CAPITULO II

 

El sargento Singer llegó a Thrigham aquella misma tarde y detuvo su coche ante lo que parecía ser el único alojamiento de la aldea. Era una posada, con taberna, que tenía el aparatoso título de Las Tres Águilas de Plata. Singer abrió la puerta y se detuvo unos segundos en el umbral.

Una docena de rostros se volvieron en el acto hacia él. Singer apreció en el acto un inconfundible aura de hostilidad. A los habitantes de Thrigham, por lo visto, no le agradaban los forasteros.

Detrás del mostrador había una robusta mujer, de grandes pechos y rostro redondo y rubicundo. El pelo era negro, lo mismo que sus ojos, clavados casi hipnóticamente en el rostro del forastero.

Singer avanzó hacia el mostrador, sonriendo cortésmente.

—Buenas tardes, señora —saludó—. ¿Puede decirme si hay alguna habitación disponible? En el supuesto de que sea usted la dueña...

—Lo soy —respondió ella—. Mi nombre es Martha Cossidy.

—Me llamo Singer, Alan Singer, señora. Pienso pasar aquí unos días y...

—Vaya a buscar el equipaje, señor Singer.

El sargento asintió y volvió a salir. Martha le acompañó momentos más tarde al primer piso y le enseñó la habitación, grande, cómoda y limpia.

—Una libra diaria, comidas aparte —dijo.

—Me agrada, señora —declaró el forastero. Singer decidió que no valía la pena ocultar su identidad v sacó la billetera con la documentación—. Señora Cossidy, soy sargento de detectives, de Scotland Yard. Mis superiores me han enviado aquí para investigar lo que le sucedió a una chica hace algo más de diez días.

—Ah, Betty Thomas —Exclamó Martha—. Lo recuerdo perfectamente, aunque yo no la vi... Pero esa chica no debió haberlo molestado.

Singer levantó las cejas.

—¿A quién no debía haber molestado? —preguntó.

—Vive en el pantano —contestó la posadera—. Pero será mejor que hable con el viejo Skipp Veurne. Él fue quien la encontró sin conocimiento...

—¿Dónde puedo hablar con el señor Veurne?

Martha apoyó la mano en el tirador de la puerta.

—Está abajo, en la taberna. Yo se lo enseñaré, sargento.

—Gracias, señora. Ah, por favor, de momento no diga que soy policía. Ya habrá tiempo de que se divulgue la noticia. Por supuesto, a usted no podía ocultárselo —añadió Singer, halagador.

Martha suavizó su gesto adusto.

—Conforme —respondió.

Singer se quedó solo y empezó a pensar en las palabras pronunciadas por la señora Cossidy. ¿A quién no debía haber molestado la infortunada Betty Thomas?

En mangas de camisa, abrió su maleta y distribuyó su ropa interior por los cajones de la cómoda. Luego se aseó un poco. Al terminar, consultó su reloj. Ya no tardaría mucho en ser hora de cenar.

Bajó a la taberna. La mitad de los clientes se habían marchado ya. En una mesa, aislado, solitario, vio a un hombre. Martha le hizo señas con la cabeza. Aquél era Skipp Veurne. A Singer le pareció menos viejo de lo que había dado a entender la dueña de la posada. Claro que la barba de una semana, con abundantes pelos blancos, v la ropa poco aseada y hasta remendada, no contribuían precisamente a darle la apariencia de un jovenzuelo. La nariz era ganchuda, de pico de loro, y los ojos eran menudos, recelosos y movedizos.

La jarra de cerveza que Veurne tenía delante estaba vacía. Singer hizo una seña a la señora Cossidy y ella entendió de inmediato,

—Señor Veurne —dijo, todavía en pie ante la mesa.

El hombre le miró en silencio.

—Me llamo Singer. ¿Puedo hablar con usted? —consultó el sargento.

Veurne movió una mano, de dedos delgados y largos, casi sarmentosa. Martha llegó en aquel momento con las dos jarras.

