CAPITULO V
A su regreso a la posada, Singer enseñó la navaja a Martha.
—Se le cayó a un tipo anoche, delante de una de las ventanas de la casa que perteneció a Henrietta Brandon —dijo—. ¿Conoce usted a alguien cuyo nombre responda a estas iniciales?
Martha examinó la navaja con curiosidad.
—Hay un tipo... —dijo pensativamente.
—Parece ser que fueron dos y querían robar —agregó Singer—. Ahora la casa está habitada.
—¡Caramba! Vaya noticia, sargento. Le aseguro que no sabía nada...
—La inquilina, mejor dicho, la propietaria, puesto que era sobrina de Henrietta Brandon, llegó anteayer por la tarde y no se detuvo en el pueblo —explicó el sargento—. Por lo visto, fueron dos los que querían robar en la casa y uno de ellos, yo lo he visto, incluso trató de forzar un postigo con su navaja, pero algo les asustó y echaron a correr. La navaja quedó abandonada en la hierba v...
Martha tomó la navaja y la contempló pensativamente durante unos instantes.
—H. D... —murmuró al cabo—. Sí, tal vez sea Hal Drowe, un vago y un pillo de marca y un sinvergüenza..., lo mismo que su compadre Rex Crogan...
—¿Sabe dónde puedo encontrarlos? —Singer no quena mencionar los ruidos extraños y terroríficos que Carol había oído la víspera. Pero era posible que el suceso tuviese alguna relación con lo que había visto la infeliz Betty Thomas.
—Bueno, esos dos tipos suelen vivir en una cabaña que hay a un cuarto de milla hacia el sur. A Drowe lo echaron de casa de sus padres, porque no podían con él. No es de aquí, por supuesto, sino de un pueblo que hay a unas veinte millas... En cuanto a Crogan, nadie sabe de dónde vino ni nos importa demasiado. Llegó hace algunos años y, al principio, era un buen chico, honrado y trabajador, pero cuando se juntó con el granuja de Drowe...
Singer sonrió.
—Muchas gracias, Martha —dijo—. Iré a ver a esos sujetos... Por cierto, ¿ha vuelto Skipp?
—No, no ha dado aún señales de vida. Seguro que estará durmiendo la borrachera.
—Iré a verle más tarde. Gracias por todo, Martha.
Singer volvió a salir de la posada y caminó a buen paso en dirección a la cabaña donde habitaban los dos supuestos ladrones. Si llegaba a la conclusión de que habían sido ellos los autores de la tentativa de robo, les daría un buen rapapolvo, se prometió.
La cabaña era una construcción hecha en parte de piedras, con el tejado de vigas y ramajes y una chimenea apagada en aquellos instantes. La puerta estaba entreabierta y amenazaba con desprenderse de sus bisagras en cualquier momento, Al empujarla, los goznes oxidados chirriaron desagradablemente.
La cabaña constaba de una sola pieza, en la que había un par de camastros sucios y desvencijados, además de malolientes. En uno de los ángulos se divisaba un destartalado fogón, sobre el que había amontonados algunos platos sucios. Singer vio también algunos vasos desportillados y un par de jarras con el vidrio empañado por la suciedad. El sargento, asombrado, se preguntó cómo era posible vivir dé modo tan miserable en la Inglaterra actual. Claro que todo dependía de los ocupantes de aquel ruin edificio, de los cuales sólo uno estaba a la vista.
El hombre dormía boca arriba y roncaba ruidosamente. Al pie del camastro había una botella casi vacía, con algunos restos de ginebra.
Singer vio en el suelo un viejo cubo de madera con oxidados aros de hierro, en el que todavía quedaban algunos litros de agua. Sin la menor vacilación, tomó el cubo y vació su contenido sobre la cabeza del beodo.
Rex Crogan se despertó de inmediato, chillando como un energúmeno. A través de sus ojos legañosos divisó a un desconocido y le apostrofó con un escogido repertorio de soeces palabrotas.
Singer le dejó desahogarse. Cuando Crogan, al fin, pareció que perdía el aliento, le enseñó la navaja.
—¿Es suya? —preguntó.
De repente, un vivísimo terror se posesionó de Crogan. Singer, lleno de asombro, le vio retroceder en el camastro y acurrucarse contra el rincón de la pared en el que se hallaba el mueble cochambroso. Los dientes de Crogan castañeteaban como si estuviesen contemplando algún monstruo fantástico.
—Vamos, vamos, cálmese —dijo Singer, tratando de ser persuasivo—. Nadie quiere causarle el menor daño, señor... ¿Es usted Crogan o Drowe?
—Cro...gan... —contestó el individuo—. A Hal se lo llevó el ser que vive en el pantano...
* * *
Singer salió de la cabaña media hora más tarde, hondamente preocupado por el relato de Crogan, ¿Era cierto, se preguntó, que en el pantano habitaba algún monstruo de una especie desconocida? ¿Quién había hablado en alguna ocasión de un ser fantástico que, incluso, podía no haber nacido en la Tierra?
