiera podido decir algo al respecto, era Edith Frisby.

Y estaba muerta.