CAPÍTULO XV

Lerap lanzó un rugido de rabia al verse sorprendido, a la vez que se volvía rápidamente hacia la puerta. Imógene y Azea miraron también hacia la entrada.

Barain irrumpió en la estancia armado con una pistola. En la mano derecha llevaba un pequeño billetero abierto de par en par.

—Inspector Barain, de la Jefatura de Policía de Papeeté —se presentó—. Señor Lerap, voy a detenerle, acusado de una serie de delitos, que no voy a enumerar ahora, porque no es necesario, ya que todos los conocemos. Gracias por las explicaciones que ha tenido la bondad de facilitar a miss Driscoll; ella resultará un precioso testigo cuando lo juzguen a usted. Y el capitán Olson también; dirá muchas cosas con tal de descargar su responsabilidad. ¡Tiren la pistola; los dos! —ordenó el joven, imperativamente.

El voluminoso pecho de Lerap se hinchó profundamente. Bajó la mano armada y luego dejó escapar el aire poco a poco. Una débil sonrisa se dibujó en sus labios.

—Bien, me ha atrapado usted, inspector. Ya no tengo nada que hacer, excepto…

Imógene lanzó un agudo grito, intuyendo que Lerap no se iba a entregar tan fácilmente. La mano del jefe del puesto comercial se alzó rápidamente.

Barain adivinó la acción de su contrincante y se arrodilló velocísimamente, a la vez que presionaba el gatillo de su pistola. Sonó un disparo.

Alcanzado de lleno en el pecho, Lerap giró violentamente sobre sí mismo. A mitad del giro, su cuerpo, sufrió una espantosa convulsión y su mano se movió fuertemente. La pistola que aún empuñaba, vomitó una llamarada que abrasó el rostro de Azea, cortando en seco el grito de espanto que había iniciado la nativa.

El suelo retembló con el impacto del corpachón de Lerap. Un segundo más tarde, Azea se desplomaba, quedando cruzada sobre él.

Barain se puso en pie, meneando la cabeza sombríamente.

—No debió haber intentado resistirse —dijo—. Jamás me ha gustado tener que recurrir a las armas de fuego. —Miró a la muchacha y preguntó—: ¿Se encuentra bien, Imógene?

Ella asintió en silencio. Su rostro estaba cubierto de una espantosa palidez. Fuera, en la explanada, se oían numerosos gritos de los nativos, alertados por las detonaciones.

De pronto, Imógene lanzó un agudo grito, a la vez que su mano señalaba hacia la ventana.

—¡Jean Luc! ¡Allí, Starries, estaba espiándonos!

Barain reaccionó en el acto, abalanzándose hacia la ventana.

—Quédese aquí y no se mueva. Yo voy a ver si puedo capturarle.

Saltó a través de la abertura y se perdió en la oscuridad.

Volvió a poco, sin haber conseguido lo que deseaba.

—Está en la isla y no puede escapar —manifestó—. Ya le encontraremos, no se preocupe.

* * *

Myron Starries llegó a las inmediaciones del cuenco e, inmediatamente, empezó a prepararse para una rápida inmersión. Tenía que darse prisa y actuar antes de que el maldito policía le echase el guante. Claro que la «Ata-Nui» no estaba reparada y no podría escapar en ella, pero conocía a un par de isleños que le llevarían fuera de Rurutu en una de sus embarcaciones. Tenía medios de sobra para convencerles de que debían secundarle.

Lerap, ¡qué chiflado! Dejar la perla negra en la cueva submarina. El muy granuja… se había guardado el secreto para sí y no quería que una joya semejante saliese a la luz del día. Mil veces estúpido, eso era o había sido Lerap. El no iba a consentir, naturalmente, en que una maravilla semejante permaneciera ignorada, máxime si podía obtener millones de ella. Claro que lo primero que tenía que hacer era escapar de la isla —confiaba en lograrlo— y luego dejar pasar un tiempo prudencial antes de intentar la venta de la perla gigante…, pero todo se andaría. ¿Tiburones? En sus años mozos los había sorteado con toda facilidad y había matado más de uno con un simple cuchillo bajo el agua. ¿Qué diablos podía importarle a él ahora que el magnífico idiota de Lerap hubiese volado la pared de los rompientes?

Terminó de equiparse y se lanzó hacia el agua. Provisto de una potente antorcha eléctrica, nadó hasta encontrar la entrada al túnel. Pronto encontró la cueva.

Descendió casi hasta el fondo. El taclodo tenía las valvas a medio abrir, separadas unos cuarenta o cincuenta centímetros, abertura más que suficiente para que pudiera contemplar fascinado el esplendente espectáculo de aquella perla única en el mundo. Estuvo unos momentos absorto, inmóvil, flotando entre dos aguas, a la vez que meditaba en el modo mejor de arrancar aquel tesoro de su emplazamiento actual.

