CAPÍTULO X
Durante dos días no ocurrió nada de particular. La existencia en la isla se deslizaba plácida y monótonamente, aunque para Imógene sólo había monotonía. Miraba continuamente en todas direcciones, ansiosa, ávidamente, con vivísimos deseos de saber más cosas, pero no encontraba otra cosa que rostros sonrientes e inescrutables. Puesto que Barain se había ofrecido a desvelar el misterio de las frases pronunciadas por Sue Tomoté antes de morir, ella no se atrevía a realizar la menor investigación en tal sentido. Dábase cuenta de que estaba en vísperas de saber sensacionales revelaciones respecto a la muerte de su hermano, pero no, tenía la menor idea de la clase de tales revelaciones. La única seguridad que tenía era que Raymond había muerto, asesinado. Ahora sólo faltaba averiguar dos cosas, clásicas ambas en todo crimen: la identidad del asesino y sus motivos.
Se preguntó qué habría hecho Barain para hacer desaparecer el cadáver de Sue. Prefirió no pensar en ello; era algo que le ponía enferma.
Al atardecer del tercer día después de la muerte de Sue, se tropezó bruscamente con André Lerap.
—¿Qué tal, miss Driscoll? —preguntó untuosamente el jefe del puesto comercial de Rurutu—. ¿Se encuentra a gusto en nuestra isla?
Ella se esforzó por sonreír.
—La vida es un poco aburrida, aunque, hay que reconocerlo, paradisíaca.
—Sí, Rurutu es un oasis de paz en este mundo convulsionado en que vivimos —convino Lerap—. Yo no lo abandonaría por nada, se lo aseguro. Y son muchos los que piensan como yo. Más de uno vino a esta isla con ánimo de pasar en ella una temporada y luego se quedó para siempre.
Lerap sonreía anchamente, pero Imógene creyó encontrar en sus palabras un siniestro significado.
—Mi hermano, por ejemplo —dijo, sorprendiéndose de su propia audacia.
Lerap sacó un gran pañuelo de chillones colorines y se enjugó la abundante transpiración de su rostro.
—La muerte de su hermano fue un terrible accidente que yo sentí muchísimo, miss Driscoll. Raymond era un excelente muchacho y cuando me di cuenta de su trágico fin, puede creerme, me llevé el mayor disgusto de mi vida.
—Me lo imagino —contestó ella. De pronto se le ocurrió una idea—. Dígame, señor Lerap; en sus cartas, Raymond me hablaba de una linda isleña, con la cual pensaba contraer matrimonio. Una tal Sue Tamoté, creo recordar que se llamaba. ¿La conoce usted? Me gustaría hablar con ella de Raymond, se lo digo sinceramente.
El rostro de Lerap expresó un súbito pesar.
—¡Pobre Sue! —exclamó—. Murió de pena, cuando se enteró de la muerte de Raymond. Era una excelente muchacha y todos sentimos también mucho su muerte.
Imógene estuvo a punto de lanzar un grito de alegría. ¡Por fin había sorprendido a alguien con la guardia bajada! Lerap le estaba mintiendo desvergonzadamente. Y tenía que haberle dado una excusa semejante, puesto que no le cabía el recurso de alegar que no conocía a la mujer que había estado a punto de convertirse en la esposa de Raymond. Pese a todo, supo conservar su circunspección y no dejar traslucir la alegría que sentía al haber hallado su primera pista.
—Es verdaderamente sensible —concordó—. Me hubiese gustado tanta hablar con ella de mi hermano… Bien, el caso es que ya no podemos hacer nada, señor Lerap. Lo siento de veras. Ahora, ¿podría formularle otra pregunta? Mera curiosidad, ¿sabe?
—Por supuesto, miss Driscoll —contestó el hombre cortésmente—. ¿De qué se trata?
—Cuando vinimos a la isla, la «Ata-Nui» traía un ataúd en la cubierta. ¿Quién era el muerto, puede decírmelo?
—Oh, se trataba de un isleño que murió en Papeeté. Salió de Rurutu hace muchos años y había conseguido realizar buenos negocios en Tahití. Pero, en sus últimos días, sintió nostalgia de la isla y dispuso en su testamento que lo enterrasen aquí. Ya lo hicimos noches atrás, miss Driscoll.
—Gracias, señor Lerap. Ha sido usted muy amable.
