CAPITULO IV

 

El día era claro, radiante. Mientras terminaba de afeitarse, Alan Singer contempló el panorama desde la ventana del cuarto de baño. Dada su posición en el edificio de la posada, podía permanecer, desnudo de medio cuerpo para arriba, sin temor a ser visto por posibles curiosos.

Los campos aparecían estallantes de verdor. Pero en el invierno, o simplemente con tiempo lluvioso, aquella comarca debía resultar deprimente. Además, no todo era tan bonito como parecía. A unos kilómetros, hacia el Oeste, se veía una ligera neblina amarillenta, que estropeaba en buena parte el encanto del paisaje. ¿La ciénaga?, se preguntó.

Minutos más tarde, bajaba al comedor. Martha se presentó muy pronto con el desayuno.

—Buenos días, señor. ¿Ha descansado bien? —saludó cortésmente.

—De una manera maravillosa, como nunca —sonrió Singer—. ¿Qué me dice de Skipp?

—Oh, despertó una hora más tarde y se marchó a su casa. ¿Es que quiere seguir hablando con él? Si lo desea, yo puedo indicarle la dirección..., aunque le aconsejo se bañe antes en desinfectante y, además, use una máscara antigás.

Singer se echó a reír.

—No es amante de la limpieza, ¿eh?

—Si eso de que todos, después de muertos, volvemos a la vida en el cuerpo de un animal, Skipp, cuando resucite, lo hará en forma de cerdo —contestó Martha, a la vez que acanutaba los labios despectivamente—. Es cierto que no lejos de la aldea hay una ciénaga, pero también hay arroyos con aguas claras y limpias. Sin embargo, algunos dicen que es mejor que Skipp siga así; de lo contrario, se produciría una contaminación espantosa.

—El que dice esto, tiene un magnífico humor —comentó Singer—. A propósito, señora Cossidy...

—Llámeme Martha, simplemente —dijo la aludida.

—Bien, Martha, cuénteme algo de la ciénagas Ahí habita ese ser misterioso que aterroriza a la población, ¿no?

—Bueno, aterroriza al que va por allí a molestarle. A mí nunca me ha dado miedo, porque jamás me he situado a menos de dos millas del pantano.

—Ya. Pero ¿no ha habido nunca ningún hombre valeroso que haya intentado...?

Martha hizo un gesto negativo, tan vehemente, que sus senos se movieron tanto o más que la cabeza.

—Yo no recuerdo de nadie que se haya arriesgado a llegar hasta el centro de la ciénaga.

—Temen al ser —murmuró Singer—. Pero, ¿ha matado a alguna persona?

—Hace muchísimos años desapareció un hombre en la aldea. Era un buen cazador y, bien mirado, en la ciénaga hay muchas aves acuáticas. Durante algún tiempo, Ben McNally estuvo cazando con gran éxito. Incluso llegó a construirse una pequeña lancha, de fondo plano, ya que en la ciénaga hay sitios donde no se puede caminar a pie. Pero un buen día, el perro volvió sin él. Ladraba lastimeramente y parecía aterrorizado, tanto, que se negó a comer y murió una semana más tarde.

—¿Qué fue de McNally?

—Siempre se rió de la leyenda, y puede que cuando empezó a cantar, el ser estuviese en su sueño invernal. Pero los tiros de su escopeta debieron despertarle... y después de un sueño que había durado todo el invierno, McNally fue su desayuno —respondió Martha con macabro humorismo.

—El perro, sin embargo, escapó.

—Bueno, abandonaría la lancha y, a nado, ganaría el suelo firme. Pero no se encontró jamás el menor rastro de McNally. Y ya nadie ha vuelto por allí, créame.

—Gracias, Martha.

Terminado el desayuno, Singer llamó de nuevo a su jefe. El inspector Bernell no sabía nada aún del acompañante de Betty, cuya búsqueda se había iniciado con gran ardor.

—Llámeme a la noche, Alan —terminó Bernell.

—Sí, señor

Singer salió a poco de la posada. El pueblo aparecía completamente tranquilo, entregados sus moradores a las ocupaciones habituales. Tras unos segundos de indecisión, Singer echó a andar en busca de la carretera en cuyas inmediaciones se había producido el suceso en que Betty Thomas había tenido, aunque involuntariamente, un papel muy destacado.