Cuentos, se dijo; leyendas y consejas de viejas. El animal que habitaba en la ciénaga, por grande que fuese, tenía que ser enteramente terrestre, aunque la descripción que el aterrado Crogan le había dado no correspondía a ninguna de las especies vivientes conocidas en la actualidad, Pero el relato del individuo no era demasiado fiable; el suceso se había producido en la oscuridad y el miedo le hacía exagerar, sin duda, no sólo las proporciones de la bestia, sino también su conformación anatómica.
Indudablemente, había algo en el pantano. Pero ¿qué era?
Cuando regresó a la posada, Martha le entregó un papelito.
—Han llamado de Londres —le dijo—. Quieren hablarle cuanto antes.
—Gracias —sonrió Singer—. ¿Ha vuelto Skipp?
—Todavía no, señor.
Singer meneó la cabeza.
—Temo que tendré que ir a verle de nuevo para continuar la conversación —dijo, mientras se encaminaba hacia el teléfono.
Momentos después, estaba en comunicación con su jefe.
—He hablado con el dueño del «Mini» tojo —manifestó Bernell.
—Lo ha encontrado, ¿eh?
—Costó un poco, pero gracias a las tres letras de la matrícula y por eliminación, llegamos hasta Robert Wilcox. Sí, el muchacho ha admitido que hizo la excursión con Betty Thomas. En cierto modo, hay que compadecerle. El se da cuenta de su... defecto y aquel día intentó corregirse. Pero, por lo visto, la naturaleza resultó más fuerte que él y no pudo consumar el acto sexual. Creo que Betty también lo sabía e intentó ayudarle, pero fracasó.
—Esas cosas dan pena —dijo Singer.
—Bueno, cuando se insiste en el tratamiento, aunque no dé resultado por el momento, se puede compadecer al sujeto. Pero la cosa cambia cuando se sabe que ha vuelto a recaer en el vicio del que debiera alejarse como si fuese la peste. Cuando llegué a la casa, estaba con otro individuo, mayor que él, calvo y gordo. Asqueroso, Alan —gruñó Bernell—. De todos modos, esto nos importa poco; es un problema de Wilcox. Lo que sí nos interesaba era saber qué le había pasado a Betty.
—¿Lo ha averiguado?
—Wilcox asegura que no vio gran cosa. Ella se le había adelantado algunos pasos y estaba medio oculta por unos arbustos. Yo diría que Betty quería continuar el «tratamiento», haciéndose perseguir, como si fuese una ninfa de los bosques... bueno, la cuestión es que, de pronto, se encontró Con la bestia. Chilló, perdió el sentido... y Wilcox vio también al animal y se sintió poseído por el pánico. No debe de ser muy animoso, por lo que, creyendo que Betty estaba muerta, echó a correr.
—Bien, jefe, ¿Qué es lo que vio?
—No sabe definirlo con exactitud. Una especie de pulpo gigante, con los tentáculos muy cortos, algo que hedía espantosamente... Por los datos que ha dado parece como si fuese una estrella de mar gigante..., pero con ojos, ¿comprende?
—¿Atacó el ser a Betty?
—No creo. Quizá la bestia se asustó también y huyó...
—Es curioso —dijo Singer pensativamente—. En el caso de Betty, el ser huyó, sin atacarla. Pero anoche atacó a un hombre y se lo llevó para darse con él un festín en su refugio del pantano.
—Alan, ¿qué dice? —exclamó el inspector.
—Lo que oye —respondió Singer.
Y relató a su jefe lo sucedido ante la residencia de Carol Endicott.
Al terminar, Bernell dijo:
—Alan, sea prudente. Procure que no haya pánico, ¿me entiende?
—Sí, señor.
—Si se divulgase la noticia, esa comarca se infestaría de curiosos de todo pelaje y causarían más perjuicios de los que se quieren evitar. Sea discreto, insisto.
—Bien, señor, lo haré lo mejor que pueda. Y, a propósito, ¿qué tal sigue Betty Thomas?
—En el mismo estado, aunque los médicos dicen observar una ligera tendencia a la mejoría. Si lo expresáramos en términos matemáticos, diríamos que es un uno por ciento positivo.
—No está mal. Peor sería un uno por ciento negativo. Jefe, supongo que no habrá abandonado usted el caso Rayburn. Sin que ello sea petulancia por mi parte, me parece más importante...
El caso Rayburn preocupaba al inspector Bernell desde hacía muchos meses, pero, hasta el momento, las investigaciones, que nunca habían sido abandonadas por completo, seguían un curso muy irregular. Singer había llegado a pensar en más de una" ocasión que su jefe no se preocupaba demasiado del asunto.
—Tranquilícese, Alan —contestó Bernell—. A menos que la jubilación lo impida, y todavía me quedan quince años por delante, acabaré por resolver ese maldito caso.
—Así lo deseo, señor —se despidió Singer.
Después de colgar el teléfono, se acercó al mostrador y pidió una cerveza. Martha, la posadera, llenó una jarra y se la puso delante.
—¿Algo de importancia? —preguntó.
