CAPÍTULO XIV

En silencio, Lerap indicó a Imógene una silla. La muchacha se sentó sin formular la menor objeción, constreñida a obedecer bajo la amenaza de las dos pistolas. La tranquilidad que había sentido hasta entonces, empezaba a abandonarla, aunque procuró mantener el semblante impasible y la expresión sosegada.

—¿Y bien? —dijo al cabo de unos momentos—. ¿Qué tiene que contarme usted de mi hermano Raymond, señor Lerap?

El hombre meneó la cabeza.

—Era un buen muchacho y no le miento, miss Driscoll. Yo le apreciaba mucho y todos lo apreciaban en la isla. Fue una lástima que tuviese que terminar tan mal.

Imógene procuró dominar la indignación que sentía al escuchar semejantes frases.

—En el estómago de un tiburón, ¿no es cierto? Bonita excusa para encubrir un repugnante asesinato.

—Pues, aunque usted no lo crea, así tuvimos que hacerlo. Uno de mis hombres le golpeó hasta atontarlo y luego lo arrojó al mar. Es cierto, fue devorado por un tiburón.

—¡Y lo dice tan tranquilo! —exclamó ella, enfurecida.

—Tan tranquilo, no; ya le he dicho que apreciaba a Raymond. Pero, créame, no me quedó otro remedio que matarlo.

—Para apoderarse de un sensacional descubrimiento que había hecho, y de una fortuna en perlas que había hallado, ¿no es cierto, señor Lerap?

—Mitad y mitad, miss Driscoll —confesó sorprendentemente el asesino—. Vea, Raymond y yo nos habíamos hecho muy amigos, tanto que no me hubiera importado en absoluto que se hubiese llevado el centenar de perlas que había recolectado, pese a que con ello quebrantaba los términos del pacto establecido.

—¿A qué pacto se refiere usted, señor Lerap? —preguntó ella, notablemente intrigada.

—Tenía que darnos la mitad de las perlas que obtuviese y se negó a ello. Pasé por alto su falta de palabra, pero había otra cosa que no podía tolerar, que no puedo tolerar absolutamente en nadie que intente hacer lo mismo que pretendía su hermano.

—No le entiendo —dijo Imógene.

—Raymond quería llevarse la perla gigante.

Hubo un momento de silencio. Imógene procuró analizar la situación provocada por las palabras de Lerap. Éste, continuó antes de que la muchacha hubiese podido hallar una respuesta adecuada.

Miss Driscoll, llevo más de veinte años en la isla. Puede creerme si le digo que conozco la existencia de esa perla fabulosa prácticamente desde mi llegada a Rurutu. Entonces —se palmeó el vientre—, no estaba tan gordo y podía llegar fácilmente conteniendo la respiración, al fondo de la cueva, para contemplar aquel maravilloso espectáculo. Ahora puedo hacerlo gracias a ese magnífico invento que es la escafandra autónoma. Lo de menos, repito, es el centenar de perlas que Raymond había conseguido, de las cuales me pertenecían cincuenta. Hubiera pasado por todo, menos por lo que su hermano pretendía hacer. Esa fabulosa perla negra no debe salir del lugar en donde se encuentra actualmente, sería un horrible pecado arrancarla de su sitio. Por eso maté a su hermano, miss Driscoll.

Imógene estudió el rostro de su interlocutor. Lerap tenía las facciones cubiertas de sudor y sus ojos brillaban con extraños fulgores. Al verlo, comprendió que Lerap vivía solamente por y para la perla negra, iluminado, obsesionado por aquella colosal joya de inestimable valor, elaborada por el taclodo a lo largo de incontables años de silencioso e inmóvil trabajo. Comprendió que Lerap hubiese llegado al crimen por la perla, pero no lo disculpó. Además, se habían cometido otras muertes y lo citó.

—Fue Starries, el cual se hacía pasar por predicador, a fin de realizar mejor su tarea.

—¿Qué clase de tarea, señor Lerap?

El hombre sonrió.

—Contrabando de perlas —dijo llanamente—. Hay varios bancos perlíferas en Rurutu, pero las autoridades francesas de Papeeté son muy exigentes. No nos convenía que la aduana metiese sus pecadoras narices en sus asuntos.

—Y por eso mataron a Ri-Ri, quisieron matarme a mí… y asesinaron también al infeliz Fogger.

—Ri-Ri quería decirle a usted lo que había sido de su hermano. Starries estimó que el silencio era lo más conveniente en semejante coyuntura. Por supuesto, yo no me hallaba a bordo de la «Ata-Nui»; de lo contrario, las cosas se hubieran desarrollado de un modo muy distinto. Starries, pese a su untuoso aspecto, carece de diplomacia, ésta es la verdad.

—¿Y Fogger? ¿Lo mataron para que no hablase también?