Media hora más tarde, divisó una casa entre los árboles. De una de sus chimeneas salía una leve tira de humo. El pantano se hallaba al otro lado, a no más de mil metros de distancia.

Singer se preguntó qué clase de personas podían tener el humor suficiente para vivir en aquellos parajes. Avanzó un poco más y entonces vio a una mujer en la puerta de la casa.

La mujer le miraba con curiosidad. Tras una leve vacilación, Singer decidió acercarse a ella.

—Hola —dijo amablemente—. Estoy dando un paseo. ¿Vive usted aquí?

—Sí —contestó Carol.

Singer miró a su alrededor.

—Tal vez he entrado en su propiedad, pero no he visto vallas ni rótulos que lo prohíban...

—No tiene importancia. ¿Es usted de Thrigham?

—A decir verdad, no. Estoy pasando unas vacaciones, bueno, las inicié ayer mismo. ¿Es suya la casa?

—Sí. Es una lástima que sea usted forastero —dijo Carol.

—Eso es algo que no lo puedo evitar. Pero, si fuese un nativo, ¿le resultaría beneficioso?

—Según se mire. Anoche, alguien intentó entrar en la casa.

—Oh —dijo Singer—. ¿Algún ladrón?

—Dos, por lo menos.

Carol se separó de la puerta y señaló con la mano uno de los postigos en los que se veían señales inconfundibles.

—Casi habían conseguido abrir, pero, de repente, se marcharon —añadió.

Singer estudió las huellas que aparecían en la madera.

—Se asustarían —supuso—. Si usted les oyó, es seguro que ellos también la oyeron y decidieron que no valía la pena correr riesgos.

—Tengo una escopeta —declaró la joven significativamente—. Pero en la casa no hay nada de valor... a menos que pretendieran arramblar con la vajilla.

—Tal vez hay cubiertos de plata... —apuntó Singer.

—Son buenos, pero no lo parecen. Claro que nunca faltan tipos para los cuales un montón de sábanas, unos cubiertos y un par de candelabros pueden representar algo parecido a una fortuna.

—No, nunca faltan tipos de esa clase —convino el sargento—. Oiga, la ciénaga está muy cerca. ¿No le da miedo?

—¿Por qué? Unicamente el olor, pero el viento no sopla siempre en esta dirección —respondió Carol—. ¿Acaso hay fieras salvajes en el pantano?

—Oh, no, no, habrá serpientes todo lo más, pero son inofensivas para el hombre y, como serán de especies acuáticas, no abandonarán su hábitat. De modo que es usted la dueña...

—En efecto Esta casa pertenecía a mi tía Henrietta Brandon, que murió hace algunos meses. Yo la he heredado, puesto que era su único pariente. A propósito, me llamo Carol Endicott.

—Dispénseme —exclamó el forastero—. Me he portado con una notoria falta de educación al no dar mi nombre. Me llamo Alan Singer.

—'Tanto gusto —dijo Carol. Miró fijamente al gallardo joven que tenía ante sí y decidió que podía confiar en él—. ¿Le apetece una taza de té?

—Será un placer, señorita Endicott.

De repente, Singer vio algo que brillaba entre la hierba que había al pie de la ventana. En los últimos tiempos, se dijo, la posesión no había sido cuidada en demasía y ello había permitido el crecimiento anárquico de hierbajos y plantas silvestres.

Inclinándose un poco más, divisó una navaja. Era indudable que había servido para romper la madera del postigo. Sacó su pluma y quitó el capuchón para levantar la navaja, haciendo que la punta se introdujera en el hueco. De este modo, evitaba tocarla con los dedos, lo que hubiese podido borrar huellas dactilares del hombre que la había perdido.

En el mango observó dos iniciales, toscamente grabadas con una punta de metal: H. D. Tal vez en la aldea conocían al dueño, supuso.

De repente, se dio cuenta de que Carol le miraba de una forma extraña.