—Invita el señor Singer —anunció.

—Entonces, añade un doble de ginebra, Martha.

La voz de Veurne era rasposa. Parecía salir de una garganta forrada con lija de grano de máximo grosor.

—Sí, Skipp.

Singer había tomado ya asiento.

—Se trata de la chica que usted encontró en mal estado hará doce días aproximadamente —dijo.

Veurne asintió. Singer esperó a que Martha volviese con la ginebra, que vertió disertamente sobre la jarra de cerveza. Veurne se bebió la mitad de un trago, sin pestañear, y luego se limpió la boca con el dorso de la mano.

—La recuerdo —habló finalmente.

—¿Y...?

—¿Qué interés tiene usted en esa joven, señor Singer?

—Deseo averiguar todo lo relacionado con ella y con lo que le sucedió a cosa de dos millas de Thrigham.

De nuevo se produjo otra pausa. Singer creyó comprender y sacó algunos billetes. Probablemente, pensó, Veurne era un tipo que vivía a salto de mata. Incluso podían cazar furtivamente. Desempeñaría los más variados oficios a cambio de algunas monedas, una comida... y viviría en una cabaña con techo de paja y suelo de turba.

—Esa chica y su amigo no debieron haberlo molestado —dijo Veurne pasado casi medio minuto.

Singer respingó. Era la primera vez que alguien mencionaba a un posible acompañante de Betty Thomas. Hasta entonces, nadie había dicho nada al respecto.

—¿Un amigo? —repitió.

—Sí. Yo los vi aquella misma tarde. Bueno, era poco más de mediodía. . Ellos estaban en un prado, con una radio portátil y algo de comida y bebida, más bebida que comida. Se divertían mucho, créame. Incluso llegaron a desnudarse...

Singer se imaginó al sujeto, oculto tras unos matorrales, contemplando en silencio la escena y relamiéndose al ver a Betty quitándose una tras otra todas sus prendas de vestir.

—¿Y bien? —preguntó

—Bueno, después de desnudarse, empezaron a revolcarse por el suelo, pero ella se separó a los pocos minutos. Estaba muy enfadada y le dijo al chico que no era hombre ni nada que lo pareciese.

«No había señales de ataque sexual», recordó Singer. Por tanto, el acto carnal no había llegado a consumarse. ¿Acaso el acompañante de Betty padecía de impotencia?

—Siga, se lo ruego.

—Está bien, el chico le pidió perdón y le dijo que..., bueno, no escuché todo bien, pero ella pareció calmarse, aunque, desde luego, ya no volvieron a tocarse ni las puntas de los dedos. En vista de que aquello ya no tenía interés, yo me disponía ya a marcharme, cuan-do oí decir al chico que por qué no se acercaban a la ciénaga. Betty no quería, pero el fulano, para hacerse valiente en algo, ya que había fracasado haciendo el amor, insistió tanto, que llegó a convencerla. La verdad, no quise que me vieran; el chico podrá ser im-potente, pero tiene unos músculos bien proporcionados y podría fácilmente haberme dado una buena paliza, sin que yo le despeinase siquiera. ¿Lo comprende?

Singer sonrió. Sí, aquel muchacho, seguramente, quería mostrarse valeroso en otro aspecto, para no defraudar a Betty completamente.

—Usted habló antes de lo que vive en el pantano, señor Veurne —dijo el sargento—. ¿Qué es?

Veurne se encogió de hombros.

—Nadie lo ha visto jamás y aquí, en Thrigham, procuramos no molestar al ser que habita en aquellos parajes —respondió.

Luego, se dijo Singer, seguirían hablando de aquel misterioso ser. Por el momento le interesaba más conocer los detalles de lo ocurrido después del frustrado encuentro sexual.

—Continúe, se lo ruego.