Lerap sonrió.

—Fogger era un hombre insignificante, con el vicio de creerse muy superior a lo que valía realmente. Amenazó a Olson con hablar, pero ¿qué iba a declarar, si no sabía nada? Además, me crea usted o no, cuando Starries cortó la escota, el golpe no iba dirigido contra él, sino contra usted, miss Driscoll. Repito que si me hubiera hallado yo a bordo de la goleta, las cosas se habrían desarrollado de un modo enteramente distinto.

—Lo cual no le impide hablar ahora de mi muerte con toda tranquilidad —dijo ella.

—Las cosas han cambiado. Estoy obligado a mantener el silencio sobre nuestras actividades, compréndalo, miss Driscoll.

—Actividades, de las cuales el capitán Olson es cómplice distinguido —exclamó la muchacha.

—Sólo miembro de honor —contestó Lerap con insospechado humorismo—. Más o menos, sabe lo que hacemos y nos tolera, a cambio, claro está, de un sustancioso aditamento extra en sus ingresos.

—Pero, la banda está compuesta solo por usted y por Starries. Ah, perdón; olvidaba que Azea está aquí. ¿Le dijo la forma en que había sido herida?

Lerap soltó una risita.

—Azea es muy impulsiva. Crea que desapruebo enteramente la acción que ha realizado, miss Driscoll. Lo hizo sin mi consentimiento, se lo aseguro.

—Bien —dijo Imógene—, supongo que ya no me queda mucho por saber. He leído la libreta de notas de mi hermano y he podido enterarme de algunas cosas muy interesantes. El resto me lo ha explicado usted. Y ahora, dígame, ¿dónde están las cien perlas que había recogido mi hermano?

—Si le digo la verdad, no me va a creer usted, miss Driscoll.

—Hable sin miedo, señor Lerap. Después de todo lo ocurrido, estimo que ya hay pocas cosas que puedan impresionarme en exceso.

—Pues bien —suspiró el hombre—, ya que lo quiere así… Están, calculo, en el estómago del tiburón que devoró a su hermano.

—¡Qué! —Se espantó Imógene.

—Supongo que debe ser así, puesto que no he hallado el menor rastro de las perlas. Raymond tenía la costumbre de guardarlas en una cajita de metal impermeable, que llevaba sujeta a su cinturón de cuero. El hombre que… que lo arrojó al mar, olvidó tan esencial detalle, con lo que si bien es cierto que continuó preservando la existencia en Rurutu de la perla gigante, no es menos cierto que perdí una fortuna evaluada en más de cien mil dólares. Sí, esas cien perlas deben hallarse ahora en la panza de un escualo que vaya a saber dónde estará ahora.

—¿Y qué fue del hombre que mató a Raymond?

Lerap puso cara compungida.

—Se mostró demasiado insolente conmigo, miss Driscoll.

—Entiendo —dijo ella, sintiendo una enorme aversión hacia un sujeto que hablaba con toda tranquilidad de las muertes cometidas—. Un estorbo suprimido y, como usted ha dicho antes, un sustancioso aditamento extra en sus ingresos.

—Ni más ni menos, miss Driscoll.

—Muy bien —dijo ella, cuadrando las mandíbulas—. Y ahora, dígame, ¿piensa arrojarme también al mar?

—El procedimiento, empieza a resultar monótono, pero no por ello es menos seguro para mí —contestó Lerap.

Imógene lanzó un suspiro, fingiendo una tranquilidad que no sentía en absoluto. «Jean Luc, clamó silenciosa y desesperadamente, ¿dónde estás?».

—Se me olvidaba una pregunta —dijo de repente.

—Hágala. El tiempo se nos acaba y quiero terminar con usted antes de que sea de día.

—Muy bien —contestó Imógene—. Me gustaría saber a qué obedece el ruido que se oyó a medianoche.

Una indefinible sonrisa apareció en los labios de Lerap.

—No siento el menor deseo de que nadie vuelva a acercarse a la perla negra. Permanecerá allí para siempre, sin que ninguna persona se atreva a penetrar en la cueva submarina, ni yo mismo, miss Driscoll. He volado parte de las rompientes con dinamita. Ahora, los tiburones podrán entrar y salir libremente en el cuenco. ¿Comprende?

Imógene asintió con la cabeza. Ya sabía todo cuanto había ansiado saber, excepto una cosa: ¿La atontarían antes de lanzarla a los tiburones?

Bruscamente, una voz harto conocida resonó desde la puerta. Imógene estuvo a punto de lanzar un grito de alegría.

—Sus explicaciones han resultado muy detalladas, Lerap, cosa por la cual le estoy sumamente agradecido. Tenga la bondad de bajar la mano en que tiene la pistola o dispararé contra usted.