La muchacha estaba rígida, tensa, un tanto alterada, lo que se advertía en cierta rapidez de su respiración, reflejada inequívocamente en los movimientos de su esbelto pecho. Singer captó en el acto el significado de aquella mirada.

—Sí, soy policía —confirmó.

 

* * *

 

Mientras servía el té, Carol se preguntó si debería confirmar sus problemas al huésped que había aparecido tan inesperadamente en la casa. Pero aquel conflicto, reconoció con amargura, podía volverse en contra suya. Por el momento, lo mejor era callar los motivos de su estancia en la propiedad. Quizá, si la cosa se agravaba...

—Estoy investigando un hecho extraño que sucedió hace ya trece días —declaró Singer poco después—. Por supuesto, señorita Endicott, confío en su discreción con respecto a mi identidad. No es que la investigación haya de realizarse en absoluto secreto, pero mientras pueda, prefiero pasar por un turista en vacaciones.

—Comprendo —dijo ella—. Señor Singer...

—Alan, se lo ruego —sonrió el joven.

—Está bien, como guste. Simplemente, quería decirle que puede estar seguro de que no diré nada. —Carol empezó a llenar las tazas—. ¿Algún crimen espectacular? —preguntó.

—Pues... por ahora, la víctima está viva, pero en estado catatónico. Quiero decir que vive y respira, pero no reacciona a ningún estímulo, ni siquiera a la narcohipnosis, y es preciso mantenerla con vida mediante alimentación artificial. Y, aun así, se teme por su vida, porque va agotándose poco a poco.

—Es curioso —Carol se sentó frente a su invitado—. ¿Qué le pasó?

—Vio algo horrible, se desmayó... y aunque ahora tiene los ojos abiertos, no ha vuelto a recobrar el conocimiento.

—Espantoso —calificó la joven—. Debió de recibir un susto mortal.

—Indudablemente, aunque, por el momento, no hemos logrado saber qué es lo que vio. La víctima, es decir, una muchacha llamada Betty Thomas, hizo una excursión acompañada de un amigo, el cual huyó, dejándola cobardemente abandonada. Ahora estamos tratando de encontrar a ese individuo, a fin de que nos diga qué es lo que vieron y qué produjo un shock tan horrible a la señorita Thomas. El hecho, había olvidado decírselo, sucedió muy cerca de esta casa, a un kilómetro o poco más hacia el norte.

—Lo siento, Alan. Yo llegué anoche, de modo que no he podido ver nada.

—Sí, es lógico. Yo he hablado en el pueblo con dos personas y ambas coinciden en decir que hay un ser misterioso que vive en la ciénaga. Personalmente, creo que debe de tratarse de alguna serpiente acuática, muy vieja y, como es natural, bien alimentada, ya que allí no faltan animales de todas clases. Esa serpiente ha alcanzado un tamaño excepcional y, seguramente, Betty la vio. Puede ser que padezca una fobia congénita hacia los reptiles, lo que explicaría el shock que aún la tiene en estado catatónico.

—¿Una serpiente gigante? —se asombró Carol.

—Opino que puede tratarse de esa clase de animal. Pero, en el mejor de los casos, su tamaño no pasará de los tres metros.

—Un tamaño muy respetable —sonrió la joven.

—Sí, y capaz de impresionar destructivamente a una persona de mente hipersensible a ciertas visiones. Pero si fuese así, habríamos de considerar que su mordedura, salvo la lesión causada por los colmillos, sería inofensiva, ya que no puede ser venenosa. Por otra parte, no es una especie tropical, lo que excluye la posibilidad de enroscarse en torno al cuerpo de una persona. Quizá el reptil se asustó tanto como Betty, pero, claro, tenía la escapatoria de su refugio en la ciénaga —concluyó Singer sonriendo.

—Acaso se aburría y quiso hacer una excursión para alegrar un poco la monotonía de su existencia —añadió ella en el mismo tono jovial—. Pero quizá los ladrones de anoche vieron ese reptil. Oí unos gritos espantosos y luego ruido de algo que se arrastraba por el suelo... Por supuesto, no vi nada; a decir verdad, no me sentía muy tranquila, aunque, desde luego, estaba dispuesta a usar la escopeta que tengo en casa.