En aquel momento, oyeron una voz desafinada que cantaba una horrible canción. Jean Luc Barain pasó por delante de ellos, con una botella en una mano y el brazo opuesto en torno al flexible talle de una atractiva isleña, que reía complacida. Lerap meneó la cabeza.
—Un sujeto magnífico —dijo—. Pero no hará nada en la isla.
—¿Nada? ¿A qué se refiere usted, señor Lerap? —preguntó ella, intrigada.
—Barain vino a la isla diciendo que quería montar un negocio de exportación de copra. Si sigue a este paso, en unos meses estará convertido en una ruina. Conviene beber en estas islas, pero no dejarse dominar por el alcohol. Un hombre se echa a perder rápidamente, miss Driscoll, se lo aseguro.
Ella movió la cabeza afirmativamente. Aunque las sombras del crepúsculo avanzaban rápidamente, pudo ver a Barain y a su pareja que desaparecían riendo y alborotando en el interior de una cabaña próxima. Las risas y las canciones cesaron bruscamente y entonces Imógene sintió dentro de sí algo muy parecido a la rabia y a la cólera.
—Así se vive en las islas, miss Driscoll —dijo—. Bien, buenas noches.
—Buenas noches, señor Lerap —contestó ella, con el gesto contraído. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué se preocupaba tanto por lo que pudiera hacer Barain?
De repente, dio media vuelta y se encaminó con paso rápido hacia su alojamiento.
* * *
Estaba profundamente dormida cuando, de repente, oyó una voz que pronunciaba su nombre con un susurro.
—¡Miss Driscoll!
La llamada la sobresaltó fuertemente. Sentóse en el lecho, cubriéndose el pecho, instintivamente.
—No encienda ninguna luz, no grite; hable en tono natural. ¿Me ha comprendido?
Imógene miró hacia el punto de donde venía la voz y pudo distinguir una silueta asomada a la ventana que tenía a los pies del lecho. Poniéndose en pie, se acercó a la ventana, arrodillándose en el suelo, ya que él antepecho era muy bajo.
—¿Señor Barain? —preguntó.
—El mismo. Oiga, miss Driscoll, ya sé lo que quiere significar una de las palabras que pronunció Sue.
—¿De veras? —exclamó ella ansiosamente—. Por favor, señor Barain…
—Mañana hablaremos con más extensión —dijo él, cortando sus atropelladas palabras—. Escuche, ¿tiene lista su escafandra autónoma?
—Sí, claro… ¡Eh, oiga! —dijo Imógene, vivamente sorprendida—. ¿Cómo lo sabe usted? ¿Quién le ha dicho que yo…?
Barain sonrió.
—Me permití registrar su equipaje en la goleta. Por eso sé que se trajo una escafandra autónoma. Supongo que sabrá utilizarla.
—Claro —contestó ella, aturdida y desconcertada—. Solía practicar la pesca submarina en California.
—Mañana tendrá ocasión de hacerlo en Rurutu. Yo también he traído una escafandra.
—Es usted una fuente continua de sorpresas, señor Barain —declaró ella con toda sinceridad.
Barain se echó a reír.
—Aún tengo que darle unas cuantas más, pero todo se andará, miss Driscoll. Escuche, son ahora las once menos cuarto. Esté dispuesta para las cuatro de la mañana. Vendré a buscarla antes de que amanezca. ¿De acuerdo?
—Por completo, señor Barain. Pero yo también tengo que decirle a usted una cosa muy importante.
—Bien, hable. ¿De qué se trata?
Imógene hizo una ligera pausa. Luego, con gran énfasis, dijo:
—Sé quién es el asesino.
—Vaya, ésa sí que es una buena noticia. Ha conseguido usted más que yo, desde luego. Dígame su nombre, miss Driscoll.
—André Lerap, el jefe del puesto comercial.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Le pregunté por Sue Tamoté y me dijo que había muerto de pena meses atrás. Por Raymond, claro. Si Sue murió entre mis brazos, ¿cómo pudo morir hace varios meses? Sólo el asesino podría mentirme de esa manera, ¿no lo cree usted, señor Barain?
—Es posible, aunque ello no indica necesariamente que haya sido Lerap el autor de la muerte de su hermano.
—Entonces, ¿por qué me dijo que había muerto devorado por un tiburón y tenía su cartera —la reconocí sin lugar a dudas, porque se la regalé yo en vísperas de su partida— sobre su mesa de despacho? ¿No dice que cuando un tiburón devora a un hombre, se come todo lo que ese individuo lleva encima?