Singer captó en el acto el penetrante perfume que se desprendía de la mujer, cuyos ojos aparecían muy maquillados. Martha se había apoyado de codos en la barra y sonreía de un modo peculiar, sin importarle en absoluto la generosa ostentación que hacía de su espectacular escote. Singer calculó que la mujer debía de tener unos treinta y 'cinco años, muy solitarios.
Sonrió.
—Nada de particular; cosas de rutina —respondió. Despachó la cerveza y agregó—: Bien, puesto que la montaña no viene a Mahoma, Mahoma irá a la montaña..., quiero decir, a casa de Skipp Veurne.
—Póngase una máscara antigás antes de entrar —recomendó Martha mordazmente.
* * *
Cuando se disponía a llamar a la puerta de la casa donde vivía su informador, Alan Singer oyó una voz carraspeante a poca distancia.
—¿Busca a Skipp, forastero?
El sargento se volvió. Delante de él había un hombre de mediana edad, con barba de varios días, cuyos dientes amarillentos sujetaban una vieja pipa de brezo. El individuo vestía pobremente, aunque sus ropas aparecían limpias y bien cuidadas. Sus ojos eran menudos y maliciosos.
—Pues sí, tengo interés en hablar con él, señor...
—Kaze, Silas Kaze —se presentó el sujeto—. Tal vez quiere hablar con Skipp acerca del ser que mora en la ciénaga.
—Me interesa conocer detalles de ese animal. Aterrorizó a una amiga mía y ahora se halla en un hospital de Londres, sin conocimiento. Si llegamos a saber qué clase de bestia es en realidad, quizá podamos curarla.
—Es posible —convino Kaze—. Pero para ello habría que buscar su escondite y eso puede resultar peligroso.
De pronto, Singer se dio cuenta de que el hombre sabía más de lo que aparentaba.
—Señor Kaze, me gustaría hablar con usted extensamente —dijo—. Soy Alan Singer —alargó su mano y Kaze la estrechó con fuerza—. Mi... amiga sufrió una impresión terrible y aún no se ha recobrado, al cabo de catorce días. Creo que usted habrá oído algo al respecto...
Kaze asintió, mientras aspiraba una bocanada de humo.
—Sí, lo contó Skipp. Pero es extraño —dijo.
—¿Qué es extraño? —preguntó Singer.
—El ser no ha abandonado jamás, que se sepa, la ciénaga. Ciertamente, uno puede recorrerla durante días sin que le pase nada, pero si la bestia ataca, será en la ciénaga y no fuera de ella.
—¿La ha visto usted alguna vez?
—Hace años vi los restos de un ternero que se había comido el animal. Era algo horrible, créame. El ternero se separó de la madre y... Bueno, yo vi sólo los huesos, horriblemente rotos, como si una mano gigante hubiese cogido al animal y lo hubiese estrujado cerrando los dedos... Era lo único que quedaba del ternero; todo lo demás, es decir, lo que no eran huesos, había desaparecido. ¡Menudo banquete!
Singer sonrió.
—Sí, desde luego. ¿Qué más, señor Kaze?
—Bueno, si el viejo Jack Merton estuviera vivo, tal vez él podría contarnos muchas cosas de la bestia. Jack vivía en medio de la ciénaga y no la temía en absoluto. Es más, estaba empeñado en cazar al animal.
—Pero no lo consiguió.
Kaze meneó la cabeza.
—No —respondió.
—¿Qué fue de Merton?
—Un día dejó de venir por la aldea, eso es todo lo que puedo contarle, amigo. Ahora bien, si usted tiene interés en este asunto, yo podría guiarle hasta la cabaña.
—No se puede viajar por la ciénaga...
—¿Le gustaría intentar la aventura?
El joven vaciló. No era precisamente timorato, pero la idea de enfrentarse con un peligro desconocido no le gustaba demasiado.
—¿Cómo iríamos hasta allí? —preguntó.
—Si le parece, iré a buscarle mañana a las ocho —sugirió el hombre.
—Trato hecho —resolvió Singer en el acto—. Y ahora, si me lo permite...
Llamó a la puerta de la casa. Kaze se adelantó.
—Deje, yo despertaré a ese borrachín —sonrió.
Empujó la puerta y lanzó un penetrante grito. Pero no hubo respuesta.
—¡Vamos, Skipp, despierta!
El silencio continuaba. Kaze dio un par de pasos en el interior de la casa y, de repente, se detuvo como herido por un raye.
Singer se detuvo al lado de su ocasional acompañante. Como éste, se quedó paralizado por el asombro al ver el espantoso espectáculo que ofrecía Veurne, tendido en su camastro, con las ropas destrozadas, hechas jirones, de tal modo que había quedado completamente desnudo, con una expresión de insuperable horror reflejada en su rostro.
Sobre su pecho desnudo se veían unas extrañas marcas rojizas en hilera. Las marcas tenían forma circular y la mayor era de unos dos centímetros de diámetro. A Singer le recordaron las señales de los tentáculos de un pulpo después de hacer presión sobre la piel de un ser humano.
—Señor Kaze —dijo lentamente—, su teoría de que la bestia no sale de la ciénaga, acaba de caer por tierra.