—Mujer valerosa —elogió el sargento. Se puso en pie—. He tenido un verdadero placer en conocerla.

Carol acompañó al visitante hasta la puerta.

—¿Piensa permanecer mucho tiempo en Thrigham? —preguntó.

—No puedo dar una fecha fija; como comprenderá, el tiempo de mi estancia en la aldea no depende enteramente de mí —respondió Singer.

Carol permaneció todavía durante unos momentos en la puerta, contemplando la alta silueta del hombre que se alejaba de regreso hacia Thrigham y que se empequeñecía gradualmente. ¿Debía haberle confesado su problema?, se preguntó, repentinamente acongojada.

Pero luego pensó que era muy probable que ninguno de sus antiguos conocidos supiese su parentesco con tía Henrietta, lo cual quería significar que su escondite permanecía en secreto y no la encontrarían allí. Más tranquilizada, dio media vuelta y se metió de nuevo en la casa.

 

* * *

 

El inspector Bernell, acompañado de un agente de uniforme, llegó a la puerta y tocó en la madera con los nudillos. Al cabo de unos segundos, alguien abrió y se encaró con él.

—¿Qué desea? —preguntó el hombre joven, alto, rubio y apuesto, envuelto en una bata corta de felpa azul, debajo de la cual, era evidente, estaba desnudo.

Bernell estudió durante unos segundos al individuo. Luego se presentó y enseñó su documentación.

—¿Es usted Robert Wilcox? —preguntó a continuación.

—Sí, así me llamo —respondió el interpelado—. ¿De qué se me acusa, inspector?

—No creo que haya que acusarle de nada, por ahora, señor Wilcox. Pero sí desearía hacerle unas preguntas.

De pronto se oyó una voz aflautada en el interior de la casa:

—¿Quién es, Robert?

Un hombre, completamente desnudo, se hizo visible a los ojos de los policías durante un segundo escaso, era ya un tanto maduro, medio calvo y con señales de obesidad en su vientre ya fláccido. Vio el uniforme del acompañante de Bernell y huyó lanzando un chillido casi femenino.

Bernell volvió a mirar a Wilcox, que se había puesto colorado como un tomate maduro. El inspector trató de aparentar normalidad.

—¿Puedo pasar? —insistió.

Wilcox carraspeó.

—Sí, claro...

El agente de uniforme se quedó en la puerta, que Wilcox cerró en el acto. Bernell fue lo suficientemente discreto para no preguntarle por el otro individuo.

—¿Quiere tomar algo, inspector? —dijo Wilcox, servicial.

—No, muchas gracias. Fumaré, si no tiene inconveniente...

—Por supuesto.

Bernell dejo pasar unos segundos antes de volver a hablar.

—Se trata de la señorita Betty Thomas —dijo al fin—. Está en el hospital, inconsciente, a causa de algo que no sabemos qué es, pero que usted sí debe saberlo, puesto que la acompañaba hace trece días, en una excursión que hicieron a un lugar situado cerca de Thrigham. Por cierto, su coche es un «Mini» rojo, matrícula WNZ 443, ¿no es cierto?

Wilcox volvió a enrojecer.

—Sí, inspector. Pero le juro que yo no...

—Sólo quiero que me cuente lo que sucedió —dijo Bernell con voz firme.

De pronto, Wilcox se derrumbó sobre un diván y escondió la cara entre las manos. Sollozaba como un chiquillo, de tal modo, que a Bernell le dio pena y asco a un tiempo.

—Yo... yo la quiero..., pero cuando la vi allí... creí que estaba muerta... Me entró un miedo espantoso y escapé...

Media hora más tarde, el inspector Bernell salía de la casa.

—Un pobre desgraciado, pese a su aspecto —comentó—. Pero también podría intentar curarse —gruñó.

El agente movió la cabeza afirmativamente.

—Eso es lo que yo pienso de más de uno, señor —dijo—. Sin embargó, hoy día, el mundo está completamente al revés: hombres con hombres, mujeres con mujeres...

—Lo cual, en el fondo, no deja de ser una solución al problema de la superpoblación en el planeta —contesto Bernell con amargo sarcasmo.