CAPÍTULO III
Ahora era preciso trazarse un plan de combate. Este plan incluía, lo primero de todo, interrogar nuevamente a los testigos del crimen. El interrogatorio lo haría yo, a mi manera, buscando puntos débiles quizá no apreciados por la policía, inquiriendo posibles detalles omitidos, hurgando en lo más recóndito de las conciencias, removiendo gestos y acciones pasados por alto. Sólo podría conseguirlo actuando particularmente, de una forma privada; y el mejor medio para lograrlo era hacer lo que había hecho.
Porque amaba a Lelia y sabía que, a pesar de todo, era inocente. Aunque hubiese admitido haber disparado contra Mac Ball. Aunque, según las informaciones del forense, sus balas hubieran sido las que acabaron con la vida de Mac Ball. Lelia era inocente y podía y debía salvarla.
¿Cómo?
Esto era ya más difícil. No sólo porque todo parecía concluyentemente probado, sino porque el tiempo corría rápidamente. Antes de tres semanas debería probar la inocencia de Lelia o de lo contrario, la gasearían.
Mis esfuerzos durante el juicio habían resultado inútiles. El fiscal Sol Kapitza había ganado, derrotando en toda la línea al defensor de mi prometida. Y Lelia había sido condenada a muerte por el juez Campshell.
Yo, El juez. El juez íntegro, incorruptible, que no había vacilado en enviar al cadalso a su futura esposa.
Pero ahora ya no era juez, sino un simple ciudadano. Ahora volvía a llamarme sencillamente Harold (Hal) Campshell. Y arrancaría a Lelia de las garras del verdugo.
Cerré los ojos un momento. Volví a ver a Lelia mirándome patéticamente en tanto mis labios, mi lengua y mi garganta, emitían las palabras fatídicas.
—… hasta que se cumpla la pena de muerte… por inhalación de gas letal…
Bebí el contenido del vaso de un solo trago. Volví a llenarlo. Encendí un cigarrillo.
Lista de testigos.
Primero, Fredo Galaván, el criado filipino de Mac Ball.
Galaván había recibido a Lelia. Prácticamente, había visto cómo Lelia disparaba contra Mac Ball. Su declaración había sido básica en el juicio y la que la había enviado a la cámara de gas.
Fredo Galaván. Éste era mi primer objetivo.
Cuando tuviese en mi poder la licencia para actuar como detective y el permiso para usar armas. Antes no.
Volví a beber. Tengo una memoria excepcional. Había leído el sumario una y otra vez, ansiando hallar un punto débil que pudiera favorecer a Lelia, sin poder hallarlo. Kapitza, el fiscal, era un tipo habilísimo y había conducido el caso con singular maestría, dejando a la defensa prácticamente inerme. Y yo había tenido que condenar a Lelia.
Declaración de Fredo Galaván:
«… más o menos las cinco y cuarto de la tarde. La señorita Rhantyne llegó y salí a recibirla. Preguntó por el señor Mac Ball. La hice pasar al vestíbulo y la rogué esperara unos momentos… Sí, parecía muy agitada y nerviosa. No, nunca la había visto allí antes de aquel momento… ¿Cómo? No, su nombre lo he sabido después, no la conocía en absoluto… Avisé al señor Mac Ball de que tenía una visita. El señor Mac Ball estaba hablando por teléfono. Tuve que esperar un momento para decírselo… Sí, le dije que se trataba de una mujer. Joven, bella, elegante y distinguida… Se arregló un poco la corbata y salió. Yo me fui a la cocina a preparar un par de bebidas. Estaba seguro de que el señor Mac Ball me las pediría poco después… ¿Por qué estaba seguro? Pues (el testigo se turbó y vaciló al llegar aquí)… porque ya había ocurrido otras veces. Oh, no, no, con la señorita Rhantyne, no… Rotundamente, no, señor; digo y sostengo que era la primera vez que entraba en casa del señor Mac Ball… ¿Qué cuánto tiempo llevaba a su servicio? Oh, pues casi dos años… Si la señorita Rhantyne estuvo antes no puedo saberlo. Mi amo, el señor Mac Ball, era muy reservado en sus cosas… ¿Que si discutieron? No estoy seguro. Creo que oí voces, pero no presté mucha atención. La cocina está algo lejos del vestíbulo… Sí, dos disparos. Dos, eso es. Naturalmente, me alarmé y salí corriendo… El señor Mac Ball yacía en el suelo, con el pecho manchado de sangre. No, apenas se movía… Un poco el pie derecho… ¿Ella? Estaba como hipnotizada, mirando al cadáver. Sí, tenía el revólver en la mano. Aún humeaba… Yo me asusté muchísimo. Claro, en una circunstancia semejante, cualquiera sabe. Pero ella lo dejó caer enseguida. Fuese hacia un sillón y se sentó como aturdida por lo que acababa de hacer. Entonces corrí al teléfono y llamé a la policía…».
