CAPITULO XI
—No hay tal leyenda, Carol —dijo Singer al poner la barca nuevamente en movimiento—. Lo mataron de un balazo.
La muchacha estaba enterada del suceso y asintió con la cabeza, va recuperada de la impresión sufrida.
—Bueno, a pesar de rudo, creo que el asesino cometió un error, ya que dejo el cadáver al descubierto —dijo.
—Podrían encontrarse diversas explicaciones —manifestó Singer—. Tal vez hubo un aumento de nivel en las aguas y el cadáver, que después de hundido, pudo aflorar a la superficie, quedó luego en esta isleta. Hemos de tener en cuenta que la circulación no es precisamente densa por estos parajes y han pasado años enteros antes de que nadie contemplara esa osamenta.
—McNally murió asesinado, pero ¿por qué?
—No hay más que una respuesta: vio algo muy comprometedor. Y hubo alguien que estimó oportuno buscar el silencio de Tom, eso es todo.
La barca seguía deslizándose sin dificultades por las aguas, que ahora, debido a la luz, parecían amarillentas. En algunos parajes se elevaban vapores que desprendían una inaguantable fetidez.
—Un día pediré un empréstito, desecaré la ciénaga...
—Y se convertirá en una acaudalada propietaria rural, ¿no es eso? —sonrió Singer.
—La perspectiva no es mala, creo. Alan.
—Ojalá pudiera decirlo yo, Carol.
—¿Dejaría la policía si fuese dueño de estas tierras?
—Ese es un problema que no me he planteado, porque para mí es absolutamente irreal. Perú a usted si le convendría llevar a la práctica esos proyectos.
—Lo pensaré, todavía no...
Carol se interrumpió de pronto. En alguna parte, no lejos de aquel lugar, acababa de escuchar algo parecido a una palmada. Un remo batiendo el agua, pensó de inmediato.
—Cuidado, Alan —dijo.
Casi en el mismo instante, apareció una lancha al otro lado de unas plantas acuáticas. Silas Kaze tripulaba la embarcación y lanzó una siniestra risotada al ver a la pareja.
—Les esperaba —exclamó, a la vez que se inclinaba para coger algo que tenía en el fondo de la embarcación.
—¡La escopeta, Carol! —gritó Singer.
Ella se volvió en el asiento y le tendió el arma. Singer se agachó en el instante en que Kaze hacía fuego con un rifle. En la misma postura, Singer apretó los dos gatillos del arma.
Kaze lanzó un horroroso alarido al sentir en el costado y muslo izquierdos el impacto de dos docenas de perdigones. Manoteó frenéticamente y, perdiendo el equilibrio, cayó al agua de espaldas, con gran chapoteo de sucias espumas.
El sujeto reapareció casi en el acto, pidiendo socorro con voz desfigurada por unos extraños gorgoteos, debido al agua que había tragado. Singer movió la pértiga; aunque ya estaba seguro de que Kaze era un asesino, no podía permitir que se ahogase.
De repente, se produjo una extraña perturbación en el seno de las aguas. Grandes burbujas subieron a la superficie, explotando en rápida sucesión. La barca en la que se hallaban Singer y la muchacha osciló con violencia.
Singer procuró alejarse del origen de aquellos inexplicables torbellinos. Agarrándose con manos crispadas a la borda, Carol contemplaba aterrada el singular fenómeno.
Kaze alzó los brazos en demanda de socorro. Pero, de pronto, algo tiró de él hacia abajo. El último grito del desdichado se convirtió en un espeluznante «glu-glú», que se cortó instantáneamente, apenas su cabeza hubo desaparecido bajo la superficie.
—¡El monstruo! —gritó Carol.
Singer adivinó que había, un ser que vivía en aquellas aguas turbias y opacas, cuya naturaleza no se podían imaginar siquiera. Lo único que sabían era que resultaba terriblemente peligroso.
La ciénaga hervía como si bajo su superficie se produjese una pequeña erupción plutónica. Aún con los ojos morbosamente fijos eh aquellos espeluznantes remolinos, Singer no dejaba de mover la pértiga un solo momento. Al fin, tras virar en torno a un grupo muy espeso de árboles y plantas, dejaron de ver los siniestros burbujeos.
Durante unos: segundos, no hubo una sola palabra entre la pareja. Tanto Singer como Carol se sentían tremendamente impresionados por el espectáculo que acababan de ver y cuya naturaleza escapaba por completo a sus conocimientos. El único sonido que se percibía de cuando en cuando era un leve chapoteo de la barca al surcar las aguas mefíticas. Incluso las aves acuáticas habían cesado en sus graznidos.
Singer notó que un hilo de líquido corría por su mejilla izquierda. Saco un pañuelo y se enjugó el sudor. Sentada en el banco, inedia vuelta hacia él. Carol le miraba con ojos llenos de temor y el rostro muy blanco.
Ninguno de los dos se atrevía a hablar. No eran capaces de hallar una explicación para el extraño fenómeno, pero ambos sabían que la leyenda había dejado de serlo para convertirse en una realidad incontrovertible. No habían visto al monstruo, pero estaba allí.
Transcurrieron algunos minutos. Singer se sentía muy aprensivo. En cualquier momento, la bestia podía atacarles. Un pequeño empellón sería suficiente para volcar la lancha y...
De pronto, el pequeño canal a través del cual navegaban, pareció ensancharse. Frente a ellos se alzó casi súbitamente una isleta, algo mayor que las que habían visto hasta entonces. Tenía unos sesenta o setenta metros de anchura y en su centro, a unos cuatro o cinco metros sobre el agua, se alzaba una vieja cabaña de troncos, tablas y techo de tela embreada.