—Bien, no se puede decir que no sea usted observadora. Pero casi tanto como el asesino, nos interesa más conocer los motivos que le indujeron a matar a Raymond.
—Y a cometer los crímenes de la goleta, no lo olvide usted, señor Barain.
Los dientes del joven brillaron en la oscuridad.
—Tenga un poco de paciencia, miss Driscoll —dijo suavemente—. Pronto se sabrá todo, se lo aseguro. Haga lo que le digo; estaré aquí a las cuatro en punto de la mañana.
Barain hizo acción de retirarse, pero ella le retuve.
—Oiga —dijo.
—¿Sí? —contestó él.
—Le he visto varias veces con una muchacha isleña.
—Ah —sonrió el joven—. Se llama Taniti. Es una buena muchacha.
—A usted parece gustarle mucho. Tanto o más que el whisky —dijo ella resentidamente.
Barain emitió una suave risita.
—Eso es una cosa que no debe quitarle el sueño, miss Driscoll —aseguró—. Y, de paso, yo le diré algo que debe saber; me agrada mucho su interés hacia mí. Buenas noches.
Imógene se quedó sola, antes de que hubiera podida encontrar una respuesta para las últimas palabras del joven. Reflexionó unos momentos. ¿Eran fingidas las borracheras de Barain? ¿Pretendía pasarse por un beodo habitual a fin de lograr mejor información que de otro modo no habría logrado? Cuando se durmió, luego de un buen rato, aún no había podido hallar una solución para unas preguntas que la habían puesto sumamente nerviosa.
* * *
Salieron de la aldea subrepticiamente, en medio de las sombras de la noche. Imógene se dio cuenta de que, además del bulto de su escafandra individual, Barain llevaba una pequeña mochila.
—Es un poco de comida, El lugar adonde vamos está un poco lejos y nos costará un día entero ir y venir. ¿Quiere que le ayude a llevar lo suyo?
—No, gracias, ya lleva usted demasiada carga.
—Entonces, le recomiendo que se coloque las botellas de aire a la espalda. Su esfuerzo será menor.
Así lo hizo Imógene, después de lo cual reanudaron su camino. Barain marchaba rápidamente, orientándose en la oscuridad con gran facilidad, sin perder su ruta un solo momento. Imógene le formuló numerosas preguntas, pero el joven sólo quiso contestar a una de ellas.
—Sé qué es y dónde está el cuenco. En cambio, no he podido averiguar nada de la bola negra.
—Eso parece una votación por bolas para una admisión en un club de número de socios restringido —comentó ella.
—También puede indicar otra cosa.
—¿Cuál?
—La muerte.
Imógene se estremeció. Barain tenía razón. ¿Era que todo aquel que había muerto asesinado, había recibido antes una bola negra anunciadora de su muerte?
Dos horas después de su partida de la aldea, Barain habló de la conveniencia de hacer un descanso. Aún les quedaban casi otras dos horas antes de llegar a su destino y les convenía reparar sus fuerzas. Imógene reconoció la justicia de tal idea y se descargó de la pesadumbre de su equipo.
Barain se sentó en el suelo, al lado de ella. Abrió la bolsa. Lo primero que vio la muchacha fue una pistola de pavonado acero, que Barain guardó sin ningún reparo en el cinturón de sus pantalones.
—Tal como se están poniendo las cosas —dijo—, conviene estar prevenido. No me gustaría aumentar la dosis de jugos gástricos de un escualo, miss Driscoll.
—Por favor —dijo ella, sintiéndose acometida de una violenta náusea—. No hable de esas cosas, se lo ruego.
Barain se echó a reír. Sacó de la mochila un termo, con café, y unos bocadillos. Pese a sus aprensiones, Imógene devoró el desayuno con excelente apetito. Barain la miró comer con evidente complacencia y sonrió.
—Me gusta que las chicas bonitas no hagan dengues a la hora de comer —habló—. No hay nada más antipático que una mujer de sus características haciendo remilgos y calculando los gramos que debe comer para no aumentar de peso.
—Yo tenía entendido que a ustedes, los franceses, les gustaban las jóvenes finas y delgadas, señor Barain.
—Eso es una leyenda, miss Driscoll. Lo cierto es que nos gustan más rellenitas y…
Barain se interrumpió bruscamente. Algo pasó por entre los dos silbando agudamente y se clavó con terrible fuerza en el tronco del árbol bajo el cual se habían situado.
Casi en el acto oyeron el sonido característico de un disparo de arma de fuego.