Y esto había ocurrido menos de veinticuatro horas antes de que se efectuara nuestra boda. Lelia había matado a Mac Ball a las cinco y cuarto de la tarde, y al día siguiente, a las doce del mediodía, debíamos acudir a la iglesia para casarnos.
Cerré los ojos de nuevo. Repasé una y otra vez la declaración de Galaván. Cada vez que lo hacía, veía el documento ante mí. Una y otra vez busqué algún fallo en aquella declaración. Parecía inatacable, indestructible. ¿Lo era, en verdad?
Terminé de fumar el cigarrillo y acabé la bebida. Luego me puse en pie. Eran ya las cuatro de la tarde. Hora de ir a buscar las licencias a la Jefatura de policía.
Salí a la calle. No había dado una docena de pasos cuando me encontré con Wedness Denkins.
Denkins era un tipo alto, hercúleo, de unos cuarenta y tantos años, fuerte como un roble y con unas manos capaces de doblar en dos una herradura, con toda facilidad. Aficionado a la buena vida, ello no le impedía ser miembro prominente de la Liga Cívica de Buenas Costumbres, de la Sociedad Contra la Delincuencia Precoz, de la Unión para la Lucha Contra las Drogas y varias asociaciones más por el estilo. Poseía un magnífico negocio de bienes raíces y se rumoreaba que postularía para la elección del próximo alcalde de Clancy Point.
—¡Juez Campshell! —exclamó al verme, tronando con un vozarrón que hizo volver la cabeza a todos cuantos transitaban en aquellos momentos por la acera—. ¿Qué insensatez es esa que acaban de comunicarme?
—¿Se refiere usted a mi dimisión?
—Exactamente. Campshell, ¿sabe usted lo que se está haciendo?
—Es claro. Soy ya mayor de edad, Denkins —dije un tanto secamente.
—Pues parece como si se portara como un chiquillo. ¿Qué es eso de abandonar una prometedora carrera en lo mejor de su curso? ¿Por qué abandonar su sitial de juez que puede conducirle un día a la gobernaduría del Estado o quizá aún más alto? ¿Qué le ha inducido a cometer tamaña locura, Campshell?
—Perdone —dije—, pero estimo que éste no es el lugar más adecuado para tratar ciertas cosas, Denkins.
—Tiene razón —masculló entre dientes. Su manaza se posó sobre mi brazo, empujándome hacia un bar cercano, en donde nos sentamos a ambos lados de una mesa situada en lugar discreto.
Encargó dos bebidas. Cuando el camarero nos hubo servido, sus ojos me miraron centelleantes.
—Y ahora, juez, explíquese de una vez.
—Quiero sacar a Lelia de la cámara de gas antes de que entre en ella —dije.
—Ha cometido usted un acto heroico, juez —elogió Denkins—. Pocos habrían sido los que se hubieran portado como usted. Resulta muy duro condenar a muerte a la mujer a quien se ama. De mí, francamente, puedo decirle que no lo hubiera hecho. La habría declarado inocente contra el parecer del jurado y de todo el mundo, aunque luego ello me hubiese costado un buen disgusto. Pero la chica habría salido absuelta del Palacio de Justicia.
—No podía hacerlo, Denkins, compréndalo.