—La verdad, yo me marché. El chico reía, forzadamente, a mi entender, aunque la verdad es que después de su fracaso, se había tomado dos buenos tragos. Agarró a la muchacha por una mano y tiró de ella. Al cabo de unos diez minutos, escuché un horrible grito. Yo me dije: «Ya lo ha conseguido, el muy idiota», y aunque, ciertamente, no me gustaba mucho, volví sobre mis pasos. Entonces fue cuando encontré a la chica tendida en la hierba, a unos doscientos metros del lugar donde la había visto con su acompañante.

—¿Qué fue del muchacho?

—Se largó cobardemente.

—¿Se marchó? —preguntó Singer, sorprendido.

—Así, como lo oye. Nada, ni valor como hombre ni lo otro... Oiga, con todos los respetos para esa pobre chica, si me encuentra a mí hace veinte años, le hubiera hecho saber qué es un «hombre» de veras. Pero aquel estúpido... Lo curioso del caso es que no dejó nada; se lo llevó todo.

—¿Qué es lo que se llevó?

—Hombre, los restos de la merienda, los cacharros, la radio a pilas, la manta... No se dejó ni una miga, oiga.

—Eso quiere decir que habían llegado en coche.

—Sí, un «Mini» rojo guinda. Pero no puedo decirle la matrícula, soy muy malo para los números... Sólo me acuerdo de las tres letras primeras: WNZ. Debió escapar como si lo persiguiese el diablo.

—Por favor, ¿quiere describirme al muchacho?

—Desde luego, era un atleta. Alto, muy ancho de hombros..., sí, medía algo más de seis pies y era muy rubio, con ojos azules...

Singer tomaba notas apresuradamente, mientras Veurne seguía charlando. Al inspector Bernell le gustaría conocer la existencia de un acompañante de Betty, el cual, por lo que se sabía, no había dado señales de vida una sola vez en todo el tiempo que la chica llevaba internada en el hospital.

—De modo que el chico se marchó. ¿Qué edad le calcula usted?

—Menos de veinticinco años, dos o tres más que ella.

—Bien, señor Veurne, y ahora, por favor, hábleme del ser que vive en la ciénaga.

El sujeto asintió. Levantó la jarra y terminó de vaciarla. Después de limpiarse los labios, abrió la boca, pero antes de pronunciar una sola palabra, se venció hacia adelante en la mesa.

Singer se quedó estupefacto. Martha se acercó, con el ceño fruncido.

—La ginebra le sienta como un tiro, pero él no quiere hacer caso... —se quejó—, Luego se despertará, pero resultará tan inservible como una colilla... La cena estará servida dentro de diez minutos, señor Singer.

El sargento asintió.

—Muy bien, señora Cossidy. Por favor, ¿puede indicarme dónde está el teléfono?

—Al otro lado de aquella puerta —respondió la mujer.

Un par de minutos más tarde, Singer estaba hablando con su jefe. Después de emitir su informe acerca del acompañante de Betty, añadió su descripción:

—Unos veinticinco años, algo más de seis pies, fornido, atlético, muy rubio; al parecer, aficionado a los deportes... Su coche es un «Mini» rojo, cuya matrícula empieza por las letras WNZ, aunque no puedo añadir ningún guarismo... El vio la cosa, ser o bestia o lo que sea, origen del shock de la chica... Añadiré también el detalle de su impotencia, aunque puede que sea homosexual y tal vez, para no quedar mal delante de Betty, intentó hacer el amor con ella, pero fracasó. Puede ser un dato de importancia.

—Sí, seguro. Gracias, Alan; téngame al corriente de cualquier novedad.

—Si encuentran al atleta, llévenlo ante Betty. Quizá su presencia sirva de revulsivo para salir del shock.

—Posiblemente.

Singer colgó el teléfono y se encaminó hacia el pequeño comedor de la posada. Veurne seguía en la misma postura. Sonriendo comprensivamente, Singer se sentó ante una de las mesas y esperó a que la señora Cossidy trajese la sopa.