CAPÍTULO XIII

El suelo retembló bruscamente, a la vez que los lejanos ecos de una tremenda detonación conmovían la atmósfera. Terriblemente sobresaltada, Imógene se sentó en el lecho, tratando de adivinar los motivos que habían causado aquel ruido tan fuerte.

La aldea estaba en silencio, entregados al descanso sus moradores. De repente, sonaron unos gritos. Imógene entendió que los isleños se habían sentido alarmados por la detonación. Presurosamente, cubrió su cuerpo con una bata y se calzó unas zapatillas. Luego encendió la lámpara, después de lo cual corrió hacia la puerta.

En la explanada que formaba como una gran plaza circular, había numerosos isleños, muchos de ellos provistos de lámparas de todas clases. Hablaban excitadamente entre sí, comentando la detonación que había quebrantado su sueño.

Un hombre pasó corriendo por delante de ella. Imógene le llamó a gritos. El hombre se le acercó.

—¿Qué ha sucedido? ¿Por qué ese estampido?

—No lo sé, señorita. Ninguno lo sabemos. —El nativo se alejó.

Imógene permaneció unos momentos en la puerta de la cabaña. Luego, retrocedió al interior, y se cambió de ropa apresuradamente. Acto seguido, se dirigió a la casa de Lerap.

Llamó a la puerta un par de veces. La imagen de Azea, la nativa, apareció delante de sus ojos unos segundos más tarde.

—¿Dónde está su esposo? —preguntó Imógene. Súbitamente reparó en que Azea llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo.

—Ha salido. Tenía trabajo —contestó la isleña evasivamente.

—¿Trabajo? —repitió ella—. ¿A estas horas?

—Supongo que Andy puede hacer lo que quiera, sin necesidad de dar explicaciones a nadie, ¿no es eso? —contestó Azea belicosamente.

—Por supuesto. ¿Qué le ha sucedido en el brazo? —preguntó Imógene de pronto.

—Me caí y me hice un poco de daño. ¿Necesita alguna cosa más de mí? —El tono de Azea no tenía nada de acogedor.

—No —contestó la joven—. Muchas gracias. Adiós.

Giró sobre: sus talones y se marchó en el acto, refugiándose de nuevo en la cabaña. Consultó la esfera del reloj. Eran las doce de la noche.

El ruido de la explosión, cuyas causas no sabía a qué atribuir, la había desvelado por completo. Se notó muy excitada. Hubiera querido ir en busca de Barain, pero sólo en aquel momento reparó en que desconocía por completo el alojamiento del joven. Cierto que un día le había visto guarecerse en una cabaña con la isleña que solía acompañarle, pero sabía que no era allí donde residía. Inquieta y desasosegada, prendió fuego al cigarrillo.

De pronto recordó el brazo de Azea. La explicación que le había dado la nativa le pareció falsa e insuficiente. ¿Y si la lesión tuviese un origen distinto de la caída que Azea había mencionado?

Terminó el cigarrillo y casi a renglón seguido encendió otro. Al concluirlo, apagó la luz y se tendió en el lecho.

No podía conciliar el sueño. Los sucesos de los últimos días bailaban en su mente una frenética danza, un enloquecedor torbellino que excitaba sus nervios y la mantenía desvelada. Presentía que el final se acercaba rápidamente, que en unas horas más, todos los misterios que aún quedaban por resolver quedarían aclarados satisfactoriamente. Pero ¿dónde estaba Jean Luc? ¿Por qué no se había dejado ver cuando se oyó la explosión?

Al cabo de dos horas, aún no había conseguido conciliar el sueño. Comprendió que ya no podría dormir en el resto de la noche y, levantándose, empezó a pasear por su dormitorio, con un cigarrillo entre los dedos, mientras reflexionaba acerca de lo que podía hacer. De pronto se le ocurrió una idea y se maravilló de no haberla concebido antes.

No lo pensó dos veces. Era preciso ayudar a Jean Luc en lo posible, y para ello podía hacer algo que, estimaba, era susceptible de dar un buen resultado. Sin pérdida de tiempo, revolvió su equipaje hasta dar con una blusa y unos pantalones oscuros, que se vistió apresuradamente. Calzóse unas sandalias y, sin entretenerse un segundo más de lo estrictamente necesario, salió de la cabaña.

Dio la vuelta, caminando por la parte posterior hasta alcanzar la casa donde vivía Lerap. Escuchó atentamente durante unos minutos; no se escuchaba el menor sonido. Azea debía estar durmiendo profundamente, mientras su esposo…, si realmente lo era, se hallaba en algún lugar ignorado, ejecutando una labor que le pareció no podía tener nada de buena. Tanteó los muros de bambú y paja hasta encontrar la ventana del despacho.

Se izó a pulso y pasó al interior de la estancia, procurando no hacer el menor ruido. Al cabo de unos momentos, sacó una caja de fósforos y encendió uno.

Aplicó la llama a un quinqué de petróleo que había sobre la mesa. Las tinieblas se disiparon instantáneamente. Sin vacilar en absoluto, Imógene se sentó ante la mesa de despacho y empezó a hurgar entre los papeles comerciales del dueño de la casa.

La labor era ingrata, pera no por ello cedió. Estuvo investigando durante una hora larga, al cabo de cuyo tiempo decidió que no había hallado nada de lo que deseaba.

Se reclinó en el sillón, meditando profundamente durante unos momentos. ¿Dónde estaba la cartera de Raymond? ¿Se habría percatado Lerap de que ella la había visto el primer día de su llegada?

Paseó su vista por la mesa de despacho. Había a ambos lados de la misma dos hileras de a tres cajones cada una. Abrió uno tras otro, revisándolos con toda minuciosidad. El sexto estaba cerrado con llave.