—Lo sé, lo sé —suspiró—. Y no crea que su nombre no anda en lenguas en la ciudad. Todos los comentarios que he oído son altamente elogiosos para usted. Eso le servirá de mucho en su carrera.
—No quiero carrera sin Lelia, Denkins. Por eso he dimitido.
—¿Y piensa hacer investigaciones acerca del asesinato? Pero ¡hombre de Dios, si ella misma admitió haberlo matado con un arma comprada exprofeso para cometer el crimen! ¿De dónde quiere usted sacar elementos para conseguir una revisión primero y una absolución luego?
—No lo sé todavía, Denkins —contesté—. Lo único que sé, digamos más bien que es intuición, es que existe o debe existir algún punto débil que ni el fiscal ni la policía supieron hallar y en el cual habré de basarme para conseguir la libertad de Lelia.
—¿Y cómo piensa hacerlo?
—Apenas si he tenido tiempo de forjarme un plan, Denkins. Naturalmente, una de las cosas que primero he de hacer es, valga la palabra, reinterrogar a los testigos. Después…
Dejé flotar la incógnita en el aire. Denkins se portó caballerosamente y no trató de sonsacarme más. Comprendía mi estado de ánimo.
—De acuerdo, juez —dijo—. Puesto que tal es su decisión, es preciso respetarla. Admiro sinceramente a los hombres que saben adoptar una decisión y mantenerla hasta el final. Y, otra cosa, si necesitase ayuda monetaria, no vacile en recurrir a mí con toda libertad. ¡Qué diablos! Si usted cree en la inocencia de Lelia, ¿por qué no voy a creer yo también, Campshell?
Pero esto era más fácil de decir que de hacer.
Una hora más tarde, tenía ya en mi poder la licencia y el permiso de portación de armas. Con ambas cosas en las manos, fui a una armería, donde adquirí un «Colt 38» de cañón corto y un arnés para funda auxiliar. También compré una caja de cartuchos, con todo lo cual encima me lancé por el sendero de la guerra.
Di mis primeros pasos por dicho sendero en dirección al número 723 de Northwest Trail Street, donde había residido Meddy Mac Ball hasta el momento de su muerte. Me encaminé allí en un taxi, aboné el importe de la carrera y crucé la acera, adentrándome en el edificio.
El ascensor me condujo hasta el piso octavo. Salí al corredor y busqué el apartamiento 9 C. Toqué el timbre.
Hasta que se ejecutaran las disposiciones testamentarias suplementarias, Fredo Galaván residía en el que había sido apartamiento de Mac Ball. Por eso me había dirigido a aquel lugar, seguro de encontrarle.
Toqué el timbre de nuevo, recibiendo análoga respuesta de silencio.
Fruncí el ceño. Aquello no era lógico. ¿Por qué no contestaba Galaván?
Así el pomo de la puerta y lo hice girar. Empujé.
Con gran sorpresa mía, la puerta no estaba cerrada con llave. Entrar en el apartamiento, por tanto, me resultó sumamente fácil.
Crucé en el vestíbulo, él lugar de la muerte. Todo estaba arreglado ya, incluso la costosa alfombra había sido lavada de las manchas de sangre. Nada daba la sensación de que allí se había cometido un crimen.
Pasé al living. Estaba desierto. Llamé en voz alta:
—Galaván.
No me contestó nadie. Silencio.
Llegué al dormitorio que había sido de Mac Ball. El silencio se hizo de pronto opresivo, denso, pesado, fúnebre.
Al lado del dormitorio estaba el baño. No había nadie tampoco.
Al otro lado se encontraba el despacho del muerto, una pieza diminuta, con una mesa, un sillón, una silla y dos muros convertidos en estantes para libros. También desierto.
Ya sólo me quedaban dos habitaciones más. La cocina y el dormitorio de Galaván.
La cocina se hallaba igualmente desierta, aunque muy limpia y arreglada. Al otro lado de la puerta que daba al comedor —living había otra que debía conducir sin duda a la habitación de Galaván. Entré.
Encontré a Galaván.
Muerto.