De pronto notó un pequeño arremolinamiento en las aguas de la cueva. Se volvió bruscamente a la vez que apagaba la antorcha eléctrica. Era ya de día y el rayo de luz que penetraba por la abertura del techo proporcionaba la suficiente iluminación para poder ver los detalles con toda claridad.

Se cambió la antorcha de mano y sacó el cuchillo de defensa. El escualo evolucionó a unos cuantos metros por encima de su cabeza, mostrando el vientre plateado, largo, enorme, inacabable. Starries aguardó allí; su posición, en un plano inferior al del tiburón, era inmejorable. No atacaría, pero sabría defenderse si era atacado.

El escualo dio una vuelta completa y luego se lanzó bruscamente hacia ahajo, en dirección a él. Starries retrocedió; sabía que la acción del tiburón no era más que una finta destinada a estudiar a su enemigo. El animal estaba extrañado por los reflejos que despedía su máscara de cristal y dudaba en atacar. Pero pasó tan cerca de él que le obligó a retroceder un poco. Entonces sintió que su pie derecho tocaba algo blando y viscoso.

Una inmensa oleada de horror le envolvió al comprender lo que le pasaba. Quiso sacar el pie, pero ya era tarde. Con fuerza irresistible, el taclodo cerró sus valvas, atrapándole la extremidad por el tobillo. Starries percibió con toda claridad el crujido de sus propios huesos, al mismo tiempo que una onda de insoportable dolor le subía por el miembro hasta la cabeza.

Forcejeó para soltarse, aunque harto sabía que sus esfuerzos iban a resultar inútiles. El tiburón volvió nuevamente a la carga. Con los ojos llenos de lágrimas por el terrible dolor que sentía, Starries levantó la mano armada. Su estado de inferioridad le hizo fallar el golpe.

El costado del tiburón rozó su brazo, despellejándoselo desde el codo a la muñeca. El puñal se escapó de sus dedos repentinamente entumecidos y descendió lentamente al fondo de la caverna.

Starries forcejeó para librarse de aquella inhumana presión que le tenía firmemente sujeto. Empeño inútil.

El escualo dió un par de vueltas más alrededor de la caverna. La sangre fluía como un líquido verdoso de la pierna y del brazo de Starries. El animal percibió sus emanaciones. Se detuvo unos momentos, a cinco o seis metros de Starries mientras iba moviendo lentamente su cola, a la vez que abría y cerraba su enorme boca, armada con dientes tan duros como el acero. Los ojos de Starries estaban desorbitados.

Olvidándose de que se hallaba a doce metros de profundidad, Starries abrió la boca para gritar. Manoteó frenética, enloquecidamente, tratando de espantar al animal. Un chorro de burbujas se escapó de sus labios al soltar la boquilla de respiración.

Súbitamente, el tiburón se lanzó hacia adelante.

* * *

El sol derramaba sus rayos pródigamente sobre la isla. Los isleños tenían un nuevo aspecto, muertos Lerap y Azea. La expresión de temor había desaparecido de sus rostros.

—De modo que fue usted el que me tapó la boca con la mano cuando vio que se abría la cubierta del ataúd.

—Sí, y la conduje a su camarote al sentir que se desmayaba. No me convenía en absoluto que empezase a soltar gritos que alarmasen a todo el mundo.

Imógene asintió pensativamente.

—De modo que lo que yo creí un fantasma, no, era sino Starries, que estaba «probando» el ataúd.

—Ciertamente —rió Barain—. Éste fue el medio que empleó para introducirse en la isla, fingiendo su desaparición, de acuerdo con el capitán Olson, y después de haber lanzado al mar al legítimo «ocupante» del sarcófago.

—Pero… no entiendo por qué me narcotizó usted.

—Por la misma razón que le tapé la boca; no quería que usted interfiriera mis investigaciones. Temí que cometiese alguna imprudencia aquella noche y no se me ocurrió otra cosa que coger un frasco de cloroformo que había en el botiquín del barco.

—No le perdonaré nunca el susto que me dio, Jean Luc —dijo ella con fingida severidad.

De pronto, se miraron a la cara los dos y se echaron a reír.

—Todo se ha terminado ya, Imógene —suspiró Barain—. Ahora, habremos de esperar a que el capitán Olson termine de reparar el casco de la goleta y nos lleve de vuelta a Papeeté.

—Pero el motor…

Barain rió de nuevo. Metió la mano en el bolsillo y extrajo un trozo de metal.