Imógene miró en busca de un instrumento que le permitiese abrir el cajón. Encima de la mesa había un abrecartas en forma de puñal, cuya forma le hizo estremecer; era idéntico al que había causado la muerte a la pobre Sue Tamoté.

Cogió el abrecartas y empezó a forcejear. Unos momentos después sonaba un fuerte chasquido.

Llena de alegría, Imógene abrió el cajón. Sus ojos brillaron; la cartera de Raymond estaba en su interior.

La examinó rápidamente, sin encontrar en ella nada de particular. Frunció el ceño; tenía el presentimiento de que Raymond tenía que haber dejado tras sí algo más que una cartera que sólo contenía documentos carentes de importancia. De pronto vio en el fondo del cajón lo que parecía ser una agenda de notas, con tapas de piel.

Tomó la agenda. Por el examen de la primera página comprendió que había sido adquirida en una librería de Papeeté. Continuó pasando hojas; el nombre de su hermano, su dirección en San Francisco, así como el teléfono y el nombre de la persona —ella— a quien había de avisarse en caso de accidente, apareció en la siguiente hoja.

Luego siguió leyendo. Se enteró de muchas cosas, de numerosos detalles que ignoraba. Los misterios en que hasta entonces había estado, envuelta empezaron a disiparse en gran parte.

Súbitamente, cuando más entretenida estaba en la lectura de las notas de la agenda, oyó una voz de tonos enérgicos:

—¿Tiene la bondad de dejar esa agenda en el mismo lugar donde la ha encontrado, miss Driscoll?

Imógene levantó la cabeza. Azea estaba en el umbral de la habitación contigua, apuntándole con una pistola de pavoroso aspecto.

En lugar de asustarse, Imógene sintió una extraña calma. Púsose en pie tranquilamente y sonrió, a la vez que lanzaba la agenda al fondo del cajón.

—Ya está —dijo—. Supongo, —añadió— que ahora me matará, cosa que no pudo conseguir ayer, cuando nos tiroteó al señor Barain y a mí en el sendero, ¿no es cierto?

—Animada por el silencio de la nativa, exclamó. —Apostaría a que si la examina un médico, encontraría en su brazo una herida de bala, ¿no es cierto?

Los ojos de la nativa despidieron fulgores de odio.

—¡Maldita! —Silabeó—. Usted correrá la misma suerte que su hermano…

—¿Iré a parar al vientre de un tiburón?

—Irá a parar a un sitio donde le echarán encima una tonelada de tierra —dijo la isleña rabiosamente. Su mano se crispó en torno a la culata del arma—. No nos gustan los entrometidos en Rurutu, ¿sabe? Nunca debió haber venido a la isla, miss Driscoll. Eso es lo que va a ser su perdición, se lo aseguro.

Imógene asintió pensativamente:

—Es posible —convino—. De todas formas, no sé si se atreverá a disparar aquí. El ruido del disparo se oiría en la aldea y usted no lo pasaría muy bien que digamos, Azea.

Una sombra de preocupación apareció en los ojos de la indígena. Imógene, extrañada de la gran tranquilidad que sentía, decidió continuar su ataque. Por encima de todo, debía distraer la atención de Azea.

—No lo van a pasar ustedes muy bien —repitió, pluralizando—. Se les pedirá estrecha cuenta de la muerte de mi hermano Raymond y… ¡Hola, Jean Luc! —exclamó de pronto—. Pasa, pasa y escucharás una conversación muy interesante.

Azea desvió la vista un instante, el tiempo justo para que Imógene pudiera arrojarle al cuerpo la silla que tenía al alcance de sus manos desde hacía unos minutos. La nativa soltó un grito de cólera al darse cuenta de que había sido engañada, y en el mismo, momento la silla le golpeó en el vientre y en los muslos, derribándola de espaldas.

La pistola se le escapó de los dedos. Azea trató de recuperarla, pero Imógene, más rápida, levantó el pie y golpeó el brazo herido de la isleña. Azea lanzó un gemido de angustia y se revolcó por el suelo, presa de un dolor intolerable.

Con toda tranquilidad, Imógene recogió el arma y apuntó con ella a la isleña. Aunque no había empuñado una pistola en su vida, sabía, sin embargo, que bastaba presionar el gatillo para hacer salir la bala.

—Los papeles se han trocado, simpática Azea —sonrió ampliamente—. Levántese, ¿quiere?

La nativa se puso en pie, agarrando con una mano el miembro lisiado, a la vez que arrojaba hacia Imógene una mirada preñada de odio. Imógene hizo caso omiso de aquella expresión y dijo:

—Ahora me va a contar detalladamente todo lo que ocurrió, Azea. Y le juro que si no lo hace…

En el mismo momento, una mano masculina sujetó su muñeca con fuerza irresistible, Imógene se sintió envuelta en una nauseabunda ola de sudor, a la vez que escuchaba una voz dulzona, de tonos inconfundibles.

—Si le parece, miss Driscoll, yo puedo darle todas las explicaciones que —precise. ¿Quiere soltar el arma, por favor? Tengo una pistola apuntando directamente a su costado. ¿La nota usted?

Imógene percibió claramente la presión de un cuerpo duró contra su cuerpo. Lanzó un fuerte suspiro y exclamó:

—Sí, se nota perfectamente, señor Lerap. —Abrió los dedos y dejó caer la pistola al suelo, de la cual se apoderó Asea en el acto—. ¿Y ahora?

Lerap pasó por delante de ella y se situó a dos pasos, apuntándole con otra pistola.

—Ahora, mi querida miss Driscoll, le daré cuantas explicaciones precise. Después —añadió en tono siniestro, amenazador—, ¡correrá la misma suerte que su entrometido hermano!