En el lado opuesto se divisaba, amarrada a la orilla, la estructura de una lancha a motor de fondo plano. Al verla, Singer empezó a comprender algunas de las cosas que le habían pasado por alto hasta entonces.
—Ya estamos llegando —anunció.
* * *
La cabaña parecía deshabitada o, por lo menos, no se veía a nadie en sus alrededores. Sin embargo, el joven divisó un ancho tubo de estufa que sobresalía del techo y del que se desprendía un poco de humo, apenas una tenue gasa azulada casi invisible.
Tal vez, se dijo, era la cocina que Kaze había dejado encendida. Como fuera, parecía indudable que el sujeto debía de tener cómplices en la cabaña, por lo que era preciso moverse con el máximo de precauciones. Singer enfiló resueltamente la proa de la barca hacia la orilla y, después del último impulso con la pértiga, atravesó la embarcación y saltó a tierra, con el cabo de amarre en las manos.
—No haga ruido, Carol —aconsejo.
Ató la amarra y tendió una mano a la muchacha para ayudarla a saltar fuera de la lancha. Luego recogió la escopeta, en la que repuso los dos cartuchos consumidos en la breve refriega sostenida con Kate.
Al terminar se volvió en redondo. Entonces diviso a la muchacha en una rara postura.
Carol estaba completamente rígida, con la vista fija en un enorme montón de hierbajos, situado a pocos pasos de la cabaña. A través de la capa vegetal, se veía algo de color grisáceo.
Singer avanzó lentamente y apartó las hierbas, dándose cuenta entonces de que formaban parte de una red de enmascaramiento, debajo de la cual estaba el falso monstruo. Sí, era como lo habían descrito, una especie de estrella de mar gigantesca, construida con gran arte y con unos agujeros en la cúspide, a través de los cuales, calculó, salía la luz que les confería el aspecto de ojos del monstruo.
Bastó una sola mano para dar vuelta al artilugio con el que los ocupantes de la cabaña de Merton habían impresionado a los crédulos habitantes de Thrigham. En la parte inferior había un hueco por el que podía colarse una persona y maniobrar los cables y tirantes, mediante un sistema parecido al de las varillas de un paraguas, por medio del cual se producían los terroríficos movimientos del supuesto monstruo. La oscuridad de la noche, el resplandor de las pupilas, simples linternas, y la predisposición a creer en la existencia de la bestia debían hacer el resto.
—Pero el caso es que la fiera es real —murmuró Singer.
¿De dónde había venido aquel extraño animal? Ahora ya no cabía la menor duda de su existencia. Esto, sin embargo, no era lo malo, sino la necesidad de combatirlo. Pero ¿cómo encontrarlo, dada la enorme extensión de la ciénaga?
Por el momento, se dijo, era un problema secundario. Delante de él tenía uno mucho más acuciante.
Carol le miraba con curiosidad, aguardando sus decisiones. De pronto, Singer echó a andar hacia la cabaña, cuya puerta estaba entreabierta.
Abrió resueltamente. Su sorpresa y desconcierto fueron enormes al ver un espacio completamente vacío, incluso sin muebles. Detrás de él, Carol no se sentía menos asombrada.
De pronto, divisó en el centro del piso una gran trampilla, hecha con recias tablas. Había una anilla de madera y se dispuso a tirar de ella, pero rectificó y se dijo que era una acción que podía resultar inconveniente.
Acababa de ver el tubo de la estufa de un diámetro desusado, que surgía del suelo, junto a la pared opuesta. Al poner la mano sobre el metal, lo encontró caliente.
—Abajo hay alguien —bisbiseó—. Sin duda, ello les ha impedido escuchar los disparos.
—Sí, pero ¿qué piensa hacer? Por pocos que sean, usted es uno solo... —dijo Carol.
Singer sonrió maliciosamente.
—Voy a ver si consigo ahumarlos —contestó—. Venga conmigo; usted se quedará fuera, vigilando.
Abandonaron la cabaña y dieron la vuelta, contorneándola, para pasar al otro lado. Desde allí podían ver la lancha motora con mayor detalle. Era bastante grande e incluso disponía de una pequeña cabina, cuyas ventanas tenían corridas las cortinillas.
Singer entregó la escopeta a la muchacha. Luego, tras una profunda inspiración, tomó impulso, saltó hacia arriba y se agarró con ambas manos al borde del tejado. Flexionó los brazos para izarse a pulso y, un par de segundos después, se hallaba arriba.
Entonces se quitó la cazadora de sarga azul que llevaba y la colocó de modo que cubriese por completo la chimenea incluso doblada, a fin de evitar por completo la, salida de humo. Al hacerlo, percibió el olor característico del gasoil y desde el subsuelo le llegó el tenue rumor de un motor en marcha.
Sujetó bien la cazadora y saltó al suelo. Recuperó la escopeta y miró sonriente a la muchacha.
—Ahora sólo falta esperar a que los ahumados salgan de su madriguera —dijo—. ¡Vamos!
Corrieron a la parte delantera y se situaron junto a la puerta. Menos de un minuto más tarde se levantó la trampilla y sonaron voces irritadas.
Un hombre asomó furioso por el hueco, maldiciendo a otro al que suponía descuidado e incompetente. El que le seguía se defendió con frases vehementes, jurando que él no tenía nada que ver con la avería del motor que, por lo demás, seguía funcionando perfectamente. Por unos momentos, el olor del petróleo quemado salió apestosamente a través del hueco.
Un tercer individuo se hizo visible, manifestando, al igual que los otros dos, un verdadero mal humor. Uno tras otro los tres sujetos salieron al exterior y entonces fue cuando vieron a Singer que les encañonaba con la escopeta.
—Caballeros, levanten las manos, por favor —dijo el joven—. Soy el sargento de detectives Alan Singer, y les comunico su arresto a partir de este momento.