—Cuando haya cerrado la vía de agua, colocaré esta pieza de nuevo en su sitio. Entonces, el motor funcionará normalmente.

—Es usted un verdadero demonio, Jean Luc —rió ella. De pronto, su rostro se ensombreció—. De todas las muertes ocurridas, incluida la de mi hermano Raymond, la que más me duele es la de la pobre Sue Tamoté.

—Azea debió darse cuenta de ello y estuvo espiándola hasta que vio que se acercaba a su cabaña. Esto es una suposición, claro está, pero estimo que es lo que más se aproxima a la realidad.

—Sí, así debió ocurrir —convino Imógene.

Callaron de pronto. Al cabo de unos momentos de silencio, Jean Luc tomó las manos de la muchacha.

—Imógene.

—¿Sí, Jean Luc?

—¿Qué es lo que piensa hacer después? ¿Volverá a los Estados Unidos?

Ella le miró fijamente durante unos segundos.

—Allí no tengo a nadie, fuera de mis amistades. Quiero decir que carezco de familia…

—¿Por qué no intenta fundar una en Papeeté? —preguntó él audazmente—. Con mi colaboración, por supuesto.

—¿Debo entender sus palabras como una propuesta de matrimonio, Jean Luc? —inquirió ella maliciosamente.

Los brazos del joven rodearon de pronto su talle.

—¿Y por qué no, Imógene? Vamos, ¿qué contestas?

Ella se sintió invadida de una deliciosa languidez.

—¿Qué se puede contestar en un caso semejante… sobre todo, cuando el solicitante tiene todos los triunfos a su favor? —suspiró. Y levantó el rostro hacia Jean Luc, presintiendo el beso que iba a recibir unos segundos más tarde.

* * *

Días después, cuando paseaban por las inmediaciones de la playa, haciendo planes para el porvenir, oyeron un gran alboroto.

—¿Qué es eso? —preguntó ella, extrañada.

Jean Luc miró hacia la playa.

—Los isleños han pescado un tiburón. ¿Quieres venir a ver uno fuera del agua?

—Sí, vamos.

Echaron a correr. Imógene conocía ya la horrible suerte de Starries. Barain había realizado una rápida incursión a la cueva submarina, encontrándose los restos del desdichado, lo cual le dijo el fin que había tenido. En medio de todo, la muchacha se alegró de que la perla siguiese en su sitio para siempre.

Los isleños habían sacado ya el tiburón a la playa. Era un pez enorme, de más de cuatro metros de largo. Aún se movía espasmódicamente, de cuando en cuando, y sus dientes chocaban con terribles chasquidos con alguna frecuencia. Estaba prácticamente muerto, pero aún poseía la suficiente vitalidad para cortar la pierna de un hombre de un solo mordisco.

Cuidadosamente, un isleño, que empuñaba un largo cuchillo rasgó el vientre del animal, y las entrañas se desparramaron sobre la arena. Imógene volvió la vista, asqueada ante el espectáculo.

—Ahora, los isleños abrirán el estómago —dijo él—. Siempre encuentran cosas curiosas en su interior, Imógene.

—Por favor, Jean Luc —dijo ella, sintiéndose acometida de una fuerte náusea.

Repentinamente, sonaron unos fuertes gritos. Atraído por el escándalo, Jean Luc se acercó al grupo. Uno de los isleños enseñaba en su mano un objeto metálico, oblongo, que había encontrado en el estómago del animal.

Jean Luc tomó la caja cuadrada. Antes de abrirla, ya sabía lo que contenía.

Regresó junto a la muchacha y le enseñó la caja de metal.

—Mira, Imógene —dijo.

Ella obedeció. Entonces, Jean Luc abrió la caja.

Imógene emitió un grito de asombro al ver el contenido de la cajita. Las perlas brillaron al sol con fascinadores reflejos irisados. Había cien al menos.

—Jean Luc —dijo la muchacha, temblando de emoción.

Barain lanzó un profundo suspiro.

—Ha sido una singular casualidad, Imógene. Estas perlas son tuyas…

Ella movió la cabeza.

—No las quiero, Jean Luc. Me recordarían constantemente la forma en que mi hermano perdió la vida. Dáselas a los isleños, te lo suplico.

Barain la miró sonriendo.

—Sí, lo haré. Esperaba que me dijeras algo parecido y me habría sentido muy defraudado si no lo hubieras hecho así. —Entregó la caja al nativo que había desventrado al escualo y luego la rodeó con sus brazos—. Sólo debes llevar una perla, la que yo cogí en la cueva para ti.

Los ojos de la muchacha brillaron.

—Te prometo llevarla mientras viva, amor mío —dijo.

FIN